Para la Hermandad Republicana Irlandesa, la formación del Ejército Nacional Irlandés fue la llave que abría la puerta del tesoro. El diminuto grupo clandestino de dos mil hombres estaba perfectamente preparado. Dan Sweeney
el Largo
cedió el mando, y los miembros de la Hermandad se alistaron en bloque en el Ejército Nacional. Pronto se hubieron infiltrado en los rangos superiores y ocuparon puestos clave de mando y de organización.
El Ejército Nacional Irlandés creció más de lo que se podía esperar; hasta que Londres se alarmó. Entonces, y sólo entonces, Asquith declaró que había que poner fin a tanto importar armas en Irlanda. Los unionistas no protestaron, pues por aquellas fechas tenían los arsenales bien repletos y se les podía calcular una superioridad de cincuenta contra uno sobre los católicos del Sur.
Hamburgo, marzo, 1914
Herr Ludwig Boch volvía rápidamente las páginas de unos documentos, canturreando entre dientes. Seguro de que todo estaba en orden, los recogió todos, los metió en la cartera y abrió el reloj de bolsillo. Faltaba un buen rato para la reunión. Encendió un cigarrillo y lo chupó con gran contento, observando cómo se dilataban las anillas al vagar por el despacho.
Ludwig Boch, sesentón bajo y rollizo, tenía motivos para estar contento de sí mismo. Jamás había figurado entre los grandes traficantes de armas, aquellas misteriosas figuras internacionales que iban y venían de incógnito por el continente, pero se había labrado su propio camarín y estaba a punto de concluir la gran venta de su vida.
Boch contaba con la acostumbrada cadena de enlaces entre los militares, en el Ministerio de Asuntos Exteriores, las Aduanas y la junta de armamento. Se había distinguido de sus colegas por saber tocar el violín de Irlanda con mano maestra y éxito consumado. Más que ningún otro traficante, había propugnado la idea de que Alemania saldría ganando si introducía armas en Irlanda para ambos bandos, dejando así que el conflicto entre católicos y protestantes se convirtiera en una espina clavada en el costado de Inglaterra.
Además, esto había resultado una mina de oro. Unos agentes protestantes recién delegados ofrecían comprar en grandes cantidades y primando los precios. El negocio se había de llevar como un juego de manos. Sí, superficialmente los del Ulster parecían fanáticamente leales al rey británico; sin embargo, el análisis político llevado a cabo por el Ministerio de Asuntos Exteriores confirmaba la conclusión sacada anteriormente por él de que las armas que se suministrara a los del Ulster tenían muchas probabilidades de ser utilizadas contra los británicos. La cacareada lealtad del Ulster no tenía más consistencia que una hoja de papel. Berlín lo creía así. Una suerte para Boch.
Aunque a Boch le asaltaba el temor de que no podría servir el pedido más reciente. Los del Ulster pedían armas automáticas y morteros, de los cuales había pocas existencias, por una parte, y, por otra, el Ejército alemán tenía prioridad sobre toda la producción. De modo que se sintió satisfechísimo y muy divertido cuando llegó de Berlín la autorización necesaria. Era lógico que estuviera contento; en aquella transacción realizaba un beneficio neto de ochocientos mil marcos.
Boch sabía que las exportaciones de armas desde Alemania se interrumpirían bruscamente cuando estallara la guerra en el continente europeo, y era cosa sabida que había de estallar forzosamente. Por esto él y los otros que se dedicaban al mismo negocio se apresuraban como locos a servir los pedidos antes de que se les cerraran las puertas de aquellos lamentables mercados.
Con este cargamento, se habría cubierto el riñón para toda la vida. Cerraría el negocio, emigraría a la Argentina y cosecharía los frutos de su trabajo.
Pocos kilómetros más allá de la discretísima oficina de Ludwig Boch en el barrio costero de St. Pauli, Christopher Hubble deambulaba por el juego de habitaciones que ocupaba en el Hotel de las Cuatro Estaciones. Hasta este momento, aquello había sido una fiesta, pero ahora Christopher empezaba a ponerse nervioso. Faltaba una hora para la cita. Quizá un paseo… Christopher se puso la chaqueta de paño de Norfolk y la gorra de caza que hacía juego con ella, y le identificaba como inglés, y salió del hotel, andando por la orilla del lago Inner-Alster y contemplando las embarcaciones de vela hasta que las campanas de Radhous dieron la hora. En ese momento cogió un taxi.
—Schuemans Austernkeller, Jungfernsteig —ordenó en un alemán aceptable.
Al terminar el servicio activo, Christopher había llegado al grado de mayor. Era uno de los mayores más jóvenes del Ejército y el favorito personal del general sir Llewelyn Brodhead. Como reclamaba la tradición, siguió adscrito a la reserva activa de los Coleraine Rifles.
Después de discutir el caso con su padre y abuelo, todos llegaron a la conclusión de que por el momento podía prestar mejores servicios en el Estado Mayor General de la Fuerza Voluntaria del Ulster, en la que lord Roberts le recibió con los brazos abiertos.
Chris demostró ser el «hombre para la ocasión» a finales de 1913, cuando se produjo una pequeña crisis con motivo de la orden del Gobierno de que terminasen todos los cargamentos de armas para Irlanda. A la sazón, los Voluntarios del Ulster habían alcanzado una cifra superior a los cien mil y contaban con un rifle para cada hombre. De lo que lord Roberts y su estado mayor creían andar escasos era de armas automáticas y artillería ligera, en forma de morteros portátiles. Chris convenció al comandante de que debía hablar del problema con su padre y su abuelo, a pesar de la prohibición de importar armas, y ellos a su vez trasladaron el asunto al Comité Ejecutivo Unionista.
El Comité tomó la decisión de procurarse las citadas armas, a pesar de la orden en contra dada por el Gobierno. Suscribían la compra los industriales y los hacendados, y Maxwell Swan se trasladó a Berlín para ponerse en contacto con Ludwig Boch. Al principio Boch, el suministrador que les inspiraba más confianza, consideró que, debido a la prioridad del Ejército alemán, sería imposible conseguir los permisos; pero con gran sorpresa por su parte, los permisos llegaron. Entonces los del Ulster enviaron al joven Chris a Hamburgo para hacerse cargo de las armas personalmente.
Otto Scheer le tomó antipatía a Christopher Hubble ya desde el momento de conocerle; pero el dinero era demasiado bueno para dejar que las apreciaciones personales lo estropearan. Aunque Scheer, que era oficial de reserva de la Marina alemana en el arma submarina, había sentido ciertos remordimientos de conciencia. Sabía que si volvía a encontrarse con aquel joven inglés sería como enemigos y muy probablemente se verían por la cruz de la mirilla de un arma.
Por el presente, a Scheer le habían contratado como mercenario, como contrabandista de armas, los mismos británicos a los que después combatiría. Boch dijo que la aventura contaba con la aprobación del Gobierno alemán. Bien, tal era el mundo loco de Ludwig Boch. Hombre experto como capitán de barco para el mar del Norte y el Báltico, Herr Scheer había rastreado todo el barrio de St. Pauli reuniendo una tripulación de buitres engolosinados por la gratificación especial.
Scheer se avino refunfuñando y de mala gana a la orden que designaba a Christopher Hubble como titular del barco, a pesar de que éste navegaría bajo bandera alemana.
Juntos repasaron el plan entero, desde las adquisiciones y manifiestos de Ludwig Boch a la ruta que seguirían. Para brindar por la conclusión del trato, Herr Boch pidió
schnapps
, un licor holandés que a Christopher se le antojaba una bebida vulgar, y unos renuentes apretones de manos completaron el almuerzo.
Por Hamburgo se había hecho circular la voz de que saldría del puerto un cargamento de armas para el ex presidente Castro, de México, que había sido depuesto y planeaba un golpe para reasumir el mando; pero el embuste no engañaba a casi nadie. La negociación entera había llevado el sello de la Fuerza Voluntaria del Ulster.
La noche del 24 de marzo de 1914, Christopher Hubble subía a bordo del carguero a vapor de novecientas toneladas
SS Prins Rudolph
, destinado habitualmente al transporte de cereales. Su hermano gemelo, el
SS Prins Oscar
, estaba anclado en el fondeadero contiguo. Christopher inspeccionó el cargamento de unas tres mil ametralladoras, mil doscientos morteros y varios millones de cargadores de munición; luego hizo cerrar los cuarteles de escotilla y mandó que le acompañaran a sus dependencias, estableciendo así su estilo de llevar el asunto sin hablar con nadie, excepto por unas secas instrucciones que dirigía a Otto Scheer.
Al despuntar el día el
SS Prins Rudolph
se deslizaba río Elba arriba seguido del
SS Prins Oscar
. Cuando los dos barcos llegaron al mar del Norte fueron localizados y seguidos por un destructor de la Royal Navy, el
HMS Battersea
. Christopher ordenó que los dos barcos pusieran rumbo al sudoeste, cruzando el canal de la Mancha, como si se dirigieran a la mar libre.
Luego, cuando ordenó a Scheer que virase hacia el norte, para cruzar el canal de San Jorge y entrar en el mar de Irlanda, el alemán quería rebelarse. No le gustaba Hubble, no le gustaba su juventud, ni le gustaba pasar la maroma por el borde de las aguas territoriales británicas. Pero el condenado inglés no cedía, y las mil libras que percibía él por la tarea eran más que lo que normalmente cobraba en todo un año.
URGENTE. ALERTA AL PRIMER LORD DEL ALMIRANTAZGO DESDE
HMS BATTERSEA
.
SS PRINS RUDOLPH
Y
SS PRINS OSCAR
NAVEGAN RUMBO NORTE TODAVÍA ENARBOLANDO BANDERA ALEMANA. CREEMOS
PRINS RUDOLPH
LLEVA ARMAS VOLUNTARIOS ULSTER. PEDIMOS INSTRUCCIONES PARA BUSCA Y CAPTURA.
El primer lord del Almirantazgo, Winston Churchill, estaba pensando en la posibilidad de que se calificase de acto de piratería, si abordaba los barcos mencionados en aguas internacionales. Así pues, contestó prestamente con un mensaje ordenando al destructor de observación que continuara siguiendo a la pareja; luego consultó con su propio personal y tuvo una larga entrevista con el primer ministro.
La guerra era inminente, pero todavía no se había definido públicamente la postura de Inglaterra con respecto a los tratados suscritos con Francia y Bélgica. A Churchill le presionaban terriblemente para que no diera un paso que comprometiera a Inglaterra en el conflicto antes de estar preparada. Celebradas unas conferencias de medianoche, primero en el Almirantazgo y luego en el número 10 de Downing Street, predominó la opinión de que era preferible dejar que los del Ulster llevasen a cabo sin contratiempos su última jugarreta antes que ofender, por el momento, a los alemanes.
Sólo un alegato final de Churchill logró que el
Battersea
continuara vigilando a los dos barcos mientras él trazaba los planes de emergencia si las naves alemanas tenían la osadía de entrar en aguas irlandesas.
El
SS Prins Rudolph
y el
SS Prins Oscar
seguían navegando por el canal del Norte, que separa a Irlanda de Escocia. En su cuarta noche después de salir de Hamburgo se acercaron al Ulster y llegó el momento de tomar la decisión definitiva.
Al caer la noche, Otto Scheer llamó a la puerta y entró en el camarote de Christopher.
—El destructor continúa siguiéndonos —anunció.
—Sí, lo sé. Bien, proceda como tenemos planeado.
—Herr Hubble, la tripulación se está poniendo muy nerviosa.
—¿Y qué? Es natural que lo esté.
—Eso no es una broma —clamó enojado Otto Scheer.
—No he pretendido que lo fuera. Usted estuvo de acuerdo con el plan, ¿verdad que sí, Herr Scheer? Quiero decir que a ustedes los alemanes se les tiene por gente fenomenal para llevar a cabo un plan. Nunca pierden la serenidad, ¿verdad que no?
El alemán se puso de color carmesí. Christopher parecía imbatible.
—Apenas entremos en aguas territoriales irlandesas…
—Déjese de lloriqueos, Scheer. A todos ustedes les gustó el color de la moneda cuando se alistaron para el trabajo; ahora es el momento de hacerlo. —Scheer miró furioso a aquel joven que tenía la mitad de sus años; luego inclinó secamente la cabeza, a guisa de saludo, y giró sobre sus talones.
—Scheer, puede decir a su gente que por la mañana el
Battersea
habrá desaparecido de la vista.
—¿Cómo está tan condenadamente seguro?
—Sólo tratan de asustarnos para que lo dejemos. Ah, y de paso, dígale a ese cocinero que tiene…, bueno, no importa…, ya sólo nos queda otra comida juntos. Conseguiré entendérmelas con aquella bazofia.
Una vez a solas, Christopher exhaló un profundo suspiro y dobló los hombros, pálido y tembloroso. Sobre el papel, todo parecía ordenado y perfecto. Pero la operación entera descansaba sobre el hecho de que hasta el momento sir Edward Carson y el Ejecutivo Unionista habían salido indemnes de todas las bravatas contra el Gobierno. Temerosos de arriesgarse a un enfrentamiento en el mar que no figuraba en sus planes, habían hecho lo posible y lo imposible para que la Royal Navy estuviera enterada de los barcos y del cargamento que traían. De este modo podrían llevar la pelota al terreno del partido liberal, por así decirlo, forzándole a tomar la decisión. El montaje requería que se produjesen en Londres azoradas reuniones que durasen toda la noche y que por la mañana el barco de vigilancia hubiese desaparecido. Bueno, al menos éste era el plan.
Christopher volvió a tenderse en el catre. Hasta que despuntara el día dormiría poco y mal. Luego… ¿quién podía saberlo? La visión de una viscosa celda de cárcel le despertaba cada vez que empezaba a dormirse.
«No debo permitir que esos malditos
krauts
me vean angustiado —se decía—, hemos de mantener la vieja fachada…»
Un ruidoso parloteo despertó bruscamente a Chris. Hablaban tan aprisa que no podía entenderles. La luz del alba se filtraba por la escotilla. Christopher fue al lavabo, con el corazón desbocado, se lavó la cara meticulosamente, se peinó, se lavó los dientes y recobró el perfecto dominio de sí mismo.
Luego se presentó en cubierta con aire arrogante y subió por la escalerilla del puente. Mientras subía, abajo unos miembros de la tripulación prorrumpieron en aplausos y vítores. La isla de Rathlin aparecía a estribor ¡y el
Battersea
no se veía por ninguna parte!