Un mundo para Julius (62 page)

Read Un mundo para Julius Online

Authors: Alfredo Bryce Echenique

Tags: #Novela

BOOK: Un mundo para Julius
9.65Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Pues entonces te vas a la mierda y te quedas sin saber...

—¿Qué pasa? —intervino Santiago, deteniéndose. —What's the matter? —ésa también se la sabía Lang. —¡Este, que lo sigue a uno por todas partes! —¿Cuándo te he seguido yo a ti? —Déjalo a orejitas.

Julius sintió un gran alivio al ver que Santiago había volteado sonriente, como si fuera a intervenir en su favor, pero ahí mismo se dio cuenta de que no lo estaba defendiendo, ni aprobando ni nada. Nuevamente había notado algo extraño en su mirada, algo que lo hizo recordar un instante en el aeropuerto, un instante en que esa misma impresión de vacío se reflejó en sus ojos... Sí, sí, también cuando saludó a Celso y a Daniel... Continuaron avanzando hacia la piscina.

—Es lo suficientemente profunda —dijo Santiago, al verla, pero tanto él como Lang IV miraban hacia la ventana del dormitorio que iban a ocupar en el segundo piso.

—¡Vamos arriba! —exclamó, de pronto, Santiago—. Upstairs! —le tradujo a su amigo, señalando la ventana del dormitorio.

Partieron los dos, seguidos por Bobby; ni cuenta se dieron de que Julius se había quedado parado junto a la piscina. Su cara reflejaba la angustia de un invitado adolorido, esperando ansioso el desenlace social-importantísimo de un retortijón en plena comida: acababa de darse otro instante de esa forma de mirar de Santiago, y estaba a punto de definirla. En todo caso esta vez le había captado un detalle más: la sonrisa, la sonrisa tenía algo que ver en el asunto.

La ventana del dormitorio estaba abierta, y Julius, parado siempre al borde de la piscina, podía mal que bien seguir la conversación de sus hermanos y el visitante, allá arriba. Primero Bobby les estuvo diciendo que no, que era imposible, pero después su voz no se volvió a escuchar. Llegaban, en cambio, las voces de Lester y Santiago discutiendo en inglés. Preguntaban por las ropas de baño, dónde diablos estarían entre tanta maleta; luego decían no importa, quítate el pantalón o por último vestidos. Julius escuchó también algunas risotadas, pero, enseguida, un breve silencio le permitió concentrarse en el instante raro de la mirada de su hermano. Nuevamente escuchó las voces, mucho más cerca esta vez, y cuando alzaba la vista para ver por qué... Go/, gritaron allá arriba y Santiago y Lester salieron volando uno tras otro por la ventana y se incrustaron serísimos en la piscina. Reaparecieron tranquilos y nadaron hasta el borde para salir, estaban en calzoncillos. Una vez afuera, se quedaron parados, los dos en la misma postura, con ambas manos apoyadas en las caderas y mirando satisfechos hacia el agua. Bobby los admiraba desde arriba y Julius los observaba desde el otro lado de la piscina: eran unos tarzanes, unos atletas, cada músculo se les dibujaba más cuando respiraban profundamente. Volvieron a mirar hacia la ventana, esta vez para medir el peligro, y Lester sonrió como diciendo ya está bueno; también Santiago sonrió, y fue entonces que Julius pudo notar que de la sonrisa se le iba lo alegre y que, luego, al alzar la cara para mirar más arriba del segundo piso, la débil sonrisa desaparecía del todo, escapándosele en una chispita que se apagó en sus ojos, en una fugaz pompa de jabón que desapareció salpicando de vacío su mirada, dejándola perdida en otra ventana, una más alta, en un tercer piso que nunca había existido en el palacio. Tal vez por eso también la expresión angustiada de sus labios, aún estirados y curvos, pero totalmente abandonados por la alegría.

—Vamos a descansar —le dijo Santiago a su amigo, interrumpiendo la cuidadosa observación de Julius—. Cena de Navidad con los viejos esta noche; después salimos. Un par de horas de sueño no nos caerían mal ahora. ¿Hay pesas? —preguntó de golpe, dirigiéndose a Julius.

Julius le iba a decir que no, y hasta pensó contarle la historia de Cano y los pedrones, pero se dio cuenta de que sería en vano porque Santiago ya había perdido interés en su respuesta.

—¡Orejitas! —exclamó, de pronto, sonriente, acercándosele para darle un afectuoso jalón de orejas, pero en ese instante como que vio a otro Julius más allá—. A dormir —dijo, con los ojos ya apagados.

Esa tarde, la Decidida andaba un poco fastidiada y, como siempre, fue Julius quien se la tuvo que soplar. Felizmente ya estaba aprendiendo a no tomarla muy en serio, y a decirle, como Carlos, que no se acalorara, que era malo para la presión. Por eso, ahora, sentado en el comedor, esperando a los recién llegados para empezar la cena navideña, sonreía cagándose en la curiosidad de Juan Lucas, mientras recordaba las quejas de Deci: «Ante todo, una forma muy libre, que le digan americana qué me importa, una forma muy libre de educación da como resultado lo que hoy se da y que es una verdadera falta de respetación. No se respeta aquí la Navidad; esta noche es Nochebuena y no se ve ni un solo árbol de Navidad.» Julius intervino para decirle que en eso él creía que mami tenía razón. «Mami dice que no se puede poner arbolitos de Navidad llenos de algodón, para que parezca nieve, cuando nos estamos achicharrando de calor. Eso está bien en Alemania o en los Estados Unidos, pero no en Perú.» La Decidida estaba de acuerdo. «Con lo que no estoy de acuerdo es con que la señora no haga pública esa expresión de su pensar, y en vez de arbolitos de Navidad, ponga nacimientos, que ahora no me van a decir que son también de los Estados Unidos... Tu hermano y su amigo Lester hace dos horas que están durmiendo y no me dejan entrar a acomodarles el equipaje; seguro todo lo han dejado tirado de cualquier manera por el cuarto... No me van a decir que los nacimientos los ha traído el joven Lester.» — «Deci, explicó Julius, la Navidad es bien triste, no sé por qué es bien triste. He pensado y debe ser porque falta Cinthia.

Antes había arbolito y nacimiento. Desde que murió Cinthia mami yo creo que ya no ha querido más eso.» La Decidida enmudeció pero su silencio duró muy poco. Dijo que respetaba los duelos pero que los sentimientos eran interiores y que nada tenían que ver con los arbolitos de Navidad que eran exteriores. «A cada uno su pena —agregó—, pero a todos la alegría.» Se quedó pensativa, encantada con su frase, hasta se le pasó el mal humor al ver que había dicho algo tan profundo. Se quedó sentada, mirando a Julius, de rato en rato agachaba la cabeza como si quisiera asomarse a la profundidad de sus palabras.

—¿A qué hora bajan los viajeros? —preguntó Juan Lucas, un poco impaciente.

—No sé, darling.

—A ver, Celso, vaya trayéndome una botella de champagne. —Sí, señor.

Julius recordó a Celso entrando a la repostería, mientras la Decidida y él discutían de igual a igual sobre la Navidad. Entró encantado, diciendo que el señor y la señora habían sido muy generosos con la indemnización que les habían hecho a todos esta Navidad. «A cada cosa por su nombre, lo interrumpió la Decidida; eso no es una indemnización sino un aguinaldo navideaño, navideño», se corrigió rápido. Julius sonreía al recordar la escena, y Juan Lucas ya le iba a preguntar ¿se puede saber de qué se ríe usted, jovencito?, pero en ese instante Susan linda, sentada a un extremo de la mesa, elevó la mirada por encima de los candelabros de doce velas encendidas y, llevándose hacia atrás el mechón rubio, sonrió anunciando en la ternura de su rostro la entrada de los viajeros al comedor.

—Dormilones —dijo, tocando con un dedo el pie de un candelabro, frente a ella.

«Carajo», pensó soltar Lang IV, al descubrir la figura de Susan, semioculta ahora entre los candelabros; felizmente recordó que en el avión Santiago le había dicho ésa ya te diré cuándo puedes soltarla. Con las justas se contuvo el carajo el gringo, pero en su rostro se notaba el impacto que le había producido ver a Susan detrás de las velas encendidas, encerrada entre ventanales que daban a jardines adivinados del trópico muy al sur del río Grande, entre paredes en las que colgaban cuadros oscuros probablemente de santos extraños, como la obra maestra de la escuela cuzqueña con que su padre regresó una vez de Lima. No tenía un pelo de tonto el hijo del inversionista: esperó que Santiago besara a su madre y, detrás de él, se acercó haciendo aparecer un regalo que anunció «para usted, señora, con el cariño de mis padres», y antes de que Susan pudiera agradecérselo, produjo otro regalo que anunció como suyo, y que entregó diciéndole «no hay palabras», en inglés, por supuesto.

Estalló la botella de Juan Lucas, mucho mejor que las miles que estallan noche tras noche en los cabarets del mundo; Celso se le acercó con el azafate y las copas. Dos minutos después todos bebían y brindaban, sin llegar a decir nunca por qué o por quién brindaban, «¡salud!», decían, ahí se quedaban.

—¡Amoroso! ¡So sweet! —exclamó Susan, de pronto, sacudiendo la cabeza para arrojar el mechón rubio hacia atrás, porque tenía ambas manos ocupadas con la cajita abierta y la tarjetita.

—¡Amoroso! —repitió, leyendo la tarjetita—: Lester nos envía con su hijo la llave de oro de su nueva casa en Boston, la casa es nuestra, está y estará siempre a nuestra disposición... /5o sweet!

Nuevamente brindaron todos, esta vez muy probable que fuera por el de la llave y las inversiones de oro, y Juan Lucas, que nunca se quedaba atrás en eso de ganarse a la gente, produjo también una llave.

—¡Esta es una llave sueca! —exclamó—. ¡Abre la puerta y el contacto de un Volvo sport que los espera afuera, muchachos!

Santiago le tradujo al inglés a Lester, y Lester aceleró con un pie, bajo la mesa, y partió sin rumbo fijo con un zumbido de automovilística felicidad.

—¡Gracias, Juan Lucas! —exclamó Santiago, encantado, pero en ese instante Julius notó que su mirada se desviaba hacia el ventanal, y se iba como buscando en la noche del campo de polo un automóvil sport que estuviera más allá del Volvo.

Empezaron a entregarse los regalos. Juan Lucas anunció que no bien Santiago y Lester regresaran a los Estados Unidos, a principios de enero, el Volvo quedaría encerrado con llave en el garaje, esperando los resultados del examen de ingreso de Bobby. «Si apruebas, es tuyo, añadió, extendiéndole un fajo de billetes para que se divirtiera hasta año nuevo; una semana de juerga es suficiente, el dos de enero, a encerrarse a estudiar.» Bobby miró a Julius, como diciéndole te quedaste sin saber a quién me voy a tirar, y Julius decidió preguntarle a Carlos el otro significado de la palabra tirar. Ahí quedó ese asunto por ahora. Susan acababa de pedirle a Celso que trajera los regalos del niño Julius, y ya aparecía el mayordomo con la flamante bicicleta de carrera que Juan Lucas había recomendado en vista de que Julius ya ni golfito jugaba. «Cada día está más flaco, había dicho, más desgarbado, no luce la ropa como sus hermanos.» Julius se entregó a la inspección de la bicicleta. Tenía de todo: piñones especiales, por lo menos así decía el manual que colgaba del timón: la palanquita esa eran los cambios, para ir más rápido en las bajadas, para ir más suavecito en las subidas, para ir más descansado en las normales, por último uno para ir como va todo el mundo en bicicleta. Terminada la inspección, Julius volteó donde Susan, y la miró como diciéndole ¿y qué hubo de lo otro? Felizmente Susan estaba atenta, porque tanta alegría con champagne, candelabros, besos, regalos y la servidumbre aguaitando por la rendija de la puerta, empezaba a entristecerlo.

—Darling, no me he olvidado —dijo—; no me he olvidado, pero en la librería me enseñaron el último catálogo, y justo ahora acaba de aparecer en los Estados Unidos una edición preciosa de las obras completas, toda forrada en cuero verde. Lo siento, darling; tomará uno o dos meses en llegar, pero yo he cumplido con mi promesa. ¿Acaso no te gustaría tener tus Mark Twain con tapas de cuero verde?

Julius casi le contesta mejor de acero verde para que Bobby no me los vuelva a romper, pero verdad que en Navidad era como en la segunda guerra mundial, que en Navidad los soldados dejaban de pelear. Además, en ese momento, Susan le anunció que le tenía otro regalito y que se lo había comprado por si quería entretenerse mientras llegaban los Mark Twain. Julius recibió el paquete pensando que la guitarrita no tenía nada que ver con los Mark Twain y que seguro era algo que a mami se le había ocurrido en el momento. Adivinó, porque, en efecto Susan, caminando y completamente perdida y millonaria por una juguetería, y pensando tal vez que tenía que comprar unos juguetes para mandarle a sus pobres del hipódromo, vio el violín sobre un escaparate y le pareció que Julius con sus cinco años quedaría graciosísimo, todo orejón, tocando violín. Julius terminó de desempaquetar su guitarrita y se encontró con que era un violín. «Un violín sin profesor, felizmente» pensó, mirando a Juan Lucas, que acababa de ordenar que trajeran el pavo, y que en ese momento volteaba hacia donde Julius.

—Mañana mismo coge usted su bicicleta y a la calle; a hacer deporte —le dijo.

Pero con todo el dinero que tenía para gastarse en una semana, Bobby no fue a buscar a Sonia. Dejó el asunto para más tarde, porque el prostíbulo era una etapa de la vida que Santiago había superado, y si quería andar con su hermano esos días, no le quedaba más remedio que seguirlo en sus aventuras vacacionales y gastarse con él y con Lester todo el dinero que Juan Lucas le había regalado por Navidad. Nunca creyó que su hermano aceptaría su compañía sin protestar. Por el contrario, pensó que los recién llegados le iban a decir en algún momento que los dejara en paz, basándose en que ellos eran casi mayores de edad, mientras que él aún no había cumplido los dieciocho. Bobby temió que ese momento iba a llegar después de la cena navideña, cuando los tres salieron al patio exterior del palacio para estrenar el precioso Volvo, estacionado detrás de la carroza. Santiago sonrió al ver el automóvil por primera vez. «No está mal», dijo, pero mientras se acercaba su sonrisa se fue apagando, y tanto él como Lester subieron y cerraron las puertas como si toda la vida hubieran tenido ese auto. Bobby se quedó parado, mirando, pensando que no bien ellos se fueran, él cogería la camioneta y partiría donde Nanette.

—¿Subes? —le preguntó Santiago, de pronto, abriéndole la puerta del auto.

Bobby subió rápido, y se sentó en el estrecho asiento posterior, con la esperanza de que alguien saliera a abrirles el portón. «Toca la bocina», dijo, pero Santiago como si no lo hubiera oído. Estaba pensando, ¿qué mierda se hace en Lima? ¿Cómo se presenta un tipo que ha estado fuera tanto tiempo ? ¿ A quién llamo ? ¿ Qué chica me gustaba? ¿ A quién me puedo tirar? ¿Quién para Lester? ¿A qué playa se va? ¿Ancón? ¿Herradura? ¿Las Gaviotas? ¿El Waikiki? Bueno, eso lo iría viendo poco a poco, más importante era algún lugar nocturno por ahora, ya era más de la una de la mañana.

Other books

Understudy by Wy, Denise Kim
Gravedigger by Mark Terry
Urban Shaman by C.E. Murphy
In the Dark by Taylor, Melody
Flecks of Gold by Buck, Alicia