Cuanto más reflexionaba sobre ello, mayor era su optimismo.
Confió en que Nora estuviese dormida cuando él llegara a casa. No quería oír lo mal que había pasado el día, incomunicada en aquella aldea remota y sin nadie que la ayudase a cuidar a los tres alborotadores chiquillos. Hugh sólo deseaba meterse entre las sábanas y cerrar los ojos. Ya pensaría en los acontecimientos de la jornada y comprobaría en qué situación se encontraban él y su banco.
Cuando avanzaba por el sendero del jardín, le descorazonó ver luz al otro lado de los visillos. Eso significaba que Nora aún permanecía en pie. Entró en la casa utilizando su llave y se dirigió a la habitación frontal.
Le sorprendió ver a los tres niños, todos en pijama, sentados uno junto a otro en el sofá: miraban un libro ilustrado.
Y se quedó atónito al encontrar allí a Maisie, en medio de los chicos, a los que leía el libro.
De un salto, los tres niños se levantaron y corrieron hacia él. Los abrazó y besó uno tras otro: a Sol, el más pequeño, luego a Samuel y después a Toby, el de once años. Los dos más pequeños estaban sencillamente jubilosos de verle, pero captó algo más en el rostro de Toby.
—¿Qué pasa, viejo? -preguntó Hugh-. ¿Ha ocurrido algo malo? ¿Dónde está mamá?
—Se fue de compras -dijo el niño, y se echó a llorar. Hugh pasó el brazo por los hombros del muchacho y miró a Maisie.
—Llegué aquí hacia las cuatro -explicó ella-. Nora debió de marcharse poco después que tú.
—¿Los dejó solos?
Maisie asintió con la cabeza.
La rabia empezó a hervir dentro de Hugh. Los niños habían estado solos la mayor parte del día. Pudo haberles sucedido cualquier cosa.
—¿Cómo pudo hacer una cosa así? -silabeó amargamente.
—Hay una nota. Maisie le tendió el sobre, Hugh lo abrió y leyó la única palabra que constituía el mensaje: ADIÓS.
—No estaba cerrado -comentó Maisie-. Toby lo leyó y me lo enseñó.
—Cuesta trabajo creerlo -comentó Hugh, pero tan pronto las palabras salieron de su boca comprendió que eso no era verdad: no costaba ningún trabajo creerlo. Nora siempre había colocado sus deseos y su egoísmo por encima de todo lo demás. Ahora había abandonado a sus hijos, Supuso que se habría ido a la taberna de su padre para no volver.
Y la nota parecía indicar que no iba a volver. Hugh no supo qué pensar.
Su primera obligación, como padre, eran los niños. Lo importante era no trastornarlos más, Dejó sus sentimientos a un lado.
—Es muy tarde para que estéis levantados, muchachos -dijo-. Ya es hora de irse a la cama. ¡Venga!
Los acompañó escaleras arriba. Samuel y Sol compartían una habitación, pero Toby tenía dormitorio propio. Hugh metió a los pequeños en la cama y entró en el cuarto del mayor. Se inclinó sobre el lecho y le dio un beso.
—La señora Greenbourne es estupenda -calificó Toby.
—Ya lo sé -dijo Hugh-. Estaba casada con mi mejor amigo, Solly. Luego él murió.
—También es muy guapa.
—¿Te lo parece?
—Sí. ¿Va a volver mamá?
Era la pregunta que Hugh se estaba temiendo.
—Claro que sí -aseguró.
—¿De veras?
Hugh suspiró.
—Si he de decirte la verdad, viejo, no lo sé.
—Si mamá no vuelve, ¿cuidará de nosotros la señora Greenbourne?
«Confía en un niño si quieres ir al fondo de un asunto», pensó Hugh. Eludió la cuestión.
—Dirige un hospital-dijo-. Tiene docenas de pacientes a los que cuidar. No creo que le quede tiempo para cuidar niños también. Y ahora, basta de preguntas, Buenas noches.
Toby no parecía muy convencido, pero tampoco insistió.
—Buenas noches, padre.
Hugh apagó la vela y salió del cuarto. Cerró la puerta. Maisie había preparado chocolate.
—No me cabe duda de que hubieses preferido un coñac, pero no parece que haya en la casa.
Hugh sonrió.
—Pertenecemos a la clase media baja, no podemos permitirnos el lujo de tomar bebidas alcohólicas. El chocolate está bien.
En una bandeja había tazas y una jarra, pero ninguno de los dos hizo el menor movimiento para cogerlas. Estaban de pie en medio de la habitación, mirándose el uno al otro.
—En el periódico de la tarde leí lo del tiroteo y vine a ver si te encontrabas bien. Encontré a los niños abandonados a su suerte y les di de cenar. Después, te esperamos.
Puso en sus labios una sonrisa resignada, de asentimiento, con la que le decía que le tocaba a él decidir lo que sucedería a continuación.
De súbito, Hugh empezó a temblar. Se inclinó sobre el respaldo de una silla, en busca de apoyo.
—Ha sido un día de prueba -dijo con voz estremecida-. Me siento muy viejo.
—Quizá sea mejor que te sientes.
Se sintió abrumado por una repentina oleada de amor hacia Maisie. En vez de sentarse, la rodeó con los brazos.
—Abrázame fuerte -suplicó. Ella le apretó la cintura.
—Te quiero, Maisie -declaró Hugh-. Creo que siempre te he querido.
—Lo sé.
La miró a los ojos, Estaban llenos de lágrimas, y mientras la contemplaba, una de esas lágrimas rebasó la línea de los párpados y se deslizó por la mejilla de Maisie. Hugh la besó.
—Después de tantos años -dijo Hugh-, Al cabo de todos estos años.
—Hazme el amor esta noche, Hugh -pidió Maisie. Él asintió.
—Y todas las noches, de hoy en adelante. La besó de nuevo.
1892
The Times
FALLECIMIENTOS
El 30 de mayo, en su residencia de Antibes (Francia), falleció, tras larga enfermedad, el conde de Whitehaven, antiguo presidente del consejo del Banco Pilaster.
—Ha muerto Edward -dijo Hugh, y alzó la mirada del periódico.
Maisie ocupaba el asiento contiguo en el vagón del ferrocarril, ataviada con un veraniego conjunto de color amarillo y un sombrero adornado con cintas de tafetán, iban al Colegio Windfield para asistir a la ceremonia de la entrega de diplomas.
—Era un canalla, pero su madre le echará de menos -comentó Maisie.
Augusta y Edward llevaban año y medio viviendo en el sur de Francia. Pese a todos los perjuicios que habían causado, el sindicato les pasaba la misma asignación que a todos los demás Pilaster. Ambos eran inválidos: Edward padecía una sífilis en estado terminal y Augusta había sufrido una hernia discal y pasaba la mayor parte del tiempo en una silla de ruedas. Hugh tenía noticias de que, no obstante su incapacidad física, Augusta se había convertido en la reina sin corona de la comunidad inglesa: casamentera, árbitro de disputas, promulgadora de normas y organizadora de acontecimientos sociales.
—Edward adoraba a su madre -dijo Hugh. Maisie se le quedó mirando con curiosidad.
—¿A qué viene eso?
—Es la única cosa buena que se me ocurre decir de él.
Maisie sonrió y le dio un beso en la nariz.
El tren llegó entre resoplidos y traqueteos a la estación de Windfield y se apearon. Era el final del primer año de Toby y el último curso de Bertie en el colegio. El día era caluroso y el sol brillaba esplendorosamente. Maisie abrió su sombrilla y emprendieron la marcha a pie hacia el colegio.
Había cambiado mucho en los veintiséis años transcurridos desde que Hugh lo abandonó. El viejo director, el doctor Poleson, llevaba muerto mucho tiempo y había una estatua de él en el patio. El nuevo rector empuñaba el famoso bastón, «el tiralíneas», pero lo usaba con menos frecuencia. El dormitorio de la cuarta clase seguía en la antigua vaquería, cerca de la capilla de piedra, pero había un nuevo edificio con una sala en la que podían sentarse todos los alumnos. y la educación también era mejor: Toby y Bertie aprendían matemáticas y geografía, así como griego y latín.
Encontraron a Bertie a la entrada del salón de actos, Hacía un año o dos que ya era más alto que Hugh, Era un muchacho de aire solemne, aplicado, laborioso, serio y formal: en el colegio no había tenido ninguna agarrada con nadie, a diferencia de Hugh. Predominaban en él los ascendientes Rabinowicz y a Hugh le recordaba a Dan, el hermano de Maisie.
El chico besó a su madre y estrechó la mano a Hugh.
—Hay un jaleo tremendo -dijo-. No tenemos bastantes copias del himno del colegio y la Cuarta Baja las está escribiendo a toda máquina. Debo ir a meterles prisa, Os veré después de los discursos.
Se alejó a paso vivo. Hugh le. contempló con mirada afectuosa, al tiempo que pensaba nostálgico en lo importante que a uno le parecía el colegio, hasta que lo dejaba.
Encontraron a Toby. Los pequeños ya no llevaban chistera y levita: Toby iba con sombrero de paja y chaqueta corta.
—Bertie dice que puedo tomar el té con vosotros en su estudio, después de los discursos. ¿Os parece bien?
—Claro -rió Hugh.
—¡Gracias, papá!
Toby se alejó corriendo.
Les sorprendió tropezarse con Ben Greenbourne en la sala de actos del colegio, Parecía más viejo y frágil. Derecha al grano, como siempre, Maisie dijo:
—¡Hola! ¿Qué hace usted aquí?
—Mi nieto es delegado de los alumnos -replicó el anciano hoscamente-. He venido a oír su discurso.
Hugh se quedó atónito. Bertie no era nieto de Greenbourne, y el viejo lo sabía, ¿Se estaba reblandeciendo con la edad?
—Sentaos conmigo -ordenó Greenbourne.
Hugh miró a Maisie. Ella se encogió de hombros y se sentó, Hugh hizo lo propio.
—Me he enterado de que os casasteis -dijo Greenbourne sin preámbulos.
—El mes pasado -confirmó Hugh-. Mi primera esposa no puso reparos al divorcio, Nora vivía con un vendedor de whisky, y a los detectives que contrató Hugh les costó menos de una semana conseguir pruebas del adulterio.
—No apruebo el divorcio -repuso Greenbourne en tono crispado. Luego suspiró-. Pero soy demasiado viejo para decirle a la gente lo que tiene que hacer. El siglo está a punto de terminar. El futuro os pertenece, Os deseo lo mejor.
Hugh tomó la mano de Maisie y le dio un apretón.
—¿Enviarás al chico a la universidad? -Greenbourne se dirigía a Maisie.
—No puedo permitírmelo -dijo Maisie-. Ha supuesto un gran sacrificio pagar los recibos del colegio.
—Me alegraría mucho correr con los gastos -ofreció Greenbourne.
Maisie se sorprendió.
—Muy generoso de su parte -pudo articular.
—Debiera haberlo sido hace años -le replicó el anciano-. Siempre te consideré una caza fortunas. Fue uno de mis errores. Si sólo fuese por el dinero, no te habrías casado con el joven Pilaster, aquí presente. Estaba equivocado.
—No me hizo daño alguno -repuso Maisie.
—De cualquier modo, fui muy riguroso. No tengo muchas cosas de las que arrepentirme, pero ésa es una de ellas.
Los alumnos empezaron a entrar en la sala. Los más pequeños se sentaron en el suelo, delante, y los de cursos superiores ocuparon las sillas.
—Hugh ha adoptado ya legalmente a Bertie -informó Maisie a Greenbourne.
El viejo dirigió sus agudos ojos hacia Hugh.
—Supongo que eres el padre del chico -dijo sin rodeos. Hugh asintió.
—Debí sospecharlo hace mucho tiempo, No importa. El muchacho cree que soy su abuelo y eso me asigna una responsabilidad.
—Tosió de una manera incómoda y cambió de tema-, Me han dicho que el sindicato va a pagar dividendos.
—Así es -dijo Hugh. Había dispuesto de todos los bienes del Banco Pilaster, de modo que el sindicato que rescató a la entidad iba a obtener un pequeño beneficio-. Todos los miembros del sindicato cobrarán un cinco por ciento de su inversión.
—Buen trabajo. No imagino cómo te las arreglaste.
—Gracias al nuevo gobierno de Córdoba. Traspasaron los bienes de la familia Miranda a la Corporación del Puerto de Santamaría y eso hizo que los bonos recobraran su valor.
—¿Qué fue del tal Miranda? Era un mal bicho.
—¿Micky? Encontraron su cuerpo en un baúl que las olas arrojaron a una playa de la isla de Wight. Nadie pudo averiguar cómo llegó allí ni por qué estaba en su interior.
Había tenido que ir a reconocer el cadáver: resultaba importante establecer la defunción de Micky, al objeto de que Rachel pudiera casarse por fin con Dan Robinson.
En la sala un alumno procedió a repartir entre padres y familiares copias del himno del colegio caligrafiadas a tinta.
—¿Y tú? -preguntó Greenbourne a Hugh-, ¿Qué piensas hacer cuando el sindicato efectúe la liquidación?
—Tenía intención de pedirle consejo acerca de eso -contestó Hugh-. Me gustaría fundar un nuevo banco.
—¿Cómo?
—Lanzar una emisión de acciones al mercado de valores. Pilaster Limitada. ¿Qué le parece?
—Una idea temeraria, pero siempre fuiste original.
—Greenbourne pareció sumirse en una profunda reflexión-, Lo curioso del caso es que al final, el fracaso de vuestro banco ha aumentado tu reputación, por la forma en que has llevado las cosas. Después de todo, ¿quién puede ser más de fiar que un banquero que se las arregla para pagar a todos sus acreedores incluso después de haber quebrado?
—Así… ¿usted cree que funcionará?
—Estoy seguro. Puede que yo mismo invierta dinero.
Hugh asintió agradecidamente. Era importante que a Greenbourne le gustase la idea, En la City, todo el mundo le pedía opinión, y la aprobación del anciano valía mucho. Hugh pensaba que su plan saldría bien, pero Greenbourne acababa de certificarlo poniendo el sello de su confianza.
Todos se levantaron al hacer su entrada el director, seguido por los profesores de subdivisión, el orador invitado -un miembro liberal del Parlamento- y Bertie, el delegado de los alumnos. Tomaron asiento en el estrado y luego Bertie se llegó al atril e invitó con voz sonora:
—Entonemos el himno del colegio.
Hugh y Maisie se miraron y ella sonrió con orgullo. Sonaron en el piano las notas familiares de la introducción y, luego, todos empezaron a cantar.
Una hora más tarde, Hugh los dejaba tomando el té en el estudio de Bertie, se escabullía a través de la pista de squash y se adentraba en el bosque del Obispo.
Hacía calor, igual que aquel día, veintiséis años antes. El bosque parecía el mismo, húmedo bajo la enramada de hayas y olmos. Recordaba el camino que conducía a la alberca en la que solían bañarse y lo encontró sin dificultad.
No se atrevió a descender por la falda de la cantera… ya no era lo bastante ágil. Se sentó en el borde y arrojó una piedra al estanque. Quebró la cristalina quietud del agua y convirtió la superficie en una sucesión de ondas concéntricas que se expandieron en círculos perfectos.