Una campaña civil (63 page)

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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia ficción

BOOK: Una campaña civil
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Ivan rodeó la furgoneta, recogió a las dos víctimas de Olivia, y las arrastró para colocarlas amontonadas en un lugar que pudieran ver. Olivia había hecho que Dono se sentara a medias en el suelo, la cabeza acunada entre sus pechos mientras le acariciaba frenéticamente el oscuro cabello. Dono estaba pálido y tembloroso, la respiración agitada.

—Te dieron un golpe en el plexo solar, ¿no? —preguntó Ivan.

—No. Más abajo —gimió Dono—. Ivan… ¿recuerdas cómo me reía cada vez que a uno de tus amigos le daban una patada en la pelotas haciendo deporte o algo parecido? Lo siento. No lo sabía. Lo siento…

—Sh —lo tranquilizó Olivia.

Ivan se arrodilló para echar un vistazo más atento. Los primeros auxilios de Olivia estaban cumpliendo su función; las enaguas estaban empapadas de brillante sangre, pero la hemorragia había menguado claramente. Dono no iba a morirse desangrado. Su asaltante lo había abierto los pantalones: la vibrodaga yacía abandonada en el suelo. Ivan se levantó y examinó el frasco. Apartó la cabeza al percibir el fuerte olor del vendaje líquido. Pensó en ofrecérselo a Olivia para que se lo aplicara a Dono, pero no había forma de saber qué desagradables aditivos podía contener. Con cuidado, le colocó el tapón y contempló la escena.

—Parece —dijo, tembloroso—, que alguien intentaba invertir tu cirugía betana, Dono. Para descalificarte antes de la votación.

—Ya lo había imaginado, sí —murmuró Dono.

—Sin anestesia. Creo que el vendaje líquido era para detener la hemorragia, después. Para asegurarse de que sobrevivieras.

Olivia dejó escapar un grito de repugnado horror.

—¡Eso es horrible!

—Cosa de Richars, probablemente —suspiró Dono—. No creía que fuera a llegar tan lejos…

—Es… —dijo Ivan, y se detuvo. Miró la vibrodaga y la apartó con la bota—. No voy a decir que apruebe lo que hiciste, Dono, o lo que estás intentando hacer. Pero esto está
mal
.

Las manos de Dono se cerraron protectoramente sobre su entrepierna.

—Demonios —dijo con voz débil—. Ni siquiera había podido probarlo todavía. Me estaba reservando. Por una vez en la vida, quería llegar virgen a la noche de bodas…

—¿Puedes ponerte de pie?

—¿Estás bromeando?

—No —Ivan miró alrededor, inquieto—. ¿Dónde dejaste a Goff, Olivia?

Ella señaló.

—Junto a la tercera columna.

—Bien.

Ivan fue a recogerlo, preguntándose seriamente adónde había ido el coche de Dono. El matón Goff seguía inconsciente, aunque de manera sutilmente más flácida que las víctimas del aturdidor. Era por el tono verdoso de su piel, decidió Ivan, y por el extraño chichón esponjoso de su cabeza. Se detuvo por el camino, mientras arrastraba a Goff hacia los demás, para comprobar dónde estaba Joris con el comunicador de muñeca de Szabo. No hubo respuesta, aunque el pulso de Szabo parecía estar bien.

Dono se movía, pero no podía levantarse aún. Ivan frunció el ceño, miró alrededor y subió corriendo la rampa.

Justo en la siguiente curva, encontró el vehículo de Pierre cruzado en el asfalto. Ivan no sabía con qué truco habían sacado de allí abajo a Joris, pero el joven soldado yacía tendido delante del coche. Ivan suspiró y lo arrastró al compartimento trasero, y dio marcha atrás al coche con cuidado para llevarlo hasta la furgoneta.

Dono recuperaba el color y ya estaba sentado, sólo un poquito encogido.

—Tenemos que hacer que un médico vea a Dono —dijo ansiosamente Olivia.

—Sí. Vamos a necesitar todo tipo de fármacos —accedió Ivan—. Sinergina para algunos —miró a Szabo, que se retorcía y gemía pero no llegaba a recuperar la conciencia—, pentarrápida para otros —miró con mala cara a los hampones—. ¿Reconoces a alguno de estos tipos, Dono?

—No los he visto en la vida.

—Mercenarios, supongo. Contratados a través de quién sabe cuántos intermediarios. Podrían pasar días hasta que la guardia municipal, o SegImp si se toma interés, lleguen hasta el fondo.

—La votación ya habrá acabado para entonces —suspiró Dono.

No quiero tener nada que ver con esto. No es mi trabajo. No es culpa mía
. Pero en realidad aquello era un precedente político que nadie iba a favorecer. Aquello era condenadamente
ofensivo
. Estaba… verdaderamente
mal
.

—Olivia —dijo Ivan bruscamente—, ¿sabes conducir el coche de Dono?

—Creo que sí…

—Bien. Ayúdame a subir a los soldados.

Con la ayuda de Olivia, Ivan consiguió meter a los tres aturdidos soldados Vorrutyer en el compartimento trasero con el desafortunado Joris, y arrojó con bastante menos cuidado a los matones desarmados a la parte trasera de su propia furgoneta. Cerró las puertas firmemente desde fuera y se hizo cargo de la vibrodaga, el puñado de aturdidores ilegales y el frasco de vendaje líquido. Tiernamente, Olivia ayudó a Dono a subir al coche y lo sentó en el asiento delantero con las piernas extendidas. Ivan, observando a la pareja, la cabeza rubia sobre la oscura, suspiró profundamente y sacudió la cabeza.

—¿Adónde? —preguntó Olivia, pulsando los controles para bajar los doseles.

Ivan entró en la cabina de la furgoneta y gritó por encima del hombro:

—¡A la mansión Vorpatril!

18

La gran Cámara del Consejo de Condes tenía un aire frío y silencioso, a pesar del brillante haz de luces multicolores que surgía de las vidrieras situadas en la pared este y se dibujaba sobre el suelo de roble. Miles creyó que iba a llegar temprano, pero divisó a René en el escaño del Distrito Vorbretten, que se le había adelantado. Miles dejó papeles y listas en su mesa, en la primera fila, y rodeó los escaños para llegar al sitio de René, en la segunda fila a la derecha.

René estaba muy elegante con su uniforme verde oscuro y naranja agria de la Casa Vorbretten, pero tenía el rostro pálido.

—Bien —dijo Miles, fingiendo alegría para elevar la moral de su colega—. Ya estamos aquí.

René consiguió sonreír.

—Está demasiado reñido. No vamos a conseguirlo, Miles —golpeó con un dedo su lista, gemela a la que Miles tenía en su mesa.

Miles apoyó un pie en el asiento de René, se inclinó hacia delante con aire deliberadamente casual y miró sus papeles.

—La cosa está más apretada de lo que esperaba —admitió—. Pero no des nada por hecho. Nunca se sabe quién va a cambiar de opinión en el último segundo.

—Por desgracia, eso funciona en ambas direcciones —señaló René con tristeza.

Miles se encogió de hombros, sin estar en desacuerdo del todo. Decidió que en el futuro planearía votaciones muchísimo más redundantes.
Democracia, puaf
. Sintió el familiar retortijón de sus antiguos nervios impulsados por la adrenalina antes de la batalla, sin la prometida catarsis de poder disparar a alguien más tarde si las cosas salían realmente mal. Por otro lado, era improbable que le dispararan a él aquí.
Ten en cuenta las ventajas
.

—¿Lograste algún progreso más anoche, después de marcharte con Gregor? —le preguntó René.

—Eso creo. Estuve despierto hasta las dos de la madrugada, fingiendo beber y discutiendo con los amigos de Henri Vorvolk. Creo que convencí a Vorgarin para que votaran a tu favor, después de todo. Dono… fue más difícil de vender. ¿Cómo fueron las cosas en la casa de Vorsmyhte? ¿Pudisteis Dono y tú hacer esos contactos de última hora?

—Yo sí, pero no llegué a ver a Dono. No apareció.

Miles frunció el ceño.

—¿No? Tenía entendido que iba a ir a la fiesta. Supuse que entre los dos conseguiríais algo.

—No se puede estar en dos sitios a la vez —vaciló René—. El primo de Dono, Byerly, lo estuvo buscando por todas partes. Al final se fue a buscarlo, y no regresó.

—Ya.

Si… no, maldición. Si Dono hubiera sido, digamos, asesinado por la noche, la cámara herviría ahora con la noticia. Los soldados de Vorbarr Sultana estarían alertados, habrían llamado a SegImp, algo. Miles tendría que haberse enterado. ¿No?

—Tatya está aquí —suspiró René—. Dijo que no podía soportar esperar en casa, sin saber… si iba a seguir siendo nuestra casa esta noche.

—No pasará nada.

Miles bajó al centro de la sala y contempló la media luna de la galería, con su balaustrada de madera tallada. La galería empezaba a llenarse también, con interesados parientes Vor y otras personas que tenían el acceso o los enchufes necesarios para estar presentes. Allí se encontraba Tatya Vorbretten, escondida en la última fila, aún más pálida que René, acompañada por una de sus cuñadas. Miles le hizo un gesto optimista con el pulgar, algo que en modo alguno sentía.

Más hombres entraron en la cámara. La corte de Boriz Vormoncrief llegó, incluido Sigur Vorbretten, que intercambió un saludo amable y cauto con su primo René. Sigur no intentó reclamar el escaño de René, pero se sentó cerca, bajo el ala protectora de su suegro. Sigur iba vestido de manera neutral, con un conservador traje de diario, pues no se había atrevido a ponerse un uniforme de la Casa Vorbretten. Parecía nervioso, cosa que habría alegrado más a Miles si no hubiera sabido que era la expresión habitual de Sigur. Miles se dirigió a su escaño y templó los nervios controlando las llegadas.

René se acercó.

—¿Dónde está Dono? No podré cederle el turno si llega tarde.

—Tranquilo. Los conservadores lo harán todo despacio por nosotros, tratando de retrasar los acontecimientos hasta que tengan aquí a todos sus hombres. Algunos de los cuales no vendrán. Me levantaré y farfullaré un poco si hace falta, pero mientras tanto, que pierdan el tiempo ellos.

—Bien —dijo René, y regresó a su escaño. Cruzó las manos sobre su mesa, como para impedir que le temblequearan.

Maldición, Dono tenía veinte buenos soldados a su servicio. No podía haber desaparecido sin que nadie lo hubiera advertido. Un conde potencial tenía que saber encontrar él solito el camino a la cámara. No debería necesitar a Miles para que lo tomara de la manita y lo guiara. Lady Donna era famosa por sus retrasos, y por hacer entradas dramáticas; Miles pensó que debería haber arrojado por la borda esas costumbres junto con el resto de su equipaje, allá en la Colonia Beta. Tamborileó con los dedos sobre la mesa, se apartó un poco para que René no pudiera verlo y marcó su comunicador de muñeca.

—¿Pym? —murmuró.

—¿Sí, milord? —respondió Pym al instante, desde su puesto en el aparcamiento, donde protegía el vehículo de tierra de Miles y, sin duda, charlaba con todos los demás soldados de la oposición que cumplían el mismo deber. Bueno, no todos: el conde Vorfolse siempre llegaba solo, en autotaxi. Pero no lo había hecho, todavía.

—Quiero que llames a la mansión Vorrutyer y averigües si lord Dono vienen de camino. Si hay algo que lo retrasa, encárgate tú y tráelo corriendo. Con la ayuda debida, ¿eh? Luego infórmame.

—Comprendido, milord.

La pequeña luz de encendido se apagó.

Richars Vorrutyer entró en la cámara, con aspecto feroz y un flamante uniforme de la Casa Vorrutyer que proclamaba ya su estatus como conde. Colocó sus notas en el escaño del Distrito Vorrutyer, en el centro de la segunda fila, miró alrededor y buscó a Miles. El uniforme azul y gris le sentaba bastante bien, pero, cuando se acercó a Miles, éste vio para su deleite que las costuras de los lados mostraban signos de haber sido soltadas hacía poco. ¿Cuántos años lo había mantenido Richars guardado en un armario, esperando aquel momento? Miles lo saludó con una sonrisita, ocultando su ira.

—Dicen —gruñó Richars en voz baja, sin ocultar tan bien la suya—, que un político honrado es el que permanece comprado. Parece que no encajas en la descripción, Vorkosigan.

—Deberías escoger a tus enemigos con más cuidado —replicó Miles.

—Y tú también —gruñó Richars—. No me tiro faroles. Como descubrirás antes de que acabe el día.

Se dio la vuelta para conversar con el grupo de hombres que se agrupaban en torno al escaño de Vormoncrief.

Miles controló su irritación. Al menos tenían a Richars preocupado; por otra parte, que se hubiera apartado demostraba que no era ningún idiota. ¿Dónde estaba Dono? Miles garabateó armas de mano mercenarias en el margen de su lista, y pensó que no querría tener a Richars Vorrutyer sentado detrás de él durante los próximos cuarenta años.

La cámara se estaba llenando, cada vez más calurosa y ruidosa, cobrando vida. Miles se levantó y recorrió la sala, conversando con sus aliados progresistas y deteniéndose para añadir unas cuantas palabras urgentes en apoyo de René y Dono para los hombres que todavía consideraba indecisos. Llegó Gregor, a un minuto del comienzo, y entró por la pequeña puerta que daba a su sala privada de conferencias, situada detrás de su palco. Tomó asiento, como era tradicional, en un taburete de campaña militar, de cara a todos sus condes, e intercambió un saludo con el lord Guardián del Círculo de Oradores. Miles interrumpió su última conversación y regresó a su escaño. A la hora exacta, el lord Guardián llamó al orden en la sala.

¡Seguía sin haber ni rastro de Dono, maldición! Pero el otro equipo tampoco estaba completo. Como Miles había predicho, un puñado de condes del partido conservador reclamó su derecho a hablar dos minutos, y empezaron a pasarse la palabra unos a otros, con montones de largas pausas para consultar papeles entre orador y orador. Gregor observaba impasible, sin permitirse un gesto de impaciencia ni, en realidad, ninguna otra emoción en su rostro frío y alargado.

Miles se mordió los labios mientras se aceleraban los latidos de su corazón. Muy parecido a una batalla, sí, aquel momento de reflexión. Lo que hubiera dejado por hacer, ya era demasiado tarde para arreglarlo.
Vamos. Vamos. Vamos
.

Un arrebato de ansiedad se agolpó en la garganta de Ekaterin cuando respondió al timbre de la puerta y descubrió a Vassily y a Hugo esperando en el porche de la casa de su tía. Lo siguió un arrebato de furia por destruir su antiguo placer por ver a su familia. Se contuvo apenas para no lanzarse a protestar diciendo que ya había cumplido sus reglas.
Al menos espera hasta que te hayan acusado
. Controló sus emociones y dijo, fríamente:

—¿Sí? ¿Qué es lo que quieren ahora?

Ellos se miraron el uno al otro.

—¿Podemos pasar? —dijo Hugo.

—¿Por qué?

Vassily cerró los puños; se frotó una palma húmeda contra el fondillo de los pantalones.

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