De pronto se veía obligado a correr, era un fugitivo en la urbe que había sido su hogar durante la mayor parte de su vida. Atravesó a la carrera la estación ferroviaria de la calle de Liverpool, eludiendo la mirada de los agentes de policía, con el corazón desbocado y la respiración sofocada. Se lanzó al interior de un coche de punto.
Fue derecho a las oficinas de la Compañía Naviera de México y Costa de Oro. El local estaba atestado de personas, principalmente iberoamericanos. Unos trataban de regresar a Córdoba, otros intentaban que salieran de ese país diversos familiares suyos, los demás sólo estaban allí para obtener noticias. Todo era alboroto y desorganización. Micky no podía esperar a que fuesen atendiendo a toda aquella chusma. Se abrió paso hacia el mostrador, empleando el bastón contra hombres y mujeres, indiscriminadamente. Sus prendas caras y su arrogancia de persona de alto copete consiguieron que un empleado le atendiese.
—Quiero reservar un pasaje para Córdoba -dijo.
—En Córdoba hay guerra -dijo el empleado.
Micky contuvo un comentario sarcástico.
—Creo que no han suspendido todas las salidas.
—Despachamos billetes hasta Lima, en Perú. El barco seguirá viaje a Palma si las condiciones políticas lo permiten: la decisión se tomará una vez llegue el buque a Lima.
Con eso se arreglaba. Lo imperioso era salir de Inglaterra.
—¿Cuándo zarpa el primer barco?
—Dentro de cuatro semanas.
A Micky se le cayó el alma a los pies.
—¡No me sirve, he de llegar antes!
—Hay un barco que parte de Southampton esta noche, si tanta prisa tiene usted.
¡Gracias a Dios! La suerte no le había abandonado del todo.
—Resérveme un camarote… el mejor que esté disponible.
—Muy bien señor. ¿A nombre de…?
—Miranda.
—¿Perdón, señor?
Los ingleses son sordos cuando se pronuncia un nombre extranjero. Micky estaba ya a punto de silabear su apellido cuando cambió de idea.
—Andrews -dijo. M. R. Andrews.
Acababa de ocurrírsele que era posible que la policía comprobase la lista de pasajeros en busca del apellido Miranda. Ahora no lo encontrarían. Agradeció el liberalismo de las leyes británicas, que permitían a la gente entrar y salir del país sin tener que mostrar el pasaporte. No hubiera resultado tan fácil en Córdoba.
El empleado procedió a extender el billete. Micky le observó intranquilo, mientras se acariciaba la dolorosa contusión que el puño de Hugh le había producido en el rostro. Comprendió que tenía otro problema. Scotland Yard haría circular su descripción, enviándola por cable a todas las ciudades portuarias del país. Maldito telégrafo. En cuestión de una hora, la policía local examinaría a todos los pasajeros. Necesitaba un disfraz de alguna clase.
El hombre de la naviera le entregó el pasaje y Micky efectuó el pago en billetes de banco. Volvió a abrirse paso a la fuerza por el atestado local y salió a la nieve de la calle. Seguía preocupado.
Tomó un simón y dio al cochero las señas de la embajada cordobesa, pero luego cambió de idea. Era peligroso volver allí y, de todas formas, andaba escaso de tiempo.
Las autoridades policiales buscarían a un hombre bien vestido, de cuarenta años, que viajaba solo. El único modo de pasar por delante de ellos consistiría en tener el aspecto de un hombre mayor y que fuese acompañado. Desde luego, podía fingir que estaba inválido y subir a bordo en una silla de ruedas que empujase otra persona. Para eso, no obstante, necesitaba un cómplice. ¿A quién podría utilizar? No estaba seguro de poder confiar en ninguno de sus subalternos, en especial ahora que ya no era embajador.
Quedaba Edward.
—Lléveme a Hill Street -indicó al cochero.
Edward tenía una casita en Mayfair. A diferencia de los demás Pilaster, residía en una vivienda alquilada y no tuvo necesidad de mudarse, puesto que pagó tres meses por adelantado.
A Edward no parecía importarle que Micky hubiese destruido el Banco Pilaster y llevado la ruina a su familia. Sólo había aumentado su dependencia de Micky. En cuanto al resto de los Pilaster, Micky no había vuelto a verlos desde la quiebra.
Abrió la puerta el propio Edward, envuelto en un manchado batín de seda. Edward condujo a Micky a la alcoba, donde crepitaba el fuego. A las once de la mañana, ya estaba bebiendo whisky y fumando un puro. El sarpullido le cubría ya toda la cara, lo que hizo dudar a Micky acerca de la conveniencia de emplearlo como cómplice: con aquella erupción cutánea resultaría demasiado llamativo. Pero no disponía de tiempo para elegir otra persona. Edward tendría que servir.
—Abandono el país -anunció Micky.
—¡Oh, llévame contigo! -exclamó Edward. Rompió a llorar.
—¿Qué diablos te pasa? -dijo Micky sin la menor compasión por su amigo.
—Me estoy muriendo -respondió Edward-. Llévame a algún lugar tranquilo, donde podamos vivir juntos y en paz hasta que desaparezca.
—No te estás muriendo, maldito imbécil… sólo tienes alguna enfermedad de la piel.
—No es ninguna enfermedad de la piel, es sífilis. Micky se quedó boquiabierto de horror.
—Jesús y María, puede que yo también la haya cogido!
—No tendría nada de extraño, con la cantidad de tiempo que hemos pasado en casa de Nellie.
—¡Pero se da por supuesto que las chicas de April están limpias!
—Las putas nunca están limpias.
Micky trató de dominar el pánico. Si se demoraba en Londres para ir a ver a un médico, corría el peligro de morir colgado del extremo de una soga. No le quedaba más remedio que salir del país aquel mismo día. Claro que el barco hacía escala en Lisboa: allí podría consultar a un médico dentro de pocos días. Tendría que ser así. Sin embargo, era muy posible que no hubiese contraído la enfermedad: generalmente, contaba con una salud mucho mejor que la de Edward, y siempre se lavaba después de la cópula, mientras que Edward nunca se tomaba tales molestias.
Pero Edward no estaba en condiciones de ayudarle a abandonar el país clandestinamente. y de todas formas, Micky tampoco estaba dispuesto a llevar consigo a Córdoba un caso de sífilis terminal. Seguía necesitando un cómplice y sólo le quedaba una candidata: Augusta.
No estaba tan seguro de ella como de Edward. Éste siempre se mostró dispuesto a hacer cuanto Micky le pidiese. Augusta era independiente. Pero no dejaba de ser también la última oportunidad de Micky.
Dio media vuelta para marcharse.
—¡No me dejes! -imploró Edward.
No había tiempo para sentimentalismos.
—No puedo llevarte conmigo -dijo en tono irritado. Edward alzó la cabeza y en su rostro apareció una expresión taimada.
—Si no me llevas…
—¿Qué?
—Le diré a la policía que mataste a Peter Middleton, a tío Seth y a Solly Greenbourne.
Sin duda Augusta le contó lo de Seth. Micky miró a Edward fijamente. Era una figura patética. Micky se preguntó cómo era posible que hubiese hecho buenas migas con él durante tanto tiempo. Comprendió de pronto lo que le alegraría poder dejarlo a sus espaldas.
—Díselo a la policía -silabeó-. Ya me están buscando por haber matado a Tonio Silva y lo mismo me da que me ahorquen por cuatro asesinatos que por uno.
Salió de la alcoba sin volver la cabeza.
Abandonó la casa y tomó un coche de alquiler en Park Lane.
—A Kensington Gore -instruyó al cochero-. A la Mansión Whitehaven.
Por el camino empezó a preocuparse por su salud. No había notado ningún síntoma: ningún problema de la piel, ningún bulto inexplicable en los genitales. Pero tenía que esperar para asegurarse. Maldito Edward de todos los diablos.
También le preocupaba Augusta. No la había visto desde la bancarrota. ¿Le ayudaría? No ignoraba que Augusta siempre había tenido que esforzarse para dominar el apetito sexual que él le inspiraba; a decir verdad, en una rara oportunidad había cedido a la pasión. En aquellas fechas Micky también ardía en deseos de poseerla. Pero desde entonces el fuego de Micky se había ido apagando, aunque no dejó de notar que el de Augusta crecía. En ello confiaba: iba a pedirle que huyese con él.
La puerta de la mansión de Augusta no la abrió el mayordomo, sino una desaliñada mujer cubierta con un delantal. Al atravesar el vestíbulo, Micky observó que la casa no estaba muy limpia. Augusta se encontraba en dificultades. Mucho mejor: así se sentiría más inclinada a secundarle en el plan que Micky se había trazado.
Sin embargo, cuando hizo su entrada en el salón, con su blusa de seda púrpura con mangas de piel de cordero y su resplandeciente falda negra de talle ceñido para resaltar la cintura de avispa, Augusta hizo gala del mismo carácter imperioso de siempre. Había sido una muchacha de impresionante hermosura, y ahora, a sus cincuenta y ocho años, aún inducía a los hombres a volver la cabeza. Micky recordó la lujuria que le inspiraba aquella mujer cuando él era un chaval de dieciséis años, pero de eso ya no quedaba nada. Tendría que fingirlo.
La mujer no le ofreció la mano.
—¿A qué has venido? -dijo fríamente-. Nos arruinaste a mí y a mi familia.
—No fue mi intención…
—Debías estar enterado de que tu padre se aprestaba a desencadenar una guerra civil.
—Pero ni por asomo pudo ocurrírseme que los bonos cordobeses se devaluasen por culpa de la guerra -alegó astutamente Micky-. ¿A usted sí?
Augusta vaciló. Evidentemente, tampoco se le había ocurrido.
Se había abierto una grieta en la armadura de la mujer y Micky trató de ensancharla.
—De haberlo sabido, no lo hubiera hecho… me degollaría antes de causarle el menor perjuicio.
Estaba seguro de que eso era lo que Augusta quería oír. Pero Augusta dijo:
—Convenciste a Edward para que engañase a los socios y así disponer tú de dos millones de libras.
—Creí que en el banco había tanto dinero que eso nunca podría representarle ningún detrimento.
Augusta desvió la mirada.
—También yo -articuló quedamente. Micky se aprestó a aprovechar la ventaja.
—De todas formas, todo eso carece de importancia ya… hoy me marcho de Inglaterra, y es muy probable que no vuelva jamás.
Ella le miró con un repentino temor en los ojos y Micky comprendió que la tenía en su poder.
—¿Por qué? -preguntó Augusta.
No había tiempo para andarse por las ramas.
—Acabo de matar a un hombre de un tiro y la policía me persigue.
Ella se quedó boquiabierta y le cogió la mano.
—¿A quién?
—A Antonio Silva.
Además de sobresaltarse, Augusta se sintió excitada. Un leve color tiñó sus mejillas al tiempo que le brillaban las pupilas.
—¡A Tonio! ¿Por qué?
—Era una amenaza para mí. Tengo un pasaje en el vapor que zarpa de Southampton esta noche.
—¡Tan pronto!
—No tengo elección.
—Así que has venido a despedirte -lamentó Augusta, con aire abatido.
—No.
Augusta alzó la mirada hacia él. ¿Había esperanza en sus ojos? Micky titubeó, antes de lanzarse a fondo.
—Quiero que venga conmigo.
Augusta abrió mucho los ojos. Retrocedió un paso. Micky mantuvo cogida la mano de la mujer.
—Tener que marcharme, y tan precipitadamente, me ha hecho comprender algo que debería haber reconocido ante mí mismo hace mucho tiempo. Creo que siempre lo he sabido. Te amo, Augusta.
Mientras interpretaba su papel, observó atentamente el rostro de Augusta, tratando de leerlo como un marino lee la superficie del mar. Durante un segundo, Augusta intentó poner cara de asombro, pero abandonó la idea casi automáticamente. Esbozó el apunte de una sonrisa satisfecha se sonrojó tenue, casi virginalmente, como si se sintiera violenta; y luego, una mirada calculadora le indicó que la mujer estaba sopesando qué tenía que ganar y que tenía que perder.
Vio que aún estaba indecisa.
Micky apoyó la mano en la encorsetada cintura y la atrajo suavemente hacia si. Augusta no se resistió, pero su rostro conservaba aún una expresión de duda que le indicó que aún no había tomado ninguna decisión.
Cuando sus caras estaban muy juntas y los pechos de la mujer le rozaban las solapas de la chaqueta, Micky murmuró:
—No puedo vivir sin ti, Augusta querida.
Notó que temblaba bajo su contacto. Con voz temblorosa la mujer dijo:
—Soy bastante vieja como para ser tu madre.
Micky le habló al oído, acariciándole la cara con los labios. -No lo eres -dijo de forma que su voz fuera un susurro-.
Eres la mujer más deseable que haya conocido jamás. Me he pasado todos estos años suspirando por ti, lo sabes. Ahora…
Deslizó la mano desde la cintura hasta casi tocarle el pecho.
—Ahora apenas puedo dominar mis manos, Augusta… hizo una pausa.
—¿Qué? -articuló ella.
Casi la tenía, pero no del todo. Era cosa de jugar bien su última carta.
—Ahora que ya no soy embajador, puedo divorciarme de Rachel.
—¿Qué estás diciendo?
—¿Te casarás conmigo? -le murmuró al oído.
—Sí -dijo Augusta.
Micky la besó.
April Tilsley irrumpió en el despacho de Maisie en el hospital femenino. Iba de punta en blanco, con un vestido de seda escarlata y pieles de zorro. Enarbolaba un periódico.
—¿Te has enterado de lo ocurrido? -preguntó. Maisie se levantó.
—¡April! ¿A qué viene esto?
—¡Micky Miranda ha matado de un tiro a Tonio Silva!
Maisie sabía quién era Micky, pero tardó un momento en recordar que Tonio había formado parte de la pandilla de muchachos que acompañaban a Solly y Hugh cuando eran jóvenes. En aquella época, Tonio era jugador, se acordó de eso, y April se había mostrado dulce y cariñosa con él, hasta que descubrió que siempre perdía el poco dinero que apostaba.
—¿Micky le pegó un tiro? -preguntó sorprendida-. ¿Ha muerto?
—Sí. Lo dice el periódico de la tarde.
—Me pregunto por qué.
—No lo dice. Pero lo que sí dice es que también…
—April vaciló-. Siéntate, Maisie.
—¿Por qué? ¡Cuéntalo ya!
—Dice que la policía quiere interrogarle sobre otros tres asesinatos, los de Peter Middleton, Seth Pilaster y… Solomon Greenbourne.
Maisie se dejó caer pesadamente en la silla.
—¡Solly! -articuló. Se sintió muy débil-. ¿Micky mató a Solly? ¡Oh, pobre Solly!
Cerró los ojos y hundió la cara entre las manos.