Un mundo para Julius (60 page)

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Authors: Alfredo Bryce Echenique

Tags: #Novela

BOOK: Un mundo para Julius
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—¿Dónde está mi orquídea? —gritó Bobby, irrumpiendo en la sala de billar.

—En Tingo María —soltó el gordo Romero, clavando como una lanza el palo del billar en el suelo y abriendo enorme la boca mientras le llegaba la carcajada desde España, por el estómago.

—¡ Ah caracho! —exclamó Juan Lucas—; ¿no ha llegado todavía?

—¡Tú me dijiste que la avioneta llegaba por la mañana!

—A veces se demora, pues hombre... —¿Y si se ha caído?

—A ver, a ver —intervino Romero—: tráeme un teléfono, muchacho; voy a llamar al periódico. Si hay algún accidente, ahí lo sabrán antes que en cualquier otra parte... ¡Me cago en sus muertos! ¡Sólo faltaría eso!

—Espérate —intervino Juan Lucas—; mejor es llamar al aeropuerto. Pero en ese instante apareció Julius, diciendo tío Juan te buscan dos señores con una cajita, y mientras los anunciaba, se oyó la voz de uno de ellos: «La orriquidea don Joan», completamente afónico. Pero ahí quedó el asunto porque en ese mismo instante volvió a sonar chuc, saltaron chispas de todos los enchufes del palacio y, como esta vez ya había oscurecido, todo quedó negro en el palacio.

—¡Estos electricistas! —maldijo Juan Lucas.

—¡A ver si me voy a cagar en sus muertos!... No veo mi whisky —se quejó el gordo.

Una hora más tarde, Bobby, en smoking, abandonaba el palacio en el Jaguar, rumbo a la casa de Rosemary, que todavía no estaba lista porque justo hoy se les había ocurrido peinarla pésimo en la peluquería. Al salir del palacio, Bobby había visto detenerse dos taxis, pero no esperó a ver quién bajaba de ellos. Era la orquesta. La orquesta y su director con su crooner también. La «Ritmo y Juventud», su director, el maestro Benny Lobo y su crooner Andy Latino, que se cuidaba mucho la garganta, por eso se ponía siempre la chalina entre melodía y melodía. Eran once en total. Lobo, Latino y nueve profesores, nueve magos del ritmo. Lobo era blanco; a Latino, en todo caso, lo blanqueó el amor, la noche, el ron, el humo, las madrugadas y las luces de neón. Los profesores iban desde zambo ciaron, buen mozón incluso, hasta negro retinto. Varios hubieran podido ser negritos elegantes de la funeraria, casi todos hubieran podido ser choferes y algunos, más graciosos, hasta ayudantes de barman en lugares oscuros para bailar. Pero eran artistas los nueve profesores, y no otra cosa demostraron al llegar al patio interior, donde los mozos engominados de «Murillo atiende», un tanto atrasados debido al segundo apagón, ultimaban los preparativos. Eran artistas los nueve profesores, y Carlos, como una tortuga molesta, se guardó en su concha no bien vio aparecer a los nueve choferes con más éxito que él. Los nueve profesores no se fijaron en Carlos. Alegres como llegaron, ni se fijaron en él, probablemente porque los bocaditos anunciaban copas, y las copas música, y en la vida con ritmo a los negros tristes no se les nota. Abraham, en cambio, los recibió con un gemidito de felicidad. Se sentó en un banquito, entre los músicos, y encendió inmediatamente un rubio para morir en el vicio, así, contemplando entre nubes tibias de humo, cómo los nueve morenos se iban quitando los sacos, dejando aparecer la seda de sus amplios blusones rojos, llenos de bobos blancos, abiertos sin botones sobre sus pechos nocturnos, atados en un lazo sobre el ombligo y, más abajo, los pantalones blancos, bolsudos hasta las rodillas, ciñéndose hacia los tobillos, cargados para el prostíbulo en las braguetas abultadas. Celso y Daniel se debatían entre el silencio, el autógrafo y la risita serrano-ignorante. Optaron por el silencio, al ver que la Decidida pasaba seria, diciendo buenas noches, respetando la profesión de músico, y en cambio los nueve profesores le contestaban insolentones, batiendo uno de ellos sus maracas al vaivén del seno único-enorme, y respondiendo los otros al llamado del ritmo con un bailecito de sus hombros cumbancheros que se detuvo en quimba en el sacudón final de las maracas con que desapareció la Decidida. Andy Latino gargageó entonándose, y pidió unos traguitos tempraneros para calentar la máquina. Abraham se puso de pie y corrió a servirles. Bebieron todos menos el maestro Lobo que era quien firmaba los contratos.

Julius se estaba peinando cuando sonaron los compases de una canción de moda. Soltó el peine y salió disparado hacia una ventana de su dormitorio que daba precisamente sobre el rincón de la orquesta. Abrió, se asomó, y descubrió que no había absolutamente nadie en la pista de baile, tampoco en las mesas distribuidas por todo el patio, sólo la orquesta allá abajo, en su rincón, ya ni siquiera tocaban, conversaban sonrientes los músicos, jugando al mismo tiempo con sus instrumentos, o escuchando algunas instrucciones del maestro Lobo. Julius cerró la ventana y regresó al baño para seguirse peinando con mucho cuidado, porque la Decidida le había dicho que tenía que ponerse muy elegante. Bobby, en cambio, lo había amenazado con romperla la cara de cojudo que tenía, si es que asomaba la nariz por la fiesta, «la fiesta no es para mocosos», había agregado, violento. Qué importaba; desde esa ventana de su dormitorio podría seguir todo el baile. Además, Bobby ni se iba a acordar de su amenaza cuando él apareciera más tarde por el patio. Julius terminó de peinarse y se puso su corbatita michi, pero verdad que Juan Lucas le había enseñado que las corbatas de lazo se las anuda uno mismo y que ésas ya hechas, con su ganchito para sostenerlas al cuello, son horribles, nada de colgajos, las cosas o se usan bien o no se usan. Se quitó la corbatita michi y regresó a su dormitorio en busca de una corbata normal. Por ahí había una que le gustaba, ahora seguro que tío Juan Lucas me dice que queda pésimo con este terno. Se miró en el espejo y le pareció que le quedaba de lo más bien, claro que sí, ahora seguro que me dice cuándo aprenderá usted a combinar, jovencito. Ya aprendí, ¿te gusta mami? Susan, sonriente en la fotografía sobre la cómoda, le dijo que sí. Entonces Julius volteó a mirar la fotografía de Cinthia sonriente y conversadora sobre la mesa de noche, sí... Pero de pronto Cinthia decidió hablar de otra cosa y Julius le quitó rápido la mirada porque no quería entristecer pensando en esas cosas, no puedo, Cinthia... De golpe sonaron nuevamente los compases de una canción de moda, se lanzó a abrir la ventana, pero al asomarse se dio con que la música se diluía en unos acordes desafinados, a los que un brusco trompetazo puso fin. Cerró la ventana y volteó a mirar la fotografía de Cinthia. Se quedó parado, mirándola. Por tercera vez los músicos empezaron con los compases de una canción de moda, pero seguro estaban sólo practicando y Julius ya no corrió a la ventana. Seguía parado, escuchando a Cinthia, y los músicos abajo, practicando. No debería ponerse tan triste, tan nervioso cuando hay una fiesta... Debería bajar aunque no hubiese nadie todavía, entretenerse mirándolos, escuchándolos practicar... Varias veces habían vuelto a practicar... Cinthia. Julius se impuso salir. Bajó corriendo las escaleras y se dirigió apurado hacia el patio. Pensaba acercarse a conversar con los músicos mientras practicaban, pero al salir se encontró con el patio lleno de parejitas bailando y con los músicos de pie, meciéndose al compás, bailando casi, sudando de lo bien que tocaban.

—Julius, ¿dónde has estado?... ¡Ven! —le gritó la Decidida, llamándolo al escondite desde donde la servidumbre en pleno contemplaba la fiesta.

Estaban alborotadísimos en el escondite. Gozaban como si fuera de ellos la fiesta, se reían, hasta daban sus pasitos de baile, ¡mírenlo al niño Bobby!, festejaban. Y con razón. Con mucha razón porque Bobby se había traído una gringuita linda.

—Su niña del niño Bobby —comentaba Universo, disculpándose ante Carlos porque acababa de pisarle el pie con su zapatote de fútbol con barro.

—Mejor era la canadiense —explicaba Carlos—: más llenita; a ésta se le van a partir los rieles...

—¿Qué? —interrumpió Julius.

—Los rieles, las piernas.

—Je-je, los rieles... este Carlos a todo le cambia de nombre... «Como Cano...»

Eso ya no lo dijo, ni siquiera terminó de pensarlo porque no hay que ponerse triste en las fiestas, y por ponerse triste en las fiestas, otra vez lo de Cinthia...

—Je-eje, los rieles... este Carlos a todo le cambia de nombre... «Como Cano, Cinthia...» ¿Cuál te gusta más, Deci?

—Mirándolo bien, su pareja del niño Bobby luce más hermosa.

—¿Y a ti, Carlos?

—Todas están buenitas, pero a todas les echaría sus kilitos más... No está mal la niña Rosa María...

—Rosemary —corrigió Julius.

—¡Su niña del niño Bobby! —exclamó Celso.

—¡Su niña del niño Bobby! —exclamó Daniel.

—¡Siempre su niña del niño Bobby, Rosmarí que la llaman! —exclamó Universo.

Pero Carlos lo interrumpió diciéndole menos bulla, tú, porque la orquesta ha parado de tocar y ya se estaba oyendo afuera tanta algarabía. «Apaguen la luz», dijo la Decidida. No era una mala idea: así a oscuras, pegados a esa ventana, detrás de la orquesta, podrían gozar todo lo que querían sin que se notara en el patio.

Una hora más tarde, el maestro Lobo les tocaba música suavecita al órgano, mientras comían. «Anda para que comas con tus padres», le dijo la Decidida a Julius. Julius abandonó el escondite, y pasó no muy lejos de las mesas, rumbo al grupo que formaban Susan, Juan Lucas, Luis Martín Romero, los chaperones, que resultaron muy simpáticos, y los dos rubios grandazos que habían llegado horas antes con la orquídea para Bobby. «¡Darling! —exclamó Susan al verlo aparecer—, ¿ya comiste?» Julius le dijo que no, y alguien por ahí debió escucharlo, porque inmediatamente apareció un mozo de «Murillo atiende», trayéndole un vasito de Coca-Cola y el primer plato del menú.

Entre plato y plato, el maestro Lobo les tocaba melodías más suaves todavía; entonces, los que querían mucho a su enamorada, y los que se le iban a declarar a su pareja esa noche, se ponían lentamente de pie, estiraban silenciosos el brazo llamando a las chicas, ellas sonreían, se ponían de pie, los seguían, los alcanzaban cogiéndose de sus manos y, sin alejarse mucho de la mesa, se juntaban, se pegaban, cerraban los ojos muy serios, y de rato en rato daban un pasito hacia un lado. Los malos bailarines, los sin ritmo y los tímidos también aprovechaban; bailaban pésimo y separadísimo. Hasta los cojudos de la clase y los que hubiera sido preferible que no vinieran aprovechaban, luego de traumatizantes esfuerzos, para pegarse su bailecito con las feas y las que hubieran preferido no venir. Desaprovechaban, eso sí, la entonación café-de-puerto-brumoso-en-país-tropical que Andy Latino lograba darle a sus canciones de amor.

Después del postre arrancó lo bueno. Ahí estaban los nueve profesores moviéndose como locos y el maestro Lobo dirigiendo mientras tocaba agilísimo el piano o el órgano. Andy Latino ya no entonaba; perdido entre los profesores, los alentaba con gritos cubanos y de rato en rato, se acercaba al micro para soltar un estribillo. Se fregaron los malos bailarines. Varias chicas empezaron a aburrirse porque los tímidos ni idea de cómo se bailaba todo eso. En cambio los tromes bailaban separado cuando querían y cuando querían se pegaban a la niña y la bailaban despacito, pegadito, pero siempre con ritmo. De todo hubo: merengues, twist, rock, cha-cha-chas, etc. Con los popurris sí que se vino la locura: bailaban, saltaban, hacían trencitos y corrían tropezándose entre las mesas, valía la pena verlos gozar.

Claro que sí. Y la chica esa tan bonita, tan alegre, tan simpática. La del vestido azul llenecito de tules. La de la faldita respingona. La que se abrazaba los hombros desnudos como si tuviera frío pero era purita alegría. ¡Ya viene! ¡Ahí viene! Pasaba en la ronda frente a ellos y les hacía miles de adioses, feliz, chinita de felicidad; les hacía adiós a los chaperones, a Juan Lucas, a Susan, a los rubios grandazos, a los fotógrafos que la correteaban porque nuevamente desaparecía bailando, saltando, cantando... Julius aprovechó la bulla para preguntarle a Susan quiénes eran los rubios grandazos. Eran los socios de Juan Lucas, Tingo María, Atilio y Esteban, yugoes... Pero ahí venía, otra vez pasaba la chica simpatiquísima, todos querían verle la cara, no podían, reía, saltaba, giraba, todo el pelo rubio se le venía a la cara, los tules la envolvían, los fotógrafos la cegaban, ya se iba, desaparecía gritando que viniera, a Julius lo llamaba, que se uniera a la ronda, el trencito, ¡ven chiquito!, se la llevaba la ronda hacia el fondo del patio, dónde andaría, búscala, Atilio y Esteban se mataban de risa, Julius se negaba, ¡no! ¡no!, no quería ir, y otra vez venía la chica, por mirarlo, por invitarlo a bailar se iba a desprender de la ronda, iba a salir volando, cada vez pasaba más rápido, linda era y qué le importaba que le pisotearan los tules, los iba regando por el suelo, tules por todas partes, ella qué importa, seguía gozando, dando vueltas, cambiando lindo de ritmo cada vez que los profesores cambiaban de ritmo. Y ahora cambiaron a la raspa, ¡bailar! ¡bailar! ¡bailar!, ¡la raspa popular!, todos la miraban lo graciosa que era, las manitas en la cintura, un poronguito, un porfiadito, saltando como una loquita, ya ni sabía quién era su pareja, con todos se encontraba en su camino, con todos bailaba, se encontraba frente a los yugoeslavos, también los llamaba, ellos mandaban a Julius y Julius ahora sí quería ir, pero pasó Bobby corriendo, volando, cogido del brazo de Rosemary, todos giraban con la raspa, se enlazaban, se soltaban, cambiaban de pareja, con quien encontraban se enlazaban, y la chica tan graciosa había desaparecido, se la habían llevado del brazo, girando hacia el fondo del patio, y se acababa la raspa, Julius la buscaba como loco entre las parejas. Susan miraba a la orquesta, no quería que pararan, buscaba entre las parejas, allá por el fondo saltó, ya no estaba. Nuevamente el maestro Lobo cambiaba de ritmo, Susan le sonrió a la orquesta, Barrilito de cerveza, ahora, «¡polka!», gritaron los yugoeslavos, las parejas corrían dando saltitos, de extremo a extremo del patio corrían, otra vez la chica tan graciosa apareció, loquita se había vuelto, «¡vengan!», les gritaba, a todos ahora, y otra vez se iba, saltando para atrás desaparecía, «¡polka!», gritaban Atilio y Esteban, «¡la bailan de cualquier manera!», comentaba feliz Juan Lucas, «¡la juventud!», exclamaba Luis Martín Romero, ¡polka!, ¡juventud!, ¡polka!, otra vez la chiquilla tan graciosa, «¡preciosa!», exclamó Juan Lucas, «¡desenvuelta!», gritó Romero, «¡infatigable!», añadió un chaperón, «¡ahí viene de nuevo!», anunció Atilio, ¡vengan!, ¡entren!, ¡no tengan miedo!, seles acercó casi hasta estrellarse, «¡señora baile!», le gritó a Susan, muerta de risa, los ojos chinitos de felicidad, «sí amor, sí darling», le dijo Susan, sonriendo con los ojos bañados en lágrimas, «¡señora baile!, ¡señora baile!», gritaba mientras se la llevaban saltando, bailando, girando, linda hacia el fondo del patio, donde Julius la seguía buscando...

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