Authors: Laura Gallego García
—Si vuelves a hacer daño a Jack —repitió ella, con suavidad yo misma me encargaré de acabar con tu vida. Y en esta ocasión no habrá beso de despedida, ni espada clavada en el vientre. Si vuelves a tocar a Jack, te mataré.
Christian sabía que lo decía en serio. Recordó una noche en Seattle, tiempo atrás, en que él mismo le había puesto a Victoria una daga en la mano, le había sugerido que acabase con su vida, había amenazado con matar a Jack. Entonces, a pesar de todo, ella no había sido capaz de utilizar aquella daga. Christian había contado con ello. No necesitaba someterla a aquella prueba para conocer los sentimientos que ella albergaba en su interior; sabía que eran lo bastante intensos como para detener la mano que había de matarlo.
Entonces él lo sabía, pero Victoria todavía no. La prueba del puñal había estado destinada exclusivamente a ella. A demostrarle lo enamorada que estaba, antes incluso de que la joven fuera consciente de ello.
Pero en aquel momento, en las termas de la Torre de Kazlunn, mucho tiempo después, Christian comprendió que, aunque el amor de Victoria por él era más sólido e intenso que nunca, su odio podía alcanzar las mismas proporciones.
«Si vuelves a tocar a Jack, te mataré», había dicho ella. Parecía una amenaza, pero ni siquiera lo era. Se trataba, simplemente, de un hecho obvio, inevitable, incuestionable.
—Y después morirás conmigo —dijo Christian sin embargo.
—Y después moriré contigo —asintió Victoria con suavidad.
Hubo un breve silencio.
—No puedo permitirlo —dijo él entonces—. No volveré a hacer daño a Jack.
Ella le sonrió con dulzura. La oscuridad fue, lentamente, desapareciendo de sus ojos.
—No temo a la muerte —prosiguió Christian—. Pero no quiero volver a hacerte sufrir de esa manera. Ya sabes lo mucho que me importas.
—Lo sé —susurró ella—. Y tú sabes que yo siento lo mismo.
Hubo un breve instante de incertidumbre. Entonces, como atraídos por un imán invisible, se acercaron el uno al otro... un poco más. Quedaron un momento en silencio, muy juntos pero sin llegar a rozarse todavía.
—No obstante —añadió Christian, pensativo—, si alguien tiene que matarme, prefiero que seas tú, o incluso Jack. Nadie más.
—Tampoco voy a permitir que Jack te haga daño —dijo Victoria en voz baja, y a Christian le sorprendió detectar la misma fría amenaza en sus palabras.
—Si él me matase... ¿qué harías tú? —tanteó. Ella no respondió enseguida.
—Eres el otro hombre de mi vida —dijo sencillamente, citando las palabras que el shek le había dirigido tiempo atrás, en el bosque de Awa—. Perderte a ti supondría para mí lo mismo que perder a Jack. Actuaría de la misma manera. Deberías saberlo ya.
Christian sonrió, pensando que ahora era ella quien le daba lecciones, quien dejaba las cosas claras y establecía las bases de su relación. Siempre había sido al revés.
—Por lo visto, lo mejor para los tres será que nadie pierda a nadie —hizo notar.
Victoria respondió con una risa tan cristalina como los arroyos de las montañas. Lo miró con cariño, y Christian volvió a ver en sus ojos la luz de siempre. Se sintió tan reconfortado que le dirigió una amplia sonrisa. Victoria apoyó la cabeza en su hombro, con un suspiro, y cerró los ojos un instante, dejando que la presencia del muchacho llenase su alma. Christian no se movió.
Contemplaron un rato el agua, en silencio. Entonces, Victoria habló, y su voz sonó ya desprovista de aquel timbre inhumano cuando dijo:
—Quiero preguntarte algo. ¿Qué ha sido de Gerde?
Había oído rumores de que Ashran le había entregado el mando de la torre antes de la llegada de Christian.
—La maté —respondió él simplemente. Victoria ya lo intuía. Respiró hondo.
—Estaba enamorada de ti.
Christian se encogió de hombros.
—Jamás la correspondí, y ella lo sabía.
—Pero estuviste con ella, ¿verdad? La noche en que... la noche en que Ashran me utilizó —concluyó en voz baja.
Christian la miró.
—Claro que lo suponía —sonrió Victoria ante la muda respuesta de él—. No soy tan ingenua como pareces creer. Dime, ¿no significó nada para ti?
—Sabes que no, Victoria. ¿Por qué me lo preguntas?
—Amas a una mujer y luego la matas. Así... tan simple.
—Nunca la he amado. Y de todas formas ella te habría matado si hubiera podido.
—Ya lo sé, pero... a pesar de todo, no soy capaz de odiarla.
—Tampoco yo la odiaba. Simplemente me era indiferente. Y se lo dejé bien claro en todo momento.
—Lo sé. —Se incorporó para marcharse; al pasar por detrás de él, colocó una mano sobre su hombro y le susurró al oído—. Si tanto te cuesta amar, si para ti no es más que placer, no deberías volver a pasar la noche con una mujer que esté enamorada de ti. Le romperás el corazón.
Christian la cogió por la muñeca y la retuvo a su lado. La miró a los ojos.
—También tú estás enamorada de mí —hizo notar.
—Cierto —sonrió Victoria—. Pero yo no te he invitado a pasar la noche conmigo.
—Todavía no. Sigo esperando.
—¿Me romperías el corazón después?
—Sabes que tú no me eres indiferente. También te lo he dejado claro desde el principio.
Victoria quiso retirarse, pero él no la dejó. La atrajo hacia sí y la besó con suavidad. Victoria fue entonces incómodamente consciente de que debajo de la capa no llevaba nada. Se separó de él, azorada, con el corazón latiéndole con fuerza. Los brazos de Christian la rodearon para retenerla junto a él.
—Acabo de estar con Jack —le advirtió ella; se estremeció y se le escapó un breve gemido cuando los labios de él besaron su cuello, suavemente, pasando también por la marca que Jack le había dejado—. Supongo que, como dices tú... apesto a dragón.
—Lo sé —susurró él en su oído—. Es parte de tu encanto.
Victoria sonrió, a su pesar. Soltó una exclamación de alarma cuando sintió las manos de él explorando su cuerpo, lenta y suavemente.
—¿Qué haces?
Christian se detuvo un momento para clavar en ella la mirada de sus ojos azules.
—Aprovechar mis momentos a solas contigo. Me hundiste a Domivat en el estómago; creo que merezco una compensación.
—¡Qué! —soltó Victoria, sin dar crédito a lo que oía—. ¡Tú por poco matas a Jack! ¡Por no mencionar el hecho de que me entregaste a tu padre para que me torturara!
—Entonces compensémonos mutuamente —replicó Christian, y volvió a la carga—. Te aseguro que no te arrepentirás.
La besó otra vez. Victoria jadeó y lo apartó de sí, con suavidad.
—Para, por favor. No lo entiendes.
—Lo entiendo —respondió él, mirándola a los ojos—. Sé que quieres que Jack sea el primero en amarte, cuando llegue el momento.
Victoria se quedó helada.
—No... no lo había decidido todavía. —Sí que lo habías decidido.
Victoria respiró hondo y apoyó la espalda en la pared. Christian se separó de ella, dejándole el espacio que le había pedido.
—Tienes razón —susurró—. No es que, lo hubiera decidido, pero... en el fondo, es lo que desearía. Y no es que te quiera menos que a él. Es sólo que...
—... que para esa primera vez prefieres a alguien que pueda darte el cariño, la comprensión y la confianza que necesitas para sentirte segura. Y él no ha dejado de ser tu mejor amigo. Te sentirás más cómoda con él.
Victoria no se sorprendió de que él la entendiera tan bien. Se iba acostumbrando.
—También quiero estar contigo. Y lo deseo tanto que a veces me da miedo. Porque todavía no te conozco tanto como querría. Todavía siento que tengo un largo camino que recorrer contigo.
—Ya lo sé —sonrió Christian—. Esperaré tranquilamente mi turno, ya te dije que no tenía prisa. Además —añadió—, no me siento para nada un segundón. Por ejemplo, sé que fui el primero en besarte. En eso me adelanté a Jack. Y a cualquier otro.
Victoria se quedó de piedra.
—¿Cómo ...? —empezó, boquiabierta—. ¿Cómo sabes...?
—¿Que fui el primero en probar el sabor de tus labios? —Él la miró intensamente—. Lo sé. ¿O acaso no fue así?
Victoria desvió la mirada, con una tímida sonrisa.
—Sí que fuiste el primero —dijo en voz baja.
Y el corazón se le aceleró de nuevo al recordar aquella noche, en un parque de Seattle, cuando había acudido al encuentro de su enemigo; cuando había sido incapaz de matarlo, y él a cambio le había robado un beso. Su primer beso.
—Pero de todas formas —dijo Christian, acercándose de nuevo a ella— sigo pensando que nada me impide disfrutar un poco de tu compañía. Respetando los límites que tú quieras marcar, por supuesto.
Ella sonrió. Se sonrojó un poco y bajó la cabeza cuando dijo:
—Hay más —susurró; tragó saliva—. Tu presencia... tu contacto... me vuelven loca —confesó—. Si vuelves a acariciarme como lo has hecho antes, perderé el control —añadió, enrojeciendo todavía más.
—Lo sé —respondió él, sonriendo enigmáticamente—. Cuento con ello. Pero yo sí que puedo mantener el control, y ya te he dicho que respetaré tus límites. Llegaré sólo hasta donde tú quieras llegar. ¿Te fías de mí?
Ella lo miró largamente.
—¿Puedo fiarme de ti?
—No deberías —replicó él, muy serio—. Pero puedes.
Victoria quedó perdida en su mirada. Dejó que Christian se acercase, que la besara, que la abrazara de nuevo y empezara a acariciarla. Se estremeció entre sus brazos. Cerró los ojos y se dejó llevar. Una parte de ella todavía temía a Christian, al asesino despiadado que la había entregado a Ashran, al shek henchido de odio que había estado a punto de matar a Jack. Pero su corazón le decía a gritos que lo amaba, que necesitaba estar ' junto a él, tenerlo cerca...
Le sorprendió que sus caricias fueran tan suaves y tan sutiles y que, sin embargo, despertaran en ella tantas nuevas sensaciones. Christian no era cálido, apasionado y entregado como Jack; incluso se mostraba un tanto frío y distante, y sólo el brillo en el fondo de sus ojos de hielo delataba el intenso sentimiento que latía en él. Y, sin embargo, sus gestos, calmosos y estudiados, y su roce, suave y delicado, la invitaban a disfrutar de cada caricia, de cada instante, como si fuera único.
—Ya... déjalo —jadeó ella—. No sigas. Yo...
—Lo sé, tranquila —le susurró él al oído—. Tranquila.
La estrechó entre sus brazos. Victoria sentía que le ardía la piel, el corazón le latía tan deprisa que pensaba que se le iba a salir del pecho. Apoyó la cabeza en el hombro de Christian, tragó saliva y trató de calmarse. Apenas percibió que él volvía a cubrirla suavemente con la capa.
—Estoy un poco asustada —le confesó—. Pero una parte de mí está tranquila. No sé muy bien qué me pasa.
Le pareció que él sonreía, aunque, como no lo estaba mirando a la cara, no podía saberlo con seguridad. Aguardó su respuesta, pero Christian no dijo nada. Jugueteaba con un mechón de su cabello y, cuando lo oyó respirar profundamente, entendió que él también necesitaba un momento para tranquilizarse. Se sintió sorprendida, turbada y contenta a la vez. Había llegado a pensar que él no había sentido nada.
—Quiero estar contigo —susurró—. Pero...
—Cuando llegue el momento, Victoria —respondió Christian—. No estás preparada aún. Pero no tengas prisa. Las cosas pasan cuando tienen que pasar.
Se quedaron así un momento, abrazados, en silencio. —También para mí es algo nuevo y extraño —dijo entonces Christian.
Victoria sonrió, un poco perpleja. —Me estás tomando el pelo.
—En absoluto. —Se separó un poco de ella, le tomó el rostro con las manos y la miró a los ojos, muy serio—. Me refiero a lo que me sucede por dentro. Nunca había sentido esto por nadie.
Victoria tragó saliva. Dejó que él la besara de nuevo. Disfrutó de aquel beso como si fuera el primero... o el último.
Acabó con tanta brusquedad que Victoria se quedó sin aliento. De pronto, Christian se separó de ella y, antes de que se diera cuenta, le había dado la espalda y escudriñaba las sombras, alerta como un felino.
—¿Qué...?
—Shhhhh.
Victoria calló inmediatamente, comprendiendo que Christian había detectado algún tipo de peligro. Sus dos primeras reacciones se le antojaron a Victoria muy estúpidas segundos después, pero no pudo evitarlo. Lo primero que hizo fue cubrirse aún más con la capa y atarse el cinturón para asegurarla. Lo siguiente, preguntarse, dolida, cómo era posible que Christian hubiera escuchado algo en medio de aquel silencio, y en mitad de aquella situación, hasta qué punto estaba prestando más atención a lo que sucedía a su alrededor que al beso que estaba compartiendo con ella.
Sacudió la cabeza para apartar de su mente aquellos pensamientos y avanzó, decidida, hasta situarse junto a Christian. Miró en torno a sí, inquieta, y pareció oír un leve siseo. Frunció el ceño. Deseó tener el báculo en sus manos, pero se había quedado demasiado lejos, en la habitación, y Victoria dudaba de que su fuerza de voluntad, que era la que llamaba al báculo cuando lo necesitaba, pudiera moverlo a tanta distancia. Adoptó una posición de combate. Sabía pelear cuerpo a cuerpo, y lo haría, si era necesario.
Christian había extraído una daga de no se sabía dónde, y Victoria tuvo otro pensamiento absurdo: «¿Va armado incluso cuando está compartiendo un momento íntimo conmigo?».
Entonces, Christian habló en voz alta. Dijo algo en el idioma de los szish, aquel extraño lenguaje de siseos y silbidos. Victoria lo miró, inquieta.
Alguien le respondió desde las sombras en el mismo idioma. Y entonces, lentamente, los hombres—serpiente salieron de sus escondites, emergiendo como sombras de entre las nubes de vapor de agua, cercándolos por todas partes.
Victoria los contó. Eran doce. Los últimos szish que se habían quedado en la torre. Estaban armados, y los tenían rodeados.
Los hombres—serpiente estrecharon el círculo. Christian se inclinó un poco hacia delante, en tensión. Victoria se preparó también para pelear, colocándose de espaldas a él.
Hubo un breve momento en que todos se quedaron inmóviles, como si el tiempo se hubiese detenido.
Y entonces los szish atacaron, todos a la vez. Christian avanzó, rápido, letal, con su daga reluciendo en la mano. Victoria se movió hacia un lado y se deslizó hacia el otro, encadenando un par de patadas que acertaron al primer szish, primero en el estómago y después en el mentón. Tuvo que saltar a un lado para que el sable de la criatura no la atravesara de parte a parte, y dejó escapar un grito cuando la hoja del arma raspó la piel de su pierna, abriendo un tajo en ella. Al caer, lanzó una nueva patada, esta vez a la cara del hombre—serpiente. Los dos cayeron al suelo; aprovechando que estaba aturdido; Victoria le arrebató el sable y lo hundió en su pecho, sin dudar. Jadeando, se incorporó, con el arma en la mano, y miró a su alrededor. Hizo una mueca de dolor al apoyar la pierna; el muslo le sangraba mucho, pero en aquel momento no le prestó atención.