Era una noticia catastrófica para Hugh, para su familia y para el banco. Nada podía ser peor.
—Una guerra civil, en realidad -continuó Mulberry-.
Una sublevación. La familia Miranda ha atacado Palma, la capital.
El corazón de Hugh se disparó a toda velocidad.
—¿Algún indicio de las fuerzas con que cuentan?
Si se pudiera aplastar la rebelión con rapidez, aún habría esperanza.
—El presidente García ha huido.
—Menudo desgraciado.
—Eso significaba que el asunto era serio. Maldijo amargamente a Micky y a Edward-. ¿Algo más?
—Hay otro cable de la oficina de Córdoba, pero aún no lo hemos descifrado.
—Llámeme en cuanto lo hayan hecho.
—Muy bien, señor.
Accionó la manivela del aparato telefónico y, cuando contestó la operadora, le dio el nombre del agente de bolsa con el que solía trabajar el banco. Esperó hasta que el hombre se puso al teléfono.
—Danby, aquí Hugh Pilaster. ¿Cómo están los bonos cordobeses?
—Los ofrecemos a la mitad del valor nominal, pero no hay quien compre ni uno solo.
«Ni a la mitad de su precio», pensó Hugh. El Pilaster ya estaba en quiebra. La desesperación inundó su ánimo.
—¿Hasta dónde caerán?
—Descenderán a cero, debo pensar. En medio de una guerra civil, nadie paga los intereses de unos bonos gubernamentales.
A cero. Los Pilaster acababan de perder dos millones y medio de libras esterlinas. No quedaba la menor esperanza de ir recuperando gradualmente el balance de situación hasta equilibrarlo. Hugh se agarró a un clavo ardiendo.
—En el supuesto de que liquidaran a los rebeldes en el curso de las horas inmediatas, ¿qué?.
—Ni siquiera en tal caso me atrevería a pensar que alguien quisiera adquirir esos bonos -dijo Danby-. Los inversores esperarán a ver qué pasa. En el mejor de los casos, tendrán que transcurrir cinco o seis semanas para que la confianza volviera a dar señales de recuperación.
—Comprendo -Hugh sabía que Danby estaba en lo cierto. El agente de bolsa sólo confirmaba sus temores.
—Digo yo, Pilaster, que su banco sigue firme, ¿no? -preguntó Danby en tono preocupado-. Debe de tener un montón de esos bonos. Se dijo que apenas vendieron nada _, de esa emisión del puerto de Santamaría.
Hugh vaciló. Detestaba decir mentiras. Pero la verdad acabaría con el banco.
—Tenemos más bonos de los que me gustaría. Pero también tenemos otros activos.
—Estupendo.
—He de volver con mis invitados. -Hugh no tenía intención de regresar a la tienda, pero deseaba dar sensación de calma-. Ofrezco un almuerzo a trescientas personas… mi hermana se ha casado esta mañana.
—Eso me han dicho. Enhorabuena.
—Adiós.
Antes de que tuviera tiempo de pedir otra comunicación, Mulberry llamó de nuevo.
—Ha venido el señor Cunliffe, del Banco Colonial, señor -dijo, y Hugh percibió el pánico que vibraba en su voz-.
Pide que se le reembolse el importe del préstamo.
—¡Maldito sea! -exclamó Hugh.
El señor Cunliffe había prestado al Pilaster un millón de libras para ayudarles a salir del apuro, pero con la condición de que el dinero tenía que devolverse en el momento en que el prestamista lo solicitara. Cunliffe se había enterado de la noticia, comprobó de inmediato el repentino hundimiento de los bonos cordobeses y comprendió que el Pilaster debía estar en dificultades. Naturalmente, quería recuperar su dinero antes de que el banco se hundiera.
Y no era más que el primero. En seguida llegarían otros.
A la mañana siguiente, los depositarios harían cola en la puerta para retirar sus fondos. y no estaría en condiciones de pagarles.
—¿Disponemos de un millón de libras, Mulberry?
—No, señor.
El peso de aquella negación se abatió sobre los hombros de Hugh, que se sintió viejo. Aquello era el fin. La pesadilla del banquero: la gente exigiendo su dinero, un dinero que el banco no tenía. Y le estaba sucediendo a Hugh.
—Dígale al señor Cunliffe que no ha conseguido usted la debida autorización para firmar el cheque porque todos los socios están en la boda -aleccionó.
—Muy bien, don Hugh.
—Y luego…
—¿Sí, señor?
Hugh hizo una pausa. No tenía otra elección, pero titubeó antes de pronunciar las palabras fatídicas. Cerró los ojos. Sería mejor acabar de una vez.
—Luego, Mulberry, debe cerrar las puertas del banco.
—Oh, don Hugh.
—Lo siento, Mulberry.
Le llegó a través de la línea un ruido extraño y Hugh comprendió que Mulberry estaba llorando.
Colgó el teléfono. Al mirar los estantes de la biblioteca vio en vez de libros la gran fachada del Banco Pilaster, y se imaginó el cierre de las adornadas puertas de hierro. Vio unos cuantos peatones, que se detenían para observar la escena. Antes de que hubiese transcurrido mucho tiempo, una multitud se habría congregado ante las cerradas puertas y, parlotearía excitadamente. La noticia se habría extendido por toda la City con la rapidez de un incendio en un almacén de petróleo: el Pilaster ha quebrado.
El Pilaster ha quebrado.
Hugh enterró el rostro entre las manos.
—No nos queda absolutamente ni un penique -dijo Hugh. Al principio, no le entendieron. Pudo verlo en sus rostros. Estaban reunidos en el salón de la casa de Hugh. Una estancia rebosante; la había decorado Nora, a quien le encantaba cubrir con telas floreadas hasta la más insignificante pieza de mobiliario y llenar de objetos de adorno hasta el último centímetro de superficie. Todos los invitados se habían ido ya, por fin.
—Hugh no había dicho nada de aquella nefasta noticia hasta que la fiesta concluyó-, pero la familia vestía aún las galas del acontecimiento nupcial. Augusta y Edward estaban sentados uno junto al otro, sus semblantes expresaban la misma incredulidad desdeñosa. Tío Samuel se encontraba al lado de Hugh. Los demás socios, Young William, el mayor Hartshorn y sir Harry, permanecían de pie detrás de un sofá ocupado por sus esposas, Beatrice, Madeleine y Clementine. Subidos los colores a causa del almuerzo y el champán, Nora se había acomodado en su asiento habitual, junto a la chimenea. Los novios, Nick y Dotty, cogidos de la mano, parecían asustados.
Hugh lo sentía por los recién casados.
—La dote de Dotty, Nick, se ha esfumado. Me temo que tus planes han quedado reducidos a nada.
—Tú eres el presidente del consejo… ¡sin duda es culpa tuya! -dijo tía Madeleine con voz chillona.
Se mostraba tan estúpida como perversa. Era una reacción previsible, pero no obstante Hugh se sintió dolido. Resultaba muy injusto que le acusara a él, después de todo lo que había luchado para evitar aquello.
Sin embargo, William, su hermano menor, la corrigió con sorprendente agudeza.
—No digas tonterías, Madeleine -replicó-. Edward nos engañó y cargó al banco con un montón de bonos cordobeses que ahora no valen nada.
—Hugh le agradeció que fuera tan honesto. William prosiguió-: La culpa la tenemos todos los que permitimos a Edward convertirse en presidente del consejo.
Miró a Augusta.
Nora parecía perpleja.
—No es posible que nos hayamos quedado sin un penique -dijo asombrada.
—Pues lo es -repuso Hugh pacientemente-. Todo nuestro dinero está en el banco y el banco ha quebrado.
Era disculpable que su esposa no lo entendiera: no había nacido en el seno de una familia de banqueros.
Augusta se puso en pie y se encaminó a la chimenea.
Hugh se preguntó si no trataría de salir en defensa de su hijo, pero tampoco era tan insensata.
—No importa quién tenga la culpa -expresó-. Debemos salvar lo que podamos. Sin duda debe de haber todavía en el banco una buena cantidad de efectivo, oro y billetes de banco. Tenemos que sacarlo y esconderlo en algún lugar seguro antes de que se presenten los acreedores. Luego…
Hugh la interrumpió: -No vamos a hacer semejante cosa -habló en tono brusco-. Ese dinero no es nuestro.
—¡Claro que es nuestro! -gritó Augusta.
—Cállate y vuelve a sentarte, Augusta, si no quieres que llame a los lacayos para que te echen de aquí.
Se sorprendió lo suficiente como para guardar silencio, pero no se sentó.
—Hay efectivo en el banco -dijo Hugh-, y no se nos ha declarado oficialmente en quiebra, de modo que podemos optar por pagar a algunos de nuestros acreedores. Tendrás que despedir a la servidumbre; y si los envías a la puerta lateral del banco con una nota en la que figure la cantidad que les debes, se la pagaré. A todos los comerciantes con los que tengas cuenta les dices que te den la factura y me encargaré también de que se les abone… pero sólo hasta el día de la fecha del cierre: no pagaré ninguna deuda en la que incurras de ahora en adelante.
—¿Quién eres tú para decirme que despache a mi servidumbre? -preguntó Augusta en tono indignado.
Hugh estaba predispuesto a sentir cierta condescendencia para situación en que se encontraban, a pesar incluso de que ellos se lo habían buscado; pero aquella estupidez deliberada era cargante.
—Si no los despides -replicó con brusquedad-, se irán por su cuenta, ya que no cobrarían. Intenta meterte en la cabeza, tía Augusta, que no tienes ni una perra.
—Ridículo -murmuró la mujer.
—Yo no puedo despedir a los criados -volvió a hablar Nora-. No es posible vivir sin criados en una casa como ésta.
—No te preocupes -dijo Hugh-. No vivirás en una casa como ésta. Tendré que venderla. Todos tendremos que vender nuestras casas, muebles, obras de arte, bodegas y joyas.
—¡Eso es absurdo! -protestó Augusta.
—Es la ley -replicó Hugh-. Cada uno de los socios ha de responder personalmente de las deudas del negocio.
—Yo no soy socia -dijo Augusta.
—Pero Edward sí. Dimitió como presidente del consejo, pero conservó sobre el papel la condición de socio. Y es el dueño de vuestra casa… Joseph se la legó a él.
—En alguna parte tendremos que vivir -declaró Nora.
—Lo primero que todos debemos hacer mañana es buscar casas pequeñas de alquiler. Si elegís viviendas modestas, nuestros acreedores darán su aprobación. Si no, habréis de elegir otra.
—No tengo la menor intención de abandonar mi casa, y ésa es mi última palabra -declaró Augusta-. E imagino que el resto de los miembros de la familia son de la misma opinión.
—Miró a su hermana política-. ¿Madeleine?
—Así es, Augusta -dijo Madeleine-. George y yo continuaremos donde estamos. Todo esto es una insensatez. No es posible que nos quiten nuestra casa.
Hugh no pudo por menos que despreciarlos. Incluso entonces, cuando su arrogancia y necedad los había llevado a la ruina, se negaban a escuchar la voz de la razón. Al final, no les quedaría más remedio que despedirse de sus ilusiones. Pero si intentaban aferrarse a unas riquezas que ya no eran suyas, acabarían por destruir la reputación de la familia a la vez que su fortuna. Hugh estaba decidido a obligarles a comportarse con escrupulosa honradez, tanto en la pobreza como en la riqueza. Iba a ser una lucha durísima, pero no iba a ceder.
Augusta se dirigió a su hija.
—Estoy segura, Clementine, de que Harry y tú opinaréis lo mismo que Madeleine y George.
—No, madre -dijo Clementine.
Augusta se quedó boquiabierta. Hugh estaba igualmente sorprendido.
No era propio de la prima Clementine contradecir a su madre. Al menos, pensó Hugh, un miembro de la familia tenía sentido común.
—Te he estado haciendo caso y has sido tú quien nos ha metido en este apuro. Si hubiésemos nombrado presidente del consejo a Hugh, en vez de a Edward, ahora todos nosotros seríamos tan ricos como Creso.
Hugh empezó a sentirse mejor. Alguien de la familia entendía lo que él había intentado hacer.
—Estabas equivocada, madre -prosiguió Clementine-, y nos has arruinado. Nunca más haré caso de tus consejos. Hugh tenía razón y lo mejor que podemos hacer es dejarle que haga cuanto pueda para guiarnos a través de este terrible desastre.
—En efecto, Clementine -apoyó William-. Debemos seguir en todo los consejos de Hugh.
Los frentes estaban definidos. Al lado de Hugh se encontraban William, Samuel y Clementine, que dominaba a su marido, sir Harry. Tratarían de comportarse decente y honradamente. Contra Hugh se alineaban Augusta, Edward y Madeleine, que hablaba por el mayor Hartshorn: intentarían arramblar con lo que pudieran y al diablo el buen nombre de la familia.
—Tendrás que sacarme a la fuerza de esta casa -manifestó Nora desafiante.
Hugh notó un gusto amargo en la boca. Su propia esposa se ponía de parte del enemigo.
—Eres la única persona de esta habitación que se pronuncia en contra de su cónyuge -dijo con tristeza-. ¿No me debes ni un tanto así de lealtad?
Ella irguió la cabeza.
—No me casé contigo para llevar vida de pobre.
—De cualquier modo, tendrás que abandonar esta casa -dijo Hugh ásperamente. Miró a los otros intransigentes:
Augusta, Edward, Madeleine y el mayor Hartshorn-. Todos tendréis que ceder -dijo-. Si no lo hacéis ahora, con dignidad, habréis de hacerlo más adelante, deshonrosamente, acuciados por alguaciles, policías y periodistas de sucesos, denigrados por la prensa sensacionalista e insultados por vuestros sirvientes, a los que no liquidaréis sus sueldos.
—Eso ya lo veremos -replicó Augusta.
Cuando todos se marcharon, Hugh se sentó frente a la chimenea, con la vista clavada en la lumbre, mientras se devanaba los sesos en busca de algún modo de pagar a los acreedores del banco.
Tenía la firme decisión de no permitir que se declarase al Pilaster oficialmente en quiebra. La idea resultaba casi demasiado lamentable para concebirla. Se había pasado toda la vida bajo la sombra de la bancarrota de su padre. Toda su carrera fue un esfuerzo para demostrar que no estaba mancillado. En lo más profundo de su corazón temía que, de sufrir el mismo destino que su padre, ello le indujera a quitarse la vida.
El Pilaster había acabado como banco. Cerrar sus puertas ante los depositarios significaba el fin. Pero, a largo plazo, podría pagar sus deudas, en especial si los socios actuaban escrupulosamente y vendían sus valiosas pertenencias.
Cuando la tarde se difuminaba entre los celajes del crepúsculo, el esbozo de un plan comenzó a tomar forma en el cerebro de Hugh, y se permitió un tenue vislumbre de esperanza…