—¡Santa Madre! —farfulló Mick por entre los hinchados labios.
—Nosotros no jugamos al rugby —puntualizó Conor.
—Todo el que sepa jugar el gaélico (nosotros lo llamamos «garlic»)… —Derek hizo una pausa, esperando la risa que había de acoger la gracia de sustituir la palabra «gaelic» por la similar en sonido de «garlic», que en inglés significa «ajo»— puede aprender el rugby normal. Tenemos el club de los jóvenes, que es más o menos de aficionados; pero vosotros podríais estar, casi con toda seguridad, en la plantilla del Boilermakers antes de terminar la temporada.
—¡Santa Madre! —repitió Mick.
Derek Crawford les pintó un cuadro exótico. Tendrían empleo seguro en los astilleros, con un sueldo mínimo de una libra semanal, y mientras jugasen en el club de los jóvenes, les darían (por debajo de la mesa) diez chelines por partido. Más tarde, cuando pasaran al primer equipo, cobrarían una libra por partido, además de unas primas cuando ganasen.
Mick, que después del choque no tenía la cabeza perfectamente bien, casi se desmayó al escuchar lo que les ofrecían. Crawford siguió con su voz aguda y rápida, ensalzando la decisión de sir Frederick Weed de tener el mejor club del mundo y recargó las pinceladas finales con una florida descripción de la gira anual del equipo por los Midlands ingleses…
en un vagón particular del «Red Hand Express Train»
. Conor no dijo nada Cooey estaba terriblemente inquieto.
—Ah, es una oferta estupenda —dijo Mick.
—Sí, pero ¿qué me decís de tener católicos en el astillero? —espetó Cooey.
—Cuando se trata de los Boilermakers, sólo tenemos una religión: vencer. Cerca de la mitad de nuestros muchachos son católicos. Personalmente, no quiero saber nada de tonterías sectarias; mientras pertenezcáis al equipo tendréis un trabajo decente y no se os presentará ningún problema en los astilleros. Es más, si nos dais unos cuantos años buenos como jugadores, tendréis el pan seguro para toda la vida. Sir Frederick siempre jubila a sus muchachos a lo grande.
Conor cogió a Mick por la manga antes de que pudiera aceptar definitivamente, y dijo:
—Hemos de discutirlo con Cooey.
—Sin duda, muchachos. Yo estaré en el Donegal House hasta mañana por la mañana. Por amor de Dios, no os perdáis esta magnífica oportunidad. Cometeríais un error espantoso.
En el banquete celebrado en la sala de actos del Celtic Hall, dos muchachos del Strabane Eagles y Mick y Conor de los Bogsiders fueron designados para el County Derry Team, el equipo del condado de Derry, para llevar su bandera en el partido de desempate del campeonato de Irlanda. El azar de la moneda designó a Cooey Quinn para
manager
, quedando el otro, el no favorecido, como ayudante suyo. Mientras la hermandad predominaba por todas partes como correspondía a un festejo en honor de los cocampeones del condado de Derry, Mick y Cooey estuvieron todo el rato clavados en sus asientos. Ambos se encerraban en un silencio huraño y se dirigían feas miradas hasta que la llamada para el último tren hacia Strabane vació la sala, que quedó bastante desordenada.
Conor hizo un gesto al padre Pat, quien cerró la puerta en seguida que hubo salido el último asistente. Mick quiso escabullirse, pero le cerraron el paso.
—No voy a quedarme aquí y hablar mientras Cooey me haga sentir como un cochino traidor.
—Pues eso eres, precisamente —replicó Cooey—. Quizá no oyeras los discursos esta noche, ni las palabras del mismísimo padre Pat acerca del significado de nuestros juegos. Da una mirada alrededor de la sala, Mick MacGrath; fíjate en los cuadros de las paredes, si quieres. Este es el significado, hombre de Dios, que nosotros hagamos deporte en y por nuestro país, y no nos vayamos a jugar cochinos partidos para los cochinos ingleses… Perdone mis palabras, padre, pero es que me siento destrozado por dentro.
—Tonterías —replicó Mick.
—Es una tontería, ¿verdad? Por si fuera poco ultrajar los ideales que inspiraron la fundación del GAA, ¿qué te parece abandonar a tus compañeros cuando podemos aspirar a ser campeones de Irlanda? Eso es venderse miserablemente, y tú lo sabes.
—¡Te aplastaré la cabeza, helo ahí! —balbució Mick a través de unos labios tumefactos.
—Calma, calma —recomendó el padre Pat—. Estás empleando palabras un poco gruesas, Cooey.
—¿Usted cree? Habría tenido que oír las mieles del bueno de Derek Crawford. Quien se llevó también a los dos muchachos aquellos del Strabane Eagles, y Dios sabe a cuántos mas del equipo del condado. Nosotros le importamos menos que una basura… y dispense, padre. Yo le pedí que aplazara las pruebas hasta después del partido de desempate… Pero, ¿piensa que aceptó? Está insuflando una infinidad de aire caliente en el globo de unos empleos que no verá nunca.
—Yo he comprobado lo que dice, Cooey —interpuso el padre Pat—. Es un equipo profesional, y no pueden probar jugadores durante el invierno, eso es evidente. No le regalaría a Mick un billete de ida y vuelta a Belfast si no hablara en serio.
—Los billetes no le cuestan un penique. Su amo es el dueño del ferrocarril.
—¡Cállate, Cooey! —exigió el padre Pat—. ¿Qué opinas, Conor?
—A mí no me afecta el caso; yo no puedo abandonar Derry —respondió Conor.
—Demos gracias a Dios de que alguien conserve un poco de lealtad todavía —exclamó Cooey.
—Mi decisión no tiene nada que ver con la lealtad —objetó Conor—. Yo tengo un negocio. No puedo irme.
—¿Y yo, qué? —alegó Mick.
Conor levantó los hombros.
—Bueno, respóndele, Conor —dijo el sacerdote.
—Yo ya veía a Mick en el puesto de encargado de fragua, dentro de un par de años; pero si estuviéramos conversando él y yo solos, le recomendaría que se marchase corriendo de este lugar. Creo que deberías ir, Mick. Si no escalas el Bogsiders, te expones a que aquí te esperen con la manta… para mantearte.
Las mejillas de Cooey Quinn se quedaron sin sangre. El achaparrado y patizambo Cooey tenía treinta y siete años; había dejado atrás la edad de los sueños. En sus mejores tiempos nadie le habría ofrecido la menor posibilidad de ingresar en el Boilermakers. ¿Fútbol gaélico? Un pobre deporte de muchachos que se jugaba en campos pedregosos cubiertos de hierbajos y en los que sólo se recaudaban medios peniques. Una taberna llena de héroes pretéritos empinando el codo. El, Cooey, seguiría empujando un carretón, y la mujer y los hijos seguirían trabajando en la fábrica de camisas hasta que emigrasen o murieran. Sin embargo, los Bogsiders eran el orgullo de su vida. No, mejor dicho, lo único que había en su vida. Era él, Cooey Quinn, quien había descubierto a Mick y a Conor y había hecho de ellos unos grandes jugadores. Era él quien les había insuflado la personalidad de irlandeses, que parecían tan prestos a despreciar a la primera oferta que les hacían unos malditos extraños.
—¿Por qué será, padre Pat? —rechinó Cooey—. Cada vez que tenemos en Derry un hombre que vale ¡ha de marcharse de aquí!
—Porque en Derry todo lo que un hombre puede esperar es llegar al nivel superior del estancamiento.
Cooey parecía aplanado, y Mick McGrath se puso a llorar. En cierto modo resultaba cómico, por lo abotargados que tenía los labios. Por otra parte, aquellas lágrimas daban doble pena, porque brotaban de un muchacho duro y recio que había derramado muy pocas en toda su vida. Conor trató de consolarle, pero él se apartó, se puso de cara a la pared y la aporreó a puñetazos.
—Mira qué has hecho y a qué extremo has llegado, Cooey —le espetó Conor.
Mick dio media vuelta.
—¡Maldita sea! ¡Miradme! Tengo cerca de treinta años, y hasta que Conor abrió la fragua no había podido trabajar más que un par de años. ¡Jesús, al menos debo intentarlo! ¡No tienes derecho a hacerme sentir como un condenado traidor!
—Cooey Quinn —dijo el padre Pat—, por estos contornos los sueños reciben sobradas patadas. No puedes cortarle el paso a un hombre que tiene la posibilidad de luchar por ver un día el sol.
—¿Y mis sueños, qué, padre? —replicó Cooey. Y paseó la mirada por las paredes, llenas de fotografías de equipos andrajosos. En un relámpago fugitivo se vio a sí mismo solo con sus pensamientos en el carro de reparto. Allí estaba también su fotografía, en la pared, mayor que las otras, y al lado, en un marco, un relato de sus hazañas. Los titulares del
Belfast Telegraph
pregonaban: «
Cooey Quinn, el gran extremo izquierdo del Boilermakers después de marcar tres tantos en el partido en que, por sí solo, derrotó al Brighouse Rangers. ¡El más famoso atacante irlandés en una arremetida! ¡Cooey Quinn, vitoreado por millares de personas! ¡Cooey Quinn, un nombre que perdurará en los anales!
» Un momento después, Cooey Quinn se acercó a Mick y le dio un codazo en el costado—. Como dice Conor, siempre que vuelvas serás bien recibido. Hala, Mick, vámonos al Donegal House a ver a ese Crawford.
El padre Pat y Conor se hicieron fuertes contra la dentellada del aire mientras se encaminaban, automáticamente, hacia la taberna de Nick Blaney.
—¿Y tú, Conor?
—No sé, padre. ¿Verdad que esto no puede terminar aquí?
—El Bogside se nos mete en la sangre a todos, antes o después; pero es una parte de Irlanda. Quizá sea la propia Irlanda.
Uno tras otro, se marchaban; se marchaban todos los muchachos que tenían una pizca de valor, que no estaban dispuestos a conformarse con el nivel superior del estancamiento. Las cartas de Seamus O'Neill habían representado una vía de comunicación con el mundo exterior, incitándole. Conor quería conservar la paz que había encontrado; pero el camino de la vida le aconsejaba que se fuese. Aquellas filas de chozas medio derruidas, las calles fangosas, la terrible convicción de que no se podría evitar el propio hundimiento, la desesperación que minaba todo anhelo de vida. El triunfo conseguido significaba, para Conor, una derrota y cada nueva prueba de dicho triunfo aumentaba el peso de la piedra de molino.
Mick tendría su oportunidad, y acaso regresara suficientemente bañado de gloria para llenar todo lo que le quedase de vida. ¿Era Derry, de verdad, el corazón y el compendio de Irlanda? ¿Era el final del trayecto?
El herrero se detuvo un momento, contemplando la fragua, toda reconstruida de ladrillo y rebosando de trabajo.
—¿Eres tú, Conor? —llamó el aprendiz que estaba de guardia.
—Sí.
—¡Ah, qué suerte que estés aquí!
Cuando entraba, su hermana le echó los brazos al cuello y le estrechó contra sí.
—¡Es papá! —dijo llorando.
Ya no se trataba solamente de que Ballyutogue fuese tan pequeño, sino de que, además, había quedado despojado de todo vestigio de su pretérita belleza. De la noche a la mañana, el pueblo había encanecido, se caía de viejo. Hasta el distrito protestante y sus grandes granjas daban signos de desgaste.
Conor Larkin salió de la plaza del Ayuntamiento y subió por el camino de su niñez, afligido por el engaño a que le había sometido la memoria. La escuela nacional estaba cerrada. La herrería de Lambe ocupaba un tercio de la superficie de la suya y estaba cargada de trabajos pesados, enojosos. Ahora la regentaba un extraño, venido del otro lado del mar. El árbol de los ahorcados estaba muriendo. También Dooley McCluskey había envejecido; pasó varios momentos haciendo preguntas a Conor antes de reconocerle.
Brigid había aconsejado a su hermano que antes de subir a la casita hablase con el padre Cluny. El sacerdote le dijo que se preparase para observar un cambio tremendo en su padre; y luego sacó una carta.
—Llegó en respuesta a una que escribí por encargo de Tomas el año pasado. Como ves, han tenido que pasar unos meses, entre el ir y el volver. Pocos días después de habérsela leído, se desplomó en el campo.
Cuando Conor abría la carta, el padre Cluny salió de la habitación.
«Christchurch, Nueva Zelanda
»3 de mayo de 1898
»Papá:
»He tardado cierto tiempo en contestar a tu carta que recibí hace unos meses, porque el sacerdote que tengo más cerca está en Christchurch, muy lejos de donde estoy yo. El sacerdote que escribe la presente es el padre Gionelli, italiano y católico, y pide excusas por su inglés, que no es perfecto.
»Trabajé, para pagar el importe del pasaje, en un gran rancho cercano a Dunedin. Yo pensaba tener que pasar dos años allí, pero Conor me fue enviando dinero, de modo que pude dejar liquidada esta deuda muy pronto. Al momento empecé a ahorrar. Aquí las cosas son distintas, porque el gobierno se propone tener buenos granjeros y cuida de que uno pueda comprar tierras buenas, a buen precio y a plazos. Ya te he dicho que es diferente de ahí en Irlanda. No lo crees, ¿verdad que no? No se trata solamente de que no tenemos terratenientes ni administradores de fincas, sino que nadie ha oído hablar nunca de usureros, excepto los inmigrantes irlandeses. Aquí la mayoría de la gente es inglesa, aunque no se portan como tales, pues son verdaderamente agradables. Hasta se llevan bien con los indígenas, que son gente de color.
»Al final de la última temporada pude entregar una cantidad a cuenta de unos campos y conseguí un préstamo por el resto. No sé si lo creeréis, pero el gobierno hasta me prestó dinero para adquirir ovejas. Sé que no lo creeréis, pero tengo seiscientos acres de tierra y casi un millar de cabezas. He podido levantar una casita, voy pagando los plazos, y dentro de ocho años seré dueño de mi granja.
»A veces el terreno me recuerda el de Inishowen por su verdor, pero el suelo es mejor, y no hay tanta gente. Hay una familia católica a unas quince millas de aquí. Son ingleses, pero buenos católicos, y tienen una hija que se llama Mildred. La he cortejado y he hablado con su familia. Nos casaremos en cuanto termine la temporada del esquileo. Es raro que aunque estemos en mayo nosotros entramos en el invierno, porque aquí eso va al revés. Mildred se educó en un convento do Auckland, y cuando nos hayamos casado, escribirá en mi nombre más a menudo.
»Casi lloré, cuando recibí tu carta. Agradecí muchísimo que quisieras darme las tierras, pero no quiero marcharme de Nueva Zelanda.
»Dile a mamá que rezo el rosario todas las noches y también el Angelus y cuando Mildred y yo estemos casados seremos un hogar católico, y no es preciso que se inquiete por eso. Saluda a todos mis antiguos amigos. Saluda muy en particular a Brigid y Dary. He devuelto a Conor parte del dinero que me envió, y le enviaré más después del esquileo. Aquí tienes algo de dinero para ti. Lo puedes cambiar por moneda irlandesa en la oficina de correos.