—Hummm -gruñó William-. Es una idea.
Micky pensó, desanimado, que Hugh había sido muy hábil. De haber seguido oponiéndose frontalmente al proyecto, le hubieran derrotado. Pero había sugerido una forma de reducir los riesgos. A los banqueros, una raza conservadora, les seducía mucho reducir los riesgos.
—Si colocamos toda la emisión -constató sir Harry-, aún obtendremos unas sesenta mil libras, incluso aunque el corretaje sea bajo. y si no vendemos todos los bonos habremos evitado una pérdida considerable.
«¡Di algo, Edward!», pensó Micky. Edward estaba perdiendo el dominio de la reunión. Pero parecía no saber cómo contraatacar.
—Y podemos reflejar en el acta que la decisión de los socios ha sido por unanimidad -dijo Samuel-, que siempre es un resultado agradable.
Se produjo un murmullo de asentimiento.
—No puedo prometer que mis superiores accedan a eso -declaró Micky desesperado-. Hasta ahora, el banco siempre había suscrito los bonos cordobeses. Si deciden cambiar de política…
—Vaciló-. Puede que me vea obligado a ir a otro banco.
Era una amenaza hueca, ¿pero lo sabían ellos? William se mostró ofendido.
—Te corresponde ese privilegio. Puede que otro banco tenga un punto de vista distinto respecto a los riesgos.
Micky comprobó que su amenaza sólo servía para consolidar la oposición. Se apresuró a dar marcha atrás:
—Los dirigentes de mi país valoran en mucho sus relaciones con el Banco Pilaster y es posible que no quieran poner eso en peligro.
—Correspondemos a ese aprecio -dijo Edward.
—Gracias. -Micky comprendió que no había más que decir.
Empezó a enrollar el plano del puente. Le habían derrotado, pero aún no se daba definitivamente por vencido. Aquellos dos millones de libras eran la clave para la presidencia de su país. Tenía que conseguirlos.
Pensaría algo.
Edward y Micky habían convenido almorzar juntos en el comedor del Club Cowes. Estaba previsto como celebración de su triunfo, pero ahora no tenían nada que celebrar.
Para cuando llegó Edward, Micky había tramado ya su plan de acción. Su única posibilidad ahora consistía en convencer secretamente a Edward para que, en contra de la decisión de los socios, suscribiese los bonos sin decírselo. Era un acto ultrajante, temerario y probablemente delictivo, pero no le quedaba más alternativa.
Micky estaba ya sentado a la mesa cuando Edward llegó.
—Me siento muy decepcionado por lo ocurrido esta mañana en el banco -dijo Micky al instante.
—Fue culpa de mi maldito primo Hugh -declaró Edward al tiempo que tomaba asiento. Hizo una seña a un camarero y pidió-: Tráigame una copa grande de Madeira.
—Lo malo es que, si no se suscribe la emisión, no habrá garantía de que se pueda construir el puerto.
—Hice todo lo que pude -afirmó Edward quejumbrosamente-. Tú lo viste, estabas allí.
Micky inclinó la cabeza. Por desgracia, era verdad. Si Edward fuera un brillante manipulador de la gente -como su madre-, habría podido vencer a Hugh. Pero si Edward fuera de esa clase de personas, no sería un instrumento en manos de Micky.
Pero con todo y ser un peón, tal vez se resistiera a llevar a cabo la propuesta que Micky pensaba hacerle. Micky se devanaba los sesos en busca de algún modo de persuadirle de coaccionarle.
Pidieron el almuerzo. Cuando el camarero se retiró, Edward le dijo:
—He estado pensando en que podía buscarme alojamiento propio. Llevo demasiado tiempo viviendo con mi madre.
Micky hizo un esfuerzo para mostrarse interesado.
—¿Comprarías una casa?
—Pequeña. No quiero ningún palacio con docenas de doncellas yendo de un lado para otro echando carbón a las chimeneas. Una casa modesta, que pueda llevarla un buen mayordomo con la ayuda de un puñado de sirvientes.
—Pero en la Mansión Whitehaven tienes todo lo que necesitas.
—Todo, salvo intimidad.
Micky empezó a comprender adónde quería ir a parar.
—No quieres que tu madre se entere de todo lo que haces…
—Tú podrías quedarte a pasar alguna noche conmigo, por ejemplo -dijo Edward, y lanzó a Micky una mirada directa.
Micky comprendió súbitamente el modo en que él podría explotar aquella idea. Fingió tristeza al tiempo que meneaba la cabeza.
—Cuando hubieras conseguido esa casa, probablemente yo habría abandonado Londres.
Edward se quedó anonadado. -¿Qué diablos quieres decir?
—Si no consigo el dinero para el nuevo puerto, seguro que el presidente me llamará.
—¡No puedes volver! -exclamó Edward aterrado.
—Desde luego, yo no quiero volver. Pero puede que no tenga elección.
—Los bonos se venderán, estoy seguro -manifestó Edward.
—Así lo espero. Porque si no…
Edward descargó el puño contra la superficie de la mesa, provocando el temblor de la cristalería.
—¡Quisiera que Hugh me hubiese dejado suscribir la emisión!
—Supongo que tienes que acatar la decisión de los socios -aventuró Micky nerviosamente.
—Claro ¿qué otra cosa voy a hacer?
—Bueno -Micky titubeó. Trató de que su voz sonara con cierta indiferencia-. ¿No podrías pasar por alto lo que se ha dicho hoy y, simplemente, indicar a los empleados de tu departamento que preparen un contrato de suscripción, sin decir nada a nadie?
—Supongo que podría hacerlo -articuló Edward con aire preocupado.
—Al fin y al cabo, eres el presidente del consejo. Eso debe significar algo.
—Maldita sea si no.
—Simón Oliver podría extender discretamente los documentos. Puedes confiar en él.
–Sí.
Micky casi no daba crédito al hecho de que Edward accediese con tanta facilidad.
—Eso puede representar la diferencia entre quedarme en Londres y que reclamen mi presencia en Córdoba.
El camarero llegó con el vino y les sirvió una copa a cada uno.
—A la larga, se sabría -dijo Edward.
—Para entonces será demasiado tarde. E incluso lo puedes presentar como un error de oficina.
Micky sabía que eso era inverosímil, y dudó de que Edward se lo tragara.
Pero Edward lo pasó por alto.
—Si te quedases…
Hizo una pausa y bajó los ojos.
—¿Sí?
—Si te quedases en Londres, ¿pasarías algunas noches en mi nueva casa?
Con una oleada interior de triunfo, Micky se percató de que eso era lo único que le interesaba a Edward. Le dedicó la más atractiva de sus sonrisas.
—Naturalmente.
Edward asintió.
—Es todo lo que quiero. Esta tarde hablaré con Simón. Micky levantó su copa de vino.
—Por la amistad -brindó.
Edward hizo chocar su copa con la de Micky y sonrió.
—Por la amistad.
Sin avisar, la esposa de Edward, Emily, se trasladó a la Mansión Whitehaven.
Aunque todo el mundo seguía creyendo que la casa era de Augusta, Joseph se la había legado a Edward. En consecuencia, no podían echar de allí a Emily: probablemente eso sería motivo de divorcio, precisamente lo que Emily deseaba.
La verdad es que Emily era técnicamente la señora de la casa y Augusta sólo una madre política que residía allí por indulgencia. Si Emily se enfrentase abiertamente con Augusta se produciría un violento conflicto de voluntades. A Augusta le habría encantado, pero Emily era demasiado diestra para plantarle cara francamente.
—Es tu casa -decía Emily, rezumante de dulzura la voz-. Debes hacer lo que te plazca.
La condescendencia bastaba para que Augusta se echase atrás.
A Emily incluso le correspondía el título de Augusta: como esposa de Edward, era condesa de Whitehaven, y Augusta la condesa viuda.
Augusta continuaba dando órdenes a la servidumbre como si fuera aún la dueña de la casa, y siempre que tenía ocasión revocaba las instrucciones de Emily. Esta nunca se quejaba. Sin embargo, los criados empezaron a mostrarse subversivos. Emily les caía mejor que Augusta -porque era insensatamente blanda con ellos, en opinión de Augusta-, y siempre se las arreglaban para encontrar el modo de hacer más cómoda la vida de Emily, a pesar de los esfuerzos de Augusta.
El arma más poderosa de que disponía un patrón era la amenaza de despedir al sirviente sin referencias. Nadie contrataba a un criado que no tuviese referencias. Pero Emily quitó a Augusta esa arma de las manos con una tranquilidad que resultaba poco menos que espantosa. Un día, Emily ordenó que se sirviera lenguado en el almuerzo y Augusta lo cambió por salmón. Se sirvió lenguado y Augusta despidió a la cocinera. Pero Emily dio a la cocinera una carta de referencias tan formidable que el duque de Kingsbridge contrató inmediatamente a la mujer, con un sueldo más alto. y por primera vez, la servidumbre de Augusta dejó de sentirse aterrada por la señora.
Las amigas de Emily la visitaban en la Mansión Whitehaven por la tarde. El té era un rito que presidía la señora de la casa. Emily sonreía dulcemente y rogaba a Augusta que se hiciera cargo del ceremonial, de forma que Augusta no tenía más remedio que ser cortés con las amigas de Emily, lo cual era casi tan espantoso como dejar que Emily desempeñase el papel de señora de la casa.
En las cenas aún era peor. Augusta tenía que soportar que los invitados le dijesen lo buena que era lady Whitehaven al tener la deferencia de permitir que su madre política ocupara el sitio de honor en la cabecera de la mesa.
Augusta se veía superada en estrategia, una experiencia nueva para ella. Normalmente mantenía suspendida sobre la cabeza de las personas el arma disuasoria de expulsarlas del círculo de sus favores. Pero la expulsión era lo que Emily deseaba, y lo que la inmunizaba completamente contra el miedo.
Augusta estaba cada vez más firmemente determinada a no darse nunca por vencida.
La gente empezó a invitar a Edward y Emily a reuniones y fiestas sociales. Emily solía ir, tanto si la acompañaba Edward como si no. No faltó quien se percatara de ello. Durante la temporada que Emily había permanecido retirada en el condado de Leicester, el alejamiento de su esposo pudo pasar inadvertido; pero con ambos viviendo en la ciudad, la situación se hizo incómoda.
Hubo una época en la que a Augusta le era indiferente la opinión de la alta sociedad. Entre las personas dedicadas a actividades mercantiles era una tradición considerar a la aristocracia como frívola, si no degenerada, y prescindir de sus opiniones o, por lo menos, fingirlo. Pero hacía mucho tiempo que Augusta había dejado a sus espaldas el orgullo natural de la clase media. Ella era la condesa viuda de Whitehaven y deseaba ardientemente la aprobación de la élite de Londres. No podía permitir que su hijo declinara las invitaciones de las personas de alcurnia, así que le obligaba a ir.
Aquella noche se daba un caso de aquéllos. El marqués de Hocastle se encontraba en Londres con motivo de un debate en la Cámara de los Lores y la marquesa había organizado una cena para varios de los contados amigos que no estaban en el campo de caza. Edward y Emily iban a asistir a la misma, al igual que Augusta.
Pero cuando Augusta bajó con su vestido negro de seda se encontró a Micky Miranda en el salón; iba vestido de etiqueta y se tomaba un whisky. A Augusta le dio un vuelco el corazón al verlo allí tan atractivo, con su chaleco blanco y su cuello duro. Micky se levantó y fue a besarle la mano. Ella se alegró de haber elegido aquel modelo, cuyo corpiño dejaba al descubierto buena parte de sus senos.
Edward se había alejado de Micky, después de enterarse de la verdad acerca de Peter Middleton, pero aquello sólo duró unos días, y ahora eran más amigos que nunca. Augusta se alegraba. Ella no podía enfadarse con Micky. Siempre había sabido que era un individuo peligroso: eso lo hacía incluso más deseable. A veces la asustaba el pensar que había asesinado a tres personas, pero el miedo era excitante.
Era la persona más inmoral de cuantas Augusta había conocido en su vida, y anhelaba que la arrojase al suelo y la sedujera.
Micky todavía estaba casado. Probablemente podría divorciarse de Rachel si quisiera -circulaban insistentes rumores acerca de su mujer y el hermano de Maisie Robinson, Dan, el miembro radical del Parlamento-, pero le era imposible hacerlo en tanto fuese embajador.
Augusta se sentó en el sofá egipcio, con la intencionada esperanza de que Micky lo hiciera junto a ella, pero la decepcionó al acomodarse en el lado contrario. Se sintió despreciada.
—¿A qué has venido? -preguntó.
—Edward y yo vamos al boxeo.
—No, no vais al boxeo. Edward cena con el marqués de Hocastle.
—Ah -Micky titubeó-. No sé si he sido yo el que se equivocó… , o fue él.
Augusta tenía la absoluta certeza de que Edward era el responsable y dudaba de que se tratara de un error. Le gustaba mucho el boxeo, y seguramente tenía intención de eludir el compromiso de la cena. Acabaría inmediatamente con esa intención.
—Vale más que vayas solo -dijo a Micky.
Un brillo de rebeldía apareció en los ojos de Micky y, durante un segundo, Augusta pensó que iba a desafiarla. Se preguntó si estaría perdiendo su ascendiente sobre el joven. Pero Micky se levantó, aunque muy despacio, y dijo:
—En tal caso, me retiro, si es tan amable de explicarle a Edward…
—Desde luego.
Pero era demasiado tarde. Antes de que Micky llegase a la puerta, entró Edward.
Augusta observó que el sarpullido de la piel estaba inflamado aquella noche. Le cubría la garganta, para extenderse por la parte posterior del cuello y ascender hasta una oreja. A Augusta le inquietaba, pero Edward dijo que el médico había insistido en que no tenían por qué preocuparse.
Edward se frotaba las manos con anticipada fruición. -Estoy deseando ver los combates -dijo.
Con su voz más autoritaria, Augusta manifestó: -No puedes ir al boxeo, Edward.
Edward puso cara de chiquillo al que dicen que se ha suprimido la Navidad.
—¿Por qué? -preguntó en tono lastimero.
Una momentánea pena se abatió sobre Augusta, y estuvo a punto de volverse atrás. Pero en seguida endureció su corazón.
—Sabes perfectamente que nos comprometimos a asistir a la cena del marqués de Hocastle -recordó.
—Pero no es esta noche, ¿verdad?
—Sabes que sí lo es.
—No iré.
—¡Tienes que ir!
—¡Pero ya cené fuera anoche con Emily!
—Entonces disfrutarás esta noche de la segunda cena civilizada consecutiva.