—Lo echará todo a perder —repitió Conor—. Cada vez que va a la Aduana tengo que volver a repetirle las instrucciones, palabra por palabra…
—Esa es la orden, Conor. Dan te quiere fuera de Belfast. Llevas demasiado tiempo aquí. Sabemos que estos meses pasados estuvieron a punto de cazarte un par de veces.
—Seamus O'Neill charla demasiado.
—¿Vas a darme guerra también por eso?
—No. ¿Qué diablos importa? Al fin y al cabo, todo lo que hago aquí es recoger las arrebañaduras del bote. Por cada arma que conseguimos nosotros, los protestantes entran un centenar… ¿Qué diablos importa que me quede?
—¡Deja tus pesares aparte un minuto al menos! —le gritó Atty.
—Consigue las armas, no consigas las armas…, ojalá Dan se decidiera de una vez.
—Si le ayudases algo más en el Concejo, quizá pudiera decidirse mejor.
—Dan, Dan, Dan, Dan —soltó Conor—. A veces pienso que habría sido mejor continuar con lo de Jesús y María. ¡Vaya dios maldito elegí yo!
—Tu dios tiene cáncer —dijo ella.
Conor la miró fijamente, petrificado.
—Sí, me has oído bien —repitió Atty.
Conor se cubrió la cara con las manos, cerró los ojos y se meció lentamente.
—¿Cuánto tiempo…? —gimió con voz ronca.
—¿Quién puede saberlo?
—¿Cuándo te enteraste?
—Lo descubrí por pura casualidad. Sea como fuere, él me lo confesó. Soy la única del Concejo que lo sabe.
Conor saltó del asiento y poco menos que se escondió entre las cortinas de la ventana mientras miraba al exterior, sin despegar los labios. Al final Atty fue a situarse detrás, le dio una palmadita en el hombro y le quitó el vaso de la mano, plantándose ante él en una actitud que invitaba a que la rodease con los brazos.
—Espero con ilusión tenerte otra vez en DUNLEER —dijo en voz baja—. Solíamos ponernos tremendamente apasionados en aquella casita de campo.
Conor se apartó bruscamente.
—¡El suelo se hunde bajo nuestros pies, y en lo único que quieres pensar es en hacer el amor!
Atty se irguió, ofendida.
—Salgo a tomar un poco el aire —dijo.
Conor oyó el portazo, se derrumbó nuevamente en la silla y permaneció inmóvil muchísimo rato. Luego levantó la cabeza como en sueños, recobró el vaso y lo vació, así como el resto de la botella.
Se despertó con mal sabor de boca y sintiendo que la cabeza le estallaba. Luego se puso en pie emitiendo unos gruñidos. Fuere como fuese, Atty había logrado desnudarle y acostarle. Conor tentó en la oscuridad. Atty estaba acostada de espaldas a él, hecha un ovillo junto al borde de la cama, despierta, intensamente despierta, pero sin dar el brazo a torcer y fingiéndose dormida.
Conor anduvo inseguro hasta la pila, hundió la cabeza en el agua, se lavó los dientes y luego se sometió a un minucioso examen en el espejo. Lo que veía no le gustó nada. Miró de soslayo hacia el dormitorio, expresó su pesar con unos sonidos inarticulados, regresó de puntillas, borreguilmente, se deslizó entre las sabanas y culebreó hasta arrimarse a la espalda de Atty. Sabía que estaba despierta, que sofocaba el disgusto en su interior, que no derramaría una lágrima.
—Estás furiosa contra mí, y tienes motivo sobrado para estarlo —le dijo.
Ella continuó inmóvil un rato. Cuando él se apartaba, derrotado, ella estiró el brazo para tocarle ligeramente. Él volvió a rodar hacia ella, aliviado.
—¿Estás furiosa? —preguntó.
—Un poquito, no demasiado —respondió Atty.
—No sé qué demonios me sucede —explicó Conor—. Me he pasado tres semanas, día y noche, esperando el momento de verte; y lo mismo me ocurrió la vez anterior, y la penúltima. Y luego siempre me las compongo para estropear la fiesta.
—Es muy natural —dijo Atty—. Vives solitario, sin poder desahogarte en nadie. Tienes que soltarlo todo sobre mí, supongo. Y lo comprendo.
Conor buscó la lámpara de la mesita de noche; luego la encendió con una cerilla y abrió los brazos. Atty se refugió entre ellos sin reservas.
—No sé cuántas bobadas como las que dije tendrán que soportar tus oídos —se lamentó Conor.
—Porque te emborraches de tarde en tarde, no voy a dejarte marchar, hombre. Además, en lo que se refiere a ti, tengo muy poco orgullo.
—Necesito un cigarrillo —dijo Conor.
—Yo también.
La mujer se anudó holgadamente la cinta de la bala y al encender el cigarrillo se pudo divisar buena parte de su lozano cuerpo. Conor se ató el albornoz y siguió tras Atty hasta el saloncito. Ambos estuvieron un rato chupando avariciosamente los pitillos y siguiendo cada uno el hilo de sus propios pensamientos. Luego, Atty aplastó su cigarrillo.
—He de confesar que la primera vez que nos amamos —dijo— cruzaron por mi mente algunas ideas mezquinas. Me decía: «Ese canalla me ha tenido dos años, esperando, y al cabo de este tiempo aún he tenido que acudir a él casi a gatas. Ahora que me necesita como mujer, voy a pagarle con la misma moneda.» Ni más ni menos que el viejo anticuado orgullo sediento de revancha en la batalla entre hombres y mujeres…, una batalla que hasta entonces yo no había perdido nunca. Pero ¿no sabes, Conor Larkin? Mi corazón no quiere luchar contra ti. Apenas me pones la mano encima, todo se ha disipado. En mi vida no había aparecido jamás ningún hombre capaz de conseguir conmigo, ni remotísimamente, lo que consigues tú…, ni Desmond Fitzpatrick ni otro alguno. ¿Comprendes, chico? Yo no fui verdaderamente mujer hasta que tú lloraste en mis brazos. Entonces brotó de mi corazón un amor que yo misma no sabía que poseyera. Y decidí esperar hasta que en tu interior se cerrase la herida por la pérdida de Shelley.
Ahora Atty estaba junto a él, llenándole el rostro de delicadas caricias.
—Esperaría media eternidad, si era preciso —siguió diciendo—. Pero cuando me di cuenta de que estaba en situación de abrirme a ti, y tú no me dejaste…, al principio fue como para matarme. A veces quizá te venga la idea de que no eres un hombre completo, que estás plagado de debilidades; pero para mí eres doblemente hombre desde el día que me dejaste que te cogiera la cabeza y lloraste. En fin…, eres todo lo que quiero, y cuando me tocas no puedo rebelarme contra ti.
—Mala suerte la tuya, Atty. Mereces mucho más.
—Conor, ¿verdad que no vamos a romper? —preguntó, con un dejo de desesperación.
—Mientras puedas soportarme, no.
—Ah, entonces tardaremos muchísimo tiempo —suspiró ella—. ¿Te preparo algo de comer?
—No…
—Los acontecimientos de hoy se te han clavado muy hondo.
—Sí, es cierto —respondió—. De todas formas, será conveniente que me marche de Belfast. Si uno está fuera de aquí, puede engañarse diciéndose que no existe siquiera esa ciudad, o que puede cambiar de manera de ser. Pero en días como hoy has de reconocer cuál es la realidad del Ulster.
Estaban sentados frente a frente. Atty esperó que Conor abriese la puerta de su alma y dejase salir todo lo que le atormentaba.
—Si existe un Dios —murmuró por fin Conor—, y estoy convencido de que así es, habrá fijado la mirada sobre católicos y protestantes de esta provincia y habrá movido la cabeza tristemente dándose cuenta de que es el único lugar del mundo donde el diablo le ha derrotado por completo.
Atty asintió con un gesto.
—Siempre creí —prosiguió él— que la bondad absoluta y la maldad absoluta no existían realmente, y que el bien y el mal podían vivir juntos, incluso dentro de una sola célula humana; pero pienso que hoy he visto por primera vez a la gente del Ulster tal como es realmente. Dios sabe que la Iglesia católica ha cometido todos los errores imaginables, ha hecho todo lo posible para alimentar el miedo que los protestantes tienen de Roma; pero el trabajo auténtico, a fondo, lo ha hecho la aristocracia británica. La aristocracia británica ha creado una raza mongoloide. Una raza que nunca se elevará por encima del nivel de una ignorancia autoimpuesta. La mente de estos hombres se ha convertido en un vacío impenetrable por la luz, el aire, las ideas y la belleza. Son robots que jamás sabrán verse tan lamentablemente esclavizados como… ¡Oh, Dios mío, ya estoy despotricando!
—Despotrica, Conor —pidió Atty.
—Oye, me has hablado de Dan porque quiere que asuma el mando de la Hermandad. Es eso, ¿no?
—Sí.
—Pues no puedo.
—Ese miedo que tienes de no ser capaz de triunfar no es motivo suficiente —objetó ella—. Como comandante, podrás organizar la derrota gloriosa que buscas. Yo creo que Dan lo entiende así.
—No, Atty, no.
—¿Por qué, Conor?
—Porque voy viendo continuamente verdades que destruyen mis ilusiones.
—¿Qué verdades?
—Tápate los oídos, mujer; yo digo blasfemias que van contra el meollo e indignan el alma misma de toda idea republicana. Y aunque sean verdad, nadie de nosotros se atreve a decirlas. Lo cierto es que tenemos tantas posibilidades de inocular algo de razonamiento (y no hablemos ya de amor) a esa turba de ahí fuera como de sacarle sangre al viento. Mientras sigamos apegados a la ilusión de una Irlanda única, indivisa, los del Ulster ahogarán esta ilusión en sangre. ¡Ah, te hice palidecer, amiga mía! —prosiguió Conor—, pero ¿qué diablos hacemos con un millón de fanáticos? Tú misma has dicho que ellos no son nosotros, ni nosotros somos ellos. Ellos son los trágicos huérfanos de esta trilogía irlandesa, son los regios leprosos de Su Majestad Británica y, ¡por Dios, mujer!, nosotros los irlandeses somos gente civilizada y las personas civilizadas no dejan que un millón de leprosos anden sueltos entre ellas y contaminen sus manantiales. Yo digo: Aislémosles en su colina de leprosos maldita de Dios y dejemos que canten sus malditos himnos y que redoblen los cochinos tambores y que enarbolen sus malditas Union Jacks hasta que el infierno se llene de hielo; pero apartémoslos de nuestras vidas…, o acabaremos infectados por su odio. El hombre del Ulster es quien necesita un espejismo para sobrevivir. Si los dejamos que se las entiendan entre ellos, ¿cuánto tiempo aguantarán sin que su odio haya de buscar algo que destruir? ¿A quién odiarán, si nosotros nos hemos marchado? Se lanzarán unos contra otros, lo mismo que un mar lleno de tiburones sanguinarios. Al final, se revolverán contra la aristocracia que los llevó a tal situación y seguirán a maníacos como Oliver Cromwell MacIvor.
»¡Oh, Atty! ¿Por qué hemos de seguir agarrados a este sueño engañoso? Yo digo: Démosles su cochina provincia, porque si no se la damos habremos sentenciado al pueblo irlandés a una pena eterna.
Hasta este momento Atty Fitzpatrick no comprendió plenamente que Conor Larkin nunca sería el jefe de la Hermandad. Y sin embargo, ¿quién sino Conor Larkin se pondría en pie y gritaría la verdad contra un huracán de ilusiones engañosas?
Por aquellos días yo estaba continua y fatigosamente en danza entre Dublín, el Ulster y Londres, pues el año 1912 llegaba a su fin y el Gobierno preparaba la Ley de Autonomía para su segunda presentación a la Cámara de los Comunes.
La retórica había adquirido acentos furiosos, y tanto el primer ministro Asquith como el portavoz jefe Winston Churchill denunciaban la maniobra de partir Irlanda como antidemocrática. Al mismo tiempo sabíamos que la furia y la osadía de las tácticas de Carson habían rechazado los intentos unionistas de interponer continuamente enmiendas destructoras, por otra se habían abierto la puerta del compromiso.
El partido liberal continuaba la lucha porque se hallaba como un rehén en manos del partido irlandés, y John Redmond se lanzaba a la defensa de la última trinchera para salvar su prestigio. No obstante, por toda Irlanda cundía la irritación. Carson, Hubble, Weed y toda la pandilla habían quedado impunes de todos los delitos perpetrados. En las conferencias secretas que celebrábamos, el mismo Redmond sofocaba toda referencia a llevar a Carson a la cárcel; temía un coletazo en el Ulster que le hiciera perder el frágil agarradero que tenía en el proyecto de ley. Por estas fechas hasta nuestros renuentes obispos se sentían inclinados a admitir que la fachada de imparcialidad del Gobierno era una farsa.
Sabíamos que los unionistas no tardarían en dar un paso importante, y no tuvimos que esperar mucho para verlo. Yo recibí una llamada en mi oficina de Belfast para una conferencia de prensa en Rathweed Hall el 15 de enero de 1913.
El ampliado cuerpo de periodistas no recibía nada más a gusto que una convocatoria para acudir a Rathweed Hall. Una llamada significaba, por lo general, una noticia importante, amén de bebidas gratuitas y un festín a base de caviar, al opulento estilo de sir Frederick. Mis colegas llegaron al pabellón de invierno con una hora de anticipación, de modo que cuando Weed hizo acto de presencia estaban ya bien untados y ablandados.
Sir Frederick había cumplido los setenta hacía tiempo, pero no había perdido ni un átomo de chispa y de genio. Conmigo sostenía una especie de relación de antipatía. Solía llamarme su «feniano favorito» y raras veces dejaba de bromear sobre el hecho de que no hubiese ningún otro periodista que compartiese mis simpatías. En ocasiones, entre bromas y veras, me daba mensajes para que los transmitiese a la Hermandad.
Su manera de guiñar el ojo aquel día me dijo que los unionistas iban a lanzar una estocada definitiva. El hombre se recreaba con el papel que tenía en la mano, mientras nos reunía delante de él y solicitaba nuestra atención.
—Caballeros, estén atentos, se lo ruego —dijo—. Voy a leerles una corla declaración.
Se caló las gafas con el gesto pausado y experto de un abogado famoso, se aclaró la garganta, levantó la vista hacia los cincuenta periodistas desplegados anta él, me localizó a mí y me dijo que me asegurase de tener el lápiz bien afilado.
—El Comité Ejecutivo Unionista —empezó leyendo— anuncia por la presente y en fecha de hoy la creación de la Fuerza Voluntaria del Ulster. Tenemos el propósito de reclutar un ejército de cien mil hombres de edades comprendidas entre los diecisiete y los sesenta y cinco años bajo un mando central unificado a fin de defender la libertad de esta provincia.
Weed hizo una pausa preñada de significado, dejando que los reunidos meditaran sus palabras. Los murmullos, en la encristalada estancia, iban desde la incredulidad hasta bien audibles comentarios de asombro.
Sir Frederick dio unos golpecitos pidiendo atención y siguió fingiendo que leía el papel, que en realidad se sabía de memoria.