—¿Por qué demonios nos han invitado?
—¡No maldigas delante de tu madre! Nos han invitado porque son amigos de Emily.
—Emily puede irse a la…
—Captó la mirada de Augusta y se interrumpió en seco. Propuso-: Diles que me he puesto enfermo.
—No seas ridículo.
—Creo que tengo derecho a ir adonde guste, madre.
—¡No puedes ofender a personas de alta categoría!
—¡Quiero ver los combates!
—¡No puedes ir!
Emily entró en aquel momento. No pudo por menos que percatarse de lo cargada que estaba la atmósfera de la estancia y dijo al instante:
—¿Qué ocurre?
—¡Ve a buscar ese dichoso trozo de papel que siempre me estás pidiendo que firme! -exclamó Edward.
—¿De qué estás hablando? -preguntó Augusta-. ¿Qué trozo de papel?
—Mi consentimiento a la anulación.
Augusta se quedó aterrada… y comprendió con repentina furia que aquello no era accidental. Emily lo había planeado exactamente así. Su objetivo era irritar a Edward hasta el punto de impulsarle a firmar cualquier cosa con tal de quitársela de encima. Augusta había contribuido incluso inadvertidamente, al insistir en que Edward cumpliese con sus obligaciones sociales. Se sintió como una estúpida: se había dejado manipular. Y el plan de Emily estaba ahora al borde del éxito.
—¡Emily, quédate donde estás! -ordenó Augusta. Emily dibujó una de sus dulces sonrisas y salió. Augusta se encaró con Edward.
—¡No vas a dar tu consentimiento a ninguna anulación!
—Tengo cuarenta años, madre -repuso Edward-. Estoy al cargo del negocio de la familia y ésta es mi casa. No debes decirme lo que tengo que hacer.
Decoraba su rostro una expresión terca y resentida y en el cerebro de Augusta irrumpió el terrible pensamiento de que, por primera vez en su vida, Edward iba a desafiarla.
Empezó a asustarse.
—Ven y siéntate aquí, Teddy -invitó, en tono más suave. De mala gana, el hombre se sentó junto a ella.
Augusta alzó la mano para acariciarle la mejilla, pero Edward se retiró de un respingo.
—No puedes cuidar de ti mismo -dijo Augusta-. Nunca has podido. Por eso Micky y yo nos hemos tenido que preocupar siempre de ti, desde que estabas en el colegio.
La obstinación de Edward pareció aumentar.
—Tal vez sea hora de que lo dejéis.
Por el interior de Augusta reptó una sensación de pánico.
Era casi como si se estuviera escapando de su dominio.
Antes de que la conversación pudiera continuar, regresó Emily con un documento de aspecto legal. Lo depositó encima del escritorio de estilo árabe, sobre el que ya había dispuestas plumas y tinta.
Augusta miró a su hijo a la cara. ¿Sería posible que tuviese más miedo a su esposa que a su madre? A Augusta le asaltó la frenética idea de coger el documento y arrojarlo, tirar las plumas y derramar la tinta. Se dominó. Quizá fuese mejor ceder y fingir que el asunto carecía de importancia. Pero esa pretensión sería inútil: había adoptado una postura al prohibir aquella anulación y ahora todos sabrían que había sufrido una derrota.
—Si firmas ese documento, tendrás que dimitir del banco -avisó a Edward.
—No veo por qué -replicó él-o No es como un divorcio.
—La Iglesia no pone ningún inconveniente a una anulación, siempre y cuando los motivos sean auténticos -señaló Emily. Sonaba a cita: evidentemente se había cerciorado.
Edward se sentó a la mesa, eligió una pluma y la metió en un tintero de plata.
Augusta descargó su último tiro.
—¡Edward! -chilló con voz temblorosa de rabia-. ¡Si firmas eso no volveré a dirigirte la palabra en mi vida!
Tras un fugaz titubeo, el hombre aplicó la pluma al papel.
Todos guardaban silencio. Se movió la mano de Edward y el rasgueo de la pluma sobre el papel resonó como un trueno.
Edward dejó la pluma.
—¿Cómo puedes tratar así a tu madre? -protestó Augusta, y el sollozo de su voz era genuino.
Emily secó la firma y recogió el documento. Augusta se interpuso entre Emily y la puerta.
Perplejos e inmóviles, Edward y Micky contemplaron la escena mientras las dos mujeres se enfrentaban.
—Entrégame ese papel -dijo Augusta.
Emily se acercó un paso más, vaciló ante Augusta y luego, asombrosamente, propinó a ésta una bofetada.
Un golpe de los que escuecen. Augusta emitió un grito de sorpresa y dolor y retrocedió.
Emily pasó rápidamente por su lado, abrió la puerta y salió del cuarto, bien aferrado el documento en su mano.
Augusta se dejó caer pesadamente en la silla más próxima y rompió a llorar.
Oyó abandonar el salón a Edward y Micky. Se sintió vieja, derrotada y sola.
La emisión de los bonos del puerto de Santamaría por valor de dos millones de libras fue un fracaso, mucho más estrepitoso de lo que Hugh se había temido. En la fecha tope de adquisición, el Banco Pilaster sólo había colocado papel por valor de cuatrocientas mil libras, y al día siguiente el precio cayó de forma automática. Hugh se alegró infinitamente de haber obligado a Edward a vender los bonos a comisión, en vez de suscribirlos.
El siguiente lunes por la mañana, su ayudante Jonas Mulberry le pasó el resumen de las operaciones realizadas por todos los socios en el transcurso de la semana anterior. Antes de que el hombre saliera del cuarto, Hugh observó una discordancia.
—Un momento, Mulberry -dijo-. Esto no puede ser correcto.
—Había un importante descenso en el depósito de efectivo, más de un millón de libras-. No se ha producido una retirada de fondos significativa, ¿verdad?
—No, que yo sepa, don Hugh -respondió Mulberry. Hugh lanzó una mirada circular por la estancia. Estaban presentes todos los socios, salvo Edward, que aún no había llegado.
—¿Alguien recuerda una retirada importante de fondos la semana pasada?
Nadie tenía noticia de ello. Hugh se puso en pie.
—Vamos a comprobarlo -dijo a Mulberry.
Subieron a la sala de los oficiales administrativos. El asiento que buscaban era excesivamente elevado para tratarse de una retirada de efectivo. Tenía que ser una transacción interbancaria. Hugh recordaba de su época de administrativo que existía un libro en el que se anotaban diariamente tales transacciones. Se sentó a una mesa y pidió a Mulberry:
—Tráigame el diario interbancos, por favor.
Mulberry cogió de su estante un enorme libro contable y lo puso delante de Hugh.
—¿Puedo ayudarle en algo, don Hugh? -se brindó otro empleado-. Llevo ese libro.
La expresión del hombre era preocupada, y Hugh comprendió que temía haber cometido algún error.
—Usted es Clemmow, ¿verdad? -dijo Hugh.
—Sí, señor.
—¿Qué retiradas de fondos importantes se efectuaron aquí la semana pasada…? De un millón de libras o más.
—Sólo una -respondió el oficial administrativo inmediatamente-. La Compañía del Puerto de Santamaría retiró un millón ochocientas mil… el importe de la emisión de bonos menos el corretaje.
Hugh se levantó de un salto.
—¡Pero si no tenían tanto… ! ¡Sólo se recaudaron cuatrocientas mil!
Clemmow palideció.
—La emisión de bonos era de dos millones de libras…
—Pero no la habíamos suscrito, ¡era una venta a comisión!
—Comprobé el saldo de su cuenta: un millón ochocientas mil libras a su favor.
—¡Maldición! -gritó Hugh. Todos los empleados de la sala se le quedaron mirando-. ¡Enséñeme esa cuenta!
Otro empleado, en el fondo de la habitación, tomó un gran libro contable, se lo llevó a Hugh y lo abrió en la página marcada: »Junta del Puerto de Santamaría».
No había más que tres asientos: un abono de dos millones de libras, un cargo de doscientas mil libras por comisiones a favor del banco y una transferencia que saldaba la cuenta.
Hugh se puso lívido. El dinero había desaparecido. Si se hubiese hecho una anotación errónea, la equivocación podía subsanarse fácilmente. Pero habían retirado el dinero del banco al día siguiente, lo cual indicaba la existencia de un fraude cuidadosamente planeado.
—Por Dios que alguien va a ir a la cárcel-dijo iracundo---. ¿Quién asentó estas operaciones?
—Un servidor, señor -dijo el oficinista que le había llevado el libro. Temblaba de miedo.
—¿De acuerdo con qué instrucciones?
—La documentación de costumbre. Todo estaba en orden.
—¿De dónde procedía?
—Del señor Oliver.
Simón Oliver era natural de Córdoba y primo de Micky Miranda. Hugh sospechó instantáneamente la identidad del que estaba detrás de aquella estafa.
No deseaba seguir aquella investigación delante de veinte empleados. Se arrepentía ya de haberles permitido enterarse de la existencia del problema. Pero cuando empezó a verificar el asunto ignoraba que iba a poner al descubierto una malversación de fondos de tales proporciones.
Oliver era el ayudante de Edward y trabajaba en la planta de los socios, al lado de Mulberry.
—Vaya a buscar en seguida al señor Oliver y acompáñelo a la sala de los socios -indicó Hugh a Mulberry. Continuaría allí la investigación, con el resto de los socios.
—Ahora mismo, don Hugh -dijo Mulberry. Se dirigió a los demás empleados-: Volved todos al trabajo.
Regresaron a sus escritorios y volvieron a coger la pluma, pero antes de que Hugh abandonase la habitación ya había estallado un zumbido de excitadas conversaciones.
Hugh regresó a la sala de los socios.
—Se ha cometido una estafa importante -anunció-. Se ha pagado a la Compañía del Puerto de Santamaría el importe total de la emisión de bonos, pese a que sólo hemos vendido papel por valor de cuatrocientas mil libras.
Todos se quedaron aterrados.
—¿Cómo diablos ha podido ocurrir? -dijo William.
—La suma total se les abonó en cuenta y la transfirieron inmediatamente a otro banco.
—¿Quién es el responsable?
—Creo que la gestión la llevó a cabo Simón Oliver, ayudante de Edward. Ya le he mandado llamar, pero me temo que el muy canalla esté ya a bordo de un barco, rumbo a Córdoba.
—¿Podemos recuperar el dinero? -preguntó sir Harry.
—No lo sé. Es posible que a estas horas lo tengan ya fuera del país.
—¡No pueden construir un puerto con dinero robado!
—Tal vez no quieran construir ningún puerto. Todo este asunto quizá no haya sido más que una maldita estafa. -¡Santo Dios!
Entró Mulberry y, ante la sorpresa de Hugh, llegaba acompañado de Simón Olivero Lo cual sugería que Oliver no había sustraído el dinero.
Llevaba en la mano un grueso contrato. Parecía asustado: el comentario de Hugh acerca de que alguien iba a ir a la cárcel se lo habían repetido sin duda.
Sin preámbulos, Oliver manifestó:
—La emisión de Santamaría estaba suscrita… así lo certifica el contrato.
Con mano temblorosa, tendió el documento a Hugh.
—Los socios acordaron que esos bonos se venderían sobre la base de un corretaje -dijo Hugh.
—Don Edward me encargó que extendiese un contrato de suscripción.
—¿Puede demostrarlo?
—¡Sí! -Entregó a Hugh otra hoja de papel. Era un resumen de contrato, una breve nota relativa a las condiciones del acuerdo, pasada por un socio al empleado que se encargaría de preparar el contrato íntegro. De puño y letra de Edward, especificaba con toda claridad que la emisión se suscribía.
Eso zanjaba la cuestión. Edward era el responsable. No se había cometido ninguna estafa y no era posible reclamar ni recuperar el dinero. La transacción era perfectamente legítima. Hugh se sintió descorazonado y furioso.
—Está bien, Oliver, puede retirarse -dijo.
Oliver permaneció inmóvil.
—Confío en que esto no lance sobre mí una sospecha permanente, don Hugh.
Hugh no estaba convencido de que Oliver fuese inocente del todo, pero se vio obligado a declarar:
—No se le culpa de nada que haya hecho usted obedeciendo órdenes de don Edward.
—Gracias, señor.
—Oliver salió. Hugh miró a los demás socios.
—Edward ha actuado en contra de nuestra decisión colectiva -comentó amargamente-. Cambió las condiciones de la emisión a nuestras espaldas. y nos ha costado un millón cuatrocientas mil libras.
Samuel se dejó caer pesadamente en la silla.
—¡Es terrible! -dijo.
Los rostros de sir Harry y del mayor Hartshorn reflejaban perplejidad.
—¿Estamos en quiebra? -preguntó William.
Hugh comprendió que la pregunta iba dirigida a él.
Bueno, ¿estaban en quiebra? Era inconcebible. Reflexionó durante unos segundos.
—Técnicamente, no -contestó-. Aunque nuestras reservas de efectivo han bajado en un millón cuatrocientas mil libras, los bonos figuran en el activo de nuestro balance, valorados en su precio de compra. De modo que el pasivo queda compensado y somos solventes.
—Siempre que el precio no se desplome -añadió Samuel.
—Cierto. Si algo provocase la caída de los bonos suramericanos nos encontraríamos en graves dificultades.
Pensar que el poderoso Banco Pilaster estuviera en una situación tan debilitada le puso enfermo de indignación contra Edward.
—¿Es posible mantener esta cuestión en secreto? -quiso saber sir Harry.
—Lo dudo -respondió Hugh-. Me temo que en la sala de los oficiales administrativos no traté precisamente de ocultar el asunto. A estas horas la noticia ya habrá llegado al último rincón del edificio, y al final de la hora del almuerzo se habrá extendido a toda la City.
Jonas Mulberry intercaló una cuestión funcional:
—¿Qué hay de nuestra liquidez, don Hugh? Necesitamos un depósito de fondos antes del fin de semana para atender los pagos y retiradas de efectivo de costumbre. No podemos vender bonos del puerto… bajaría la cotización.
Era una buena idea. Hugh consideró el problema durante un momento.
—Pediré un préstamo al Banco Colonial -decidió-. El viejo Cunliffe guardará silencio. Eso nos permitirá salir del atolladero.
—Lanzó una mirada alrededor, hacia los demás-. De momento, cubrirá esta emergencia. Sin embargo, nos encontramos en una situación peligrosamente débil. Debemos corregir la situación a medio plazo con toda la celeridad posible.
—¿Y Edward? -preguntó William.
Hugh sabía lo que estaba obligado a hacer: dimitir. Pero quería que fuese otro quien lo dijera, así que permaneció en silencio.