La vitrina estaba vacía.
Hugh enarcó las cejas. Sabía que las cajitas de rapé no las habían incluido en los objetos de las subastas: Augusta había evitado hasta entonces que sacaran de allí sus pertenencias.
Eso significaba que se había llevado las cajitas consigo. Estaban valoradas en cien mil libras… con aquel dinero, Augusta podía vivir confortablemente el resto de su vida.
Pero no le pertenecían. Pertenecían al sindicato. Decidió ir en pos de Augusta.
Corrió escaleras abajo y salió a la calle. Había una parada de coches de alquiler a escasos metros de allí. Los conductores charlaban entre sí y pateaban el suelo para calentarse los pies. Hugh se les acercó a la carrera.
—¿Alguno de ustedes ha llevado a lady Whitehaven a alguna parte esta tarde? -preguntó.
—Dos -dijo un cochero-. ¡Uno cargó con el equipaje! Los otros se echaron a reír.
Se confirmó la deducción de Hugh.
—¿Adónde la llevaron?
—A la estación de Waterloo. Tenía intención de coger el tren naviero de la una.
El tren naviero iba a Southampton, de donde Micky zarparía. Aquella pareja actuaba de común acuerdo. Micky siempre estaba haciéndole zalamerías como un desahogado, besándole la mano y adulándola. A pesar de los dieciocho años que había de diferencia entre ellos, formaban una pareja plausible.
—Pero perdieron el tren -dijo el cochero.
—¿Perdieron? -reaccionó Hugh-. ¿Iba alguien con ella?
—Un tipo de edad, en una silla de ruedas.
Evidentemente, no era Micky. Pero ¿quién, entonces?
Nadie de la familia era tan frágil para usar silla de ruedas.
—Dice usted que perdieron el tren. ¿Sabe cuándo saldrá el próximo?
—A las tres.
Hugh consultó su reloj.
Eran las dos y media. Podía cogerlo.
—Lléveme a la estación de Waterloo -dijo, a la vez que subía al coche de un salto.
Llegó a la estación con el tiempo justo para sacar el billete y subir al tren naviero que enlazaba con el puerto.
Era un tren de pasillo, con vagones que se intercomunicaban, lo que permitiría a Hugh recorrerlo de una punta a otra. Cuando abandonó la estación y empezó a coger velocidad entre las casas de vecinos del sur de Londres, Hugh se dispuso a buscar a Augusta.
No tuvo que ir muy lejos. La mujer viajaba en el coche contiguo. Lanzó una rápida ojeada al pasar apresuradamente por el compartimiento, de forma que Augusta no le vio.
Micky no iba con ella. Debió de coger el tren anterior.
La única persona del compartimiento además de ella era un hombre mayor, que se cubría las rodillas con una manta de viaje.
Hugh pasó al siguiente vagón, donde encontró un asiento libre. No serviría de mucho enfrentarse a Augusta en seguida. Posiblemente no llevara encima las cajitas de rapé… podían estar en una de las maletas del furgón de equipajes. Hablar con ella sólo serviría para ponerla sobre aviso. Era mejor esperar a que el tren llegase a Southampton. Hugh se apearía para ir en busca de un agente y abordar a Augusta cuando estuviesen descargando sus maletas.
Supongamos que Augusta negase tener las cajitas de rapé.
Él insistiría en que las autoridades policíacas registrasen el equipaje. Estaban obligados a investigar la denuncia de un robo, y cuanto más protestase Augusta, más sospechosa parecería.
Supongamos que alegaba que las cajitas de rapé eran suyas. Era difícil demostrar nada allí. En caso de suceder eso, Hugh decidió que propondría que las autoridades tomaran en custodia los objetos de valor mientras investigaban las argumentaciones contradictorias.
Controló su impaciencia mientras los campos de Wimbledon se deslizaban a toda velocidad al otro lado de la ventanilla. Cien mil libras era una buena tajada del dinero que debía el Banco Pilaster. No iba a permitir que Augusta lo robase. Las cajitas de rapé también tenían una importancia simbólica. Representaban la determinación de la familia a pagar sus deudas. Si se dejaba a Augusta huir con ellas, la gente diría que los Pilaster arramblaban con todo lo que podían, igual que cualquier vulgar desfalcador. Tal idea indignó a Hugh.
Todavía nevaba cuando el tren llegó a Southampton.
Hugh se asomó por la ventanilla del vagón mientras la locomotora entraba en la estación. Había agentes uniformados por todas partes. Eso significaba, dedujo Hugh, que aún no habían capturado a Micky.
Se apeó antes de que el tren se hubiese detenido del todo y llegó a la zona de acceso al andén antes que nadie. Se dirigió a un inspector de policía.
—Soy el presidente del consejo del Banco Pilaster -manifestó, al tiempo que entregaba su tarjeta al inspector-. Sé que están buscando a un asesino, pero en este tren viaja una mujer que lleva propiedad robada, perteneciente al banco, por valor de cien mil libras. Creo que tiene intención de abandonar esta noche el país a bordo del Azteca llevando consigo esa propiedad.
—¿En qué consiste lo supuestamente robado, señor Pilaster? -preguntó el inspector.
—Es una colección de cajitas de rapé adornadas con joyas.
—¿Y el nombre de la señora?
—Es la condesa viuda de Whitehaven.
El policía frunció el entrecejo.
—Leo los periódicos, señor. Debo entender que todo esto está relacionado con la quiebra del banco, ¿no?
Hugh asintió.
—Las cajitas de rapé han de venderse para que su importe contribuya a pagar a las personas que perdieron su dinero.
—¿Puede indicarme quién es lady Whitehaven?
Hugh miró hacia el andén, escudriñando a través de los copos de nieve.
—Es aquélla, la que está junto al vagón de equipajes, la del gran sombrero con alas de pájaro.
Augusta supervisaba la descarga de sus maletas. El inspector inclinó la cabeza.
—Muy bien. Usted quédese aquí conmigo, en la puerta del andén. La detendremos cuando pase.
Con los nervios tensos, Hugh observó a los pasajeros que se apeaban del tren y salían de la estación. Aunque estaba bastante seguro de que Micky no iba en el tren, no por eso dejó de examinar la cara de todos los viajeros.
Augusta fue la última en salir. Tres mozos de cuerda llevaban su equipaje. La mujer palideció al ver a Hugh en la puerta del andén.
El inspector fue todo amabilidad.
—Perdón, lady Whitehaven. ¿Puedo hablar con usted un momento?
Hugh nunca había visto tan asustada a Augusta, aunque conservara sus modales de reina.
—Me temo que no puedo perder el tiempo, señor funcionario -dijo fríamente-. He de subir a bordo del barco que zarpa esta noche.
—Le garantizo que el Azteca no se hará a la mar sin usted,
milady
-aseguró el inspector tranquilizadoramente. Lanzó una mirada a los mozos-. Podéis dejar eso en el suelo durante un momento, muchachos -dijo. Proyectó de nuevo su atención sobre Augusta-. El señor Pilaster afirma que lleva usted consigo ciertas valiosas cajitas de rapé que le pertenecen a él. ¿Es así?
La alarma empezó a desaparecer de la expresión de Augusta, lo que confundió a Hugh. y también le preocupó: temía que Augusta pudiese llevar oculto algún as en la manga.
—No sé por qué debo responder a preguntas impertinentes -replicó Augusta con arrogancia.
—Si no lo hace, me veré obligado a registrar sus maletas.
—Muy bien, llevo conmigo esas cajitas de rapé -reconoció-. Pero me pertenecen. Eran de mi marido.
El inspector miró a Hugh.
—¿Qué dice usted, señor Pilaster?
—Fueron de su esposo, pero éste se las legó a su hijo, Edward Pilaster; y las pertenencias de Edward están confiscadas por el banco. Lady Whitehaven intenta robarlas.
—Debo rogar a ambos que me acompañen a la comisaría -dijo el inspector-, en tanto se procede a investigar todas las alegaciones.
El pánico pareció apoderarse de Augusta.
—¡Pero corro el riesgo de perder el barco!
—En tal caso, lo único que puedo sugerirle es que deje la propiedad en disputa al cuidado de la policía. Se le devolverá si se demuestra que sus afirmaciones son ciertas.
Augusta vaciló. Hugh comprendía que separarse de tanta riqueza iba a destrozarle el corazón. ¿Pero es que no podía comprender que era inevitable? La habían sorprendido con las manos en la masa y tendría suerte si no acababa en la cárcel.
—¿Dónde están las cajitas de rapé,
milady
? -preguntó el inspector.
Hugh aguardó.
Augusta señaló una maleta.
—Todas están ahí.
—La llave, por favor.
Augusta titubeó de nuevo; y de nuevo cedió. Sacó un pequeño aro de llaves, seleccionó una y la entregó al policía. El inspector abrió la maleta. Estaba llena de cajas de zapatos.
Augusta indicó una de las cajas. El inspector abrió la tapa y extrajo una caja de puros. Levantó la tapa de madera y aparecieron numerosos objetos pequeños cuidadosamente envueltos en papel. Eligió uno al azar y lo desenvolvió. Era una cajita de oro con incrustaciones de diamante que dibujaban un lagarto.
Hugh exhaló un largo suspiro de alivio. El inspector miró a Hugh.
—¿Sabe cuántas tiene que haber, señor? Todos los miembros de la familia lo sabían.
—Sesenta y cinco -respondió Hugh-. Una por cada año de la vida de tío Joseph.
—¿Quiere contarlas?
—Están todas ahí -afirmó Augusta.
De cualquier modo, Hugh las contó. Había sesenta y cinco. Empezó a sentir el placer de la victoria.
El inspector tomó la caja y la pasó a otro policía.
—Si desea acompañar al agente Neville a la comisaría, le entregará el correspondiente recibo por estos objetos,
milady
.
—Envíelo al banco -dijo Augusta-. ¿Puedo irme ya? Hugh no estaba tranquilo. Augusta parecía decepcionada, pero no deshecha. Era casi como si le preocupara otra cosa, algo más importante para ella que las cajitas de rapé. ¿Y dónde estaba Micky Miranda?
El inspector hizo una reverencia y Augusta se marchó, seguida por los tres cargados mozos de cuerda.
—Muy agradecido, inspector -dijo Hugh-. Lamento que no haya atrapado también a Miranda.
—Le cogeremos, señor. No subirá a bordo del Azteca a menos que aprenda a volar.
El guarda del furgón de equipajes avanzaba por el andén empujando una silla de ruedas. Hizo un alto frente a Hugh y el inspector.
—¿Qué se supone que he de hacer con esto? -preguntó.
—¿Cuál es el problema? -inquirió el inspector pacientemente.
—Esa mujer del equipaje y el pájaro en el sombrero…
—Lady Whitehaven, si.
—Estaba con un viejo en Waterloo. Lo acomoda en un compartimiento de primera clase y luego me pide que lleve la silla de ruedas al vagón de equipajes. «Encantado», le digo. y entonces va, se apea en Southampton y me suelta que no sabe de qué le estoy hablando. «Debe de haberme confundido con otra persona», va y dice. «No es probable… no puede existir en el mundo otro sombrero como ese suyo», le contesto.
—Exacto -dijo Hugh-, el cochero me dijo que la acompañaba un hombre en una silla de ruedas… y había un anciano con ella en el compartimiento.
—¡Ha dado en el clavo! -exclamó el guarda triunfalmente. El inspector perdió de súbito su aire condescendiente y se volvió hacia Hugh.
—¿Vio usted pasar al viejo por la puerta de acceso al andén?
—No, no lo vi. y examiné a todos los pasajeros. Tía Augusta fue la última. -Comprendió de pronto-. ¡Santo Dios! ¿Cree usted que era Micky Miranda disfrazado?
—Sí, eso creo. ¿Pero dónde está ahora? ¿Puede haberse apeado en alguna parada anterior?
—No -dijo el guarda-, éste es un tren expreso, directo de Waterloo a Southampton.
—En ese caso, hay que registrar el tren. Tiene que estar todavía en él.
Pero no estaba.
Festones de serpentinas y farolillos de colores adornaban el Azteca. La fiesta de Navidad estaba en todo su apogeo cuando Augusta subió a bordo: tocaba una orquesta en la cubierta principal y los pasajeros, en traje de etiqueta ellos, con vestidos de noche ellas, bebían champán y bailaban con los amigos que habían ido a despedirlos.
Un camarero condujo a Augusta por una gran escalera hasta un camarote situado en una cubierta superior. La mujer había empleado todo su dinero en la mejor cabina disponible, ya que contaba con que, gracias a las cajitas de rapé que llevaba en la maleta, no iba a tener que preocuparse más del dinero. El camarote daba directamente a la cubierta. Tenía una cama amplia, una jofaina de tamaño natural, asientos cómodos y luz eléctrica. Había flores encima de un tocador, una caja de bombones junto a la cama y una botella de champán en una cubitera colocada sobre una mesita baja. Augusta estuvo a punto de decirle al camarero que se llevara el champán, pero cambió de opinión. Emprendía una nueva vida, quizá debiera beber champán a partir de entonces.
Había llegado con el tiempo justo. Oyó el tradicional grito de «¡Todo el mundo a tierra, vamos a zarpar¡» mientras los mozos entraban el equipaje en su camarote. Cuando se marcharon, Augusta salió al estrecho pasillo de cubierta y se alzó el cuello del abrigo para protegerse de la nieve. Se apoyó en la barandilla y miró hacia abajo. Había un buen salto hasta la superficie del agua, donde un remolcador ya estaba en su sitio, dispuesto a conducir al inmenso transatlántico a través del puerto hasta el mar. Mientras miraba, retiraron una por una las pasarelas y soltaron las amarras. Resonó la sirena, se elevó el clamor de la multitud que estaba en el muelle y lentamente, casi de un modo imperceptible, el gigantesco buque empezó a moverse.
Augusta regresó al camarote y cerró la puerta. Se desvistió despacio, se puso un camisón de seda negra y una bata a juego. Después llamó al camarero y le dijo que no necesitaría nada más aquella noche.
—¿Tengo que despertarla por la mañana,
milady
?
—No, gracias. Llamaré yo.
—Muy bien,
milady
.
Augusta cerró con llave, en cuanto el camarero se fue. Luego abrió el baúl y se apartó para que saliera Micky. El hombre cruzó el cuarto tambaleándose y se dejó caer en la cama.
—Jesús de mi vida, creí que iba a morirme ahí dentro -gimió.
—Pobre cariño mío, ¿dónde te duele?
—Las piernas.
Se frotó las pantorrillas. Tenía los músculos contraídos a causa de los calambres. Augusta le dio un masaje con la yema de los dedos, notando el calor de la carne a través de la tela de los pantalones. Llevaba mucho tiempo sin tocar así a un hombre y una oleada ardorosa le ascendió a la garganta.