De modo que helo ahí; por toda la superficie del universo, por todo el círculo de la vida. Todo empieza y termina en el mismo sitio, ¿verdad que sí? Conor y yo en Ballyutogue. Sí, con el tiempo, todos volvemos al hogar. Ahora, plantado allí, ante nosotros, ya no era el comandante severo; ahora tenía el semblante de un muchacho, formándose, ardiendo en rescoldo…, lejos, muy lejos de nosotros…, tan extraño, tan tremendamente extraño… Le rodeaban unos hombres que le adoraban y una mujer que le amaba más allá del amor. Y él parecía no darse cuenta. ¿Se sentía satisfecho por fin? ¿Había conseguido al menos una respuesta, una sola, que le explicara el largo y penoso viaje de su vida? ¡Ah, Conor, muchacho; Conor, muchacho! ¡Qué gusto da estar aquí contigo en este momento! No me lo perdería por nada del mundo. Ni siquiera a cambio del día de la insurrección.
—Sí alguno de vosotros no regresa, lamentaré no haber sido bastante inteligente, o bastante minucioso. En cuanto a las palabras que os pudiera decir… Amigos, hay demasiada literatura grandilocuente y también demasiadas baladas pedantes que expresan nuestro afán de libertad. ¿Qué podría añadir un tonto como yo? Como católicos, de niños aprendimos a creer en misterios. Algunos de los que analizaron aquellos misterios hallaron que no eran tales. Pero sí existe un misterio que desafía todos los intentos por explicarlo. No hay misterio más profundo que el amor que un hombre siente por su país. Es la belleza más terrible de todas. Ninguna tragedia mayor se echó jamás sobre nuestra gente, que a través de generaciones de sufrir a manos de extraños, ha perdido este apasionado amor a su patria. Mañana presentamos nuestros argumentos para reanimar la flama de ese espíritu que flaquea.
El aire era dulce y fresco al lado de la tumba de mi padre. Yo estaba sentado a su vera imaginando que tenía una flauta en las manos y tocaba una danza para hacerle sonreír.
De pronto noté un movimiento allí cerca, en la parcela de los Larkin, y vi las figuras de Conor y Atty. Me quedé transportado mirándoles, y cometí el imperdonable pecado de escuchar lo que decían.
—Oh, Dios mío —susurraba Atty—, abrázame, hombre.
Atty lloraba dulcemente en brazos de Conor. Luego él le habló sobre las tumbas.
—He visto otra verdad —murmuraba Conor—. Sólo se me ha revelado aquí, en este instante. Si amas a tu país, has de esforzarte por hacerlo vivir más allá del pobre momento de existencia mortal que te corresponde. Aquí estoy, en medio de los míos, y quizá tenga que reunirme pronto con ellos. Mi madre…, mi bisabuelo Ronan…, mi abuelo Kilty… y mi padre. Y me estaba preguntando: ¿Habremos llegado los Larkin a nuestro fin en Irlanda? Brigid no tiene hijos, Dary es sacerdote, y los pequeños de Liam no sabrán siquiera que son irlandeses. Me doy cuenta de que he querido cometer el crimen de no atreverme a necesitarte; pero siempre te necesité, y te necesito ahora. Quiero regresar y te veo ya llevando a mi hijo en las entrañas.
—Soy fecunda; soy fértil como las llanuras de Kansas —dijo ella—, pero no puedo esperar demasiado.
—Sí —repitió él—. Volveré indemne de esta aventura, porque sé la verdad. La multitud de fantasmas brumosos, las correrías por el mundo y los infiernos de duda se resuelven en una sola cosa. Esa cosa eres tú, Atty… Eres tú a quien llamaré cuando me llegue la muerte.
Comprobamos y volvimos a comprobar nuestro equipo. Todo el día estuvimos repasando lugares de reunión, rutas, tiempos transcurridos, detalles de la tarea a realizar. A cada hora nos traían un parte meteorológico dado por un observador situado en una altura que dominaba el lago.
Mediada la tarde divisaron el bote patrulla británico navegando hacia el sur en dirección a la desembocadura del río para entrar en Derry. Sabíamos que permanecería en el puerto hasta que hubiera oscurecido, y entonces saldría a dar su batida nocturna contra posibles pescadores furtivos.
A la mayoría de nosotros la Iglesia nos había expulsado de su seno por nuestras inclinaciones republicanas, pero permitan que les diga que a medida que las horas iban transcurriendo éramos muchos los que rezábamos sin disimulo alguno delante del altar. Quisimos dormir y no pudimos; la última comida quedó casi intacta.
La primera sorpresa la tuvimos cuando Conor nos ordenó secamente que limpiásemos el templo, eliminando todo rastro de nuestra presencia en él.
Lord Louie bajó del puesto de observación del tiempo refunfuñando disgustado. El cielo se nublaba rápidamente. Hasta aquí, muy bien; deseábamos operar bajo un manto de nubes. Pero yo conocía la región, y Conor la conocía tan bien como yo, y por él semblante que puso al recibir la noticia pude ver que temía que detrás del frente de nubes viniera una tormenta.
El firmamento se cubría con su primera somnolencia. Darren Costello y cinco miembros de la Hermandad Republicana Irlandesa sacaron una camioneta de reparto que habían robado y escondido en un abandonado almacén de patatas de Punta Quigley, en la carretera de la costa. Compañía de coches de alquiler Knockdara, decía el repintado rótulo del costado. Costello guiaba el vehículo, con su hijo Cassidy sentado a su lado y los otros cuatro amontonados detrás. Se dirigieron hacia la zona portuaria de Derry; concretamente hacia el muelle de Ship & Iron Works, donde estaba anclado el
Glory of Ulster
.
Desde la famosa traída de armas a la luz del día, el barco cerealista alemán se había convertido en una celebridad por derecho propio. Un caballero emprendedor, Edwin Gunn, antiguo gran maestre de logia a su vez, convirtió el
Glory of Ulster
en un crucero diurno alrededor del lago para que lo contrataran los grupos orangistas y unionistas.
A esta hora, cuando la camioneta de la compañía de coches de alquiler Knockdara se detuvo al lado del buque, la zona portuaria estaba casi desierta. Costello sabía que a bordo habría un solo vigilante. Él y Cassidy sacaron de detrás de la camioneta un par de cajas de té y subieron por la pasarela.
—¡Eh, oigan! —gritó Darren—. ¿No hay nadie a bordo?
Un momento después, el anciano vigilante sacaba la cabeza con aire renuente por la ventanilla de la timonera.
—¿Quién hay ahí abajo? —preguntó.
—Traigo dos cajas de té, señor —respondió Darren.
—¿Té? ¿Quién diablos ha pedido té?
—Edwin Gunn, señor. Es para el crucero del próximo domingo con las Damas de la Templanza.
—Bueno, déjelo ahí en cubierta. Luego lo recogeré —gritó el vigilante.
—Lo siento, jefe. Necesito que firme. Voy a subírselas.
Darren subió corriendo la escalera, seguido de su hijo, y entró en la timonera. Cassidy apuntaba una pistola al vientre del vigilante mientras su padre le daba un fuerte golpe en el occipucio.
Darren salió, emitió un silbido y tres de los muchachos escondidos en la camioneta subieron a bordo. Uno de ellos fue al cuarto de máquinas; los otros dos soltaron las amarras y saltaron arriba. El hombre que había quedado en tierra puso la camioneta en marcha y se fue.
A los pocos momentos, el
Glory of Ulster
tenía las calderas en actividad y cruzaba lentamente río Foyle arriba. St. Columba's Park, en la orilla protestante del río, estaba lleno de gente que había salido de merienda, y de paseantes rezagados. Al ver el
Glory of Ulster
, todos agitaban las manos y gritaban jubilosos. El «capitán» Darren Costello respondía haciendo sonar la sirena del buque.
Se habían deslizado más allá de los Muelles Navales y del bote de patrulla, que estaba embarcando la tripulación que lo conduciría en su recorrido nocturno por el lago. Cuando el río se ensanchó, pasado el faro Clooney, bajaron el vigilante a la sala de máquinas. A Costello no le gustaba tener que proceder así; pero luego el hombre podría identificarles, a él y a su hijo. Lo mataron de un solo tiro a la cabeza.
Una milla más arriba, en un lugar llamado Boom Hall, el río se volvía singularmente estrecho. El paraje había sido bautizado con ese nombre porque allí fue donde las fuerzas del rey Jacobo arrojaron un botalón para cerrar la entrada durante el sitio de 1689, impidiendo la llegada de suministros de socorro por mar. Pidiendo prestado un pasaje a la historia, Darren Costello maniobró el barco hasta ponerlo de través en el estrecho canal, y luego abrió las válvulas, echándolo a pique en el mismo punto donde había sido hundido el botalón.
El
Glory of Ulster
se acomodó en el fondo, poco profundo, en una limpia maniobra, imposibilitando por completo el paso desde los muelles al lago y confinando al bote patrulla en Derry. Luego los cinco hombres fueron hasta la orilla a fuerza de remos, subieron a la camioneta de la compañía de coches de alquiler Knockdara que les esperaba en la carretera de Limavady, y huyeron.
En el mismo momento que el
Glory of Ulster
topaba con su irónico hado, los dos camiones se detenían dentro de la cueva de Ballybrack Hole, en cuyas altas hierbas estaban escondidos los cinco
curraghs
. Los transportamos hasta el borde del agua, cargamos nuestro equipo en ellos y aguardamos a que oscureciera. Conor nos reunió, nos explicó la participación de Darren Costello en nuestra aventura y calculó que podíamos borrar de la lista un barco patrulla británico.
Luego se alejó, consultando el reloj casi a cada minuto, mirando al mar enojado e inquieto al verlo cada vez más enfurecido. Sí, se ponía muy picado; las nubes, más densas por momentos, dejaban caer su primera rociada de lluvia, Habitualmente, desde donde nos encontrábamos podía verse Lettershanbo; ahora había desaparecido, agoreramente, de la vista.
Subiendo en los camiones por la costa, yo me había sentido espantosamente mal, y no me atrevía a moverme siquiera. Cuando lord Louie nos dio el rumbo, me invadió un raro bienestar. Estaba a punto de cubrirme francamente de sudor; pero me salvó de esta vergüenza una repentina sensación de que todo aquello era irreal. Yo estaba completamente fuera de todo peligro, bañado en una especie de euforia que no dejaba paso a ninguna inquietud. ¿Había descubierto el secreto de los valientes en las batallas?
Conor me rodeó los hombros con el brazo y me llevó aparte.
—Lamento que sacaras la paja corta —me dijo.
—Alguien había de sacarla.
—Vamos, procura no despertar la guardia allá dentro y luego corre por el túnel cuanto puedas —me aconsejó.
—No te apures. Oye, Conor, tengo un remordimiento de conciencia —dije—. Anoche, en el cementerio, escuché lo que decíais tú y Atty.
—En toda mi vida sólo he podido tener un secreto para ti —comentó, refiriéndose al relativo a nuestra misión durante los días de entrenamiento en DUNLEER—. Casi se me escapó. De modo que nos oíste.
—Sí. ¿Era cierto lo que le dijiste?
—Quiero regresar, Seamus. Y quiero tener hijos con esa mujer.
—Eso es magnífico.
Con euforia o no, miré al agua y casi me doblé por la mitad, de miedo. La mano de Conor me agarró por el hombro.
—No eres el único —dijo.
Chocante, nunca se me había ocurrido pensar que Conor Larkin pudiera tener miedo…, chocante… Conor se alejó de mí para reunirse con Atty.
—Te veré dentro de un rato —le dijo.
—Aquí estaré —respondió ella. Sus ojos pregonaban que lo amaba tanto que hasta le perdonaría que le hubiese mentido al decirle lo que le dijo en el cementerio.
—Quédate al margen —le ordenó Conor.
—¡Te amo, Conor! —oí que gritaba ella.
Aunque él no la oyó, porque ya estaba a la orilla del agua. Luego me dio una palmada a la espalda y fue a colocarse en un costado del
curragh
.
—Entra, Dan. Vámonos, Charley. Cógete al rodete de alambre mientras zarpamos. ¡Buena suerte, chicos!
Hicimos resbalar la embarcación hasta el agua, trepamos prestamente por el costado y cogimos los remos. Según el raro estilo de los
curraghs
, los remos no tenían pala, sino que estaban construidos de forma que peinasen el agua en marejadas y corrientes. A los pocos segundos la levantada proa se hundió en una cabrilla, la partió en dos y se alejó fuera de la vista de la cueva.
La travesía no hubiera debido costarnos más de veinte minutos, pero en el centro del canal, el viento, que soplaba desde el mar, empezó a zarandearnos de un lado para otro, al mismo tiempo que encabritaba las olas. A cada golpe de remo, saltábamos y caíamos, saltábamos y caíamos. Charley Hackett sostenía la brújula y cada tres o cuatro remadas nos hacía corregir el rumbo. Dan esforzaba los ancianos ojos por divisar a los demás; pero no lograba verlos. Cada equipo luchaba por su cuenta. Aquello se puso confuso y revuelto; Charley y Dan achicaban agua para evitar que nos hundiésemos; nosotros estábamos empapados hasta los huesos, no veíamos nada y el
curragh
subía y bajaba por las olas como un tapón de corcho.
En el centro exacto del canal oímos unos alaridos escalofriantes.
—¡Alguien se ha hundido! —gritó Charley.
Unos gritos siguieron a los alaridos.
—¡Echemos un vistazo, Conor! —exclamó Charley.
—¡Siéntate y calla! —ordenó Dan—. ¡Siéntate, Charley!
—Empuja, Seamus —chilló Conor, rechinando los dientes y haciendo oídos sordos a los desesperados gritos de socorro.
Faltó poco para que una ola doblara por la mitad nuestra pobre embarcación, y tuvimos que luchar desesperadamente para mantenernos a flote. El agua entraba por el centro del bote a medida que la lona y la brea se estiraban y gemían a punto de partirse.
—¡Toma las olas de frente, Seamus!
Giramos en convulsivo círculo. Conor me cogió y me echó fuera del asiento, sustituyéndome en el remo. Poco a poco logró dominar el bote, mientras yo ayudaba a Dan y Charley a vaciar agua. Luego jugó hábilmente con las crestas y los fondos de las olas. Bajo su mando, el bote danzaba y andaba de puntillas por el oleaje como lo habría hecho bajo el de su padre.
—¡Veo tierra! —gritó Charley.
—Acaso tengamos que entrar montados sobre una ola, como un tiro —gritó Conor—. Charley, Seamus, preparaos para saltar cuando yo diga, y entonces coged la proa y sujetadla con fuerza. ¡No dejéis que se estrelle contra el fondo!