De los otros socios, dos no contaban, al no llevar el apellido Pilaster: el mayor Hartshorn y sir Harry Tonks, esposo de Clementine, la hija de Joseph. Los dos socios restantes eran Hugh y Edward.
Hugh deseaba ser presidente del consejo… lo deseaba con toda su alma. Aunque era el más joven, también era el más competente de todos ellos. Tenía plena conciencia de que estaba capacitado para engrandecer y fortalecer el banco hasta extremos nunca alcanzados, y al mismo tiempo reducir el peligro que representaban los préstamos arriesgados que fueron la base de la gestión de Joseph. No obstante, Augusta. pugnaría por su nombramiento con mayor fiereza incluso que en el de Samuel. Pero Hugh no soportaba la idea de tener que esperar a que Augusta envejeciese, o muriera, para tomar las riendas del negocio. La mujer no tenía más que cincuenta y ocho años: fácilmente podría aguantar por allí otros quince, tan malévola y llena de vigor como siempre.
El otro socio era Edward. Estaba sentado junto a Augusta, en la primera fila. De edad mediana, tenía una cara gruesa y rojiza, y últimamente le había aparecido un sarpullido que resultaba de lo más desagradable a la vista. No era inteligente ni trabajador, y en los diecisiete años que llevaba en el negocio se las había arreglado para no aprender casi nada de banca. Llegaba al trabajo a las diez de la mañana, se iba a almorzar hacia las doce y, con harta frecuencia, ya no volvía en toda la tarde. Se desayunaba con jerez, nunca permanecía sobrio toda la jornada y era su ayudante, Simón Oliver, quien se encargaba de librarle de todos los problemas. La idea de que le nombraran presidente del consejo resultaba inconcebible.
La esposa de Edward, Emily, ocupaba el asiento contiguo al del hombre, lo que era raro. Más que separados, vivían distantes. Edward se alojaba con su madre en la Mansión Whitehaven y Emily se pasaba todo el tiempo en la casa de campo de la familia, y sólo iba a Londres con ocasión de ceremonias como aquel funeral. Hubo un tiempo en que Emily había sido muy bonita, con enormes ojos azules y sonrisa infantil, pero los años habían dejado en su rostro huellas de desilusión. No tenían hijos, ya Hugh le parecía que se odiaban el uno al otro.
A continuación de Emily estaba Micky Miranda, diabólicamente elegante con su abrigo gris de cuello de visón negro. Desde que se enteró de que Micky había asesinado a Peter Middleton, Hugh no había dejado de temerle. Edward y Micky continuaban siendo uña y carne. Micky tenía arte y parte en muchas de las inversiones suramericanas que el banco había respaldado en el curso de los últimos diez años.
El servicio fue largo y tedioso, la subsiguiente procesión desde el templo hasta el cementerio, bajo la incesante lluvia de septiembre, duró más de una hora, a causa de los centenares de carruajes que seguían al coche fúnebre.
Hugh observó a Augusta mientras bajaban el ataúd al interior de la tumba. Estaba de pie, bajo el enorme paraguas que sostenía Edward.
Su cabello tenía ya un tono plateado y el aspecto de la mujer era magnífico con su impresionante sombrero negro. Ahora que acababa de perder al compañero de su vida, ¿se mostraría humana y consternada? No, su orgulloso semblante estaba tallado en líneas austeras, como el busto en mármol de un senador romano, y no manifestaba aflicción alguna.
Concluido el entierro se ofreció un almuerzo en la Mansión Whitehaven a todos los miembros de la amplia familia Pilaster, incluidos los socios con sus esposas e hijos, además de los asociados comerciales más íntimos y los parásitos veteranos como Micky Miranda. De modo que fueron a comer todos juntos y Augusta tuvo que unir dos mesas en el alargado salón.
Hacía un par de años que Hugh no entraba en la casa, y desde su última visita, Augusta la había vuelto a decorar, una vez más, en esta ocasión de estilo árabe, que era la última moda. Se habían insertado arcos de herradura en los vanos de las puertas, los muebles estaban adornados con taraceas, animaban la tapicería pintorescos dibujos de un islamismo abstracto y el salón contaba con un biombo de El Cairo y un atril coránico.
Augusta sentó a Edward en la silla de Joseph. Hugh pensó que era una ligera falta de tacto. Ponerle a la cabecera de la mesa subrayaba cruelmente la incapacidad de Edward para ocupar el puesto de su padre.
Joseph había sido un presidente irregular, pero no un estúpido.
Sin embargo, Augusta tenía un objetivo, como siempre.
Cuando la comida tocaba a su fin, anunció con su acostumbrada brusquedad:
—Debe nombrarse un presidente del consejo lo antes posible y, evidentemente, ha de ser Edward.
Hugh se horrorizó. Augusta siempre había sentido una enorme debilidad por su hijo, pero, con todo, aquello resultaba totalmente inesperado. Estaba prácticamente seguro de que no se saldría con la suya, pero era desconcertante que llegara incluso a sugerirlo.
Se hizo el silencio y Hugh comprendió que todo el mundo esperaba que tomase la palabra. Toda la familia le consideraba la oposición a Augusta. Vaciló, mientras determinaba cuál sería el mejor modo de enfocar el asunto. Decidió darle largas.
—Creo que los socios deberían tratar esta cuestión mañana -dijo.
Augusta no estaba dispuesta a que se saliera por la tangente con tanta facilidad.
—Te agradeceré que no me digas lo que puedo y no puedo tratar en mi casa, joven Hugh -dijo.
—Si insistes… -hizo un rápido acopio de ideas-. No hay nada obvio respecto a la decisión, aunque salta a la vista que tú, querida tía, no entiendes las sutilezas de la cuestión, quizá porque nunca has trabajado en el banco o, mejor dicho, porque nunca has trabajado…
—¡Cómo te atreves… !
Hugh levantó la voz para imponer su volumen sobre el de ella.
—El socio superviviente de más edad es tío Samuel-dijo.
Se dio cuenta de que se mostraba demasiado agresivo y bajó el tono-. Tengo la certeza de que todos estarán de acuerdo en que sería una elección sabia, madura y experta, altamente aceptable para la comunidad financiera.
Tío Samuel inclinó la cabeza para agradecer el cumplido, pero no pronunció palabra.
Nadie contradijo a Hugh, pero tampoco le apoyó nadie.
Supuso que no querían ganarse la enemistad de Augusta: los muy cobardes preferían que fuese él quien diera la cara y les sacase las castañas del fuego, pensó Hugh cínicamente.
Así sería. Continuó:
—Sin embargo, tío Samuel ya declinó el honor una vez.
Si volviera a hacerlo, el Pilaster de más edad sería Young William, que también goza de amplio respeto en la City.
—No es la City quien ha de elegir -dijo Augusta con impaciencia-, sino la familia Pilaster.
—Los socios Pilaster, para ser exactos -le corrigió Hugh-.
Pero del mismo modo que los socios necesitan la confianza del resto de la familia, el banco necesita a su vez la confianza de los más amplios sectores de la comunidad financiera. Si perdemos esa confianza, estaremos acabados.
Augusta parecía enfadarse por momentos.
—¡Tenemos derecho a elegir a quien nos parezca bien! Hugh meneó la cabeza con energía. Nada le fastidiaba más que aquella clase de argumentos irresponsables.
—No tenemos derechos, sólo deberes -replicó categóricamente-. Se nos han confiado millones de libras de otras personas. No podemos actuar como nos guste: tenemos que hacer lo que debemos hacer.
Augusta intentó otra táctica. -Edward es el hijo y heredero.
—¡Esto no es un título hereditario! -replicó Hugh enfurecido-. Ha de ir a manos del más capacitado.
Le tocó a Augusta el turno de indignarse: -¡Edward es tan bueno como cualquiera!
La mirada de Hugh fue dando la vuelta a la mesa, deteniéndose sobre cada uno de los hombres, dramáticamente, durante unos segundos, antes de continuar.
—¿Hay alguien aquí que, con la mano en el corazón, diga que Edward es el banquero más competente de cuantos estamos en esta sala?
Durante un largo minuto, nadie habló.
—Los bonos suramericanos de Edward -rompió Augusta el silencio- han proporcionado al banco una fortuna.
Hugh asintió.
—Es verdad que en los últimos diez años hemos colocado bonos suramericanos por valor de muchos millones de libras y que Edward ha llevado ese asunto. Pero es un dinero peligroso. La gente compró los bonos llevada por su confianza en los Pilaster. Pero si uno de esos gobiernos de América del Sur dejase de pagar los intereses correspondientes, el valor de los bonos suramericanos caería en picado… y se culparía de ello a los Pilaster. Gracias al éxito de Edward en la venta de bonos suramericanos, nuestra reputación, que es el activo más preciado que tenemos, está ahora en manos de un grupo de déspotas y generales incultos.
Hugh se percató de que al hablar así se estaba dejando llevar por sus emociones. Había contribuido a fomentar el prestigio del banco mediante su inteligencia y su trabajo, y le irritaba que Augusta lo pusiera en peligro.
—Tú vendes bonos norteamericanos -recordó Augusta-.
Siempre hay riesgo. La banca es así.
Lo dijo en tono de triunfo, como si le hubiera pillado en un renuncio.
—Los Estados Unidos de América tienen un gobierno democrático moderno, inmensas riquezas naturales y ningún enemigo. Ahora que han abolido la esclavitud, no existe razón para que el país no goce de estabilidad durante un siglo. Por contra, América del Sur es una serie de dictadores que no paran de guerrear y que es posible que hayan cambiado en el curso de los próximos diez años. Hay riesgo en ambos casos, pero el del norte es mucho menor. El de la banca siempre ha de ser un riesgo calculado.
Augusta no entendía en realidad el negocio.
—Lo único que te pasa es que tienes envidia de Edward… siempre se la has tenido -dijo Augusta.
Hugh se preguntó por qué se mantenían tan silenciosos los otros socios. Tan pronto nació la pregunta en su cerebro, comprendió que Augusta había hablado con ellos previamente. No era posible que los hubiera convencido para que aceptasen a Edward como presidente del consejo, ¿o sí? Empezó a preocuparse seriamente.
—¿Qué os ha dicho? -preguntó de pronto. Fue mirando uno tras otro a los socios-. ¿William? ¿George? ¿Harry? Vamos, confesadlo. Habéis tratado este asunto con anterioridad a la cena y Augusta os ha comprado.
Todos parecieron sentirse un poco ridículos.
—Ninguno se ha dejado comprar, Hugh -declaró William por último-. Pero Augusta ha expuesto con toda claridad que, a menos que Edward se convierta en presidente del consejo, ellos…
Se le veía incómodo.
—Dilo de una vez -apremió Hugh.
—Retirarán del negocio su capital.
—¿Cómo?
Hugh se quedó atónito. En aquella familia, retirar el capital era un grave pecado: su padre lo hizo y jamás se lo perdonaron. Que Augusta se mostrara dispuesta a amenazarles con dar semejante paso era asombroso… y demostraba que se lo estaba jugando a vida o muerte.
Entre ambos, Edward y ella, controlaban alrededor del cuarenta por ciento del capital del banco, más de dos millones de libras. Si retiraban esos fondos al término del ejercicio financiero, cosa a la que tenían perfecto derecho legal, el banco quedaría mutilado.
Era sobrecogedor que Augusta presentara tal amenaza… e incluso resultaba todavía peor que los socios estuviesen listos para rendirse ante ella.
—¡Le estáis entregando toda la autoridad! -les advirtió-. Si permitís que ahora se salga con la suya, repetirá la artimaña. Cada vez que quiera algo, no tendrá más que amenazaros con retirar su capital y os someteréis. Lo mismo podéis nombrarla a ella presidenta del consejo.
—¡No te atrevas a hablar así a mi madre -vociferó Edward-, cuida tus modales!
—¡Al diablo los modales! -exclamó Hugh. Sabía que, al perder los estribos, no le estaba haciendo ningún bien a su causa, pero era talla furia que le embargaba que no podía contenerse-. Vais a arruinar un gran banco. Augusta está ciega, Edward es un necio y el resto de vosotros sois demasiado cobardes para pararles los pies. -Echó la silla hacia atrás, se levantó y arrojó la servilleta contra la mesa como un reto-. Bueno, pues aquí hay una persona que no se deja intimidar.
Se interrumpió para respirar y se dio cuenta de que estaba a punto de decir algo que iba a cambiar el curso del resto de su vida. Todos los que estaban sentados alrededor de la mesa tenían los ojos clavados en él. Comprendió que no le quedaba otra alternativa.
—Dimito -dijo.
Al retirarse de la mesa lanzó una fugaz ojeada a Augusta y vio en su rostro una sonrisa victoriosa.
Tío Samuel le visitó aquella noche.
Samuel era viejo, pero no iba menos atildado de lo que siempre había ido. Continuaba viviendo con su Stephen Caine, su «secretario».
Hugh era el único Pilaster que acudía a su casa, situada en el vulgar Chelsea, decorada con estilo estético a la moda y llena de gatos. Una vez, cuando llevaban consumida media botella de Oporto, Stephen comentó que él, Stephen, era la única esposa Pilaster que no era una arpía.
Cuando Samuel llegó, Hugh se encontraba en la biblioteca, adonde solía retirarse después de cenar. Sobre su regazo descansaba un libro, pero no leía, sino que, con la vista perdida en el fuego de la chimenea, meditaba sobre el futuro. Tenía mucho dinero, el suficiente para llevar una vida confortable durante el resto de su vida, pero ya nunca sería presidente del consejo.
Tío Samuel parecía cansado y triste.
—Durante la mayor parte de mi vida estuve de punta contra mi primo Joseph -explicó-. Me gustaría que no hubiera sido así.
Hugh le ofreció de beber y el anciano aceptó un Oporto.
Hugh llamó al mayordomo y le pidió una botella.
—¿Cómo te sientes después de todo lo ocurrido? -se interesó Samuel. Era la única persona del mundo que se lo había preguntado.
—Al principio estaba muy furioso, pero ahora sólo estoy desalentado -respondió Hugh-. Edward es absolutamente inepto para desempeñar las funciones de presidente del consejo, pero no se puede hacer nada. y tú, ¿qué tal?
—Estoy en tus mismas condiciones. También dimitiré.
No voy a retirar mi capital, al menos por ahora, pero a fin de año me iré. Se lo comuniqué a todos inmediatamente después del mutis tan teatral que hiciste. No sé si debía haberlo dicho antes. Pero habría sido igual.
—¿Qué dijeron los otros?
—Bueno, en realidad, ésa es la razón de mi visita, querido muchacho. Lamento decir que soy una especie de emisario del enemigo. Me han pedido que te convenza para que no renuncies a tu puesto.