En un par de semanas Maruja lo tenía agobiado; sin embargo Bobby acababa de cumplir diecisiete años, y cada vez que dejaba caer la foto para que alguien descubriera, ya no que tenía una nueva enamorada, sino que estaba saliendo con un hembrón, se descubría muerto de ganas de ir a verla. Una tarde que no la encontró (había olvidado que ella tenía cita en la televisión. El mismo le había falsificado una tarjeta de recomendación para el gerente del canal, con la firma de Juan Lucas), Bobby no tuvo más remedio que seguir su loca carrera en la camioneta hasta desembarcar en un bulín de la Victoria. Tremenda desilusión: costó dinero y ni compararla con Maruja. Además, buscó la cara conocida de la vez pasada pero no la encontró, ése era otro asuntito que a veces lo hacía pensar: casi no se fijó en esa cara, la primera vez, sólo cuando la mujer se ocultó, él pensó quién puede ser, y ahora estaba pensando lo mismo, pero ¡a la mierda!, porque Maruja me dio cita a las diez y ya van a ser las diez. Voló hasta el interior en que vivía Maruja y anunció su llegada con tremenda frenada, seguida de inmediato por tres toques a la primera bocina, la Marcha del Río Kwai, y tres a la segunda, talín-talán, talín-talán, talín-talán. Maruja apareció rapidito y avanzó concursando riquísima hasta la camioneta. Subió sonriente, le habían prometido una prueba en el canal para dentro de un mes, sólo una prueba, pero ya era algo. Bobby lo festejó haciendo sonar ambas bocinas al mismo tiempo y picó rumbo a la Pera del Amor, donde unos quince minutos más tarde, convertía los asientos de la camioneta en impresionante cama de dos plazas, con su almohada y todo. Maruja se dejó besar, se dejó abrir un poco la blusa y, cuando él ya iba para más, dijo stop y se quitó.
Y se siguió quitando. Bobby enfureció, rabió, gritó, chilló, la llamó ¡maroca de mierda!, y ella se siguió quitando todas las noches. Por fin un día le dio una explicación: nada hasta que terminara el colegio, nada tampoco después, hasta que consiguiera un trabajo en una de las haciendas de su papi, tampoco nada, entonces, y nada más tarde cuando él viniera a su casa y pidiera su mano y fueran novios, nada hasta que se casaran como Dios manda. Bobby le gritó ¡maroca de mierda!, se largó furioso y empezó a ciriar a una de Villa María. A la semana siguiente regresó. Maruja lo recibió tierna y sonriente. Lo llenó de besos y se dejó llevar, sentadita a su lado acariciándole el cabello, hasta la Pera del Amor, donde Bobby armó la cama de dos plazas y se lanzó prometiéndole inminente boda, justito en el momento en que ella se quitó.
En el Markham lo botaron tres veces seguidas de la clase por mandar al diablo al profesor de castellano; hasta lo amenazaron con expulsión si seguía portándose tan mal. Pero él insistía en ser malo y un día hizo trompearse a Julius con uno más grande, y cuando vio que Julius llevaba la mejor parte, le dio un cocacho y lo mandó a la mierda. Todo le salía mal y Maruja se le seguía quitando noche tras noche. Lo único positivo era que ya no pensaba en Peggy. Además, ¿quién dijo que ya no pensaba en Peggy? Esa misma tarde desembocó por el óvalo Gutiérrez, y cuando menos se lo esperaba, otra camioneta le tocó la Marcha del Río Kwai, y pasó Pipo Lastarria con Peggy sentadita a su lado y más bonita que antes. Picó, aceleró a fondo, pero un carro se le cruzó y los tortolitos se le perdieron en la siguiente curva... Qué tal si se confesaba, a lo mejor su suerte cambiaba, hablar con alguien, confesarme, ¡No!, ¡qué confesión ni nada!... ¡Claro!, esa sí era una buena idea: escribirle una carta a Santiago y contarle todo, pedirle un consejo. Picó y aceleró de nuevo, rumbo al palacio esta vez.
Años que no veía a su hermano; siglos que no recibía una carta de Santiago; ¿cómo era Santiago? No lo sabía más que por las breves cartas que, muy de vez en cuando, le enviaba a Juan Lucas, y por las fotos que enviaba cada vez que se compraba un auto nuevo. Pero él admiraba a Santiago, siempre lo había admirado, un gran tipo, el año en que estudió Agronomía en Lima fue un constante cambiar de enamoradas, nunca una chica lo dejó como a mí, a lo mejor se caga de risa si le cuento todo lo que siento, a lo mejor me manda al diablo y me dice anda a llorar a las faldas de mamá. Horas llevaba el pobre Bobby tratando de comunicarse con su hermano, ya se estaba hartando de seguir ahí sentado, mirando el papel aún en blanco y el lapicero sobre la mesa. Cada vez que lo cogía era para dejarlo nuevamente. Se había quedado en lo de «Querido Santiago». Cogió el lapicero y agregó dos puntos y otra vez no supo cómo demonios empezar... Santiago: si no te gusta mi carta no la leas, ¿pero entonces cómo se va a enterar de que no le gusta? Santiago: estoy hasta las patas. Peggy me ha puesto cuernos. Estoy saliendo con un hembrón pero es medio pelín y no la puedo querer. Sin embargo, algo raro pasa porque desde que no quiere tirar conmigo estoy enamorado hasta las patas de ella; casi tanto como de Peggy. Todo me sale mal. Ella se llama Maruja y quiere que me case con ella. No comprendo lo que me pasa. Si te gusta una mujer te casas con ella (claro que todavía porque me falta terminar el colegio y estudiar algo y ponerme a trabajar). A mí me gusta Maruja y me quisiera casar con ella, pero siento que cuando me case con ella ya no me voy a querer casar con ella... ¿Comprendes? Yo tampoco. ¿Cómo explicarlo? Espérate... creo que ya sé: yo me caso con Maruja (porque quiero casarme con ella), y el día de la boda viene Juan Lucas y se caga de risa y mami le dice darling a Maruja y el asunto no funciona. Juan Lucas se niega a tomar el pisco que le ofrecen en casa de Maruja (ése es otro problema, la casa, me imagino que la de Huaral será peor que la de la madrina). Yo me amargo, pero cuando me voy a amargar de a verdad, pruebo el pisco o lo que sea (chilcanito, a lo mejor), y ya no me puedo amargar con Juan Lucas. ¡Mierda! Ya sé: de repente me doy cuenta de que también se están burlando de mí, y me amargo de a verdad, y empiezo a romperle el alma a Juan Lucas, o a ti (si estás en mi boda, me imagino que vendrás cuando me case), y a todo el que se ha burlado... A ti, sobre todo; sí, a ti, tú te burlarías más que todos, ojalá que cuando regreses a Lima te enamores de otra Maruja y también te cierre las piernas y (a diferencia de mí) te cases con ella, huachafa de mierda, te juro que iré a tu boda y me burlaré de ti y me mataré de risa sólo de mirar el vestido de novia de Maruja...
Bobby saltó al encontrarse nuevamente con el papel en blanco, «Querido Santiago:» seguía siendo lo único escrito. Cogió la pluma y ya iba a escribir, pero en ese instante le llegó la respuesta de su hermano por telepatía: «Lo de Peggy se llama cuernos, cuernos tan grandes como una catedral. El único remedio (infalible, eso sí): enamórate a su mejor amiga. Lo de Maruja, huevón de mierda, tiene su nombre y tú bien lo sabes: tremenda enchuchada.» Bobby tomó nota, palabra por palabra, en el mismo papel en que decía «Querido Santiago:» Leyó y releyó; tal vez el respeto por la cosa escrita, o ver la evidencia, lo convenció de que el papel tenía razón.
Acto seguido cogió otro papel y escribió «Mi querido Santiago:» porque de todas maneras le quedaban ganas de comunicarse con él. Esta vez le fue mucho más fácil escribir, en realidad había poco que contar, ya él sabría todo lo de Peggy, mala pata, de todas maneras ya me estaba hartando la flaca, además es mucho mejor que haya ocurrido así; es mucho mejor, porque si hubiera sido yo el que la dejaba, sus amigas se habrían solidarizado con ella. «En cambio hay algunas que se han amargado con ella y que no tragan al primo. Por si no estás enterado, le rompí el alma en pleno Casino de Ancón. Entre las amigas amargas hay una que me gusta mucho desde hace tiempo. Pero he preferido castigarla un poco y tomarme unas vacaciones. Por supuesto que acompañado. ¿Dime qué piensas del hembrón que me estoy tirando?» Maruja se le quitó de pronto, y Bobby prefirió terminar cuanto antes su carta. Metió rápido la foto de la maroca en el sobre porque no quería ni verla.
A los pocos días llegó un paquete recomendado de los Estados Unidos. Venía dirigido a Bobby y con un letrerito, a un costado, que decía «Personal e intransferible». Bobby se prendió del paquete y corrió escaleras arriba hacia su dormitorio. Allí lo abrió con verdadera emoción y desparramó el contenido sobre su cama. ¡Tremenda respuesta! ¡Un trome, Santiago! La notita decía que no se lo enseñara ni a Juan Lucas ni a mami. ¡A quién se le ocurre! Corrió a cerrar la puerta con pestillo y regresó para entregarse a la contemplación detenida y minuciosa de cada una de las fotos. Había para rato. ¡Qué tal trome! ¡Mira ésta! ¡Y ésta! Y es que todas valían la pena, porque resumían muy bien ese aspecto de la vida de su hermano que a él tanto le interesaba. Había fotos con carros de colores increíbles, con mujeres de senos increíbles, Marujas gringas a granel, pampas y pachamancas. Santiago y Lester Lang IV cargando striptiseras desnudas por un corredor. Bailando con ellas en el cabaret en que se calateaban. Saliendo con chicas preciosas de un edificio de la Universidad. Besándose con una Peggy. Con otra. Con otra. Con la hermana parecidísima de otra Peggy... ¡Si Peggy tuviera hermana!... Indudablemente Santiago tenía razón. Bobby escondió las fotos en su escritorio y, lleno de optimismo, corrió a buscar el número de la amiga de Peggy en la lista de teléfonos. Lo anotó en su libretita de direcciones, y bajó corriendo para ir en busca de Maruja y mandarla a la mierda, claro que iba a ser difícil porque le provocaba... Titubeó Bobby, pero en ese instante creyó reconocer a la mujer de cara conocida que había visto la vez pasada en el burdel, «¡aja!», gritó, y salió disparado rumbo a la camioneta.
Susana Lastarria vivía consternada desde que se enteró de que Pipo le había quitado la niña a su primo Bobby. ¡Por nada de este mundo podía ella tolerar semejante cosa! Llamó a Pipo y empezó a darle de gritos, pero en ese instante apareció Juan Lastarria y la hizo callar gritando más fuerte. Susana, horrible, alegó; dijo que entre primos no era posible que sucediera una cosa así, qué iba a pensar la gente, dirán que somos una familia desunida. Juan optó por dejarla hablar, pero le dio permiso a Pipo para retirarse. Lastarria había comprendido, desde tiempo atrás, que a su mujer no la callaba nadie por más de un minuto, y que la solución consistía en dejarla decir todo lo que quisiera y en dejarla sola no bien empezara a decir tonterías. Era la solución al problema. Ella seguía hablando y ellos no la escuchaban y, finalmente, cuando se daba cuenta de que la habían dejado sola, corría al teléfono a llamar a su hermana Chela, que también se había quedado sola. No bien una llamaba, la otra contestaba.
Y fue en una de esas llamaditas que Chela le aconsejó enviarle una carta a Susan, si es que no se atrevía a llamarla por teléfono. La sugerencia de su hermana le pareció una excelente idea, sólo faltaba consultarlo con su confesor. Corrió, pues, a contarle al padre Pablo. Este, como siempre, la escuchó con santa paciencia y con una sonrisa en los labios. El padre Pablo la tranquilizó mucho, diciéndole que todo eso era cosa de muchachos y que lo más probable era que su prima Susan lo hubiera tomado así. La cartita podía enviarla, si lo deseaba, pero él, personalmente, creía que más fácil era llamar por teléfono. Susana, horrible, insistió diciendo que una carta le parecía más serio y formal, en estos casos. El padre Pablo ya no quiso contradecirla; en efecto, una carta podía ser mejor. De hecho, lo era, la señora Lastarria tendrá algo que hacer, seguro que le va a tomar horas escribirle a su prima. Sí, era mejor una carta.
A la mañana siguiente, Susana Lastarria empezó a escribir la carta. Le tomó el día entero, y cuando la tuvo lista llegó Juan. Le pidió que firmara, encima de su nombre, pero Juan acababa de tomarse una copa con Juan Lucas en el Golf, y los dos se habían estado riendo nuevamente de lo de la trompeadera en el Casino de Ancón y de las borracheras de Bobby desde que perdió a Peggy. Además, Peggy era una niña de mucho mundo porque sus padres habían sido embajadores en otros países, antes de venir al Perú, y cambiar un chico por otro le parecía normal a su edad. Precisamente esa tarde se les había acercado, y a Juan Lucas lo había saludado con el mismo cariño de siempre, encantadora la chiquilla. Lastarria no cabía en sí de la felicidad que todo el asunto le daba, más ahora que Juan Lucas lo comentaba riéndose a carcajadas y luego invitándolo a conocer a sus «futuros consuegros», ja-jaja-ja, que estaban tomando una copa en la terraza del Club. Los señores embajadores dejaron a Juan Lastarria encantado, por supuesto que el asunto de Peggy y Pipo no se tocó para nada, nimiedades, cosas de la edad, se necesitaba ser bien ridículo para andar pensando ya en noviazgos y matrimonios, motivo por el cual Lastarria dejó de pensar en noviazgos y matrimonios mientras se despedía de los señores embajadores del Canadá. Regresó feliz a su casa. Durante todo el camino vino pensando en lo macanuda que era la vida con unos hijos como los suyos, así le gustaba la vida, siempre los hijos superando a sus padres, él ya empezaba a ver los frutos de tantos esfuerzos y sacrificios, esfuerzos y sacrificios cuyo símbolo viviente tenía ahora de pie, a su lado, en su escritorio, rogándole que firmara la carta.
—¿Ya fuiste a confesarte? —le preguntó, tratando de evitar la inevitable insistencia de Susana.
—No. Hoy me ha faltado tiempo. Víctor tiene días fatales. Voy a tener que deshacerme de ese mayordomo. Hay días en que todo lo hace mal...
—Bueno, pero todavía tienes tiempo de irte a confesar...
—¡Ay Juan! Cuántas veces tengo que decirte que el padre Pablo sólo confiesa hasta las seis de la tarde. —Bueno, bueno, mañana te confiesas... —Tienes que firmar aquí...
—Mira Susana, eso está requeteconversado, sabido y olvidado; precisamente esta tarde nos hemos estado riendo del asunto con Juan Lucas. Incidentalmente, acabo de conocer a tus... a mis futuros consuegros... Esto dicho en broma, por supuesto, ésas son cosas de muchachos.
—¿Y qué te han parecido los embajadores?
«¿Y qué les vas a parecer tú a ellos?», pensó Lastarria. La idea le dio fuerzas para coger la mano en que Susana tenía la carta, apartándola ligeramente de su camino, mientras se ponía de pie.
—Tengo que marcharme —le dijo, apartándole un poco más la mano, dándole ahora su topetoncito también al cuerpo.
—Tienes que firmar.
—¡No tengo que firmar! ¡Y sabes por qué! Porque ése es un asunto de muchachos y que debe quedar entre muchachos, y porque en todo caso sucedió en febrero o marzo y ya estamos en septiembre. ¿Necesitas más información?