Una fortuna peligrosa (13 page)

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Authors: Ken Follett

Tags: #Drama, Intriga

BOOK: Una fortuna peligrosa
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Al cabo de un momento, la otra muchacha preguntó:

—¿Qué tengo que hacer yo? Me siento un poco desdeñada.

—Vete quitando las bragas -le contestó Edward-. Eres la siguiente.

JULIO
1

De pequeño, Hugh había creído que el banco de los Pilaster era propiedad de los ordenanzas. En realidad, estos personajes no pasaban de ser humildes recaderos, pero como todos ellos eran más bien corpulentos, vestían inmaculado traje de calle, con relojes de bolsillo cuya cadena de plata cruzaba ostentosamente el amplio chaleco, y se movían por el banco con morosa dignidad, nada tiene de extraño que a un chiquillo le pareciesen las personas más importantes del lugar.

Hugh contaba diez años cuando le llevó allí su abuelo, el hermano del viejo Seth. Las paredes del vestíbulo de la planta baja del banco, recubiertas de mármol, hacían que aquello pareciese una iglesia: monumental, apacible, silenciosa, un sitio donde una élite sacerdotal celebraba incomprensibles ceremonias en honor de una divinidad llamada Dinero. El abuelo se lo enseñó todo: la quietud alfombrada del primer piso, ocupado por los socios y las personas que se encargaban de su correspondencia, donde a Hugh le sirvieron, en la Sala de Socios, una copa de jerez y una bandeja de galletas; los empleados más antiguos ante sus escritorios de la segunda planta, todos con gafas y aire de preocupación laboral, rodeados de legajos de papeles sujetos con cintas cuyos lazos hacían que pareciesen regalos; y el piso superior, en el que estaban los oficinistas jóvenes, sentados delante de sus altos pupitres en línea, como los soldaditos de juguete de Hugh, y que, con dedos manchados de tinta, asentaban partidas en los libros contables.

Pero lo mejor de todo, para Hugh, había sido el sótano, donde se guardaban en cámaras contratos aún más viejos que el abuelo; miles de sellos de correos aguardaban allí a que las lenguas humedecieran su goma, y había una habitación entera destinada a acumular enormes vasijas de tinta. Le admiró ver reflejado en el sótano todo el proceso. La tinta llegaba al banco, los empleados la distribuían por los papeles, éstos volvían luego al sótano, donde quedaban almacenados para siempre; y, de una forma u otra, aquello producía dinero.

El misterio había dejado de serlo. Actualmente, sabía que los enormes libracos encuadernados en piel no eran textos arcanos, sino simples listas de transacciones financieras, laboriosamente recopiladas y escrupulosamente actualizadas; y sus propios dedos se habían contraído y manchado de tinta a lo largo de las jornadas que se pasó escribiendo allí. Una letra de cambio ya no era un encantamiento mágico, sino sencillamente una promesa de pagar determinada suma de dinero en una fecha de vencimiento futuro, declarada por escrito en un documento y avalada por un banco. La palabra descuento, que cuando era un crío significaba para él contar hacia atrás, de cien a uno, se había convertido en la práctica comercial en comprar letras de cambio a un precio inferior a su valor nominal, para retenerlas hasta su debido vencimiento y cobrarlas entonces con un pequeño beneficio.

Hugh era ayudante general de Jonas Mulberry, el jefe de negociado. Hombre calvo, de unos cuarenta años, Mulberry era una buena persona, aunque de carácter un poco agrio. Siempre estaba dispuesto a tomarse el tiempo que hiciese falta para explicarle las cosas a Hugh, pero detectaba con celeridad cualquier fallo que el muchacho hubiera cometido como consecuencia de la precipitación o la negligencia. Hugh llevaba un año trabajando a sus órdenes y el día anterior había cometido una equivocación bastante grave. Había extraviado el conocimiento de embarque de un envío de tejidos de Bradford con destino a Nueva York. El fabricante de Bradford se presentó en el departamento de efectos bancarios de la planta baja para cobrar el importe de su partida, pero Mulberry necesitaba comprobar el conocimiento de embarque antes de autorizar el pago, y Hugh no encontró el documento. Se vieron obligados a decir al hombre que volviera a la mañana siguiente.

Al final, Hugh dio con el conocimiento de embarque, pero tuvo que pasarse buena parte de la noche dándole vueltas en la cabeza al asunto y, por la mañana, había ideado un nuevo sistema de tratamiento de la documentación con Mulberry.

Sobre su mesa tenía dos bandejas baratas de madera, dos rectángulos de cartulina, pluma y tintero. Escribió despacio y pulcramente en una de las tarjetas:

A la atención del jefe de negociado.

En el otro rectángulo de cartulina puso:

Tratado ya con el jefe de negociado
.

Pasó cuidadosamente el secante por lo escrito y luego, con sendas chinchetas, clavó un rótulo en cada una de las bandejas. Colocó éstas encima del escritorio de Jonas Mulberry y retrocedió unos pasos para examinar su obra. En aquel momento entró el señor Mulberry.

—Buenos días, don Hugh -saludó. Se daba aquel tratamiento a todos los miembros de la familia, para evitar confusiones con respecto a los distintos señores Pilaster.

—Buenos días, señor Mulberry.

—¿Y qué demonios es esto? -preguntó Mulberry en tono quisquilloso, con la vista posada en las bandejas.

—Verá… -empezó Hugh-. Encontré el conocimiento de embarque.

—¿Dónde estaba?

—Traspapelado entre unas cartas que usted había firmado.

Mulberry entornó los párpados.

—¿Está insinuando que fue culpa mía?

—No -se apresuró a decir Hugh-. Me corresponde a mí la misión de tener ordenados sus papeles. Por eso me he permitido preparar este sistema de bandejas: para separar los documentos que usted haya revisado de los que todavía no haya visto.

Mulberry soltó una evasiva en forma de gruñido. Colgó su bombín en la percha de detrás de la puerta y fue a sentarse a su escritorio.

—Bueno, probaremos… -dijo por último- es posible que resulte eficaz. La próxima vez, sin embargo, tenga la cortesía de consultarme antes de llevar a cabo sus ingeniosas ideas. Después de todo, éste es mi despacho y yo soy el jefe de negociado.

—Desde luego -convino Hugh-. Lo siento.

Sabía que debería haber pedido permiso a Mulberry, pero estaba tan seguro de la efectividad de su idea que no tuvo paciencia para esperar.

—La emisión de bonos del empréstito ruso se cerró ayer -prosiguió Mulberry-. Quiero que baje a la sala de correspondencia y organice el recuento de peticiones.

—Muy bien.

El banco estaba preparando un empréstito de dos millones de libras esterlinas para el gobierno de Rusia. Había lanzado una emisión de bonos de cien libras cada uno, que pagaban un interés anual de cinco libras; pero vendían los bonos a noventa y tres libras, de forma que el tipo de interés era de cinco y tres octavos. La mayor parte de esos bonos los habían adquirido otros bancos de Londres y París, pero se ofreció cierta cantidad al público y ahora había que contar las peticiones.

—Confiemos en que haya más solicitudes de las que podamos atender -dijo Mulberry.

—¿Por qué?

—Así, los solicitantes que no hayan tenido suerte intentarán comprar mañana los bonos en el mercado abierto y eso hará que el precio suba quizá hasta las noventa y cinco libras por bono… y todos nuestros clientes tendrán la impresión de haber hecho un buen negocio.

Hugh asintió.

—¿Y si las peticiones no cubren la emisión?

—En tal caso, el banco, como suscriptor, tendrá que adquirir el excedente… a noventa y tres libras la unidad. Y mañana el precio habrá bajado a noventa y dos o noventa y una libras y perderemos dinero.

—Comprendo.

—Vaya a cumplir lo que le he dicho.

Hugh salió del despacho de Mulberry, situado en el segundo piso y corrió escaleras abajo. Se alegraba de que Mulberry hubiese aceptado su idea de las bandejas y se sentía aliviado por la circunstancia de que la pérdida del conocimiento de embarque no le proporcionara más quebraderos de cabeza. Al llegar al primer piso, donde estaba la sala de los socios, vio a Samuel Pilaster hecho un brazo de mar, con su levita gris plateada y su corbata de seda azul marino.

—Buenos días, tío Samuel -saludó Hugh.

—Buenos días, Hugh. ¿Qué estás haciendo?

Mostraba más interés por Hugh que los otros socios.

—Vaya hacer el recuento de solicitudes de bonos del empréstito ruso.

Al sonreír, Samuel dejó al descubierto una estropeada dentadura.

—¡No sé cómo puedes estar tan contento, con el día que te espera!

Hugh continuó bajando las escaleras. En el seno de la familia se empezaba ya a chismorrear en susurros acerca de tío Samuel y su secretario. A Hugh no le parecía escandaloso que Samuel fuese lo que la gente llama un afeminado. Las mujeres y los curas podían pretender que el sexo entre hombres era una aberración perversa, pero se daba continuamente en colegios como el de Windfield y no hacía daño a nadie.

Llegó a la planta baja y entró en la gran sala de la oficina general. Sólo eran las nueve y media y las docenas de administrativos que trabajaban en el Banco Pilaster irrumpían a raudales por la enorme puerta frontal, con sus olores a bocadillo de tocino o a ferrocarril metropolitano. Hugh saludó con una inclinación de cabeza a la señorita Greengrass, única oficinista femenina de la plantilla. Un año atrás, cuando la contrataron, se desató por todo el banco una apasionada controversia sobre si era o no posible que una mujer fuese capaz de hacer aquel trabajo. Llegado el momento, la señorita Greengrass zanjó la cuestión demostrando su soberana competencia profesional. Hugh daba por supuesto que en el futuro habría muchas más mujeres administrativas.

Tomó la escalera posterior, que conducía al sótano, y se encaminó a la sala de correspondencia. Dos mensajeros clasificaban el correo; las solicitudes de bonos del empréstito ruso llenaban ya una gran saca. Hugh decidió que tendría que llamar a dos auxiliares administrativos para que colaborasen en el trabajo de las solicitudes; después comprobaría sus números.

La tarea les ocupó la mayor parte del día. Faltaban escasos minutos para las cuatro cuando Hugh terminó la doble verificación del último paquete y sumó la última columna de cifras. No se había cubierto la emisión: quedaban por vender bonos por valor de algo más de cien mil libras. No era un déficit excesivo, proporcionalmente hablando, ya que se habían emitidos bonos por un total de dos millones de libras, pero había una gran diferencia psicológica entre exceso y defecto de la suscripción y los socios se sentirían decepcionados.

Anotó el total en una hoja de papel limpia y fue a ver a Mulberry. La sala del banco estaba ahora bastante tranquila. De pie, a lo largo del pulimentado mostrador, quedaban unos pocos clientes. Detrás del mostrador, los empleados cogían de los estantes pesados libros contables y los llevaban y traían. Los Pilaster no tenían muchas cuentas particulares. Era un banco comercial, prestaba dinero a comerciantes e industriales para que financiasen sus proyectos mercantiles y fabriles. Como diría el viejo Seth, a los Pilaster no les interesaba contar los grasientos peniques de la recaudación de un tendero ni los pringosos billetes de banco de un sastre… en eso no había suficiente beneficio. Pero todos los miembros de la familia tenían cuenta en el banco y tal servicio se ampliaba a un reducido número de clientes muy ricos. Hugh localizaba en aquel momento a uno de ellos: sir John Cammel. Hugh había conocido a su hijo en el Colegio Windfield. Hombre delgado, de cabeza calva, sir John consiguió su vasta fortuna mediante las minas de carbón y los muelles de sus tierras del condado de York. Ahora paseaba por el piso de mármol, impaciente y con aire de mal talante.

—Buenas tardes, sir John -le saludó Hugh-, espero que ya le estén atendiendo…

—No, todavía no, muchacho. ¿Es que aquí no trabaja nadie? Hugh lanzó una rápida mirada en derredor. No había a la vista ningún socio ni ningún empleado antiguo. Decidió lanzarse a una iniciativa personal.

—¿Tiene la bondad de acompañarme a la sala de los socios, señor? Me consta que tendrán sumo gusto en verle.

—Está bien.

Le condujo escaleras arriba. Los socios trabajaban todos en la misma sala, al objeto de poder vigilarse unos a otros, de acuerdo con la tradición. La estancia estaba amueblada como el salón de lectura de un club de caballeros, con sofás de piel, librerías y una mesa central en la que estaban los periódicos. Desde los enmarcados retratos de las paredes, Pilaster ancestrales bajaban la vista y los ganchudos apéndices nasales sobre sus descendientes.

La estancia se encontraba desierta.

—Estoy seguro de que alguno vendrá en cuestión de segundos -dijo Hugh-. ¿Me permite ofrecerle una copa de Madeira? -Se dirigió a un aparador y escanció en la copa una generosa ración de vino mientras sir John se acomodaba en una butaca de cuero-. A propósito, soy Hugh Pilaster.

—¿Ah, sí? -Sir John se suavizó un tanto al enterarse de que hablaba con un Pilaster y no con un chupatintas vulgar de la oficina-. ¿Estudiaste en el Windfield?

—En efecto, señor. Estuve allí con su hijo Albert. Le llamábamos el Joroba.

—A todos los Cammel les llaman Joroba.

—No he vuelto a verle desde… desde entonces.

—Se fue a la colonia de El Cabo y aquello le gustó tanto que no ha vuelto nunca más por aquí. Ahora cría caballos.

Albert Cammel estaba en el estanque aquel fatídico día de 1866. Hugb no había oído su versión del modo en que se ahogó Peter Middleton.

—Me gustaría escribirle -manifestó Hugh.

—Me atrevo a decir que sin duda le encantaría recibir carta de un viejo compañero de colegio. -Sir John se fue a la mesa, hundió la pluma en el tintero y escribió algo en una hoja de papel-. Aquí tienes sus señas.

—Muchas gracias. -Hugh notó con gran satisfacción que sir John se había ablandado del todo-. ¿Puedo hacer algo más por usted mientras espera?

—Bueno, tal vez puedas atender esta operación. -Sir John se sacó un cheque del bolsillo. Hugh lo examinó. Era por ciento diez mil libras esterlinas, el cheque personal más alto que Hugh hubiera tenido jamás en las manos. Sir John explicó-: Acabo de vender una mina de carbón a mi vecino.

—Desde luego, puedo asentar el depósito a su nombre.

—¿Qué interés me reportará?

—El cuatro por ciento, actualmente.

—Está bien, supongo.

Hugh titubeó. Acababa de ocurrírsele que, si era posible convencer a sir John para que comprase bonos rusos, la suscripción de los mismos podía pasar de estar ligeramente por debajo de la oferta a sobrepasar mínimamente las disponibilidades de papel. ¿Debía sacarla a colación? Ya se había excedido en sus atribuciones al llevar a aquel invitado a la sala de los socios. Decidió arriesgarse.

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