—Hemos consultado a los ciento setenta clubs unionistas existentes y tenemos el gusto de informarles a ustedes de que todos los citados clubs transfieren el número total de sus afiliados a la Fuerza Voluntaria del Ulster, cuyo núcleo formarán; de manera que los primeros diecisiete mil hombres los reuniremos de una sola vez. El reclutamiento de los restantes empezará inmediatamente. Tenemos intención de organizar toda la gama de actividades y departamentos: cuerpo de transporte, cuerpo médico, servicio de información, comunicaciones, etcétera, etcétera, etcétera. Finalmente, caballeros, estamos en contacto con lord Roger, quien, como ustedes saben perfectamente, fue un destacado general de nuestro Ejército de la India. Lord Roberts y el coronel H. H. Pain, también del Ejército de la India, han contestado que están dispuestos a asumir el mando de los Voluntarios del Ulster.
Darwin Dwight, del London Times, fue, como de costumbre, el primero que se puso en pie.
—¿Debo entender correctamente, sir Frederick que se tratará en realidad de un ejército privado patrocinado por un partido político?
—En cierto modo, podríamos decirlo así. Sin embargo, los unionistas no hacen más que actuar de acuerdo con los deseos de la mayoría absoluta de la población.
—¿Y esa Fuerza Voluntaria del Ulster contratará los servicios de antiguos oficiales británicos? —insistió Dwight.
—Sí —se le respondió llanamente.
—Sir Frederick —interpuso ahora Tenley, del Mail, siguiendo el hilo del discurso—, ¿a quién jurará fidelidad la Fuerza Voluntaria del Ulster? ¿A la Corona? ¿Al partido unionista? ¿Con quiénes está obligada esa fuerza, y en qué orden de prioridades?
—Está obligada a defender la perduración de la libertad del Ulster como parte del Reino Unido —contestó Weed.
—Pero, digo yo, sir Frederick, ¿sería posible que esta Fuerza Voluntaria del Ulster fuese utilizada contra el Ejército británico?
—Dios no quiera que se dé jamás ese caso; pero nosotros dispararemos contra todo el que nos niegue nuestra herencia británica.
—En otras palabras —dije yo, poniéndome en pie—, ¿dispararían ustedes contra el Ejército británico a fin de seguir siendo británicos al mismo tiempo que harían caso omiso de toda ley británica que no les gustase?
—¡Ah, mi feniano predilecto! —bromeó él—. Pues, por raro que parezca, Seamus, ésta es la situación a la que nos han llevado quieras que no quieras, y hasta diría que la mayoría del pueblo inglés haría lo mismo en favor nuestro.
—Entonces, ¿por qué votaron los ingleses a un partido liberal comprometido a presentar una Ley de Autonomía…? Con lo cual quiero decir: ¿No exagera usted el apoyo que encontrarían entre los ingleses?
—Vamos, Seamus —replicó él, exultando familiaridad—, usted sabe muy bien cuál es la posición del pueblo inglés sobre este problema. Y sabe también que si ese escandaloso proyecto de ley llegó a ver la luz del día fue porque Redmond y su carnada lo exigieron. ¿Alguna otra pregunta?
—Una más —dije—. ¿Ha discutido usted con sir Edward Carson y su Comité Ejecutivo la legalidad de esa llamada Fuerza Voluntaria del Ulster?
—Sí, en efecto.
—Bien, ¿es legal o no?
—Como usted sabe, los clubs unionistas y la instrucción militar que daban fueron considerados ilegales, y la importación de armas se consideró ilegal. Supongo que ciertas esferas quizá también consideren ilegal a la Fuerza Voluntaria del Ulster. El Gobierno sabe que es ilegal; pero sospecho que no va a preocuparse lo más mínimo.
—¡Sir Frederick! —gritaron media docena de periodistas, poniéndose en pie todos a la vez.
—Se acabaron las preguntas, caballeros —dijo él, levantándose—. Buenos días a todos.
Mientras los otros periodistas corrían hacia la Oficina Central de Correos para enviar sus crónicas, Darwin Dwight me llevó aparte.
—Me parece que esta vez han cruzado la línea —dijo—. El Gobierno tiene que actuar.
—¿Apuestas algo? —rebatí yo.
—Va una comida. Si no arrean decididamente contra Carson por esta jugarreta, Asquith caerá antes de quince días.
Hubo luego, una serie de apasionadas conferencias entre la oficina del primer ministro, el Gabinete, el Ministerio de la Guerra y el Castillo de Dublín. Al mismo tiempo, millares de manifestantes que desfilaron ya el día del Pacto continuaban desfilando hacia los Orange Halls para alistarse en la Fuerza Voluntaria del Ulster.
Tanto John Redmond como la prensa liberal trataron de quitar importancia al caso, presentándolo como una bravuconada y una demencia de Carson, pero a puerta cerrada todos estaban terriblemente preocupados. La acusación de que los liberales eran incapaces de gobernar encontraba un auditorio cada día más favorable. Sin embargo, una medida demasiado severa en el Ulster corría el peligro de desatar una oleada de simpatías en Inglaterra y Escocia, provocando la caída del Gobierno.
Los conservadores presionaban, y Asquith abrió nuevas vías de compromiso. Con los gritos de «¡Vendido!» de los irlandeses retumbándole en los oídos y con los Voluntarios del Ulster más numerosos y descarados cada día, el primer ministro convocó por fin a los generales en el número 10 de Downing Street. Al disolverse la reunión, el jefe auxiliar de operaciones, en calidad de correo personal, salió para Irlanda y se fue directamente a Camp Bushy, en las afueras de Roscommon, orillas del río Shannon, donde estaban acuartelados los King's Midlanders.
Orden: TÉNGASE A LOS KING'S MIDLANDERS EN ESTADO DE ALERTA LAS VEINTICUATRO HORAS DEL DÍA PARA ENTRAR EN EL ULSTER ANTES DE UNA SEMANA. MISIÓN: PROTEGER PUERTOS, ESTACIONES DE FERROCARRIL, ARSENALES, PUENTES; REFORZAR LOS DESTACAMENTOS DEL ROYAL IRISH CONSTABULARY Y PROTEGER DE CUALQUIER OTRA FORMA LOS BIENES DEL ESTADO QUE A CONTINUACIÓN SE ENUMERAN.
El general sir Llewelyn Brodhead había dejado el suelo de su oficina seco de tanto deambular por él. Al otro lado de la ventana, los terrenos del secular cuartel Armand Bushy dormían en bucólica soledad allí donde el río Shannon se ensanchaba, invadiendo los juncales y los sauces de Lough Ree. El viejo Camp Bushy era desde siempre uno de los puestos de mando más apetecidos del Imperio, cosa muy natural teniendo a Inglaterra tan al alcance de la mano.
Brodhead había instruido y disciplinado su Midlander Division como en tiempo de guerra, por lo que pudiera pasar en el continente. Si estallaba la lucha, ellos estarían preparados. Y le enorgullecía singularmente que los Coleraine Rifles, un regimiento selecto del Ulster, hubiesen sido asignados a su división. La inclusión del regimiento de la casa de los condes de Foyle había reactivado a todo el mundo e infundido un muy necesario espíritu competitivo en todas las unidades.
Pero de la noche a la mañana, el mundo se desplomaba sobre sir Llewelyn. La orden de trasladarse al Ulster era vaga, intencionadamente vaga, pensaba él. Aquello casi equivalía a invadir la propia patria de uno. Tal como decía la orden, sus tropas podían entrar en conflicto con los Voluntarios del Ulster en cualquier parte, particularmente en los cuartelillos de los
constabularys
. Por toda la escala jerárquica reinaba un silencio ominoso, que parecía decir elocuentemente que esta vez al bueno de Brodhead le habían endosado una papeleta fea de veras.
Brodhead reunió a sus oficiales y les transmitió la orden sin comentario alguno, aunque en secreto confiaba recibir una serie de renuncias del Coleraine Rifles. Y no le defraudaron, pues treinta y cuatro de los treinta y cinco oficiales del regimiento se brindaron a retirarse cuando la división entrase en el Ulster.
Amén. Él haría lo imposible por adoptar una actitud no-militar, cuando desplegasen. Al fin y al cabo, la entrada de tropas británicas en la provincia se había interpretado siempre como una visita de amistad. La gente del Ulster comprendería que los Midlanders no hacían más que cumplir con su deber. Lo que cogió enteramente de sorpresa al general Brodhead fue que además de renunciar los del Coleraine también renunciaron la mitad de los demás oficiales de la división.
Habiendo de cumplir la orden dentro de setenta y dos horas, se hallaba en un dilema verdaderamente angustioso.
El capitán Christopher Hubble entró en la oficina del general y saludó militarmente, cuadrándose delante de su mesa. Brodhead estaba pálido, verdaderamente color ceniza, al indicar con un ademán al joven Chris que se sentara.
Christopher venía preparado para cualquier cosa que pudiera salir a través del mostacho del general, desde una súplica a una reprimenda.
—Chris, estoy metido en un lío, ya sabes. Un asunto feo y cochino, ¡vaya! Confiaba resolverlo sin contratiempos.
—El general comprende mi especial situación, estoy seguro. Los Coleraine son el regimiento doméstico de mi familia; usted lo sabe, señor.
—Claro que lo comprendo, Chris, claro que lo comprendo. Tengo tu renuncia aquí, en medio de esta pila.
—Puedo asegurarle al general que obré por mi sola cuenta. No hablé para nada con los otros, señor, y no tengo idea de quien haya podido seguir mi ejemplo.
—¿Té? —invitó Brodhead, cargando la pipa.
—No, gracias, señor…
El general acercó la cerilla, chupó y despidió una columna de humo. Sus penetrantes ojos azules se encontraron con los penetrantes ojos azules de Christopher Hubble.
—Un militar comete un pecado capital si se mezcla en política, ya sabes… a menos que unos extremistas utilizasen el Ejército como instrumento contra nuestro propio pueblo. ¿Estás conforme con esto, Chris? —Del todo, señor.
—¿Hemos de hablar con franqueza tú y yo?
—Sí, señor.
Llewelyn Brodhead se inclinó sobre la mesa y sus recios nudillos la hicieron temblar con un golpe a cada dos palabras.
—Yo no he servido treinta y seis años en las fuerzas de Su Majestad para venir a parar en eso —el general levantaba los hombros y abría las manos y los dedos como si fuera a saltar por encima de la mesa—. Hemos pasado años y años viendo cómo el partido liberal se proponía desmantelar el Imperio, pieza por pieza. Nuestras fuerzas imperiales han creado y tomado sobre ellas un sistema de orden universal como el mundo no ha visto en toda su existencia. Pero ahora esos malditos canallas tienen la desfachatez de querer enviarnos contra leales ciudadanos británicos. Y todo ello en honor de esa gente de ahí abajo que profanaría la Union Jack, destruiría el Imperio y nos acuchillaría por la espalda en mitad de la noche.
Brodhead hizo una pausa y se dominó. —Dentro de tres días —dijo luego— entraremos en el Ulster, a menos que… —y se interrumpió deliberadamente—. ¿Debo seguir, Chris?
—Se lo ruego, sir Llewelyn.
—A menos —continuó el general— que hagamos algo aquí en Bushy que les obligue a rescindir la orden. Naturalmente, una cosa así requeriría una entrega singular, además de exponerse a ciertos riesgos. Chris movió la cabeza asintiendo. —Supongamos, diremos, que mañana al mediodía haya recibido las renuncias de todos los oficiales de la división, los ciento cuarenta completos. Supongamos que yo añado además mi propia dimisión, lo llevo todo a Londres y me presento al jefe de Estado Mayor y le enfrento con un hecho consumado.
Chris se secó las gotas de sudor que aparecían súbitamente en su rostro.
El general se levantó y reanudó el paseo por un bien marcado sendero.
—Llámalo como quieras… insubordinación, motín…, llámalo como quieras. Pero los liberales han de saber que si quieren que se haga ese cochino trabajo más les valdrá que busquen unas unidades de negros para encárgaselo. Y si intentan juzgarnos a todos en consejo de guerra, la tentativa podría poner muy bien en franca rebeldía a todo el cuerpo de oficiales del Ejército. En el mejor de los casos, creo que podemos conseguir que anulen la locura esa de ocupar el Ulster. En el peor, creo yo, conseguiremos una reprimenda y la retirada de Irlanda de los Midlanders. No sé con certeza cuáles serían los consecuencias, pero tenemos amigos poderosos en todo el escalafón. ¿Crees que deberíamos realizar una tentativa, Chris?
—Lo creo.
—Buen chico. Evidentemente, te considero la persona indicada.
—Procuraré no defraudarle, señor.
—Ha de ser todos en peso. Ciento cuarenta resignaciones para mañana al mediodía. Sin excepción. Sólo así podemos vencer. Si algo sale mal, yo cargo con tus responsabilidades.
—Se hará, general.
—Buena suerte, Chris, buena suerte. A toda carrera, muchacho, a toda carrera.
Desde el instante en que Molly O'Rafferty desapareció de Irlanda, Jeremy Hubble, no volvió a ser el mismo. Por las fechas que había de nacer el niño, hizo una loca tentativa por localizar a Molly; pero topó con una muralla de silencio y de odio.
Jeremy se alistó en los Coleraine Rifles y por algún tiempo lo pasó mejor; luego la vida militar discurrió de modo muy parecido a los otros estilos de existencia. Su hermano menor estaba vaciado en el molde adecuado: era ambicioso y cerebral. Christopher reproducía los rasgos de su padre, desde el aspecto físico hasta el ingenio, tan fielmente que casi resultaba una duplicación de su personalidad. Pronto ascendió a capitán y permaneció al lado del general Brodhead, como ejemplo y modelo del ayudante perfecto.
En cambio, lord Jeremy se caracterizaba, en general, por la falta de cualidades que le distinguieran. Sin embargo, gozaba de gran popularidad como miembro del equipo de la división y entre los oficiales jóvenes. Seguía siendo un tipo campechano, un buen sujeto para prestarle dinero a uno y, ciertamente, mucho más agradable que su hermano. Estaba especialmente dotado para el papel de buen muchacho cuando gozaban de un permiso, y solía dar una fiesta ininterrumpida en Daars, o en Rathweed Hall, o en Hubble Manor. Andando en compañía de lord Jeremy uno contaba con buenas diversiones, buena comida, buena bebida, montones de chicas y buen deporte.
Siempre que se veía rodeado de un grupo de compañeros estaba bastante alegre; pero en ocasiones escapaba solo hasta Dublín y erraba por allá en una especie de nostalgia trágica, frecuentando las tabernas que limitaban el Trinity College. Luego solía hundirse en una profunda depresión que desembocaba en bacanales alcohólicas y terminaba en algún lupanar. Jeremy se mantenía completamente mediocre. Nunca pasó de teniente, ni había mucha esperanza que dejara huella en ningún terreno.