Chris enlazó las manos detrás de la espalda.
—Buenos días, Herr Scheer —dijo animadamente.
Scheer sonrió y saludó con la cabeza.
—¿Ha comunicado con el
SS Prins Oscar
?
—Sí, en efecto.
—Entonces diríjase al lugar de la cita, según lo acordado.
La isla Rathlin, pedazo de terreno semidesierto en forma de bumerang, se divisaba desde la costa norte del condado de Antrim. Campo, durante siglos, de sangrientas luchas a causa de las invasiones escocesa e inglesa, la isla se convirtió en heredad de los vizcondes de Gage, luego cayó en el abandono, quedando a merced de las bandadas de aves emigrantes que eran las únicas que se reunían entre sus espectaculares cuevas y peñas.
Un día antes había desembarcado en Rathlin una tripulación sustitutiva formada por antiguos marinos de la British Navy alistados en la Fuerza Voluntaria del Ulster y allí esperaban el barco del armamento.
A primeras horas del quinto día después de salir de Hamburgo, el
SS Prins Rudolph
y el
SS Prins Oscar
penetraron en el refugio de bahía Church y establecieron contacto por semáforo con la tripulación de tierra. Los componentes de ésta se acomodaron en diversas barcas de remos y a los pocos minutos subían a bordo del
SS Prins Rudolph
.
En una breve, pero adecuada ceremonia, Otto Scheer hizo entrega del barco. Arriaron la bandera alemana, izaron la del Ulster y el barco fue rebautizado con el nombre de
Glory of Ulster
.
Los botes salvavidas del
Oscar
vinieron a situarse junto al
Glory of Ulster
y recogieron a la tripulación alemana para llevarla al
Oscar
. Otto Scheer, que fue el último en bajar, estrechó la mano de Christopher con una extraña llamarada de afecto.
—Es usted muy audaz, Hubble —le dijo.
—Sí. Bien, buena tarea; que tengan buen viaje de regreso —respondió Chris.
Ya a bordo del
Oscar
, los alemanes levantaron el ancla y pusieron rumbo a Hamburgo a toda máquina, mientras el
Glory of Ulster
marchaba en dirección opuesta, hacia el oeste. Al anochecer echaron el ancla cerca de Punta Inishowen, allí donde el Lough Foyle comunica con el mar, y mandaron un mensaje por radio para que se les preparase el arribo a Londonderry al día siguiente.
Durante la noche todas las unidades de la Fuerza Voluntaria del Ulster entraron en servicio urgente realizando un plan para ocupar y guardar puntos clave de toda la provincia y mover unidades del cuerpo de transportes hasta Londonderry.
Al amanecer, la «toma» de Londonderry por los Voluntarios del Ulster había quedado ultimada, la costa correspondiente estaba aislada y una flota de setenta camiones aguardaba en el Strand a lo largo del muelle de Buques y Trenes.
El
Glory of Ulster
, gobernado por Christopher Hubble, remontaba el río Foyle hasta más allá del faro de Pennyburn y se dirigía al muelle en el que el jefe de puerto D. E. Swinerton, oficial de la UVF fuera de servicio, aguardaba con toda la documentación necesaria. D. E. Swinerton echó una mirada al manifiesto del buque, que decía «Suministros Médicos para Comunicaciones», firmó y selló los documentos y a los dos minutos empezaba la descarga.
A plena luz del día y sin que aparecieran por los alrededores ni los
constabularys
ni tropas británicas, el tesoro del
Glory of Ulster
fue trasladado a los camiones, y antes de dos horas el convoy se dirigía a toda velocidad a un escondrijo preparado de antemano. En la noticia que lord Roberts dio más tarde a la prensa, definió la maniobra como un ejercicio para probar la eficacia de ciertas unidades de la Fuerza Voluntaria, declaró que el ejercicio había sido un éxito y negó con vehemencia que hubiera arma alguna a bordo del barco.
Los sentimientos de lord Louie de Lacy entraron en violenta ebullición. En contra de lo que aconsejaba Conor Larkin, Louie encareció al Concejo Supremo de la Hermandad que respondieran a la afrenta del
Glory of Ulster
entrando también ellos un cargamento de armas a plena luz del día, esta vez para el «legal» Ejército Republicano Irlandés.
Tres semanas más tarde, Ludwig Boch había efectuado su última venta de armas a los irlandeses y un pequeño cargo alemán anclaba precariamente a cierta distancia de Inishowen, la mayor de las islas Aran en la entrada de bahía Galway. Un millar de rifles y un centenar de ametralladoras fueron trasladados al yate de lord Louie
Graine Uaile
sin hacer nada para mantener la operación en secreto.
El comandante del Ejercita Nacional en el condado Galway dio orden a unas unidades de que se presentaran en los muelles formadas, descargaran el yate con ceremoniosa pompa y luego fuesen a desfilar por el centro de la ciudad.
El Castillo de Dublín dio orden al general sir Llewelyn Brodhead, en Camp Bushy, de trasladar un regimiento de los suyos a Galway «para evitar desórdenes». Los fusileros de la King's Midlands División llegaron a la orilla del agua al mismo tiempo que las unidades del Ejército Nacional Irlandés.
Los vítores y las músicas que saludaban la presencia de lord Louie y el
Graine Uaile
no tardaron en dejar el puesto a las amenazas y provocaciones de los soldados que llevaban los fusiles con la bayoneta calada, mandados por el general Brodhead en persona, caballero en su caballo.
Los codazos y empujones se convirtieron en abucheos y pedradas. Mientras se descargaba el yate, sonaron unos disparos contra el desarmado grupo. Al cabo de unos minutos, cinco miembros del Ejército Nacional Irlandés yacían muertos y otros veinte, heridos.
La investigación y el comunicado subsiguiente concluyeron que «después de recibir armas del
Graine Uaile
, varios miembros del Ejército Irlandés hicieron uso de ellas, disparando contra los soldados. Los fusileros sólo respondieron al fuego como último recurso y con objeto de defenderse».
El 28 de junio de 1914 fue asesinado en Sarajevo el archiduque Francisco-Fernando. Cinco semanas después Inglaterra estaba en guerra con Alemania, Austria-Hungría y Turquía.
La Ley de Autonomía había quedado lista para la última presentación en los Comunes y la sanción regia, pero los Lores habían conseguido introducir enmiendas paralizantes que dejaban en suspenso la aplicación de esa ley mientras durase la guerra. Además, Carson había tomado medidas para la futura exclusión del Ulster.
A pesar de ello, Redmond se levantó en una Cámara de los Comunes rebosante de emoción y encareció a los irlandeses que tomaran parte en aquella contienda de Inglaterra. Pedía armas para el Ejército Nacional Irlandés, a fin de poder defender su propio suelo, y así las tropas británicas que lo guarnecían ahora quedarían libres para combatir en otra parte.
Mientras muchos acogieron el discurso con una sensación de alivio, el Ministerio de la Guerra lo acogió con recelo. No querían un Ejército Nacional Irlandés fuerte.
El proyecto de ley fue presentado poco después de haber empezado la guerra e inmediatamente pasó al cuarto de los trastos inútiles… al archivo de las cartas sin respuesta. John Redmond desapareció de la escena parlamentaria, asegurándose el mando del Ejército Nacional como garantía futura para un Parlamento en Dublín.
Al mismo tiempo, sir Edward Carson maniobraba astutamente en apoyo de las pretensiones unionistas en la época de la posguerra, y ofreció los Voluntarios del Ulster al Ejército británico. Lord Kitchener y los generales que gobernaban aplaudieron calurosamente el gesto. En consecuencia, se formó una División del Ulster con oficialidad, insignias y bandera propias.
Cuando Redmond quiso hacer lo mismo con el Ejército Nacional, el Ministerio de la Guerra no se sintió tan inclinado a poner unidades católicas irlandesas en el campo y hundió las peticiones de Redmond en un cenagal de papeleo burocrático. Aun después de sufrir esta afrenta, Redmond continuó recomendando fidelidad a la Corona y a una lucha que llegó a tomar la forma de competición por ver qué bando habría sacrificado más sangre a favor de los británicos, en apoyo de las respectivas posiciones en la mesa de conferencias después de la guerra.
Decenas de millares de católicos irlandeses se alistaron en el Ejército británico y fueron aceptados y tratados como soldados de segunda clase, tal y como habían sido ciudadanos de segunda clase en su propio país. Y los dispersaron con intencionada y metódica mojigatería. El fervor por la contienda de Inglaterra disminuyó.
A mediados de 1915, el mensaje republicano empezó a calar… «Irlanda y el pueblo irlandés no tenían enemigos en las naciones del mundo, exceptuando a los mismos británicos, y ahora los irlandeses morían a millares, vistiendo el uniforme británico.»
La era de Redmond había terminado en un fracaso total. Había nacido el día de los republicanos.
Dan Sweeney se había quedado flaco como un espantapájaros. Pasó muchos meses sin poner el pie fuera de Dublín; ahora el viaje hasta DUNLEER a través de una red de casas seguras le había dejado exhausto.
Los dos hombres estaban sentados fuera de la casita, a poca distancia de la bahía. Era un anochecer tibio. Dan encendió un cigarrillo y sufrió un doloroso acceso de tos. La enfermedad que destruía su cuerpo había moderado su acidez. Estos días, mientras iba convirtiéndose en espectro de sí mismo, hablaba en voz baja, meditativa.
—En la última reunión del Concejo Supremo —decía—, nos proclamamos como el gobierno provisional de Irlanda y tomamos la decisión de organizar un levantamiento durante esta guerra, en el momento oportuno.
—¿Así lo decís todos? —preguntó Conor.
—Así lo decimos todos, yo mismo y Brendan Sean Barrett también.
—Es raro, yo pensaba que vendría con un desfile celestial y ángeles tocando las arpas y flotando todos sobre una escena con coros cantando antiguas letanías celtas.
—No temas, Conor. Cuando el pueblo irlandés haya de enterarse de nuestra decisión, estoy seguro de que Seamus y nuestro nuevo hermano poeta, Garrett O'Hara, encuadrarán el momento en un adecuado coro de aleluyas.
Dan volvió a toser y hurtó una mirada hacia la botella que descansaba entre las yemas de los dedos de Conor. Este se la ofreció. Dan se resistía.
—Vamos, Dan, nunca tomé en serio los votos de templanza que hayas podido pronunciar.
Dan refunfuñó y aceptó la botella, de la que bebió un buen trago con el placer del hombre que ha estado tomando sorbitos en secreto. Después del primer chorro de fuego, el dolor se le alivió. Dan indicó con una sonrisa que lo que necesitaba actualmente era whisky.
—Estoy seguro de que no has hecho este largo viaje hasta DUNLEER para hacerme saber que somos el organismo dirigente de un inexistente gobierno de una república que no ha sido proclamada todavía —dijo Conor.
—Bien expresado, muy bien expresado. Hemos de detener el empuje protestante —explicó Dan—. John Redmond está acabado. Asquith está acabado. Carson es la reina de la fiesta. No hay atrocidad bastante grande que él no pueda cometer y escapar libre y sin costas. Ha llegado el momento de hacerles saber que nos hemos puesto a la tarea.
—Sí, estoy de acuerdo.
—Dentro de un año, poco más o menos, ordenaremos a nuestros hombres que se levanten en armas —continuó Dan—. Pero creo que antes de que entren en batalla han de tener una fe renovada en sí mismos. Han de saber que son capaces de triunfar. Necesitamos una victoria, ahora, para fortificarnos, Conor. Y no de poesía o retórica. Tenemos que dar unos azotes… a quien sea, ingleses, ulsterianos… La Hermandad ha de saber que es una buena fuerza.
—Eso opino yo, sin reservas —dijo Conor.
—Pero ¿qué hacer? Nos hemos quedado secos de tanto discutir. La mayoría está a favor de un asesinato. De quien hemos hablado con más frecuencia ha sido de Augustine Birrel, primer secretario británico, pero también de los demás: Carson, Weed, Hubble, Bonar Law. Hasta se habló de eliminar a John Redmond. Hablamos de volar puentes, de asaltos, incluso de cometer un robo en el Tesoro.
—¿Y en qué quedó la cosa, Dan?
—Quedó en que yo viniera a verte en busca de ayuda. Sea lo que fuere que decidamos y ejecutemos, será mi último acto como comandante.
—¿Qué quieres decir?
—Durante un tiempo Atty y yo hemos mantenido mi inminente óbito en secreto. Cuando fue evidente para todo el mundo, envié a Atty a Belfast para verte. Como por tres veces te hemos ofrecido la corona de Roma y tres veces la has rehusado, yo propongo a Garrett O'Hara como sucesor mío. No tiene muchas dotes de militante, pero como zelote y estudioso embellecerá el levantamiento con floreos y aromas místicos. Quizá así logremos inflamar la fantasía del pueblo irlandés… ¡Quién sabe! Por el momento, aquí estoy con mi antiguo amigo y adversario Conor Larkin, único eslabón de acero en nuestra por todo lo demás deshilachada cadena de mando. Quiero que nos des la victoria que necesitamos tan desesperadamente.
—Comprendo —susurró Conor.
—Victoria es una palabra muy hermosa —exclamó Dan—. Por pasajera que sea, crecerá y aumentará de dimensiones con el paso de los años en nuestras fantasiosas mentes y nos reconfortará durante diez mil noches. ¡Hemos tenido tan pocas! ¡Y ellos han tenido tantas!
Dan sufrió otro acceso de tos y arrojó el pitillo con gesto enojado. Causaba extrañeza oírle hablar como un poeta, pensaba Conor. El bueno, liso y llano de Dan que siempre había sido hombre de lógica fría y expresión seca. Ahora, de veras, necesitaba por una vez el alborozo de la victoria para poder morir sin considerarse un fracasado.
—Tengo un par de ideas —dijo Conor.
—Por eso vine. Sabía que las tendrías.
—Lord Roberts y los cerdos asquerosos de su Estado Mayor británico importado han organizado en el Ulster un auténtico ejército. Sin embargo, conservan de los viejos tiempos unas cuantas costumbres nada recomendables. El motivo está, en parte, en que no les merecemos ningún respeto como fuerza combatiente. A la Hermandad la ignoran, y al Ejército Nacional lo desdeñan.
—¿A saber…?
—Llegaré a ello en su momento preciso. A pesar de cuanto fanfarronean que la espina dorsal de su fuerza son las masas de hombres del Ulster, ni la plana mayor militar británica ni la nobleza fían del todo en su propia gente. No han puesto las armas que adquirieron en manos de sus soldados. Por Otra parte, como no nos consideran una amenaza, tienen la guardia baja.