Cayó de espaldas en el agua. El aire abandonó su cuerpo con un estallido. Se sentía como si lo hubiera atropellado un autobús. No podía respirar, pero veía, sentía sus miembros y, tras jadear unos segundos, logró por fin recuperar el aliento.
—Bueno, ¿qué tal va de momento? —preguntó el lince a medio metro por encima de su cabeza.
—Bien —dijo Charlie—. Huyen despavoridas.
Bob tenía un gran mordisco en medio del pecho y su uniforme de guardia de la Torre de Londres estaba hecho jirones, pero por lo demás parecía bastante animado. Sostenía el Águila del Desierto entre los brazos como si fuera un bebé.
—Seguramente necesitarás esto. Ese último
dis'aro
dio en el blanco,
'or
cierto. Le arrancaste la mitad del cráneo.
—Estupendo —dijo Charlie, a quien todavía le costaba un poco respirar. Sentía un dolor abrasador en el pecho y pensó que quizá se hubiera roto una costilla. Se incorporó y se miró el protector de su pecho. Las zarpas de la Morrigan le habían arañado la parte frontal y en cierto lugar una de las uñas se había metido por debajo de la placa de resina y se había hundido en la carne. No sangraba mucho, pero sangraba, y le dolía a rabiar.
—¿Siguen viniendo?
—Las dos a las que has
dis'arado
, no. No sabemos dónde se ha metido la otra, a la que le clavaste la
es'ada
.
—No sé si podré volver a subir por esa cuerda —dijo Charlie.
—
T’ede
que eso no sea
'roblema
—contestó Bob. Estaba mirando hacia arriba, hacia el techo de la gruta, donde un torbellino de murciélagos chillaba y volaba alrededor del mástil. Por encima de los murciélagos, otra criatura batía sus alas.
Charlie le quitó la pistola a Bob y se levantó, estuvo a punto de caerse, se equilibró y se apartó del casco del barco. Las ardillas se dispersaron a su alrededor.
Holgazán
soltó una andanada de ladridos furiosos.
El demonio aterrizó en el agua a unos quince metros de allí. Charlie sintió que un grito se alzaba en su garganta, pero consiguió sofocarlo. Aquella cosa tenía casi cinco metros de alto y sus alas medían quince metros de envergadura. Su cabeza era tan grande como un barril de cerveza y parecía tener la forma y los cuernos de un toro, quitando las mandíbulas, que eran de predador y estaban recubiertas de dientes, a medio camino entre las de un león y un tiburón. Sus ojos refulgían, verdes.
—Ladrón de almas —bramó. Plegó sus alas hasta formar dos puntas elevadas a su espalda y dio un paso hacia Charlie.
—Bueno, eso lo serás más bien tú, ¿no? —dijo Charlie, todavía un poco jadeante—. Yo soy el Luminatus.
El demonio se detuvo. Charlie aprovechó aquel momento de vacilación para levantar el arma y abrir fuego. El disparo se incrustó en el hombro del demonio y lo empujó hacia un lado. El demonio se revolvió y lanzó un bramido.
Charlie sintió que su aliento, que olía a carne pútrida, lo envolvía. Retrocedió y disparó de nuevo. Tenía ya la mano entumecida por culpa del retroceso de la enorme pistola. El disparo hizo retroceder un paso al demonio. Desde arriba se oyeron vítores y chillidos.
Charlie disparó una y otra vez. Las balas abrían cráteres en el pecho del demonio. Este se tambaleó y cayó de rodillas. Charlie apuntó y apretó nuevamente el gatillo. Pero la pistola hizo
che
.
Charlie retrocedió unos pasos e intentó recordar lo que le había enseñado Minty acerca de cómo recargar la pistola. Consiguió apretar un botón que soltó el cargador, pero este cayó al agua. Abrió entonces uno de los bolsillos que tenía bajo el brazo para sacar otro cargador. Pero el cargador se salió y también cayó al agua. Bob y un par de ardillas se adelantaron chapoteando y se zambulleron en busca de él.
El demonio bramó de nuevo, desplegó las alas y, de un solo impulso, se levantó por completo.
Charlie sacó el segundo cargador y con manos temblorosas logró encajarlo en el fondo del Águila del Desierto. El demonio se agazapó como si se dispusiera a saltar. Charlie metió una bala en la recámara y disparó. El demonio cayó hacia delante cuando el enorme proyectil le arrancó un trozo de muslo.
—¡Bien hecho, Carne! —gritó una voz femenina desde arriba.
Charlie levantó la vista rápidamente, pero enseguida volvió a mirar al demonio con cabeza de toro, que estaba de nuevo en pie. Se agarró la muñeca y disparó y volvió a disparar mientras avanzaba y las balas iban incrustándose en el pecho del demonio con cada paso que daba. Tenía la impresión de que en cualquier momento el retroceso del arma le haría añicos la muñeca, pero de pronto el martillo percutió sobre una recámara vacía. Charlie se detuvo a apenas dos metros del demonio, que cayó de bruces al agua. Charlie dejó caer el Águila del Desierto y se hincó de rodillas. La gruta pareció ladearse ante él y su visión se cerró como un túnel.
Las Morrigan aterrizaron junto a él, una a cada lado. Cada una llevaba en la garra la resplandeciente vasija de un alma y se frotaba con ella las heridas.
—Has estado estupendo, amor —dijo la mujer cuervo, que era la que estaba más cerca del demonio caído. Charlie la reconoció de aquella noche en el callejón. La herida punzante que su espada le había hecho en la tripa iba sanando ante sus ojos. Ella pateó el cuerpo del demonio con cabeza de toro—. ¿Lo veis?, ya os decía yo que las pistolas son un asco.
—Muy bien hecho, Carne —dijo la que estaba a la derecha de Charlie. Su cuello todavía se estaban ensamblando. Era a la que Charlie había mandado volando de un tiro al techo del camarote.
—Chicas, rebotáis con mucho encanto, como el Coyote de los dibujos animados —dijo Charlie. Sonrió; se sentía borracho, como si estuviera viendo todo aquello desde otro lugar.
—Es un cielo —dijo la arpía pajillera—. Podría comérmelo enterito.
—Por mí, bien —dijo la Morrigan de su izquierda, cuya cabeza seguía un poco ladeada.
Charlie vio que sus garras chorreaban veneno y se miró la herida que tenía bajo el protector del pecho.
—Sí, tesoro —dijo la pajillera—, me temo que Nemain te ha matado. Pero si has durado tanto tiempo es que eres todo un guerrero.
—Soy el Luminatus —contestó Charlie.
Las Morrigan se echaron a reír. La que estaba delante de él ejecutó un pequeño paso de baile. Mientras lo hacía, el demonio con cabeza de toro levantó la cara del agua.
—El Luminatus soy yo —dijo mientras le corrían por los dientes agua y una sustancia negruzca y viscosa.
La Morrigan dejó de bailar, agarró uno de sus cuernos y le echó la cabeza hacia atrás.
—¿Tú crees? —dijo. Entonces hundió las uñas en su garganta. El demonio rodó y la apartó de un manotazo, haciéndola volar diez metros por el aire, hasta que chocó contra el casco del barco.
La Morrigan que había detrás de Charlie le dio una palmadita en la cabeza al pasar por su lado.
—Enseguida estamos contigo, cariño. Yo soy Macha, por cierto, y el Luminatus somos nosotras... o lo seremos dentro de un momento.
La Morrigan cayó sobre el demonio con cabeza de toro y comenzó a arrancar a golpes grandes trozos de carne y hueso de su cuerpo. Las otras echaron a volar y se precipitaron sobre el demonio lanzándole zarpazos. El demonio braceaba intentando apartarlas y a veces lograba acertar un golpe, pero estaba tan debilitado por los disparos que se debatía sin eficacia. En dos minutos estuvo acabado y la mayor parte de su carne le había sido arrancada. Macha agarraba su cabeza por los cuernos como si sostuviera el manillar de una motocicleta mientras las fauces del demonio seguían tajando el aire.
—Tu turno, ladrón de almas —dijo Macha.
—Sí, tu turno —dijo Nemain mientras desnudaba sus garras.
Macha acercó la cabeza del demonio a Charlie. Este retrocedió al tiempo que los dientes se abrían y cerraban a unos centímetros de su cara.
—Esperad un momento —dijo Babd.
Las otras dos se detuvieron y se volvieron hacia su hermana, que estaba de pie junto a lo que quedaba del cadáver del demonio.
—No nos dio tiempo a acabar.
Dio un paso adelante, pero de pronto algo parecido a una bola de oscuridad la golpeó y la hizo desaparecer. Charlie miró la cabeza del demonio, que seguía acercándose a él. Luego se oyó un fuerte chasquido y Macha se desplazó bruscamente hacia un lado, como si tuviera una cuerda elástica atada al tobillo y alguien hubiera tirado de ella.
Los chillidos empezaron de nuevo y Charlie vio a las Morrigan zarandeadas de un lado a otro en la penumbra, entre chapoteos, y sintió el caos. No lograba comprender lo que estaba ocurriendo. Sus ojos no se enfocaban.
Miró a Nemain, que se acercaba a él con las manos chorreando ponzoña. De pronto, una manita apareció en la periferia de su campo visual y la cabeza de la Morrigan estalló en lo que parecía un millar de estrellas.
Charlie miró hacia donde aquella manita había aparecido ante sus ojos.
—Hola, papi —dijo Sophie.
—Hola, nena —contestó él.
Ahora veía lo que estaba pasando: los cancerberos estaban destrozando a las Morrigan. Una de ellas se desgarró, saltó al aire y desplegó sus alas; después se abalanzó hacia Sophie, chillando.
Sophie levantó la mano como si dijera adiós y la Morrigan se evaporó en una nube negra y viscosa. Los cientos de almas que había engullido a lo largo de miles de años flotaron en el aire; sus luces rojas rodearon la gruta y la inmensa cámara pareció quedar suspendida en medio de una exhibición de fuegos artificiales.
—No debías estar aquí, cariño —dijo Charlie.
—Sí que debía—dijo Sophie—. Tenía que arreglar esto, hacerles volver. Soy la Luminatus.
—¿Tú...?
—Sí —contestó ella tranquilamente, con esa voz de Señora de la Muerte y las Tinieblas que resulta tan irritante en una niña de seis años.
Los cancerberos seguían ocupados con la Morrigan que quedaba. Mientras Charlie los miraba, la partieron en dos.
—No, cielo —dijo Charlie.
Sophie levantó la mano; Babd se evaporó como las otras y las almas cautivas se elevaron como las brasas de una hoguera.
—Vámonos a casa, papi —dijo Sophie.
—No —dijo Charlie, que apenas era capaz de sostener la cabeza en alto—. Tenemos que coger una cosa. —Se echó hacia delante y uno de los cancerberos se acercó para sujetarlo. Entre tanto, el ejército de las ardillas iba rodeando la proa del barco. Cada una de las criaturillas llevaba en las manos la vasija resplandeciente de un alma que había recuperado de la cabina del barco.
—¿Esto? —preguntó Sophie. Le quitó un cd a Bob y se lo dio a Charlie.
Él le dio la vuelta y lo abrazó contra su pecho.
—¿Sabes qué es esto, cariño?
—Sí. Vámonos a casa, papá.
Charlie se dejó caer sobre el lomo de
Alvin
. Sophie y el pueblo ardilla lo sostuvieron hasta que salieron del Inframundo. Minty Fresh lo llevó en brazos al coche.
Un doctor vino y se fue. Cuando Charlie volvió en sí, estaba tumbado en su cama y Audrey le humedecía la frente con un paño mojado.
—Hola —dijo él.
—Hola —contestó Audrey.
—¿Te lo ha dicho Sophie?
—Sí.
—Crecen tan deprisa... —dijo Charlie.
—Sí. —Audrey sonrió.
—Conseguí esto. —Metió la mano detrás del protector de su pecho y sacó el cd de Sarah McLachlan, que latía con una luz rojiza.
Audrey asintió con la cabeza y cogió el disco.
—Vamos a ponerlo aquí, donde puedas verlo. —En cuanto sus dedos tocaron la funda de plástico, la luz se apagó y ella se estremeció—. ¡Dios mío! —dijo.
—Audrey. —Charlie intentó sentarse, pero el dolor lo obligó a tumbarse de nuevo—. ¡Ay! Audrey, ¿qué ha pasado? ¿Lo consiguieron? ¿Se llevaron su alma?
Ella se estaba mirando el pecho; luego miró a Charlie con lágrimas en los ojos.
—No, Charlie, soy yo —dijo.
—Pero ya lo habías tocado antes, esa noche, en la despensa. ¿Por qué no pasó entonces?
—Supongo que entonces no estaba preparada.
Charlie cogió su mano y la apretó; después, una oleada de dolor se apoderó de él y la apretó mucho más fuerte de lo que pretendía.
—Maldita sea —dijo. Había empezado a jadear y respiraba como si estuviera a punto de hiperventilar.
—Yo creía que todo era oscuro, Audrey. Que todo lo espiritual daba miedo. Tú me quitaste la venda de los ojos.
—Me alegro de ello —dijo Audrey.
—Eso me hace pensar que debería haberme acostado con una poeta para comprender cómo se puede destilar el mundo en palabras.
—Sí. Yo creo que tienes el alma de un poeta, Charlie.
—También debería haberme acostado con una pintora para sentir la onda de una pincelada, para absorber sus colores y texturas, y aprender a ver de verdad.
—Sí —dijo Audrey mientras le acariciaba el pelo con los dedos—. Tienes una imaginación maravillosa.
—Creo —añadió Charlie, y su voz se iba haciendo más aguda cuanto más le costaba respirar— que debería haberme acostado con una científica para entender los mecanismos del mundo y sentirlos hasta el tuétano.
—Sí, para sentir el mundo —dijo Audrey.
—Con las tetas bien grandes —añadió Charlie, y arqueó la espalda por el dolor.
—Claro, cariño —dijo Audrey.
—Te quiero, Audrey.
—Lo sé, Charlie. Yo a ti también.
Después, Charlie Asher, macho beta, marido de Rachel, hermano de Jane, padre de Sophie (la Luminatus, que ostentaba el dominio sobre la Muerte), amado de Audrey, Mercader de la Muerte y tratante de géneros usados de primera calidad, exhaló su último aliento y murió.
Audrey levantó la mirada y vio entrar a Sophie en la habitación.
—Se ha ido, Sophie.
Sophie puso la mano sobre la frente de Charlie.
—Adiós, papi —dijo.
Las chicas
Las cosas volvieron a su cauce en la Ciudad de los Dos Puentes y todos los dioses de las tinieblas que se habían alzado para derramarse sobre el mundo recordaron cuál era su lugar y regresaron a sus dominios en lo más profundo del Averno.
Jane y Cassie se casaron en una ceremonia civil que durante los años siguientes sería alternativamente deslegitimada y sancionada una docena de veces. Pese a todo, fueron felices y en su hogar reinó el buen humor.
Sophie se fue a vivir con sus tías, Jane y Cassandra. Creció hasta convertirse en una mujer alta y guapa, y con el tiempo ocupó su lugar como Luminatus, pero hasta entonces fue al colegio, jugó con sus cachorros y se lo pasó en grande mientras esperaba que su padre fuera a buscarla.