Al contemplarse en el espejo del salón, pensó: «Micky y yo somos muy parecidos, incluso en el color. Hubiéramos tenido preciosos niños de ojos oscuros».
Mientras pensaba eso, su hijo de ojos azules y cabellera rubia entró en el salón. No tenía buen aspecto. De robusto, había pasado a decididamente gordo, y sufría alguna clase de problema dermatológico.
A menudo solía ponerse de mal talante hacia la hora del té, cuando se volatilizaban los efectos del vino con que había regado el almuerzo.
Pero en aquel momento Augusta tenía algo importante que decirle y no estaba de humor para andarse por las ramas.
—¿Qué es eso que me han dicho acerca de que Emily te ha pedido la anulación? -preguntó.
—Quiere casarse con otro -le respondió Edward en tono mustio.
—No puede… ¡está casada contigo!
—En realidad, no lo está -dijo Edward.
¿De qué diablos estaba hablando? Con todo lo que le quería, su hijo le resultaba a veces profundamente irritante.
—¡No seas tonto! -saltó-. Claro que está casada contigo.
—Sólo me casé con ella porque tú quisiste que lo hiciera. Y ella sólo accedió porque sus padres la obligaron. Nunca nos quisimos y…
—Vaciló, para acabar estallando-: ¡No consumamos el matrimonio!
De modo que a eso era a lo que quería llegar. Augusta se quedó atónita ante las agallas que demostraba Edward al aludir directamente al acto sexual: esas cosas no se decían delante de señoras. Sin embargo, no le sorprendía enterarse de que aquel matrimonio era una farsa: llevaba años sospechándolo. A pesar de todo, no iba a permitir que Emily se saliera con la suya.
—No podemos dar un escándalo -manifestó en tono firme.
—No sería ningún escándalo…
—Claro que lo sería -rugió Augusta, exasperada por la miopía de su hijo-. Sería la comidilla de Londres durante un año y saldría en todos los periodicuchos baratos.
Edward era ahora lord Whitehaven, y una noticia sensacionalista de tipo sexual protagonizada por un noble era precisamente la clase de carnaza que preferían los semanarios que compraban las criadas.
—¿Pero no crees que Emily tiene derecho a su libertad? -alegó Edward con aire desventurado.
Augusta pasó por alto aquella débil apelación a la justicia.
—¿Puede obligarte?
Quiere que firme un documento en el que yo reconozca que el matrimonio no llegó a consumarse. Eso, evidentemente, es justo.
—¿Y si no lo firmas?
—Entonces le costará un poco más. Estas cosas son difíciles de demostrar.
—Entonces, asunto concluido. No tenernos nada de qué preocuparnos. No hablemos más de este embarazoso asunto.
—Pero…
—Dile que no obtendrá la anulación. De ninguna manera quiero volver a oír hablar de ello.
—Muy bien, madre.
Aquella rápida capitulación la pilló desprevenida. Aunque generalmente acababa por imponer al final su criterio, Edward solía presentar más batalla. Sin duda le preocupaban otros problemas.
—¿Qué ocurre, Teddy? -sondeó, en tono más suave. Edward emitió un profundo suspiro.
—Hugh me ha contado una cosa endemoniada.
—¿Qué?
—Dice que Micky mató a Solly Greenbourne.
Un estremecimiento de horrible fascinación sacudió a Augusta.
—¿Cómo? Solly murió atropellado.
—Hugh dice que Micky le empujó debajo de aquel coche.
—¿Tú lo crees?
—Micky estaba conmigo aquella noche, pero pudo haber salido unos minutos. Es posible. ¿Tú lo crees, madre?
Augusta asintió. Micky era peligroso y audaz: ahí residía su magnetismo. Augusta no albergaba la menor duda de que era muy capaz de cometer un asesinato tan temerario… y de salir bien librado.
—Me cuesta mucho trabajo aceptarlo -dijo Edward-. Sé que Micky es malo en muchos aspectos, pero considerarlo capaz de asesinar.…
—Pero lo haría -dijo Augusta.
—¿Cómo puedes estar tan segura?
Edward tenía un aire tan patético que Augusta sintió la tentación de compartir con él su secreto. ¿Sería sensato? Tal vez no causara ningún daño. y podía hacer algún bien. El aldabonazo que representaba la revelación de Hugh parecía haber hecho de Edward un hombre más reflexivo. Puede que la verdad resultara beneficiosa para él. Decidió contárselo.
—Micky mató a tu tío Seth -dijo.
—¡Dios santo!
—Lo asfixió con una almohada. Le sorprendí con las manos en la masa.
Augusta notó una sensación de calor al recordar la escena que siguió después.
—Pero ¿por qué iba a matar Micky a tío Seth? -preguntó Edward.
—Le corría una prisa tremenda embarcar aquellos rifles para Córdoba, ¿recuerdas?
—Lo recuerdo.
Edward se quedó silencioso durante unos momentos.
Augusta cerró los párpados mientras revivía aquel largo y arrebatado abrazo con Micky, en la alcoba del muerto.
Edward la sacó de su ensoñación.
—Todavía hay algo peor. ¿Te acuerdas de aquel chico llamado Peter Middleton?
—Desde luego. -Augusta no lo olvidaría nunca. Su muerte no había dejado de atormentar desde entonces a la familia-. ¿Qué ocurre con él?
—Hugh dice que Micky le mató. Augusta se quedó de una pieza.
—¿Qué? No… eso no puedo creerlo. Edward asintió.
—Le metió deliberadamente la cabeza debajo del agua y la mantuvo sumergida hasta ahogarlo.
Lo que horrorizó a Augusta no fue el asesinato en sí mismo, sino la idea de la traición de Micky.
—Hugh debe de estar mintiendo.
—Dice que Tonio Silva lo vio todo.
—¡ Pero eso significa que Micky ha estado engañándonos alevosamente durante todos estos años!
—Creo que es verdad, madre.
Con una creciente sensación de pavor, Augusta comprendió que Edward no daría crédito a tan espantosa historia si no tuviese motivo para ello.
—¿Por qué estás tan predispuesto a creer lo que dice Hugh?
—Porque sé algo que Hugh no sabía, algo que confirma la historia. Verás, Micky había robado cierta cantidad de dinero a uno de los profesores. Peter lo sabía y amenazó con contarlo. Micky, desesperado, buscaba algún medio para acallarle.
—Micky siempre ha andado escaso de dinero -recordó Augusta. Sacudió la cabeza con incredulidad-. y todos estos años pensando…
—Que yo tuve la culpa de la muerte de Peter. Augusta asintió.
—Y Micky nos dejó que lo creyéramos -dijo Edward-.
No lo entiendo, madre. Estaba convencido de que yo era un asesino, y Micky sabía que no lo era, pero no dijo nada. ¿No es una terrible traición a la amistad?
Augusta contempló a su hijo con una mirada comprensiva.
—¿Lo abandonarás?
—Es inevitable. -Edward estaba desconsolado-. Pero realmente es mi único amigo.
Augusta se sintió al borde de las lágrimas. Permanecieron sentados, mirándose el uno al otro mientras pensaban en lo que habían hecho y por qué lo hicieron.
—Durante veinticinco años -dijo Edward- le hemos tratado como a un miembro de la familia. y es un monstruo. «Un monstruo», se dijo Augusta. Era cierto.
Y, sin embargo, le quería. Aunque Micky Miranda hubiese matado a tres personas, ella le quería. A pesar de que la había engañado, Augusta no dejaba de comprender que si Micky Miranda entrase en la habitación en aquel momento, ella lo abrazaría largamente.
Miró a su hijo. Leyó en el rostro de Edward que experimentaba lo mismo. Era algo que ya sabía en el fondo de su corazón y cuyo reconocimiento llegaba ahora a su cerebro.
Edward también amaba a Micky.
Micky Miranda estaba preocupado. Mientras fumaba un cigarro acomodado en el salón del Club Cowes no cesaba de preguntarse qué pudo haber hecho para ofender a Edward. Edward le evitaba. No aparecía por el club, no iba al Nellie's y ni siquiera se presentaba en el salón de Augusta a la hora del té. Hacía una semana que Micky no le veía.
Preguntó a Augusta qué pasaba, pero la mujer dijo que no lo sabía. También se comportaba con él de un modo desacostumbrado, y Micky supuso que sí que lo sabía, pero que no estaba dispuesta a decírselo.
En veinte años, era la primera vez que ocurría aquello.
De vez en cuando, Edward se sentía agraviado por algo que hiciera o dijera Micky y se enfadaba con él, pero su enfado nunca duraba más de un par de días. Pero esta vez iba en serio… lo que significaba que quizá peligrase el dinero para el puerto de Santamaría.
En el curso del último decenio, el Banco Pilaster había emitido bonos cordobeses al promedio de una vez al año. Parte de esos fondos era capital para financiar ferrocarriles, obras hidráulicas y explotaciones mineras; otra parte consistía simplemente en préstamos al gobierno.
De todas esas operaciones se beneficiaba la familia Miranda directa o indirectamente, y Papá Miranda era ya el hombre más poderoso de Córdoba, después del presidente.
Micky había cobrado comisión por todo -aunque en el banco nadie lo sabía- y ahora era personalmente muy rico. y, lo que resultaba más significativo, su habilidad para reunir aquellos fondos de inversión había hecho de él una de las figuras más importantes de la política de Córdoba y el heredero indiscutible del poder de su padre.
Y Papá Miranda se aprestaba a desencadenar una revolución.
Los planes ya estaban trazados. El ejército de los Miranda se lanzaría hacia el sur por ferrocarril y pondría sitio a la capital. Se atacaría simultáneamente Milpita, el puerto de la costa del Pacífico del que se servía la capital.
Pero las revoluciones cuestan dinero. Papá Miranda había indicado a Micky que tramitase el empréstito más cuantioso de todos los obtenidos hasta entonces: dos millones de libras esterlinas, a fin de comprar armas y suministros precisos para una guerra civil. Le había prometido una recompensa inconmensurable: cuando accediera a la presidencia, Micky sería primer ministro, con autoridad sobre todos excepto sobre el propio Papá Miranda. y a su muerte se le designaría sucesor a la presidencia.
Era todo lo que siempre había deseado.
Volvería a su país convertido en un héroe conquistador, el heredero del trono, la mano derecha del presidente, gran señor con mando sobre todos sus primos, sus tíos y -lo que era más satisfactorio- sobre su hermano mayor.
Edward estaba poniendo en peligro todo aquel sueño. Edward era fundamental para el proyecto. Micky había proporcionado a los Pilaster un monopolio extraoficial del comercio con Córdoba, a fin de impulsar el prestigio y la influencia de Edward en el banco.
Había salido bien: Edward era ahora presidente del consejo, algo que nunca hubiese conseguido sin ayuda. Lo malo era que, en toda la comunidad financiera de Londres, nadie había tenido ocasión de adquirir experiencia en el terreno de las relaciones comerciales con Córdoba. Por ende, los demás bancos se daban cuenta de que no tenían suficiente información o conocimientos para invertir allí. y se mostraban doblemente recelosos ante cualquier proyecto que les presentase Micky, porque daban por supuesto que los Pilaster se lo habían rechazado previamente. Micky intentó en varias ocasiones obtener dinero para Córdoba en otras entidades bancarias, pero siempre se lo denegaron.
El enojo de Edward, por lo tanto, era profundamente alarmante. Le ocasionó a Micky noches enteras de insomnio. Como Augusta no podía o no quería arrojar luz alguna sobre el problema, Micky no tenía a nadie a quien preguntar: él era el único amigo Íntimo de Edward.
Estaba allí sentado, fumando, sumido en sus preocupaciones, cuando vio a Hugh Pilaster. Eras las siete de la tarde y Hugh vestía traje de etiqueta. Tomaba una copa a solas, seguramente mientras esperaba a la persona o personas con quien cenaría.
A Micky no le caía bien Hugh y tampoco ignoraba que la ojeriza era mutua. Sin embargo, era posible que Hugh supiera lo que pasaba. y por preguntarle, Micky no perdería nada. Se levantó y fue a la mesa que ocupaba Hugh.
—Buenas noches, Pilaster.
—Buenas, Miranda.
—¿Has visto últimamente a tu primo Edward? Parece que ha desaparecido.
—Pues todos los días va al banco.
—¡Ah! -Micky vaciló. En vista de que Hugh no le invitaba a sentarse, preguntó-: ¿Puedo acompañarte?
—Se sentó sin esperar respuesta. En voz un poco más baja, dijo-: Tal vez tú sepas si he hecho algo que pueda haberle ofendido.
Hugh pareció meditar un momento antes de declarar:
—No veo razón por la que no pueda contártelo. Edward ha descubierto que mataste a Peter Middleton y que le has mantenido engañado, respecto a eso durante veinticuatro años.
A Micky le faltó muy poco para dar un salto en la silla. ¿Cómo demonios había salido eso a relucir? Estuvo a punto de formular la pregunta, pero en seguida se dio cuenta de que hacerlo equivalía a reconocer su culpabilidad. Fingió indignarse y se puso en pie bruscamente.
—Olvidaré lo que acabas de decir -articuló, y abandonó la estancia.
Apenas tardó unos segundos en comprender que no debía temer más que antes a las autoridades policiales. Nadie podía demostrar lo que hizo y ocurrió tanto tiempo atrás, opinarían que era inútil abrir de nuevo la investigación. El verdadero peligro al que se enfrentaba era al hecho de que Edward se negase a recaudar los dos millones que le hacían falta a su padre.
Tenía que ganarse el perdón de Edward. Y para conseguirlo tenía que verle.
Aquella noche le fue imposible hacer nada, puesto que se había comprometido a asistir a una recepción diplomática en la embajada francesa y a cenar con unos miembros conservadores del Parlamento. Pero al día siguiente fue al burdel de Nellie a la hora del almuerzo, despertó a April y la convenció para que enviase a Edward una nota en la que le prometía «algo especial» si acudía al prostíbulo aquella noche.
Micky alquiló la mejor habitación y contrató los servicios de la en aquellos días favorita de Edward, Henrietta, una muchacha esbelta de corta melena oscura. La aleccionó para que se pusiera traje de etiqueta masculino y se tocara con un sombrero de copa, vestimenta que a Edward le parecía sensual.
A las nueve y media de la noche estaba aguardando a Edward. El cuarto tenía una enorme cama de cuatro postes, dos sofás, una gran chimenea ornamentada, el lavabo de costumbre y una serie de pinturas vivamente obscenas que representaban a un morboso empleado de pompas fúnebres dedicado a realizar diversos actos sexuales sobre el cadáver de una preciosa joven. Micky permanecía reclinado en un sofá de terciopelo; no llevaba encima más que un batín de seda, mientras sorbía coñac al lado de Henrietta.