Una fortuna peligrosa (69 page)

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Authors: Ken Follett

Tags: #Drama, Intriga

BOOK: Una fortuna peligrosa
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Las miradas de ambos se encontraron a través de la habitación. Maisie leyó en los ojos de Hugh una súplica silenciosa. Lentamente, se levantó y fue hacia él. De pie junto a su silla, le cogió la cabeza entre las manos y la apoyó en sus senos, al tiempo que le acariciaba el pelo. Vacilante, Hugh le rodeó la cintura con el brazo, apenas tocándola al principio, para apretar luego con fuerza. y entonces, por último, rompió a llorar.

Cuando Hugh se marchó, Maisie efectuó una ronda por las salas. Ahora lo veía todo con nuevos ojos: las paredes que ellas mismas habían pintado, las camas que compraron en tiendas de segunda mano, las bonitas cortinas que la madre de Rachel había confeccionado. Recordó los esfuerzos sobrehumanos que les exigió a Rachel y a ella abrir el hospital: sus batallas con la institución médica y el municipio local, el incansable derroche de encanto que tuvieron que emplear para ganarse la voluntad de las respetables amas de casa y el crítico sacerdote del barrio, la obstinada insistencia que se vieron obligadas a prodigar para conseguir salirse con la suya. Se consoló con la idea de que, al fin y a la postre, había conseguido la victoria, y el hospital llevaba abierto doce años, durante los cuales había proporcionado alivio y cuidados a cientos de mujeres. Pero Maisie hubiese querido que aquello fuese un servicio perdurable. Había visto aquél como el primero de varias docenas de hospitales femeninos diseminados por todo el país. En eso había fracasado.

Habló con todas las madres que habían alumbrado aquel día. La única que le preocupaba era la señorita Nadie. Tenía una figura delgada y el bebé había sido muy pequeño. Maisie sospechaba que la muchacha se mataba de hambre para ocultar el embarazo a los ojos de su familia. A Maisie le asombraba que hubiese chicas que consiguieran una hazaña así; ella se puso como un globo y, a los cinco meses, ya le resultó imposible del todo disimular su gravidez, pero la experiencia le había demostrado que sucedía continuamente.

Se sentó en el borde de la cama de la señorita Nadie. La madre estaba dando de mamar a la criatura, una niña.

—¿No es preciosa? -dijo.

Maisie asintió.

—Tiene el pelo negro, como el tuyo.

—Mi madre también lo tiene así.

Maisie alargó la mano y acarició la minúscula cabecita.

Como todos los recién nacidos, aquél se parecía a Solly. La verdad era…

Una súbita revelación conmovió a Maisie. Le parecía increíble.

—Oh, Dios mío, ya sé quién eres -articuló. La muchacha se la quedó mirando.

—Eres Rebecca, la nieta de Ben Greenbourne, ¿verdad?

Mantuviste tu embarazo en secreto todo el tiempo que te fue posible, y después te marchaste de casa para dar a luz.

Los ojos de la chica se desorbitaron.

—¿Cómo lo adivinaste? ¡No me habías visto desde que tenía dos años!

—Pero también conocía a tu madre. Después de todo, yo estaba casada con su hermano. -Kate no había sido tan
esnob
como el resto de los Greenbourne, y cuando los demás miembros de la familia no estaban presentes, siempre trataba a Maisie con amabilidad-. Y me acuerdo de tu nacimiento. Tenías el pelo negro, exactamente igual que tu hija.

Rebecca estaba asustada.

—Prométeme que no irás a decírselo.

—Te prometo que no haré nada sin tu permiso. Pero creo que debes avisar a tu familia. Tu abuelo tiene un disgusto terrible.

—Él es el que más me aterra. Maisie asintió.

—Comprendo por qué. Es un viejo cascarrabias, con el corazón duro como una piedra. Lo sé por propia experiencia. Pero si me dejas que hable con él, creo que puedo hacerle entrar en razón.

—¿Lo harías? -dijo Rebecca con una voz llena de juvenil optimismo-. ¿Harías eso?

—Naturalmente -aseguró Maisie-. Pero no le diré dónde estás a menos que me prometa ser bondadoso.

Rebecca bajó la mirada. Su hija tenía los ojos cerrados y ya no mamaba.

—Está dormida -dijo Rebecca. Maisie sonrió.

—¿Ya has decidido el nombre que le vas a poner?

—¡Ah, sí! -contestó Rebecca-. Voy a llamarla Maisie.

Las lágrimas humedecían el rostro de Ben Greenbourne cuando abandonaba la sala.

—La he dejado con Kate un momento -dijo con voz sofocada y embargada de emoción.

Se sacó un pañuelo del bolsillo y se aplicó unos ineficaces toques en las mejillas. Era la primera vez que Maisie veía a su suegro perder el dominio de sí mismo. El hombre tenía un aspecto más bien patético, pero Maisie pensó que aquella angustia le sentaría bien.

—Venga a mi cuarto -invitó Maisie-. Le prepararé una taza de té.

—Gracias.

Maisie le acompañó a su despacho y le rogó que tomara asiento. Pensó que era el segundo hombre que lloraba ese día sentado en aquella silla.

—Todas esas jóvenes -preguntó el anciano-, ¿se encuentran en la misma situación que Rebecca?

—Todas, no -repuso Maisie-. Algunas son viudas. A otras las ha abandonado el marido. Son bastantes, también, las que huyen de hombres que les pegan. Una mujer puede soportar mucho dolor y permanecer junto a su esposo aunque éste la lesione; pero si se queda encinta teme que los golpes perjudiquen a la criatura y entonces se va. De todas formas, la mayoría de nuestras acogidas son como Rebecca, muchachas que simplemente han cometido un error.

—No creía que la vida tuviese mucho más que enseñarme -reconoció Ben Greenbourne-. Ahora me doy cuenta de que he sido estúpido e ignorante.

Maisie le tendió una taza de té.

—Gracias -dijo el anciano-o Eres muy amable. Yo nunca lo fui contigo.

—Todos cometemos errores -respondió Maisie vivaz.

—Buena cosa es que estéis aquí -dijo el anciano-. De otro modo, ¿adónde irían esas pobres chicas?

—Alumbrarían a sus hijos en callejones y cunetas -contestó Maisie.

—Creo que eso podía haberle ocurrido a Rebecca.

—Por desgracia, tenemos que cerrar el hospital-dijo Maisie.

—¿Por qué?

La mujer le miró a los ojos.

—Todo nuestro dinero estaba en el Banco Pilaster -informó-. Ahora nos encontramos sin un penique.

—¿De verdad? -la expresión del anciano se tornó meditativa.

Hugh se desvistió para acostarse, pero distaba mucho de tener sueño, de modo que, con el batín puesto, se sentó frente a la chimenea y contempló meditabundo las llamas. No paraba de darle vueltas en la cabeza a la situación del banco, pero no se le ocurría nada que pudiese mejorarla. Sin embargo, no podía dejar de pensar.

A medianoche oyó un resonante y decidido aldabonazo en la puerta de la calle. Tal como iba, en bata, bajó a abrir. Junto al bordillo de la acera había un coche de caballos y ante la entrada un criado de librea.

—Le ruego me perdone por llamar tan tarde, señor -dijo el hombre-, pero el recado es urgente.

Le entregó un sobre y se marchó.

En el momento en que Hugh cerraba la puerta, su mayordomo bajaba por la escalera.

—¿Todo va bien, señor? -preguntó en tono preocupado.

—Sólo es un mensaje -respondió Hugh-. Puede volver a la cama.

—Gracias, señor.

Hugh abrió el sobre y vio la caligrafía esmerada y anticuada de un anciano quisquilloso. Las palabras escritas hicieron que su corazón le saltase en el pecho de pura alegría.

Piccadilly, 12

Londres, S.W

23 de noviembre de 1980

Estimado Pilaster:

Lo he pensado bien y he decidido atender tu proposición. Tuyo afectisimo.

B. GREENBOURNE

Levantó la vista de la nota y dedicó una sonrisa al vacío vestíbulo.

—¡Atiza! -exclamó encantado-. Me pregunto qué le habrá hecho cambiar de idea al viejo.

Augusta estaba sentada en la trastienda de la mejor joyería de Bond Street. El resplandor de las lámparas de gas arrancaba destellos a las alhajas albergadas en las vitrinas de cristal. En la estancia había espejos por todas partes. Un obsequioso dependiente atravesó el cuarto con paso silencioso y colocó delante de Augusta un rectángulo de terciopelo negro sobre el que relucía un collar de diamantes.

El encargado del establecimiento, solícito, estaba de pie junto a Augusta.

—¿Cuánto? -preguntó ella.

—Nueve mil libras, lady Whitehaven.

Susurró el precio reverentemente, casi como quien reza una oración.

El collar era sencillo y puro, una hilera de rectangulares diamantes idénticos, engarzados en oro. Pensó que destacarían de un modo impresionante sobre el negro luto de sus vestidos de viuda. Pero no los compraba para lucirlos.

—Es una pieza maravillosa,
milady
: la joya más esplendorosa que tenemos en la tienda.

—No me atosigue, por favor, estoy pensando -replicó Augusta.

Era su último y desesperado intento de conseguir dinero.

Lo había intentado en el banco: fue allí y pidió sin más cien libras en soberanos de oro; el empleado, un perro insolente que se llamaba Mulberry, se los negó. Luego intentó que la casa hiciera una transferencia de la cuenta que estaba a nombre de Edward a la que iba a su nombre, pero tampoco le salió bien: las escrituras estaban en el arca de caudales del viejo Bodwin, el abogado del banco, y Hugh tenía que dar su conformidad. Ahora, Augusta pretendía comprar a crédito unos diamantes, con el fin de venderlos después y hacerse con efectivo.

Al principio, Edward fue al lado suyo, pero ahora hasta él se negaba a ayudarla.

—Lo que está haciendo Hugh, lo hace en beneficio de todos -le dijo neciamente-. Si empieza a correr el rumor de que los miembros de la familia tratan de coger lo que pueden, el sindicato se disgregará. Se les ha convencido para que aporten dinero con el fin de evitar una crisis financiera, no con objeto de que la familia Pilaster siga disfrutando de sus lujos.

Una parrafada muy larga para Edward. Un año antes, a Augusta se le hubiera estremecido el corazón de tener a su hijo en contra, pero desde aquella noche en que se rebeló con motivo de la anulación del matrimonio, había dejado de ser el muchacho dulce y sumiso que ella amaba. También Clementine se había vuelto en contra suya y respaldaba los planes de Hugh, unos planes que los convertían a todos en pobres. La sacudía la rabia cada vez que pensaba en ello. Pero no se saldrían con la suya.

Levantó los ojos hacia el encargado del establecimiento.

—Me lo quedo -dijo como quien toma una decisión.

—Una elección inteligente, no me cabe la menor duda, lady Whitehaven -dijo el hombre.

—Envíe la factura al banco.

—Muy bien,
milady
. Entregaremos el collar en la Mansión Whitehaven.

—Me lo llevaré ahora -dijo Augusta-. Quiero ponérmelo esta noche.

La consternación se extendió por el rostro del sólido encargado.

—Me coloca usted en una postura imposible,
milady
.

—¿De qué está usted hablando? ¡Envuélvalo!

—Me temo que no puedo entregarle la joya hasta haber recibido su importe.

—No sea ridículo. ¿Sabe quién soy?

—Pero los periódicos dicen que el banco ha cerrado sus puertas.

—Esto es un insulto.

—Lo lamento mucho, lo lamento infinitamente.

Augusta se puso en pie y cogió el collar.

—Me niego a escuchar esa tontería. Me lo llevaré.

El encargado sudaba mientras se interponía entre la mujer y la puerta.

—Le ruego que no lo intente -dijo.

Augusta avanzó, pero el hombre se mantuvo firme.

—¡Quítese de en medio! -conminó Augusta.

—Me va a obligar a cerrar la tienda y avisar a la policía -advirtió el encargado.

Augusta se percató de que, aunque el hombre prácticamente farfullaba aterrado, no había cedido un centímetro. Le tenía miedo, pero aún le asustaba más la posibilidad de perder diamantes por valor de nueve mil libras. Augusta comprendió que estaba vencida. Furiosa, arrojó el collar contra el suelo. El encargado se agachó para recogerlo, prescindiendo por completo de la dignidad. Augusta abrió la puerta por sí misma, atravesó altiva la tienda y salió a la calle, donde la esperaba su coche.

Se sentía mortificada, pero mantuvo alta la cabeza. Prácticamente, el hombre la había acusado de intento de robo. En lo más recóndito de su cerebro, una vocecita le dijo que robar era exactamente lo que había intentado hacer, pero acalló la voz. Volvió a casa echando chispas.

Cuando entraba en la casa, Hastead, el mayordomo, trató de detenerla, pero en aquel momento no tenía paciencia para atender a trivialidades domésticas y silenció al hombre con una orden:

—Tráeme un vaso de leche caliente. Le dolía el estómago.

Se dirigió a su cuarto. Se sentó ante el tocador y abrió el Joyero.

Poca cosa guardaba. El valor de todo lo que Augusta había tenido allí apenas alcanzaba unos pocos centenares de libras. Sacó la bandejita del fondo, tomó una pieza envuelta en seda y, al desdoblar la tela, apareció el anillo de oro en forma de serpiente que Strang le había regalado. Como siempre, se lo introdujo en el dedo y acarició con los labios la piedra preciosa de la cabeza. Jamás vendería aquel anillo. Qué distinto hubiera sido todo de haber podido casarse con Strang. Durante unos segundos le dominó el deseo de echarse a llorar.

Entonces oyó rumor de voces al otro lado de la puerta de su alcoba. Un hombre… dos, quizá… y una mujer. No parecían criados, y de cualquier modo, ningún miembro de la servidumbre tendría la temeridad de ponerse a charlar en aquel rellano. Salió.

La puerta de la habitación de su difunto marido estaba abierta y las voces procedían de allí. Cuando entró, Augusta vio a un joven, evidentemente un empleado con una pareja mayor, bien vestidos, pertenecientes sin duda a la misma clase social que Augusta. Era la primera vez que veía a aquellas personas.

—En nombre del Cielo -preguntó-, ¿quiénes son ustedes? El empleado respondió en tono deferente:

—Stoddart, de la agencia,
milady
. Los señores de Graaf tienen mucho interés en comprar su preciosa casa…

—¡Fuera! -gritó Augusta.

La voz del empleado ascendió hasta convertirse en un chillido.

—Recibimos instrucciones para poner la casa en venta…

—¡Salgan de aquí inmediatamente! ¡Mi casa no está en venta!

—Pero yo mismo hablé personalmente con…

El señor de Graaf tocó el brazo de Stoddart y le hizo callar.

—Un error muy embarazoso, no cabe duda, señor Stoddart -dijo suavemente. Miró a su esposa-: ¿Nos vamos, querida?

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