Una fortuna peligrosa (57 page)

Read Una fortuna peligrosa Online

Authors: Ken Follett

Tags: #Drama, Intriga

BOOK: Una fortuna peligrosa
3.19Mb size Format: txt, pdf, ePub

La mañana del funeral, mientras se afeitaba, Hugh se examinó el rostro en el espejo, en busca de algún síntoma de decadencia. Tenía treinta y siete años. El pelo empezaba a volvérsele gris, pero la barba todavía era negra. Se habían puesto de moda los bigotes retorcidos y se preguntó si debería dejárselo para parecer más joven.

Hugh pensaba que tío Joseph había tenido suerte. Durante el tiempo que ejerció de presidente del consejo el mundo de las finanzas se mantuvo estable. Sólo se produjeron dos crisis de escasa importancia: la quiebra del Banco de la Ciudad de Glasgow, en 1878, y la bancarrota del banco francés Union Générale, en 1882. En ambos casos, el Banco de Inglaterra contuvo la crisis elevando provisionalmente el tipo de interés hasta el seis por ciento, que quedaba muy por debajo del nivel de pánico. Para Hugh, tío Joseph había comprometido excesivamente al banco invirtiendo en América del Sur más de lo aconsejable, pero el derrumbamiento que Hugh siempre temió no había llegado a producirse y, en lo que concernía a tío Joseph, ya nunca iba a llegar. Sin embargo, invertir en operaciones arriesgadas era como poseer una casa en ruinas y alquilarla a unos inquilinos: el importe de los alquileres se iría cobrando hasta el final, pero cuando la casa se derrumbara, no habría ni alquileres ni casa. Ahora que Joseph había desaparecido, Hugh deseaba que el banco se asentara sobre cimientos más sólidos, mediante la venta o la reparación de aquellas inversiones ruinosas suramericanas.

Tras asearse y afeitarse, se puso la bata y pasó al cuarto de Nora. La mujer le estaba esperando: hacían siempre el amor el viernes por la mañana. Hugh aceptó aquella regla semanal mucho tiempo atrás. Nora estaba bastante rellenita, y su cara aparecía más redonda que nunca, pero apenas tenía arrugas y conservaba aún su belleza.

A pesar de todo, mientras hacía el amor con ella, Hugh cerraba los ojos e imaginaba estar con Maisie.

A veces tenía la impresión de que renunciaba a todo. Pero aquellas sesiones de los viernes por la mañana le habían proporcionado tres hijos a los que amaba con locura:

Tobias, llamado así por el padre de Hugh; Samuel, por su tío; y Saloman, por Solly Greenbourne. Toby, el mayor, ingresaría en el Colegio Windfield el año próximo. Nora alumbraba hijos con escasa dificultad, pero una vez los niños habían llegado al mundo, la mujer perdía todo interés por ellos, y Hugh se volcaba en atenciones para compensar la frialdad con que los trataba su madre.

El hijo secreto de Hugh, Bertie, el que tuvo con Maisie, contaba ya dieciséis años, llevaba varios cursos en el Windfield y era un alumno laureado, así como la estrella del equipo de cricket. Hugh pagaba los recibos, visitaba el colegio el día de reparto de títulos y, por regla general, figuraba como padrino. Tal vez eso indujo a algún cínico a sospechar que era el verdadero padre de Bertie. Pero Hugh había sido amigo de Solly y todo el mundo sabía que el padre de éste se negaba a ayudar al muchacho, de modo que la mayoría de la gente daba por supuesto que la generosidad de Hugh surgía de la fidelidad a la memoria de Solly.

Cuando se apartaba de Nora, ésta preguntó:

—¿A qué hora es la ceremonia?

—A las once, en el salón metodista de Kensington. El almuerzo tendrá lugar después en la Mansión Whitehaven.

Hugh y Nora aún vivían en Kensington, pero se habían mudado a una casa más amplia cuando los chicos empezaron a llegar. Hugh había dejado a Nora la elección, y la mujer se decidió por una casa enorme, con adornos de estilo vagamente flamenco, similares a los que decoraban la mansión de Augusta… un estilo que había llegado a erigirse en la cumbre de la moda, por lo menos en aquella zona residencial, puesto que fue Augusta quien levantó el edificio.

La Mansión Whitehaven nunca había satisfecho a Augusta. Siempre deseó un palacio en Piccadilly como el de los Greenbourne. Pero los Pilaster aun conservaban cierta dosis de puritanismo y Joseph insistió en que la Mansión Whitehaven era lo suficientemente lujosa para cualquiera, al margen de lo adinerado que fuese. Ahora la casa pertenecía a Edward. Quizá Augusta le convencería para que la vendiera y comprase otra mayor.

Cuando Hugh bajó a desayunar, su madre ya estaba allí.

Dotty y ella habían llegado de Folkestone el día anterior. Hugh dio un beso a su madre. La mujer dijo sin preámbulos:

—¿Crees que realmente la quiere, Hugh?

Hugh no tuvo que preguntar a quién se refería. Dotty, que entonces tenía veinticuatro años, estaba prometida a lord Ipswich, primogénito del duque de Norwich. Nick Ipswich era el heredero de un ducado en bancarrota y la madre temía que sólo deseara casarse con Dotty por su dinero, o mejor dicho, por el dinero del hermano de Dotty.

Hugh lanzó a su madre una mirada afectuosa. Veinticuatro años después de la muerte de su esposo, aún iba de luto. Tenía el pelo blanco, pero sus ojos eran tan bonitos como siempre.

—La quiere, mamá -dijo Hugh.

Como Dotty no tenía padre, Nick había acudido a Hugh para pedirle formalmente la mano de la muchacha. En tales casos, los abogados de ambas partes extendían un acuerdo matrimonial antes de que se confirmara el compromiso, pero Nick insistió en hacer las cosas de otra manera, radicalmente opuesta.

—He dicho a la señorita Pilaster que soy pobre -confesó a Hugh-. Ella dice que ha conocido la opulencia y la miseria, y cree que la felicidad procede de la persona con la que se convive, no del dinero que uno tiene.

Era un exposición muy idealista y, desde luego, Hugh iba a dar a Dotty una dote magnánima; pero le alegró saber que Nick amaba a la muchacha por ella misma, sin importarle que fuera más rica o más pobre.

A Augusta le indignaba que Dotty hiciese una boda tan estupenda.

Cuando falleciese el padre de Nick, Dotty sería duquesa, dignidad muy superior a la de condesa.

Dotty bajó al cabo de unos minutos. Había crecido y se había desarrollado como nunca pudo Hugh sospechar. La tímida y risueña chiquilla era ahora una mujer voluptuosa, morena y sensual, de voluntad férrea y genio vivo. Hugh supuso que muchos hombres se sentirían intimidados por ella, y probablemente ésa sería la razón por la que había llegado a los veinticuatro años sin casarse. Pero Nick Ipswich poseía una tranquila fortaleza que no necesitaba el apoyo de una esposa sumisa. Hugh pensó que sería un matrimonio apasionado y pendenciero, lo contrario que el suyo.

Nick se presentó a las diez, tal como habían quedado, cuando aún estaban sentados a la mesa del desayuno. Hugh le había pedido que acudiera a la casa a aquella hora. Nick se sentó junto a Dotty y tomó una taza de café. Era un joven inteligente, de veintidós años, recién salido de Oxford, donde, a diferencia de la mayoría de los aristócratas jóvenes, pasó los exámenes y obtuvo una licenciatura. Tenía buen porte, típicamente inglés, cabello rubio, ojos azules y facciones regulares. Dotty le miraba con deseo. Hugh envidió el amor sencillo y lujurioso de la pareja.

A sus treinta y siete años, Hugh se sentía demasiado joven para interpretar el papel de cabeza de familia, pero había convocado aquella reunión y no tenía más remedio que zambullirse en él.

—Dotty, tu novio y yo hemos mantenido largas conversaciones acerca de la cuestión económica.

La madre se levantó, dispuesta a retirarse, pero Hugh la detuvo.

—Hoy en día, mamá, se da por supuesto que las mujeres entienden de dinero… es el estilo moderno.

La mujer sonrió como si Hugh fuera un niño tonto, pero se sentó de nuevo.

—Como todos sabéis -prosiguió Hugh-, Nick tiene intención de dedicarse a una profesión liberal y ha pensado prepararse para ejercer la abogacía, ya que el ducado no le proporciona medios de subsistencia.

Dada su condición de banquero, Hugh sabía exactamente cómo había perdido todo su patrimonio el padre de Nick. El duque había sido un terrateniente progresista y, durante el apogeo de prosperidad agrícola de mediados de siglo, solicitó préstamos para financiar diversas mejoras: proyectos de avenamiento, eliminación de kilómetros de cerca y la compra de costosa maquinaria de vapor: segadoras, gavilladoras y trilladoras. Luego, en el decenio de mil ochocientos setenta sobrevino la terrible depresión agrícola que aún continuaba en mil ochocientos noventa. El precio de la tierra de cultivo cayó en picado, y los campos del duque valían ahora menos que las hipotecas que había firmado sobre ellos.

—No obstante, si Nick pudiera desembarazarse de las hipotecas que tiene alrededor del cuello y racionalizar el ducado, las tierras aún generarían unos ingresos muy considerables. Sólo necesitan que se las gestione bien, como una empresa.

Nick añadió:

—Vaya vender una buena porción de las granjas más alejadas y diversas propiedades, para concentrarme luego en sacarle el máximo partido a lo que quede. y voy a construir casas en los solares que poseemos en Sydenham, en el sur de Londres.

—Un estudio nos ha permitido determinar -explicó Hugh- que las finanzas del ducado pueden rentabilizarse de modo permanente con una inversión de cien mil libras. Así que ésa es la cantidad que vaya daros como dote.

Dotty se quedó boquiabierta y la madre estalló en lágrimas. Nick, que conocía la cifra por anticipado, manifestó: -Es notablemente generoso por tu parte.

Dotty echó los brazos al cuello de su novio y le besó; acto seguido rodeó la mesa y besó también a Hugh. Éste se sintió un tanto incómodo, pero, al mismo tiempo, estaba contento por haberlos hecho tan felices. Por otra parte, confiaba en que Nick utilizase bien aquel dinero y procurase a Dotty un hogar seguro.

Nora bajó vestida para el funeral con un modelo de fustán púrpura y negro. Había desayunado en su cuarto, como siempre.

—¿Dónde están los chicos? -preguntó en tono irritado mientras consultaba el reloj-. Le dije a esa espantosa institutriz que los tuviese a punto…

Le interrumpió la llegada de la institutriz y los muchachos: Toby, de once años; Sam, que contaba seis; y Sol, que tenía cuatro. Todos llevaban chaqueta y corbata negra y se cubrían con pequeñas chisteras. Hugh experimentó un ramalazo de orgullo.

—Mis soldaditos -dijo-. ¿Cuál era anoche la tasa de descuento del Banco de Inglaterra, Toby?

—Invariable al dos y medio por ciento, señor -repuso Tobias, que estaba obligado a consultarlo en The Times todas las mañanas.

Sam, el mediano, rebosaba entusiasmo. -Mamá, tengo una mascota -anunció excitado.

—No me dijiste… -insinuó la institutriz intranquila.

Sam se sacó del bolsillo una caja de cerillas, la puso ante la cara de su madre y la abrió.

—¡La araña Bill! -declaró ufano.

Nora emitió un chillido, despidió de un manotazo la caja de cerillas y se apartó de un salto. -¡Horrible niño! -gritó.

Sam gateó por el suelo en busca de la cajita.

—¡Bill ha desaparecido! -protestó, y rompió a llorar. Nora se encaró con la institutriz.

—¡Cómo permite que haga cosas así!

—Lo siento, no sabía…

—No se ha hecho ningún daño a nadie -intervino Hugh, dispuesto a templar los ánimos. Pasó un brazo alrededor de los hombros de Nora-. Te ha pillado desprevenida, eso es todo. -La acompañó hasta el vestíbulo-. Venga, vamos todo el mundo, es hora de ponernos en marcha.

Cuando salían de la casa, apoyó una mano en el hombro de Sam.

—Bien, Sam, espero que hayas tomado buena nota de que hay que andarse con ojo para no asustar a las señoras.

—He perdido mi mascota -dijo Sam en tono apesadumbrado.

—De cualquier modo, las arañas no viven en cajas de cerillas. Tal vez deberías tener otra clase de animalito. ¿Qué te parece un canario?

El niño se animó inmediatamente. -¿Podría tenerlo?

—Tendrías que encargarte de darle de comer y de beber con regularidad, si no, se moriría.

—¡Lo haré, lo haré!

—Entonces mañana iremos por uno.

—¡Viva!

Se dirigieron al salón metodista de Kensington en coches cerrados. Llovía a cántaros. Los chicos no habían asistido nunca a un funeral.

Toby, que era más bien solemne, preguntó: -¿Se espera de nosotros que lloremos?

—No seas tan estúpido -le reprochó Nora.

A Hugh le habría gustado que fuese más afectuosa con los chicos. Nora era muy pequeña cuando su madre murió, y Hugh suponía que por eso le resultaba tan difícil cuidar a sus propios hijos: no tuvo ocasión de aprender el modo de hacerlo. A pesar de ello, pensaba Hugh, podía esforzarse un poco más en intentarlo.

—Pero puedes llorar si te entran ganas -le dijo Hugh a Toby-. En los funerales se permite.

—No creo que me apetezca. No quería mucho a tío Joseph.

—Yo quería a la araña Bill-precisó Sam.

—Yo soy demasiado mayor para llorar -dijo Sol, el más pequeño.

El salón metodista de Kensington expresaba en piedra los sentimientos ambivalentes de los prósperos metodistas, partidarios de la sencillez religiosa, pero que se morían secretamente por hacer ostentación de su riqueza. Aunque lo llamaban salón, su ornato era tan suntuoso como el de cualquier templo anglicano o católico. No tenía altar, pero sí un órgano magnífico. Los cuadros e imágenes estaban proscritos, pero la arquitectura era barroca, las molduras extravagantes y la decoración enrevesada.

Aquella mañana, la iglesia estaba llena a rebosar, con público de pie en las galerías, los pasillos e incluso en la parte del fondo. A los empleados del banco se les concedió el día libre para que asistieran al acto religioso, y se hallaban presentes allí delegados de todas las instituciones financieras de la City. Hugh saludó inclinando la cabeza al gobernador del Banco de Inglaterra, al primer lord del Tesoro y al anciano Ben Greenbourne, que tenía más de setenta años, pero que aún conservaba la espalda recta como la de un guardia joven.

Se acomodó a los miembros de la familia en asientos reservados de la primera fila. Hugh se sentó junto a tío Samuel, que iba tan inmaculado como siempre, con su levita negra, su cuello de palomita y su corbata de seda con el nudo a la última moda. Al igual que Greenbourne, Samuel había pasado ya de los setenta, y se mantenía alerta y en forma.

Ahora que Joseph había muerto, Samuel era el obvio candidato al destino de presidente del consejo. Entre todos los socios, era el más veterano y el más experto. Sin embargo, Augusta y Samuel se odiaban, y la mujer se opondría ferozmente a tal nombramiento. Lo más probable era que Augusta respaldase al hermano de Joseph, Young William, que tenía ahora cuarenta y dos años.

Other books

Camino a Roma by Ben Kane
Re-Creations by Grace Livingston Hill
Fall from Pride by Karen Harper
One by Conrad Williams
The Sea is a Thief by David Parmelee