—¡Ya lo sé! He seguido tus progresos. Ojalá nuestro banco tuviese en América a alguien como tú. Espero que los Pilaster te paguen una fortuna… te la ganas.
—Dicen que te has convertido en un hombre mundano.
—No es cosa mía, es que me casé, ¿sabes? -Dio media vuelta y aplicó una leve palmada a la blanca espalda desnuda de una mujer menuda que llevaba un vestido de color verde y cáscara de huevo. La mujer miraba hacia el otro lado, pero su espalda le resultó a Hugh extrañamente familiar, y una sensación de
déja vu
le asaltó, lo que le hizo sentirse inexplicablemente triste. Solly le dijo a la mujer-: Querida, ¿te acuerdas de nuestro viejo amigo Hugh Pilaster?
Ella se demoró un momento más, mientras acababa lo que estaba diciendo a sus acompañantes, y Hugh pensó: «¿Por qué me he quedado sin aliento al verla?». Luego, la mujer se volvió despacio, como una puerta que se abriera hacia el pasado, y a Hugh se le paralizó el corazón al ver su cara.
—¡Claro que lo recuerdo! -dijo-. ¿Cómo está usted, señor Pilaster?
Hugh se quedó mirando, sin habla, a la mujer que se había convertido en la señora de Solomon Greenbourne.
Era Maisie.
Sentada ante su tocador, Augusta se puso el collar de perlas que siempre lucía en las cenas de gala. Era la pieza más cara de su joyero. Los metodistas no creían en los adornos costosos y el avaro esposo de Augusta, Joseph, lo utilizaba como excusa para no comprarle alhajas. Al hombre le hubiera gustado que su mujer dejase de decorar la casa con tanta frecuencia, pero Augusta lo hacía sin consultárselo: si las cosas se hiciesen al modo de Joseph, puede que no vivieran mejor que cualquiera de sus empleados. El hombre aceptaba de mala gana aquella redecoración y sólo insistía en que dejasen su alcoba en paz.
Augusta sacó del joyero el anillo que Strang le había regalado treinta años antes. Tenía la forma de una serpiente: el cuerpo era de oro, la cabeza, un diamante, y los ojos, dos rubíes. Se puso el anillo en el dedo y, como había hecho ya miles de veces, rozó la erguida cabeza contra sus labios, evocadoramente.
Su madre le había dicho:
—Devuelve el anillo y trata de olvidarle.
—Ya se lo he devuelto -respondió una Augusta que contaba a la sazón diecisiete años-, y le olvidaré.
Pero era mentira. Conservó el anillo, escondido en el lomo de su Biblia, y nunca olvidó a Strang. Si no podía tener su amor, se prometió Augusta, todas las cosas que él hubiera podido darle serían suyas, de ella, de un modo u otro, algún día.
Había asumido años atrás que nunca sería condesa de Strang. Pero estaba decidida a lograr un título. Y puesto que Joseph no lo tenía, ella iba a encargarse de conseguirle uno.
Llevaba años reflexionando sobre el problema, estudiando los mecanismos mediante los cuales los hombres alcanzaban títulos, y tras infinidad de noches en blanco, sus planes y anhelos habían desembocado en una estrategia bien meditada. Ahora estaba ya lista, y era el momento oportuno.
Iniciaría su campaña esa misma noche, durante la cena.
Entre los invitados figuraban tres personas que desempeñarían un papel crucial en la función de convertir en conde a Joseph.
Pensaba que podía tomar el título de conde de Whitehaven. Whitehaven era el puerto donde, cuatro generaciones atrás, la familia Pilaster se lanzó al negocio. El bisabuelo de Joseph, Amos Pilaster, había amasado su fortuna con una actividad legendaria, invirtiendo todo su dinero en un barco de esclavos. Pero luego emprendió operaciones comerciales menos azarosas: compraba piezas de sarga y percal estampado en las fábricas textiles de Lancashire y las embarcaba rumbo al continente americano. Su sede de Londres ya se llamaba Whitehaven House, en reconocimiento al lugar donde había nacido la empresa. Augusta sería condesa de Whitehaven si sus planes daban resultado.
Se imaginó a sí misma y a Joseph haciendo su entrada en un gran salón, en tanto el maestro de ceremonias anunciaba: «El conde y la condesa de Whitehaven», y la imagen la hizo sonreír. Vio a Joseph pronunciando en la Cámara de los Lores su discurso inaugural, cuyo tema estaría relacionado con las altas finanzas, mientras los demás pares le escuchaban con respetuosa atención. Los tenderos la llamarían «lady Whitehaven» en voz baja y la gente volvería la cabeza para ver quién era.
Sin embargo, se dijo que era para Edward para quien deseaba aquello tanto como cualquier otra cosa. Un día, Edward heredaría el título de su padre, y entretanto, estaría en condiciones de poner en sus tarjetas de visita: «Honorable Edward Pilaster».
Augusta sabía con exactitud lo que tenía que hacer, pero no obstante estaba intranquila. Conseguir una dignidad de par no era como comprar una alfombra…. Una no podía llegarse al proveedor y decir: «Quiero ésa… ¿cuánto vale?», todo tenía que hacerse a base de indirectas. Esa noche tenía que ir con pies de plomo, Si daba un paso en falso, sus planes tan minuciosamente trazados se desmoronarían en un pestañeo. Si se había equivocado al juzgar a las personas elegidas, estaba sentenciada.
Llamó a la puerta una doncella:
—Ha llegado el señor Hobbes, señora.
«Esta chica pronto tendrá que llamarme
milady
», pensó Augusta.
Guardó el anillo de Strang, se levantó del tocador y atravesó la puerta que comunicaba su cuarto con el de Joseph. El hombre ya estaba vestido para la cena, sentado frente al armario donde conservaba su colección de enjoyadas cajitas de rapé y contemplando una de ellas a la luz de la lámpara de gas. Augusta se preguntó si sería el momento adecuado para sacar a relucir el tema de Hugh.
Hugh continuaba siendo un fastidio. Seis años antes creyó que se lo había quitado de encima para siempre, pero una vez más amenazaba con eclipsar a Edward. Había dicho que se le nombrara socio: Augusta no iba a tolerarlo de ninguna de las maneras. Estaba decidida a que, algún día, Edward fuese presidente del consejo del banco y no podía permitir que Hugh tomase la delantera.
¿No se equivocaría al preocuparse tanto? Quizá debiera dejar que Hugh dirigiese el negocio. Edward podría dedicarse a otra cosa, tal vez meterse en política. Pero el banco era el corazón de la familia. Los que lo dejaban, como Tobias, el padre de Hugh, al final siempre concluían en la nada. Los Pilaster podían derrocar a un monarca negándole un préstamo: pocos políticos contaban con esa capacidad. Era espantoso pensar que Hugh llegara a presidente del consejo, que alternase con embajadores, que tomara café con el ministro de Hacienda, que ocupase el lugar de honor en las reuniones familiares, situado por encima de Augusta y de su rama de la familia.
Pero en esa ocasión iba a resultar muy difícil desembarazarse de Hugh. Era mayor, más sensato y tenía una situación firme y estable en el banco. El muchacho despreciable había trabajado dura y pacientemente durante seis años para rehabilitar su nombre, ¿Podría ella tirar por los suelos todo eso?
Sin embargo, no era el momento de plantear a Joseph la cuestión de Hugh. Augusta deseaba que su marido estuviese de buen humor durante la cena.
—Puedes seguir aquí un rato más, si te place -le comunicó-. Sólo ha llegado Arnold Hobbes.
—Muy bien, si no te importa -dijo Joseph.
A ella le convenía que Hobbes estuviese solo unos momentos.
Hobbes era editor de un periódico político llamado The Forum. Generalmente se alineaba con los conservadores, que estaban a favor de la aristocracia y la Iglesia establecida, y contra los liberales, el partido de los hombres de negocios y los metodistas. Los Pilaster eran ambas cosas, hombres de negocios y metodistas, pero los conservadores estaban en el poder.
Augusta sólo había hablado con Hobbes una o dos veces y suponía que al hombre debió de sorprenderle recibir aquella invitación. Sin embargo, Augusta confió en que la aceptaría. Seguro que no le llegaban muchas invitaciones para cenar en casas tan pudientes como la de Augusta.
Hobbes se encontraba en una situación curiosa. Era un hombre poderoso, ya que su periódico se leía y se respetaba en amplios sectores; sin embargo, también era pobre, porque sacaba escaso beneficio del mismo. Esa combinación resultaba embarazosa para Hobbes… y perfecta para el propósito de Augusta. El hombre poseía influencia para ayudarla a lograr sus objetivos y, al mismo tiempo, se le podía comprar.
Sólo existía un posible inconveniente. Augusta confiaba en que Hobbes no tuviese altos principios morales: eso destruiría su utilidad. Pero si le había juzgado correctamente, era un hombre corruptible.
Augusta estaba nerviosa y no las tenía todas consigo. Se detuvo un segundo, antes de franquear la puerta del salón, para decirse «Tranquilícese, señora Pilaster, estas cosas se le dan a usted muy bien». Al cabo de un momento, más calmada ya, entró en la estancia.
El hombre se levantó para saludarla con la debida cortesía. Era un individuo vivaracho y rápido de reflejos, con movimientos semejantes a los de un pájaro. Augusta calculó que su traje tenía por lo menos diez años. La mujer le condujo al asiento de la ventana para conferir a la conversación cierta sensación de intimidad, aunque no eran lo que se dice viejos amigos.
—Cuénteme qué diabluras ha cometido hoy -dijo Augusta en tono de broma-. ¿Le ha dado un repaso al señor Gladstone? ¿Ha socavado nuestra política india? ¿Se ha dedicado a acosar a los católicos?
Hobbes la miró a través de los sucios cristales de sus gafas.
—He escrito un artículo acerca del Banco de la Ciudad de Glasgow -dijo.
Augusta frunció el entrecejo.
—Ése es el banco que se hundió hace poco.
—Exactamente. Ya sabe que muchos sindicatos escoceses fueron a la ruina.
—Creo recordar que oí algo de eso -repuso Augusta-. Mi esposo dice que se sabía desde hace años que el Ciudad de Glasgow era poco sólido.
—No lo entiendo -se excitó Hobbes-. La gente sabe que un banco no es de fiar y, a pesar de ello, le permiten seguir con sus actividades hasta que quiebra… ¡y miles de personas pierden los ahorros de toda su vida!
Augusta tampoco lo comprendía. Sus conocimientos del negocio de la banca rozaban el punto cero. Pero vio ahí la oportunidad de conducir la conversación por el rumbo que le convenía.
—Quizá los mundos del comercio y del gobierno están muy separados entre sí -aventuró.
—Eso debe de ser. Una comunicación más estrecha entre los hombres de negocios y los hombres de Estado evitaría tales catástrofes.
—Me pregunto… -Augusta titubeó, como si estuviese dándole vueltas en la cabeza a una idea que acabara de ocurrírsele-. Me pregunto si alguien como usted consideraría la posibilidad de desempeñar la dirección de una o dos empresas.
Hobbes se mostró sorprendido.
—Desde luego, podría…
—Verá… cierta experiencia directa, lograda a través de la participación en la gerencia de una empresa mercantil le resultaría de bastante ayuda cuando redactase para su periódico algún trabajo sobre el mundo del comercio.
—Indudablemente.
—La retribución no sería muy alta… un par de cientos al año, en el mejor de los casos. -Augusta observó que se iluminaban los ojos del hombre: era una barbaridad de dinero para él-. Pero las obligaciones tampoco serían nada pesadas.
—Una idea de lo más interesante -reconoció Hobbes. Augusta comprendió que al hombre le costaba un esfuerzo tremendo disimular su entusiasmo.
—Si a usted le interesa, mi marido podría arreglarlo. Siempre está recomendando a directores para los cuadros administrativos de las empresas en las que tiene participación. Piénselo usted y dígame si le gustaría que le dijese algo a mI esposo.
—Muy bien, así lo haré.
Augusta pensó que, hasta ahí, todo iba como una seda.
Pero ponerle el cebo era la parte fácil. Ahora tenía que conseguir que se tragara el anzuelo.
—Y el mundo del comercio correspondería adecuadamente, claro -articuló Augusta en tono pensativo-. Opino que en la Cámara de los Lores debería haber más hombres de negocios sirviendo a su patria.
Se estrecharon ligeramente los párpados de Hobbes y Augusta supuso que su rápido cerebro empezaba a entender el trato que se le ofrecía.
—Sin duda -repuso Hobbes sin comprometerse.
—Tanto la Cámara de los Comunes como la de los Lores.
—Augusta desarrolló el tema- deberían beneficiarse de los conocimientos y el buen juicio de los hombres de negocios con experiencia, en especial cuando se debatieran las finanzas del país. Sin embargo, existe un curioso prejuicio en contra de la idea de elevar a los hombres de negocios a la dignidad de nobles.
—Sí, cierto, es completamente absurdo -concedió Hobbes-. Nuestros comerciantes, fabricantes y banqueros son responsables de la prosperidad de la nación en mayor medida que los terratenientes y los clérigos; sin embargo, a éstos se les conceden títulos aristocráticos por sus servicios al país, mientras que se desatiende a los hombres que realmente trabajan y crean riqueza.
—Debería escribir usted un artículo sobre tal cuestión. Es el tipo de causa por la que su periódico habría hecho campaña en el pasado: la modernización de nuestras anticuadas instituciones.
Augusta le obsequió con la más cálida de sus sonrisas. Ya había puesto sus cartas sobre la mesa. Hobbes difícilmente podía dejar de darse cuenta de que tal campaña era el precio que tenía que pagar por el cargo de director de empresas que se le acababa de brindar. ¿Se erizaría, se mostraría ofendido y manifestaría su desacuerdo? ¿Se marcharía indignado? ¿Rechazaría la oferta, con una sonrisa elegante? En caso de que reaccionara de alguna de aquellas tres formas, Augusta tendría que intentarlo de nuevo con otra persona.
Tras una prolongada pausa, el hombre declaró:
—Tal vez tenga usted razón.
Augusta se relajó.
—Quizá deberíamos emprender una cosa así -continuó el hombre-. Estrechos vínculos entre el comercio y el gobierno.
—Títulos de nobleza para los hombres de negocios -dijo Augusta.
—Y cargos de director de empresa para los periodistas -añadió Hobbes.
Augusta comprendió que había ido todo lo lejos que podía ir en el terreno de la franqueza y que acababa de llegar el momento de retroceder. Si se reconocía que estaba sobornándole, acaso el hombre se sentiría humillado y rechazaría el trato. Se sentía satisfecha con lo conseguido hasta el momento y estaba a punto de cambiar de tema cuando se presentaron más invitados y le ahorraron ese trabajo.