Vente a la gloria con Gloria cha cha cha
Vente a la gloria conmigo cha cha cha
Lo de cha cha cha se lo soltaba en la orejita a los señores que tenían a su esposa al lado. «Guapa la puta», pensaban las sonrientes y amables ofendidas, acomodándose en sus asientos. Les incomodaba sentirse tan superiores y de repente tan inferiores. Cha cha chase le despegaba a un marido y se iba a otra mesa, permitiendo que la señora se acomodara de una vez por todas en su cómoda silla. Pero cha cha challegaba Gloria Symphony a otra mesa, y a otra y a otra, perdiéndose luego por ahí atrás hasta que llegó por donde Tonelada le gritó ¡aligérate mi diosa!
Vente a la gloria con Gloria cha cha cha
Vente a la gloria conmigo
Y mientras decía cha cha charegresaba hacia el estrado arrojando plumas, tules, sedas, tafetanes, total que no le quedó más que lo de arriba y una Conchita brillante, llenecita de lentejuelas de plata, chiquitita.
—Ésa ya le ha traído líos con la Junta de Obras Públicas —comentó Tonelada.
—Animal —le dijo Santiago, sonriente. —Las señoras esas que castigan a estas chicas. Pero Tonelada interrumpió su jocosa aclaración porque en ese instante la orquesta dejó de tocar, saltando, de pronto, negro el bongoncero a lugar preferencial, montándose prácticamente sobre el bongó, acariciándolo igual a un mono con un plátano enorme y anunciando con tres toques hondos y sonoros, misterio y peligro de los hechiceros de Haití. Sus toques tuvieron terribles consecuencias sobre el vientre famoso de Gloria Symphony; se le arrugó, se le comprimió, se le fue reduciendo cruelmente con cada golpe: un poco con el primero, otro poco más con el segundo, más todavía con el tercero; se le hundió íntegro el negocio alrededor del ombligo y, abajo, la Conchita reluciente se horizontalizó de tanto que se metió hacia el ombligo con la tensión. Un cuarto toque casi la mata, se jaló el pelo ahora, se despeinó todita de dolor, era horrible el sufrimiento; en la cara ya se estaba muriendo, se moría, se hubiera muerto, pero mucho sabía el bongoncero y, previa mirada sonriente hacia las chicas que esperaban calatitas y ocultas su turno, previa mirada también a Tonelada que se había acercado a la pista, el de los golpes tabú gritó ¡uno!, y empezó a salvarle la vida a la blanca cautiva con un montón de golpecitos alegres y rapidísimos. Fue como si le hubiera aliviado los dolores del parto, remplazándoselos a punta de mil toquecitos secos, seguiditos, por locas cosquillas que hormigueaban incontrolables entre las luminosas lentejuelas de la Conchita: enloqueció Gloria Symphony, se le escapó hasta al bongoncero, se liberó, en presencia de todas las señoras arrojó por su ombligo excomulgado miles de brujos de Haití en pleno corazón de Lima, y los muy inmorales, los muy diabólicos empezaron a meterse con sus maridos, a inquietarlos en sus sillas, a bañarlos en sudor, obligándolos casi a seguir con el cuello la movida loca de la ombliguista que continuaba haciendo de las suyas, anticipándosele hasta al propio bongoncero cuyos brazos latigueros, en su desenfrenado batir, habían penetrado ya el negro secreto de la vida nocturna y ahora, delgados, desilusionados, incrédulos y profesionales, simulaban no saber qué golpe encontrar para traerla nuevamente al mundo en que le pagaban por moverse así; no paraba la otra, era él quien la seguía con los golpes esta vez, más se movía más asqueroso, más asqueroso más escándalo, más escándalo más le pagaban, más le pagaban más tenía para pagarle colegio decente de curas a su hijo, quería bañarle en sudor una carrera de abogado a su hijo, no la dejaban, la llamaban, nueva gama de golpes tabú, codos y palmas, palmas y codos, codo con codo, dos con un codo, todas se las sabía el bongoncero, ya la tenía en sus golpes, traerla ahora: tuntún... tun-tún... tun-tún tun-tún tun-tún tún-tun tún-tun tún-tun tun-tún tun-tún tun-tun-tac tun-tun-tac tun-tuntac tún-tun tún-tun tun-tun tun-tun tun-tun-tac-tac tactác tac-tác tac-tác tac-tac-tún tun tun, cayó muerta Gloria Symphony, murió entre aplausos, empapada en sudor, entre la carcajada de Tonelada, de pie, aplaudiendo con los demás al bongoncero que se desmontaba de su enorme plátano y venía a recogerla para agradecer juntos las aclamaciones y los gritos insolentes de ebrios y copeaditos. Algunas señoras creyeron que eso era el fin por fin, pero es que no las habían visto: no bien desaparecieron bongoncero y pecadora, aparecieron insolentísimas las chicas del próximo número, y los maridos por ser Año Nuevo y por estar borrachos ordenaron nuevas botellas; ya no los paraba nadie a los maridos, querían beber más y más, querían ver todito el show, íntegra la Sinfonía gloriosa, hasta la última calata querían quedarse, Gloria Symphony se había marchado, pero dejando suelta en plaza, completita a la diabólica archicofradía del ombligo borrascoso.
Fue indudablemente la mejor noche para Bobby y ahora, al despertarse, tuvo un instante la imagen del anunciador ante sus ojos, gritando ¡fin de fiesta con todas las chicas!, y luego otra, la de Tonelada recibiéndolas con licores en cuya elaboración había intervenido, y ordenando, al mismo tiempo, taxis a granel para llevarlas a su departamento. Bobby divisó las cuatro de la tarde en el despertador, sobre la mesa de noche, y sonrió al pensar que por fin ayer Santiago y Lester habían olvidado todos sus cálculos y tácticas para entregarse al desenfreno, al bullicio, a la locura de aquel bacanal que Tonelada calificaba a gritos de ¡pampa!, mientras iba destapando nuevas botellas de licor. Ahí se vino abajo Bobby; todo el malestar de una horrible perseguidora le anunció que estaba bien despierto y que era inútil tratar de dormirse otra vez. Se puso la bata y bajó lentamente para ordenar que le alcanzaran cuatro alka-seltzers y cuatro Coca-Colas heladas a la piscina. Quería un azafate con todo eso, todo junto en un azafate al borde de la piscina mientras él se bañaba, se refrescaba, buscando en el frío del agua un sedante para su adolorida cabeza y sus agotados miembros. Cólera le dio encontrarse en su camino con Lester y Santiago, leyendo tranquilamente sendas revistas, risueños bajo sus enormes anteojos negros, tirados en dos perezosas y sin dar muestra alguna de malestar. No le cabía la menor duda, habían atravesado la orgía, la pampa calculando, evitando los excesos, hoy se habían levantado un poco más tarde, habían prescindido de las pesas hasta mañana por ser Año Nuevo, pero eso era todo. Bobby se arrojó al agua; ahí adentro se estaba mejor, «¡bah!, sonrió, tengo mucho tiempo por delante, en todo caso estoy mejor que Tonelada porque ése no tiene piscina en su departamento». Nadaba lentamente.
Ya no hubo otra noche igual para Bobby. Volvió la regularidad, las pesas, la playa, el Casino de Ancón, los lugares oscuros para bailar. Una o dos veces tuvo la esperanza de que el plato se repitiera, sobre todo al ver que Tonelada aparecía en el Saratoga o en el Freddy Solo's, pero nada: carcajadas, unos whiskys y chicas decentonas. De las de Año Nuevo, de Gloria Symphony y compañía no se volvió a hablar. Sin embargo Bobby tenía sus planes. No bien ingresara a la universidad, no bien le entregaran el Volvo, partiría en busca de Tonelada; sabía dónde encontrarlo y últimamente el vividor hasta le había invitado copas. Era sólo cosa de dos o tres meses de encerrona para lo del ingreso, pero basta de pensar en eso: aún le quedaban dos o tres días con Santiago y Lester.
Los dos o tres días se convirtieron en algunas semanas. Mucho hablar de los Estados Unidos y de la vida por allá, sin embargo de Lima no se movían. La universidad en que estudiaban abrió sus puertas, pero ellos nada de partir. La Decidida le comentó el asunto a Julius. «Los jóvenes están flojeando —le dijo—. Al señor y a la señora les corresponde en su deber de padres de uno y amigos íntimos que dicen que son del padre del otro, a los señores les corresponde que ambos a dos jóvenes emprendan un pronto retorno a su país del amigo del joven Santiago.» Julius se tomó muy en serio el asunto y anduvo echándole sus miraditas a Susan y a Juan Lucas cada vez que los visitantes aparecían en el comedor o en el bar de verano, grandes centros de reunión de la familia. Pero ni Juan Lucas ni Susan decían esta boca es mía; por el contrario, parecían encantados con que los otros se siguieran quedando, para nada intervenían. «Las ventajas de ser hermano mayor», pensaba Bobby. Julius, por su parte, recordaba que a él lo habían mandado al colegio con un año de atraso y, además, de frente a preparatoria, privándolo de kindergarten que, según un libro que acababa de leer, era una época linda en la vida de todo niño... Tenía razón Deci, Susan y Juan Lucas no cumplían muy bien con su deber.
Lo cierto es que los visitantes navideños siguieron quedándose, y Bobby no tuvo más remedio que abandonarlos y encerrarse a estudiar. Llegaron profesores de todas las materias, que la tía Susana conocía y recomendó por teléfono: a Pipo, su hijo, lo estaban preparando estupendamente bien para su examen, aseguraban que iba a aprobar con excelente nota, que iba a quedar entre los primeros, con todo lo que ella rezaba no podía ser de otra manera, Susan debía hacer lo mismo, rezar, rezar, pero Susan sólo pensaba en colgar y colgó. Los profesores llegaron por montones, para todas las materias, y Bobby se encerró a estudiar, convirtiéndose en el hombre más compadecido del palacio. Todos lo compadecían al verlo aparecer por las noches en el comedor, agotado y aún le quedaban varios problemas de trigonometría por resolver antes de acostarse. Mientras tanto los visitantes continuaban en Lima, sin que nadie les preguntara si tanta postergación no iba a afectar sus estudios en los Estados Unidos. Santiago explicó un día que una vez allá, era fácil recuperar las clases perdidas, lo que no explicó es por qué se iban quedando más y más. Susan, sin embargo, tenía sus sospechas. Una tarde entró a la casa Welsch para comprarle un reloj a Julius, que ya iba a cumplir los once años, y el administrador le contó que su hijo acababa de estar ahí con un amigo norteamericano y que habían comprado una preciosa sortija de platino.
Pero Susan no se metía para nada en la vida de los mastodontes, y se quedó sin saber el resto de la historia; ni siquiera se enteró de que había sido Lester el que había comprado la sortija para regalársela a una chica. Notaba, eso sí, cierta tensión en el ambiente, aunque la atribuía más que nada a una serie de pleitos entre Bobby y Julius. Algo gritaban de una alcancía, pero ella ni cuenta se dio de que los pleitos se producían sistemáticamente por la noche. Por fin un día vino Julius a preguntarle si siempre tenía la llave de su alcancía bien guardada en la caja de fierro. Se marchó tranquilo cuando ella le dijo que sí. Al día siguiente, Bobby le pidió dinero a Juan Lucas, pero Juan Lucas acababa de perder por un golpe un torneo de golf y le dijo que ni un céntimo hasta después del ingreso. Bobby trató de sacárselo a Santiago, pero Santiago no hizo más que sonreír y repetirle lo que ya Juan Lucas le había dicho. Entonces hizo la prueba con Lester y Lester lo mandó a la mierda a gritos y en inglés. Se escuchó por todos los bajos la gritería del gringo. Juan Lucas no andaba por ahí, pero Susan sí escuchó el estallido furioso del huésped, rarísimo porque era muy tranquilo y parecía incapaz de una cosa así. Susan recordó lo de la sortija, pero como ella no se metía para nada en la vida de los mastodontes, se quedó sin saber el resto de la historia.
Al menos por ahora. Sin embargo, notó que la tensión se generalizaba. Los pleitos entre Bobby y Julius empezaron nuevamente y con mayor violencia que antes. Julius estaba machísimo con eso de que iba a cumplir once años y de que este invierno terminaba su primaria; no paraba de soltar lisuras a diestra y siniestra, tanto que Susan se vio obligada a decirle a Carlos que ya no le enseñara más, aunque le preguntara todo lo que le preguntara. Pero a Julius qué mierda. Ya sabía lo que quería decir tirar y se sentía a la misma altura que su hermano. Bobby era otro problema; cada día estaba más violento, al pobre tanto estudio lo iba a volver loco. Por lo pronto una mañana mandó a la mierda y a la puta de su madre al profesor de química recomendado por la tía Susana. Pero ahí no acabó la tensión. Ese mismo día, por la tarde, Lester apareció nerviosísimo y con la camisa hecha trizas, felizmente no le habían roto la cara ni nada; estaba enterito el huésped, pero hubo que darle su calmante porque corría de un lado a otro, de una habitación a otra, corría como un loco, gritando finished! finished! finished! never more! the end! finished! Todos entendían pero nadie comprendía. «¿El fin de qué? —se preguntaba Julius—, ¿el fin de qué?» No tardó en enterarse de que era el fin de la estadía en Lima: mientras Lester tomaba su calmante, Santiago llamaba por teléfono a la compañía de aviación. Fijó fecha de partida para mañana por la noche.
Un par de horas más tarde, Lester, bajo los efectos del calmante, les explicaba a Susan y a Juan Lucas que era hora de volver y que su visita a Lima había sido simplemente fantástica. Susan prefirió no tocar para nada el tema de la camisa hecha trizas, aunque no era difícil suponer que la famosa sortija había tenido algo que ver en el asunto. Santiago les dijo que iban a salir esa noche para despedirse de algunos amigos y tomarse con ellos las últimas copas. A todos les pareció muy buena la idea. Ahora lo que estaba por verse era si Juan Lucas aceptaba la propuesta de Bobby. ¿Cuál era? Muy simple, lógico: Bobby quería salir con ellos, necesitaba cambiar de ambiente, llevaba ya semanas encerrado, una noche de diversión no le haría mal, ¿qué mejor oportunidad que la despedida de su hermano? Santiago sonrió como diciendo si quieres ven, me da lo mismo, no me voy a poner a llorar porque parto un año o dos. Bobby insistió, y Juan Lucas, que acababa de cobrarse la revancha frente al campeón de la vez pasada, dijo bueno, pero sólo por una noche. «Ya estás feliz», pensó Santiago, mirando a su hermano, pero, contra lo que se esperaba, Bobby ni sonrió ni mostró alegría, prefirió guardarse su sonrisa para la noche. También él tenía sus tácticas, había aprendido muy rápido Bobby.
—No, no voy con ustedes; tengo la camioneta para mí.
—¿Cómo así? —preguntó Santiago.
Lester no entendía la conversación de los hermanos. Bobby le explicó en inglés, «Lo siento mucho —le dijo—, pero tengo una mujer esperándome; hace tiempo que me espera y es mi única oportunidad para verla». Santiago sintió curiosidad.
—¿Cómo así tienes la camioneta?
—Muy fácil: le dije a Juan Lucas que ustedes a lo mejor se demoraban en regresar y que yo no quería volver tan tarde; lo más práctico era que me prestaran la camioneta, así podía volver antes si era necesario, y levantarme mañana a tiempo para estudiar.