Una campaña civil (65 page)

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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia ficción

BOOK: Una campaña civil
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Podría no ser significativo, se dijo Miles, incluso los emperadores tienen que ir al cuarto de baño de vez en cuando.

Miles aprovechó el momento para hablar de nuevo por su comunicador de muñeca.

—¿Pym? ¿Qué pasa con Dono?

—Acabo de recibir confirmación de la mansión Vorrutyer —contestó Pym después de un instante—. Dono viene de camino. El capitán Vorpatril lo escolta.

—¿Han salido ahora?

—Al parecer llegó a casa hace menos de una hora.

—¿Qué ha estado haciendo toda la noche?

Seguro que Dono no había escogido la noche anterior a la votación para irse con Ivan de picos pardos… por otro lado, tal vez quería probar algo…

—No importa. Asegúrate de que llegue sin problemas.

—Estamos en ello, milord.

Gregor regresó en efecto en el tiempo aproximado que habría tardado en hacer un pis. Se sentó sin interferir en el Círculo de Oradores, pero dirigió una mirada extraña, exasperada y levemente divertida en dirección a Miles. Miles se enderezó en su asiento y le devolvió la mirada, pero Gregor no le ofreció ninguna pista. Adoptó de nuevo su habitual expresión impasible, que podía ocultarlo todo, desde el aburrimiento terminal a la furia.

Miles no le daría a sus adversarios la satisfacción de verlo morderse la uñas. Los conservadores iban a quedarse sin oradores muy pronto, a menos que llegaran más de los suyos. Miles contó otra vez las cabezas, o más bien, los escaños vacíos. La asistencia era alta hoy, pues la votación era importante. Vortugalov y su representante continuaban ausentes, como había prometido lady Alys. También faltaban, inexplicablemente, Vorhalas, Vorpatril, Vorfolse y Vormuir. Ya que tres y, posiblemente, los cuatro votos estaban asegurados para la facción conservadora, no era ninguna pérdida para él. Empezó a dibujar cuchillos, espadas y pequeñas explosiones en el otro margen de su hoja, y esperó un poco más.

—… ciento ochenta y nueve, ciento noventa, ciento noventa y uno —contaba Enrique, con gran satisfacción.

Kareen dejó de trabajar en la comuconsola y se asomó a ver al científico escobariano. Ayudado por Martya, estaba terminando el inventario de cucarachas mantequeras con librea Vorkosigan, mientras las introducía simultáneamente en su nueva jaula de acero inoxidable, abierta sobre la mesa.

—Sólo faltan nueve —continuó Enrique, feliz—. Menos del cinco por ciento de bajas, una pérdida aceptable para este tipo de desafortunado accidente, creo. Mientras te tenga a ti, querida.

Se volvió hacia Martya y extendió la mano para tomar el frasco que contenía la cucaracha reina mantequera Vorkosigan, traída la noche anterior por la triunfal hija menor del soldado Jankowsky. Volcó el frasco y se colocó la cucaracha en la palma. La reina había crecido dos centímetros durante los rigores de su escapada, según las medidas de Enrique, y ahora llenaba su mano y rebosaba por los lados. Se la acercó a la cara, dio besitos en el aire para animarla y le acarició el caparazón con la yema del dedo. El bicho se le aferró con fuerza con sus zarpas, extrajo sangre y le siseó.

—Hacen ese ruido cuando son felices —le informó Enrique a Martya, en respuesta a su vacilante mirada.

—Oh.

—¿Te gustaría acariciarla? —tendió el bicho gigante, invitador.

—Bueno… ¿por qué no? —también ella probó suerte, y fue recompensada con otro siseo, mientras el bicho arqueaba la espalda. Martya sonrió sin ganas.

En el fondo, Kareen pensaba que un hombre cuya idea de pasárselo bien era dar de comer, acariciar y cuidar a una criatura que respondía a su adoración con ruidos hostiles tendría que llevarse de fábula con Martya. Enrique, después de unos cuantos suspiritos más, metió la reina en la caja de acero para que fuera atendida, cuidada, servida y alimentada por su progenie de obreras.

Kareen suspiró y volvió su atención a las notas de Mark sobre el análisis de precios de sus cinco productos alimenticios propuestos. Ponerles nombres iba a ser todo un reto. Las ideas de Mark tendían hacia lo blando, y no tenía sentido preguntarle a Miles, cuyas amargas sugerencias se centraban en cosas como
Vómito Vainilla
y
Caca Cucaracha
.

La mansión Vorkosigan estaba muy tranquila esa mañana. Todos los soldados que Miles no había empleado habían ido con los Virreyes a un desayuno político que se celebraba en honor de la futura Emperatriz. La mayor parte del personal tenía la mañana libre. Mark había aprovechado la oportunidad (y Ma Kosti, que se estaba convirtiendo en su asesora permanente de desarrollo de productos) para ir a echar un vistazo a una pequeña planta de envasados lácteos. Tsipis había encontrado un envasador parecido en Hassadar que iba a mudarse a unas instalaciones más grandes, y había atraído la atención de Mark hacia sus instalaciones abandonadas como posible centro para la planta piloto de productos de cucaracha mantequera.

El trayecto matutino de Kareen hasta el trabajo había sido breve. La noche anterior había dicho que se quedaba a dormir en la mansión Vorkosigan. Para su alborozo, ella y Mark no fueron tratados como niños ni como criminales ni como idiotas, sino con el mismo respeto que cualquier otra pareja de adultos. Cerraron la puerta del dormitorio de Mark y ya no fue asunto de nadie más que de ellos. Mark se había ido silbando al trabajo aquella mañana… desafinando, ya que al parecer compartía la total falta de talento musical de su hermano-progenitor. Kareen tarareó entre dientes algo más melódicamente.

Se interrumpió cuando llamaron a la puerta del laboratorio. Allí estaba una de las doncellas, con aspecto preocupado. En general, el personal de servicio de la mansión Vorkosigan evitaba el pasillo del laboratorio. Algunos temían a las cucarachas mantequeras. Muchos más tenían miedo de los montones de frascos de un litro repletos de manteca que ya flanqueaban ambos lados del pasillo. Todos habían aprendido que aventurarse hasta allí era probar nuevos productos de cucaracha mantequera. Esta última circunstancia, desde luego, había acabado con el ruido y las interrupciones. Kareen recordó que aquella muchacha compartía las tres aversiones.

—Señorita Koudelka, señorita Koudelka… doctor Borgos, tienen visita.

La doncella se hizo a un lado para dejar entrar a dos hombres en el laboratorio. Uno era delgado, el otro era… grande. Ambos llevaban trajes arrugados de estilo escobariano, reconoció Kareen, que había convivido con Enrique. El hombre delgado, de mediana edad, era difícil decirlo, llevaba un clasificador lleno de papeles. El grande, simplemente, respiraba.

El hombre delgado dio un paso al frente y se dirigió a Enrique.

—¿Es usted el doctor Borgos?

Enrique alzó la cabeza al oír el acento escobariano, un recuerdo de casa después de aquel largo y solitario exilio entre barrayareses.

—¿Sí?

El hombre delgado agitó la mano libre en un gesto de alegría.

—¡Por fin!

Enrique sonrió con tímida ansiedad.

—Oh, ¿han oído hablar de mi trabajo? ¿Son, por casualidad… inversores?

—Más bien no —sonrió ferozmente el hombre delgado—. Soy el Oficial de Libertad Condicional Óscar Gustioz… él es mi ayudante, el sargento Muno. Doctor Borgos… —el oficial Gustioz colocó formalmente una mano sobre el hombro de Enrique—, queda usted arrestado por orden de las Cortes Planetarias de Escobar por fraude, robo, no presentarse a juicio y falsificación de documentos.

—¡Pero esto es Barrayar! —farfulló Enrique—. ¡No pueden arrestarme aquí!

—Oh, sí que podemos —dijo firmemente el oficial Gustioz. Depositó el clasificador en el taburete que Martya acababa de dejar libre y lo abrió—. Aquí tengo, por orden, la orden oficial de arresto de las Cortes —empezó a pasar páginas, todas selladas y arrugadas y garabateadas—, el consentimiento preliminar de extradición por parte de la Embajada Barrayaresa de Escobar, con las tres solicitudes intermedias, aprobadas, el consentimiento final de la Oficina Imperial aquí, en Vorbarr Sultana, las órdenes preliminares y finales de la oficina del conde del Distrito Vorbarra, dieciocho permisos separados para transportar a un prisionero desde las estaciones de salto del Imperio Barrayarés desde aquí hasta casa y, por último, pero no menos importante, el permiso de la Guardia Municipal de Vorbarr Sultana firmado por lord Vorbohn en persona. He tardado más de un mes en resolver este laberinto burocrático y no voy a pasarme ni una hora más en este maldito mundo. Puede hacer las maletas, doctor Borgos.

—¡Pero si Mark
pagó
la fianza de Enrique! —exclamó Kareen—. Lo compramos… ¡ahora es
nuestro
!

—La falsificación de documentos no borra los cargos criminales, señorita —le informó estirado el oficial escobariano—. Los aumenta.

—Pero… ¿por qué arrestar a Enrique y no a Mark? —preguntó Martya, asombrada. Contempló el puñado de papeles.

—No hagas sugerencias —le dijo Kareen entre dientes.

—Si se refiere a ese peligroso lunático conocido como lord Mark Pierre Vorkosigan, señorita, lo intenté. Créame, lo intenté. Me pasé semana y media intentando conseguir la documentación. Tiene Inmunidad Diplomática Clase III que lo protege de casi todo, excepto del asesinato descarado. Además, he descubierto que sólo tenía que pronunciar correctamente su apellido para producir el torpedeo más cerrado por parte de todos los empleados, secretarios, oficiales de embajada y burócratas barrayareses que me he encontrado. Hubo momentos en que pensé que iba a volverme loco. Por fin, me reconcilié con mi desesperación.

—Creo que los medicamentos ayudaron también, señor —comentó Muno animosamente. Gustioz lo fulminó con la mirada.

—Pero
usted
no se me va a escapar —continuó diciéndole Gustioz a Enrique—. Una maleta. Ahora.

—¡No pueden entrar aquí y llevárselo, sin avisar ni nada! —protestó Kareen.

—¿Tiene idea del esfuerzo y la atención que he tenido que poner para asegurarme de que no lo avisaran? —preguntó Gustioz.

—¡Pero
necesitamos
a Enrique! ¡Lo es todo para nuestra nueva compañía! ¡Sin Enrique, nunca habrá ninguna cucaracha mantequera que pueda comer vegetación barrayaresa!

Sin Enrique, no tendrían ninguna industria de cucarachas mantequeras… sus acciones no valdrían nada. Todo el trabajo del verano, todos los frenéticos esfuerzos organizativos de Mark se irían a tomar viento. No habría beneficios, ni ingresos, ni independencia adulta, ni sexo divertido y resbaloso con Mark… nada más que deudas, y deshonor y un puñado de familiares desdeñosos diciéndole
te lo dije

—¡No pueden llevárselo!

—Al contrario, señorita —dijo el oficial Gustioz, recogiendo su puñado de papeles—. Puedo y lo haré.

—Pero ¿qué le ocurrirá a Enrique en Escobar? —preguntó Martya.

—Juicio —dijo Gustioz con espectral satisfacción—, seguido de la cárcel, espero devotamente. Durante mucho, mucho tiempo. Espero que añadan las costas del juicio. El comptrolador va a gritar cuando le entregue mis facturas de viaje. Será como tomarse unas vacaciones, dijo mi supervisora. Volverás dentro de dos semanas, dijo. No he visto a mi esposa y mi familia desde hace dos meses…

—Pero eso es un desperdicio absoluto —dijo Martya, indignada—. ¿Por qué encerrarlo en una celda en Escobar, cuando podría estar haciendo un auténtico bien a la humanidad
aquí
?

Kareen dedujo que Martya estaba calculando también la rápida pérdida de valor de sus acciones.

—Esto es algo entre el doctor Borgos y sus airados acreedores —lo dijo Gustioz—. Yo sólo estoy haciendo mi trabajo. Por fin.

Enrique parecía terriblemente apurado.

—Pero ¿quién cuidará de mi pobres chicas? ¡No lo comprende!

Gustioz vaciló, y dijo en tono molesto:

—En mis órdenes no había ninguna referencia a que tuviera a alguien a su cargo —miró confundido a Kareen y Martya.

—¿Cómo han entrado aquí, por cierto? —dijo Martya—. ¿Cómo han podido esquivar al guardia de SegImp de la puerta?

Gustioz blandió su arrugado clasificador.

—Página a página. Tardé cuarenta minutos.

—Insistió en comprobarlos uno a uno —explicó el sargento Muno.

—¿Dónde está Pym? —le preguntó apremiante Martya a la doncella.

—Salió con lord Vorkosigan, señorita.

—¿Jankowsky?

—También.

—¿Hay alguien?

—Todos los demás han salido con milord y milady.

—¡Maldición! ¿Qué hay de Roic?

—Está durmiendo, señorita.

—Tráelo aquí.

—No le gustará que lo despierten fuera de horas de servicio, señorita… —dijo la doncella, nerviosa.

—¡Tráelo!

Reacia, la doncella se dispuso a salir.

—Muno —dijo Gustioz, que había presenciado la conversación con creciente incomodidad—, ahora —señaló a Enrique.

—Sí, señor. —Muno agarró a Enrique por el codo.

Martya agarró a Enrique por el otro brazo.

—¡No! ¡Espere! ¡No pueden llevárselo!

Gustioz miró a la doncella, que se marchaba.

—Vamos, Muno.

Muno tiró. Martya tiró. Enrique dijo «¡Ay!». Kareen agarró el primer objeto que encontró, una vara de metal, y avanzó. Gustioz se guardó el fajo de papeles bajo el brazo y se dispuso a agarrar a Martya.

—¡Deprisa! —le gritó Kareen a la doncella, y trató de hacer la zancadilla a Muno colocándole la vara entre las rodillas.

Todos daban vueltas mientras Enrique servía como eje central, así que tuvo éxito. Muno soltó a Enrique, que cayó sobre Martya y Gustioz. En un salvaje intento por recuperar el equilibrio, la mano de Muno golpeó la esquina de la jaula de bichos que estaba encima de la mesa del laboratorio.

La caja de acero inoxidable voló por los aires. Ciento noventa y dos sorprendidas cucarachas mantequeras marrón y plata revolotearon por el laboratorio, en una loca y sonora trayectoria. Como las cucarachas mantequeras tenían la capacidad aerodinámica de los ladrillos, cayeron sobre los humanos en pugna, y resbalaron y fueron pisoteados. La caja y Muno golpearon el suelo. Gustioz, intentando protegerse de aquel inesperado asalto aéreo, perdió literalmente los papeles: los documentos con sus sellos de colores se unieron al vuelo de las cucarachas mantequeras. Enrique aulló como un poseso. Muno simplemente gritó, espantando frenéticamente las cucarachas para quitárselas de encima, y trató de encaramarse al taburete.

—¡Miren lo que han hecho! —le gritó Kareen a los oficiales escobarianos—. ¡Vandalismo! ¡Asalto! ¡Destrucción de bienes! ¡Destrucción de la propiedad de un
lord Vor
, en la mismísima Barrayar! ¡Ahora sí que se han metido en un lío!

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