Hugh hizo una mueca de dolor, como si hubiese recibido un golpe.
Aquello se acercaba dolorosamente a la verdad.
—Nunca te fue simpática -dijo.
—También puedes decir que estoy celosa, y tal vez tengas razón, pero sigo insistiendo en que esa mujer no te quiere y que se casó contigo por tu dinero. Me juego algo a que, no mucho tiempo después de la boda, te has dado cuenta de que es verdad lo que te digo, ¿a que sí?
Hugh pensó en la resistencia de Nora a hacer el amor más de una vez a la semana y en cómo cambiaba su negativa cuando él le hacía un regalo. Se sintió infeliz y desvió la mirada.
—Siempre pasó necesidades -dijo Hugh-. Nada tiene de extraño que se haya vuelto materialista.
—Nunca pasó tantas necesidades como yo -replicó Maisie burlonamente-. Incluso a ti te sacaron del colegio al que ibas por falta de dinero, Hugh. No es excusa para justificar los falsos valores. El mundo está lleno de personas pobres que saben que el amor y la amistad son más importantes que la riqueza.
El tono desdeñoso de Maisie puso a Hugh a la defensiva.
—No es tan mala como la presentas.
—A pesar de ello, tú no eres feliz.
Confuso, Hugh se replegó para atrincherarse tras lo que sabía con certeza.
—Bueno, ahora estoy casado con ella y no la dejaré -dijo-. Los compromisos son para cumplirlos.
Maisie esbozó una sonrisa llorosa.
—Estaba segura de que ibas a decir eso.
Hugh tuvo una súbita imagen de Maisie desnuda, con sus redondos pechos pecosos al aire y la melena de pelo áureo rojizo llegándole a la cintura, y deseó poder retirar sus anteriores palabras, tan saturadas de altos principios morales. En vez de eso, se puso en pie.
Maisie también se levantó.
—Gracias por tu visita, Hugh querido -dijo.
La primera intención de Hugh fue estrecharle la mano, pero cambió de idea y se inclinó para darle un beso en la mejilla; sin saber cómo, se encontró besándola en los labios. Fue un beso suave y tierno, que se prolongó durante unos segundos y que a punto estuvo de destruir la resolución de Hugh. Pero, por Último, se separó de Maisie y abandonó la estancia sin pronunciar una palabra más.
La casa de Ben Greenbourne era otro palacio, situado unos metros más allá, en Piccadilly. Hugh se encaminó hacia allí después de visitar a Maisie. Se alegraba de tener algo que hacer, algún modo de mantener la mente alejada del torbellino que se agitaba en su corazón. Preguntó por el anciano.
—Diga que se trata de un asunto de máxima urgencia -encargó al mayordomo.
Mientras esperaba, observó que todos los espejos del vestíbulo aparecían cubiertos, y supuso que eso formaba parte del rito del duelo judío.
Maisie le había desequilibrado. Cuando la tenía frente a sí, su corazón se llenaba de amor y de anhelo. Se daba perfecta cuenta de que sin ella no podría ser verdaderamente feliz. Pero estaba casado con Nora. Nora había llevado calor y afecto a su vida después de que Maisie le rechazara, y ésa era la razón por la que se casó con ella. ¿Qué sentido tenía hacer promesas en una ceremonia nupcial si luego uno cambiaba de idea?
El mayordomo le condujo a la biblioteca. Seis o siete personas se marchaban en aquel momento. Dejaron solo a Ben Greenbourne. El anciano iba descalzo y estaba sentado en un sencillo taburete de madera. Había una mesa con frutas y pasteles para los visitantes.
Greenbourne rebasaba los sesenta -Solly había sido un hijo tardío-, y parecía viejo y agotado, pero no mostraba indicio de lágrimas.
Se enderezó, recta la espalda, formal como siempre, estrechó la mano de Hugh y le indicó un taburete.
Greenbourne tenía una carta antigua en la mano.
—Escucha esto -dijo, y empezó a leer-. «Querido papá: Tenemos un nuevo profesor de latín, el reverendo Green, y me va mucho mejor, diez de diez todos los días de la semana pasada. Waterford cazó una rata en el cuarto de las escobas y está intentando amaestrarla para que coma en su mano. Aquí la comida escasea, ¿no puedes enviarme un pastel? Tu hijo que te quiere, Saloman.» -Dobló la carta-. Tenía catorce años cuando escribió eso.
Hugh comprendió que, a pesar de su rígido autodominio, Greenbourne estaba sufriendo.
—Me acuerdo de aquella rata -dijo-. Le mordió a Waterford en el dedo índice.
—Cómo me gustaría retroceder años y años en el tiempo -dijo Greenbourne, y Hugh se percató de que el férreo control del anciano se estaba debilitando.
—Yo debo de ser uno de los amigos más antiguos de Solly -manifestó Hugh.
—Cierto. Siempre te admiró, aunque tú eras más joven.
—No sé por qué me admiraba. Pero siempre estaba dispuesto a pensar lo mejor de todo el mundo.
—Demasiado blando.
Hugh no deseaba que la conversación adoptase aquel rumbo.
—He venido aquí no sólo como amigo de Solly, sino también como amigo de Maisie.
Greenbourne se puso rígido automáticamente. La tristeza desapareció de su rostro y su expresión volvió a ser la caricatura del rígido prusiano. Hugh se preguntó cómo podría odiar a una mujer tan hermosa y tan pletórica de jovialidad como Maisie.
—Conocí a Maisie poco después que Solly -continuó Hugh-. Me enamoré de ella, pero Solly me la ganó por la mano.
—Era más rico.
—Señor Greenbourne, espero que me permita ser franco.
Maisie era una muchacha sin un penique, a la búsqueda de un marido rico. Pero cuando se casó con Solly cumplió religiosamente su parte del trato. Fue una buena esposa para él.
—Y tuvo su recompensa -declaró Greenbourne-. Durante cinco años disfrutó de una vida de gran dama.
—Por extraño que parezca, eso mismo dijo ella. Pero no creo que sea suficiente. ¿Qué me dice de Bertie? Seguramente no querrá usted dejar a su nieto en la miseria.
—¿Nieto? -replicó Greenbourne-. Hubert no tiene ningún parentesco conmigo.
Hugh tuvo el momentáneo presentimiento de que algo estaba a punto de suceder. Fue como una pesadilla en la que un horror sin nombre iba a desencadenarse.
—No le comprendo -dijo a Greenbourne-. ¿Qué quiere decir?
—Esa mujer ya llevaba el niño en su seno cuando se casó con mi hijo.
Hugh se quedó boquiabierto.
—Solly lo sabía, estaba enterado de que la criatura no era suya -prosiguió Greenbourne-. A pesar de ello, la tomó… en contra de mi voluntad, casi no es necesario añadirlo. Como es lógico, la gente, la mayoría de la gente, ignora eso: no estábamos dispuestos a darle tres cuartos al pregonero, pero ya no hay necesidad de mantener el secreto, ahora que… -se le quebró la voz, tragó saliva y continuó-: Tras la boda, fueron a dar la vuelta al mundo. El niño nació en Suiza: lo inscribieron con una fecha falsa, y para cuando regresaron a Inglaterra ya habían transcurrido cerca de dos años, era difícil determinar que la criatura tenía cuatro meses más de lo que habían dicho.
A Hugh se le paralizó el corazón. Estaba obligado a formular una pregunta, pero le aterraba la respuesta.
—¿Quién… quién era el padre?
—Ella nunca quiso decirlo -contestó Greenbourne-.
Solly no llegó a saberlo.
Pero Hugh sí lo sabía.
El niño era suyo.
Se quedó mirando a Ben Greenbourne, incapaz de pronunciar palabra.
Hablaría con Maisie, la obligaría a confesar la verdad, aunque sabía que iba a confirmar su intuición. A pesar de las apariencias, Maisie nunca fue una muchacha promiscua. Era virgen cuando él la sedujo. Él la dejó embarazada, aquella primera noche. Después, Augusta consiguió separarlos y Maisie se casó con Solly.
Maisie incluso puso al niño el nombre de Hubert, muy parecido al de Hugh.
—Es terrible, naturalmente -dijo Greenbourne, al ver la consternación de Hugh y equivocándose al considerar el motivo de la misma.
«Tengo un hijo» -pensaba Hugh-. «Un niño. Hubert. Al que llaman Bertie.» La idea se retorció en su corazón.
—Sin embargo, estoy seguro de que comprendes por qué no queremos tener nada que ver con esa mujer ni con el niño, ahora que mi querido hijo ha pasado a mejor vida.
—¡Ah, no se preocupe! -dijo Hugh-. Cuidaré de ellos.
—¿Tú? -se extrañó Greenbourne-. ¿Por qué ibas a preocuparte de ellos?
—Ah, bueno… soy lo único que tienen ahora, supongo -dijo Hugh.
—No te compliques en esto, joven Pilaster -aconsejó Greenbourne bondadoso-. Ya tienes una esposa a la que atender.
Hugh no deseaba dar explicaciones y estaba demasiado aturdido para urdir un cuento. Comprendió que tenía que retirarse. Se puso en pie.
—Debo irme. Mi más sincero pésame, señor Greenbourne, Solly era el hombre más bondadoso que he conocido en mi vida.
Greenbourne inclinó la cabeza.
En el vestíbulo de los espejos tapados tomó su sombrero de manos del lacayo y salió a la luminosidad solar de Piccadilly. Se dirigió hacia el oeste y se adentró por Hyde Park, rumbo a su casa, en Kensington. Podía haber cogido un coche de alquiler, pero deseaba disponer de un poco de tiempo para reflexionar.
Ahora todo resultaba distinto. Nora era su esposa legal, pero Maisie era la madre de su hijo. Nora podía cuidar de sí misma -lo mismo que Maisie, para el caso-, pero el niño necesitaba un padre. De súbito la cuestión de lo que debía hacer con el resto de su vida volvía a estar abierta.
Sin duda, un clérigo diría que nada había cambiado y que su obligación era continuar junto a Nora, la mujer con la que se había casado por la iglesia; pero los religiosos no sabían gran cosa. El rígido metodismo de los Pilaster a Hugh le resbalaba: nunca consiguió creer que todo dilema de la moral moderna pudiera hallarse en la Biblia. Y con total sangre fría, Nora le había conquistado y seducido para que se casara con ella - Maisie estaba en lo cierto respecto a eso-, y todo lo que existía entre ellos era un trozo de papel. y eso era muy poco, comparado con un hijo… el fruto de un amor tan profundo e intenso que se había mantenido a lo largo de muchos años y a través de muchas pruebas.
«Todo esto ¿no serán excusas?» -se preguntó- o «¿Será sólo una justificación engañosa para ceder a un deseo que sé que es ilegítimo?»
Se sintió dividido en dos.
Trató de considerar las cosas desde el punto de vista práctico. Carecía de base para el divorcio, pero estaba seguro de que Nora se mostraría dispuesta a concedérselo si le ofrecía dinero suficiente. Sin embargo, los Pilaster le pedirían que se despidiera del banco: el estigma social del divorcio era demasiado grave como para permitirle continuar como socio. Podría conseguir otro empleo, pero ninguna persona respetable de Londres recibiría en su casa a él y a Maisie como pareja una vez se hubieran casado. Casi con toda seguridad tendrían que irse al extranjero. Pero tal perspectiva no dejaba de atraerle, y tenía la impresión de que también encantaría a Maisie. Podría volver a Bastan o, mejor aún, ir a Nueva York. Jamás sería millonario, pero ¿qué significaba eso comparado con la alegría de vivir con la mujer a la que siempre había amado?
Se encontró delante de su casa. Formaba parte de una elegante línea de nuevos edificios de ladrillo rojo construida en Kensington, a unos ochocientos metros de la mucho más extravagante vivienda de tía Augusta, situada en Kensington Gore. Nora estaría en su alcoba super recargada, vistiéndose para el almuerzo. ¿Qué era lo que le impedía entrar allí y anunciar que iba a dejarla?
Eso era lo que deseaba hacer, ahora lo sabía. ¿Pero era justo? La clave de todo la constituía el niño. No sería honesto dejar a Nora por Maisie; pero sí era lícito dejar a Nora por el bien de Bertie.
Se preguntó qué diría Nora cuando se lo comunicase y su imaginación le dio la respuesta. Vio mentalmente el rostro de Nora, endurecidas las facciones en un gesto de firme determinación, oyó el filo desagradable de su voz y adivinó las palabras exactas que utilizaría:
—Te costará hasta tu último penique.
Resultaba bastante extraño, pero eso le decidió. De haberse imaginado a Nora estallando en un mar de lágrimas de tristeza, hubiera sido incapaz de seguir adelante, pero sabía que su intuición inicial era acertada.
Entró en la casa y subió corriendo la escalera.
Delante del espejo, Nora se ponía el colgante que Hugh le había regalado. Era el amargo recuerdo de que tenía que comprarle joyas para persuadirla a hacer el amor.
Nora habló antes de que lo hiciese él.
—Tengo una noticia -dijo.
—Eso no importa ahora…
Pero la mujer no estaba dispuesta a interrumpirse. En su rostro había una extraña expresión: medio triunfal, medio pesarosa.
—De todas formas, tendrás que mantenerte fuera de mi cama durante una temporada.
Hugh comprendió que Nora no iba a permitirle hablar hasta que ella hubiese dicho lo que tenía que decir.
—¿De qué diablos estás hablando?
—Ha ocurrido lo inevitable.
Repentinamente, Hugh supuso lo que iba a anunciarle.
Tuvo la impresión de que recibía el impacto de un tren. Se dio cuenta de que era demasiado tarde: ahora ya no podía abandonarla. Le asaltó una oleada de repugnancia y el dolor de la pérdida: la pérdida de Maisie, la pérdida de su hijo.
Miró a Nora a los ojos. Había desafío en ellos, casi como si la mujer hubiese presagiado lo que Hugh tenía intención de hacer. Tal vez sí lo adivinó.
Hugh esbozó una sonrisa forzada. -¿Lo inevitable?
y entonces, Nora anunció:
—Voy a tener un hijo.
1890
Joseph Pilaster falleció en septiembre de 1890, tras ocupar el cargo de presidente del consejo del Banco Pilaster durante diecisiete años. Durante ese espacio de tiempo, Gran Bretaña se enriqueció de manera continua, lo mismo que la familia Pilaster. Ahora eran ya tan ricos como los Greenbourne. La fortuna de Joseph ascendía a más de dos millones de libras, incluida su colección de sesenta y cinco cajitas de rapé adornadas con joyas -una por cada año de su vida-, que por sí solas valían cien mil libras esterlinas y que legó a su hijo Edward.
Toda la familia tenía invertido su capital en el negocio, que les rentaba un infalible cinco por ciento de interés, cuando los depositarios corrientes obtenían alrededor de un uno y medio por ciento en la mayor parte de las ocasiones. Los socios incluso percibían más. Aparte del cinco por ciento del capital invertido se repartían entre ellos los beneficios de la firma, según unas complicadas fórmulas. Después de un decenio de cobrar tales beneficios compartidos, Hugh estaba a medio camino de la condición de millonario.