—A saber, Conor, a saber.
—A saber, han guardado todos los huevos en un solo cesto. Todo lo que descargaron del
Glory of Ulster
y probablemente la mitad del arsenal de la Fuerza Voluntaria del Ulster está almacenado en un solo lugar… en Lettershanbo Castle.
—Claro, en el castillo de Lettershanbo —musitó Dan—. ¿Cómo no planeas también un ataque contra el Peñón de Gibraltar?
Ambos se referían a una fortaleza del siglo XVIII que guardaba la boca de Lough Foyle. Una carretera por una larga y triste marisma representaba la única entrada, y desde las murallas del castillo se divisaban muchas millas de esta vía de acceso. La entrada de la carretera la cerraban unas defensas distribuidas de cuatro en fondo. Ya al pie de la fortaleza, una fuerza atacante se enfrentaba con unas murallas de más de tres metros de grosor cubiertas de ametralladoras y reflectores. Corría el rumor de que aquel castillo albergaba un gran escondrijo de armas; pero resultaba completamente inexpugnable para gente como los de la Hermandad.
—Estás loco —replicó Dan—. Yo te pedía una victoria sencilla, Conor; no que fueses un Wellington en Waterloo.
—Claro, ahora ya me conoces; siempre ando buscando puertas traseras.
—Dame otro trago de esa ponzoña —pidió Dan. La bebida hizo efecto—. Creo que somos un par de irlandeses viejos y borrachos jugando con los duendes. Por un momento creí que hablabas de volar el castillo de Lettershanbo.
—Hay una poesía que aprendí durante mis viajes y que dice algo así como… «Uno, si por tierra; y dos, si por mar…» Yo estoy pensando en el número dos.
Los desgarrados ojos ancianos de Dan Sweeney el Largo se entornaron hasta dejar sólo unas rendijas y estuvieron tres minutos largos mirando fijamente a Conor.
—Acaparas mi atención, toda entera —dijo por fin.
Conor regresó de la casita con un mapa del condado de Londonderry. Mientras hablaba, iba señalando el mapa.
—Lettershanbo se levanta a la derecha de Punta Magilligan en la boca que comunica Lough Foyle con el mar libre.
—Sé muy bien dónde diablos está —replicó Dan, con acento enojado.
—Estoy de acuerdo en que por tierra es imposible atravesar las defensas. Borremos este punto. Aquí en Punta Magilligan el paso hacia Inishowen, por el punto más angosto, es de una milla aproximadamente. A ambos lados hay cuevas que ofrecen buen albergue para desembarcar.
—¿Hablas de la posibilidad de cruzar por detrás del castillo?
—Sí.
—¿Cómo? La costa de esa parte es muy traidora; está llena de arrecifes.
—Bueno, ¿conoces a esos irlandeses estúpidos y sus estúpidas embarcacioncitas de brea y madera llamadas curraghs que navegan por la cresta de las olas? —preguntó Conor con aire taimado.
—Curraghs
… Sigue, sigue.
—De acuerdo. Hay una torre abandonada, Torre Martello, en la que podemos esconder los botes. Hay un paseo de un cuarto de milla hasta Lettershanbo.
—Muy bien, hemos cruzado el canal con los
curraghs
. Hemos andado hasta detrás del castillo. ¿Qué hacemos ahora? ¿Desfilar siete días y siete noches alrededor de las murallas, esperando que el Señor las derribe?
Conor dobló el mapa y sonrió.
—Mi pueblo tenía derecho de recogida de algas en el Lough por la parte del castillo. Por aquellas fechas, Lettershanbo estaba abandonado. Nosotros solíamos ir allá a hurtadillas, unas cuantas barcadas de chicos y chicas, a merendar en las ruinas. Así llegué a conocer bien aquella vieja fortaleza. En una de esas correrías de chiquillos, encontramos una cueva con un túnel secreto que penetra en el castillo. En años posteriores, cuando ya era herrero, Lettershanbo fue restaurado. Buena parte del trabajo de fragua lo hice yo. El túnel existe todavía.
—Déjame ver ese mapa —pidió Dan con voz ronca. Sus huesudas manos temblaban al desdoblar el papel; luego miró a Conor con suplicante curiosidad.
—De veras que no engañaría a un anciano caballero cariñoso como tú —dijo Conor.
—Pero ¿y ellos no estarán enterados de la existencia del túnel?
Conor movió la cabeza negativamente.
—Está cerrado con una pared de ladrillos y a simple vista no se descubre el menor acceso. Sólo los duendes podían encontrarlo. Conduce a un hogar de la lumbre, nada menos, de los sótanos.
—Jesús —silbó Dan—, ¡Jesús!
Con su estilo tan personal y peculiar, Conor expuso un plan que era una obra maestra de simplicidad, y Dan comprendió por qué había venido hasta DUNLEER para ver a este hombre. Dan hizo una infinidad de preguntas, profundizando hasta los menores detalles, y Conor parecía tener las respuestas preparadas de antemano.
—¿Cómo no nos hablaste antes de ese túnel?
Conor levantó los hombros.
—Con mis unidades me he entretenido en elaborar varios proyectos. Esto ejercita sus mentes. Sabía que cuando llegase la hora, el Concejo pediría ideas.
Dan sacudió la cabeza, incrédulo. Repasaron el plan una y otra vez. Aquello superaba las más locas esperanzas del anciano. No sólo lograrían destruir de un golpe la mitad de las armas y las municiones de los Voluntarios del Ulster, sino que la Hermandad se afirmaría a sí misma, adquiriría un prestigio enorme. Una hazaña tal afianzaría su sentido de cuerpo, le daría una sensación de victoria. Sería un golpe del que los ingleses nunca se recobrarían por completo. Aquello sería épico, la empresa más audaz desde los tiempos de Wolfe Tone, más de un siglo atrás.
—¿Qué necesitarás, y cuánto tiempo?
—Unos veinte hombres selectos y un mes para prepararlos.
—Lo tendrás todo —respondió Dan—. Yo seré uno de los veinte.
—Naturalmente, Dan —aceptó Conor, comprendiéndole—. Tú irás en mi bote.
Necesitaron una hora para empaparse bien de la magnitud de la gesta. Continuaban sentados allá, bajo el interminable crepúsculo, bebiendo y soñando. Largo Dan, no excesivamente habituado al whisky, se dulcificaba y se volvía cada vez más lúcido.
—Tenías que habérnoslo dicho —repetía—. Pero ahora te veo, Larkin, con toda tu desconcertante altanería, disociándote de jugadores y juegos porque habías imaginado ya quiénes serán los que ganen y quiénes los que pierdan, y te niegas a ignorar las sinceras conclusiones que has sacado.
—Quizá sea algo parecido, Dan.
—Pero yo también lo sé —añadió el viejo— y, sin embargo, continúa practicando los juegos. Y eso es todo lo que encierra para mí, la ilusión de un levantamiento. Así me pregunto: ¿Qué es lo mejor? ¿Le resulta fácil a una persona como yo jugar y pretender al mismo tiempo que no cree en el final? ¿No se engañan todos los hombres a sí mismos de un modo o de otro, no se agarran a los vestigios del sueño, por muy irreal que sea? ¿O es más fácil ser un Larkin, conocer el final y disociarse de los soñadores?
—Lo único que sé es que nunca sería capaz de conducir gente a la derrota, a sabiendas.
—Una cuestión peliaguda —dijo Dan—, peliaguda de veras. Mira, el problema pendiente entre la realidad y los irlandeses es nuestra profunda incapacidad por analizar las derrotas que hemos sufrido. A John Redmond le habría bastado con leer la vida de Parnell para saber hasta qué punto le permitiría llegar un Parlamento británico y qué fin le esperaba —Dan se echó al coleto otra ración de whisky, y la voz se le apagó por un momento—. Sin embargo, al final el opresor siempre acaba, inevitablemente, cometiendo errores que unifican y encolerizan a los oprimidos. Tan seguro como que estoy sentado aquí y borracho, los británicos acabarán cometiendo un error que, por fin, sublevará a los irlandeses.
—Lo han cometido ya —dijo Conor—. Y no parece que sirva de nada.
—Quiero decir un error monumental, un error estruendoso, repugnante. Cuando nos levantemos, quiero empujarles a cometer esa equivocación…
Súbitamente, Dan gritó de dolor.
—¿No tienes nada para eso?
—Unas píldoras.
—¿Puedo ir a buscártelas?
—No, no las tomo. Las píldoras me nublan la mente. Al menos, con el dolor sé que todavía estoy vivo. Me revientas, Larkin. En ti habríamos tenido un comandante de pelo en pecho, seguro.
—Hemos de preparar muchísimas cosas para ponernos en danza —dijo Conor—. Me pronuncio por que durmamos un rato.
—¿Dormir? ¿Quién duerme? —Dan soltó una carcajadita irónica—. Pronto tendremos tiempo, tú y yo, para dormir cuanto queramos; ambos dormiremos pronto el sueño eterno.
Conor se levantó y anduvo pausadamente hasta la orilla del agua, cogió un puñado de chinitas, las arrojó en el tranquilo estanque y se quedó mirando cómo se ensanchaban los círculos que habían formado. Dan vino a reunirse con él. El viejo tenía un aspecto lamentable, súbitamente encogido, arrugado.
—¿En qué piensas estos días? —murmuró Conor.
—En una chica. Pienso muchísimo en una chica —respondió Dan—. Hasta olvido su nombre.
—Aileen O'Day —dijo Conor.
—Sí, ésa es, Aileen O'Day. Es curioso que te acuerdes. Aunque, ¿no sabes?…, sí, es cierto, he vivido una vida sin amor, una existencia de fugitivo, pero yo estaba allí la noche que nos declaramos un pueblo libre. Después de aquel asalto y aquel levantamiento, formo ya parte de la historia de Irlanda. Nadie me puede arrebatar este honor.
—¿Basta con eso, Dan? ¿Basta para ese acongojante fardo de vacío que hemos transportado, ese saber que no éramos hombres normales y que nunca podríamos vivir unas vidas normales?
—Ha de bastar. Es todo lo que tengo. Lo único que sé es que los locos como tú y yo caminan hacia la cárcel desde el día que nacen.
—Vamos, vamos, esta conversación se está volviendo lúgubre —dijo Conor—. Miremos el lado positivo. Atty podrá viajar de ciudad en ciudad y de pueblo en pueblo con nuestros huesos, pronunciando nuestro panegírico y recogiendo fondos, y mi hermana no tendrá sino que esperar a mis hermanos Dary y Liam para hacer llenar todo un camposanto.
—Conor, voy a pedirte un favor personal.
—Naturalmente, Dan, lo que quieras, menos que yo pida la absolución.
—Antes de que subamos como endemoniados al castillo aquél, dile algo hermoso a Atty. Creo ser el único hombre de este mundo, contándote incluso a ti, que sabe lo mucho que te ama. Dile una mentira, si es preciso, pero no te vayas sin dejarle algo.
—Sí, debo hacerlo, y prometo que lo haré.
Dan se hizo fuerte contra otro acceso de dolor, que pasó sin fulminarle, y luego se fue a la casita a buscar otra botella. Cuando regresó, Conor estaba en la orilla del agua, con la vista fija en el infinito. Las horas de la noche se cubrían de negro, como desafiando al sol. Los Twelve Bens y el lago se convertían en mortecinos fuegos de matices maduros.
Mientras Dan se acercaba, Conor le miraba con una mirada extraña, como si estuviera viendo a una persona de otro tiempo y otro lugar.
—¿Qué te pasa? —preguntó el viejo.
—Por un momento… —empezó Conor con una voz áspera, que no era la suya del todo.
—¿Qué?
—Dan, ¿cómo es la muerte?
—No lo sé, Conor. Tú pareces verla mucho más claramente de lo que la he visto yo nunca. Se diría que te pasas la mitad del tiempo mirándola.
—Tú no quieres regresar del asalto que proyectamos, ¿verdad que no, Dan?
—No —respondió Sweeney—. Dime, Conor, ¿a quién veías hace un instante?
—A mi padre Tomas… Le veo con frecuencia. Y siempre estoy yo abajo en el cruce de caminos de mi pueblo, y subo corriendo a su encuentro cuando él baja de los campos. Y él me coge en brazos… Dan…, Dan…, ¡tengo miedo!
—Claro, conozco esa sensación. Somos hombres de poca importancia y menos propiedad. Tiempo atrás fuiste un muchacho acaudalado. Habías de heredar cuarenta acres de tierra de los Larkin…, pero luego… te marchaste de Ballyutogue.
Durante cinco semanas formé parte de un destacamento de veintidós hombres, seleccionados uno por uno, y una mujer, Atty Fitzpatrick, que se entrenaba en DUNLEER para una misión no revelada. Vivíamos en el monasterio, asimilando al comer, beber, respirar y dormir los ejercicios que nuestro instructor y jefe, Conor Larkin, nos metía dentro a martillazos.
Yo figuraba entre los elegidos, no por mi talla o por mi bravura, sino como cronista de la gesta. El objetivo constituía un secreto herméticamente guardado y conocido solamente por Conor, Dan y Charley Hackett, dinamitero de considerable pericia.
Nos entrenábamos de noche, siempre corriendo contra reloj, con un fardo de cuarenta libras a la espalda y dando señalada preferencia a los ejercicios en aguas agitadas navegando en curraghs y luego practicando muchísimo el arrastrarnos sobre la barriga por las cuevas de los Twelve Bens. Establecimos un sistema de comunicaciones «silenciosas» mediante señales con las manos, disciplina que sólo se rompía cuando no podíamos vernos unos a otros; entonces recurríamos a cantos de pájaros y gritos de animales silvestres. He ahí lo que sí sabíamos:
Atty estaba al mando de un camión que contenta un puesto de primeros auxilios.
Lord Louie ponía mucho empeño en que aprendiésemos a manejar y utilizar aquellos pequeños y frágiles botes.
Gilmartin, veterano de la guerra bóer y miembro del Concejo Supremo, trabajaba en equipo con Dan Sweeney para el manejo de una ametralladora. Gilmartin era un poco chillón, pero el más militar de todos nosotros, al mismo tiempo que competente marino.
Charley Hackett y sus ayudantes Jennings y Pendergast realizaban un sinfín de ejercicios de instalación de conductores eléctricos, ostensiblemente sobre dinamita.
Siempre que creíamos haber alcanzado la mayor pericia posible en nuestros respectivos cometidos, Conor nos bajaba de un puntapié de semejante pedestal y nos empujaba más allá de las facultades que hasta entonces nos suponíamos. Durante aquellas semanas, Conor fue un sujeto impecable, insoportable, esforzándose en hacernos alcanzar una perfección superior a toda perfección. No sabíamos qué hazaña se habrían propuesto, pero por la pasión que emanaba de sus personas comprendíamos que íbamos a lanzarnos a una empresa titánica.
A primeros de junio de 1915, levantamos el campamento y, de dos en dos y de tres en tres, nos fuimos a Derry, donde nos pusimos en contacto con Darren Costello, comandante de la Hermandad en aquel sector y desaparecimos en el refugio del Bogside. Conor, Dan y Charley Hackett estaban reclamados por los tribunales y necesitaron unos días más para llegar a Derry.