Authors: Laura Gallego García
—Un esfuerzo más, Sheziss —imploró.
Ella se debatió entonces y Jack la dejó ir. Los dos, suspendidos en el aire, se miraron a los ojos. El odio hirvió en su interior.
«Victoria» , dijo ella entonces.
—Victoria —repitió Jack, y volvió la cabeza hacia la Puerta, tan Cercana, tan real—. Victoria está al otro lado.
Batió las alas con fuerza. Sheziss lo siguió.
Cuando atravesaron la Puerta, fue como si los bañaran millones de rayos de sol, como si se zambulleran de cabeza a un manantial de agua cálida, burbujeante. Jack se sintió muy débil de pronto. Jadeó, aterrorizado, cuando vio que se transformaba de nuevo en humano, que perdía sus alas y comenzaba a caer.
Sheziss lo recogió.
Y todo dio vueltas durante un instante, y de pronto emergieron de golpe de una enorme sima de lava, y se hundieron en un cielo lleno de luz, luz de tres soles que envolvieron sus cuerpos.
Jack respiró hondo y cerró los ojos un momento, dejando que la luz de Idhún bañara su rostro. Alzó entonces la cabeza hacia los tres soles y los contempló, mirándolos fijamente, como había visto hacer a Kimara tiempo atrás, en el desierto de Kash-Tar.
—Kalinor, Evanor, Imenor —recitó Jack.
Sheziss siseó; fue un sonido parecido a una risa.
—Kalinor, Evanor, Imenor —repitió, como una letanía—. ¡Kalinor, Evanor, Imenor!
Se puso en pie sobre el lomo de Sheziss y lanzó un salvaje grito de triunfo. Y dejó que la esencia del dragón se apoderara de su cuerpo, y cuando batió las alas para elevarse hacia lo más profundo del cielo idhunita no le importó que lo vieran todos los sheks, todos los szish ni todos los Nigromantes del mundo, porque estaba en casa, por fin estaba en casa, en aquel mundo al que nunca había considerado su hogar pero que ahora, de alguna manera, lo era.
Y porque sentía la presencia de Victoria en su alma. Percibía que ella existía en algún rincón de aquel mundo, que el vínculo seguía ahí, y se sintió tan aliviado que rugió, anunciando a todo Idhún que el último dragón había regresado, y que iba en busca de la mujer a la que amaba.
Todavía estás a tiempo de volver atrás —dijo Yaren.
Victoria no contestó. Tampoco se volvió para mirarlo. Seguía contemplando la sombra de la Torre de Kazlunn, recordando, tal vez, la última vez que se había detenido ante aquellas puertas.
A la luz del día, la torre parecía aún más majestuosa. Se enroscaba sobre sí misma, formando una espiral que acababa en punta, lo que le daba el aspecto de un gigantesco cuerno de unicornio que se elevaba con orgullo hacia el cielo idhunita, buscando tal vez alcanzar la curva de las tres lunas en las noches más despejadas.
Hasta aquel momento, Victoria no se había dado cuenta de ello, no se había percatado de que los magos habían construido la Torre de Kazlunn a imitación de los cuernos de unicornio que les otorgaban su poder. Pero ahora, al aproximarse por el camino del acantilado, lo había visto con total claridad. La torre, toda la Orden Mágica, rendía culto a los unicornios; tras su desaparición, la comunidad de hechiceros estaba herida de muerte. Si Victoria moría, la magia moriría con ella.
«Pero ya ha muerto», pensó.
Recorrió con el dedo las figuras de unicornios forjadas en el metal. Tampoco se había fijado entonces en la delicada filigrana que adornaba las puertas de la torre. No había tenido tiempo de observarlas, de todos modos. Los sheks habían acorralado a la Resistencia allí mismo, se habían visto obligados a pelear por su vida, porque aquellas enormes puertas habían permanecido cerradas. Ahora se abrirían para ella. Christian, el nuevo Señor de la Torre de Kazlunn, las abriría para ella.
Entornó los ojos. Parecían haber pasado siglos desde entonces. Las olas seguían batiendo la escollera, la torre se erguía igual de impresionante. Pero Jack estaba muerto, porque Christian lo había matado. Atrás quedaban los tiempos que la Resistencia había luchado unida. Aquella noche Jack había blandido a Domivat, que ahora pendía, muerta, de la cintura de la muchacha. Christian se había enfrentado a sus congeniares, transformado en serpiente alada: ella había cabalgado sobre su lomo, y Shail... Shail tenía dos piernas.
Añoró Limbhad. Aunque hacía ya tiempo que sabía que jamás iba a volver.
—No voy a echarme atrás —dijo, cuando Yaren ya creía que no lo había oído.
Sintió que el semimago avanzaba hasta situarse Junto a ella. Sintió que colocaba una mano sobre su hombro.
—Entonces conviérteme en un mago —susurro—. Me lo debes.
Ella volvió hacia él sus ojos repletos de oscuridad.
—No te debo nada —dijo solamente.
El rostro de: Varen se crispó en una mueca de rabia.
—No puedo creerlo —musitó—. ¿Me vas a dejar así?
Victoria seguía mirándolo con aquellos ojos que lo ponían tan nervioso.
—Tú lo has visto —dijo ella— Has visto lo que pasa con mi magia. Sabes lo que es.
Yaren sintió mi escalofrío. Si, hacía tiempo que se había dado cuenta de que algo no marchaba bien. Desde el incidente con el hijo del leñador habían pasado muchas cosas que no se ajustaban precisamente a lo que él esperaba de la magia de un unicornio. Las plantas que se marchitaban entre los dedos de Victoria, el rostro aterrorizado de aquel ermitaño celeste que los había acogido en el monte Lunn...
Reflexionó. Lo del monte Lunn había sido extraño. Estaba a medio camino entre kazlunn y Alis Lithban, pero no era necesario subir a la cumbre para llegar hasta la torre. Y; sin embargo, por primera vez en su viaje Victoria había dado un rodeo, y sólo para trepar hasta allí. Yaren la había visto arrodillarse en la cima de la montaña en la que, según la leyenda, el primer unicornio, había recibido la magia para entregarla a los mortales, muchos siglos atrás. Victoria había alzado al cielo sus ojos vacíos, sin vida y había rogado a los dioses que le devolvieran la luz.
Los dioses habían permanecido mudos.
Yaren había contemplado en silencio la oración de Victoria, había visto levantarse en silencio, su rostro tan impasible como siempre, sus ojos más intimidadores que nunca. Yaren la había oído susurrar para sí misma: «Ve a ver a mi hijo. Míralo a los ojos, como me has mirado a mí, y busca en ellos la luz que has perdido».
—¿Qué fue lo que perdiste? —le había preguntado aquella noche, cuando acamparon en la cueva del ermitaño, al pie de la montaña.
Pero Victoria había cerrado los ojos y se había llevado la mano, en un gesto inconsciente, a la empuñadura de la espada.
Aquello confirmó las sospechas de Yaren.
Victoria había perdido al dueño de aquella espada. Alguien muy querido para ella, quizás un familiar, quizás un amigo, aunque probablemente algo más. Y Yaren estaba casi seguro de que aquel que había empuñado la espada de Victoria había muerto a manos de Kirtash.
Y eso había trastornado al unicornio hasta el punto de hacerle perder su poder.
Yaren había oído hablar desde niño de la magia que entregaba el unicornio, un torrente de energía luminoso y cristalino, nada parecido a lo que aquella muchacha era capaz de transmitir.
—¿De verdad quieres que te entregue la magia? —pregunté, entonces Victoria—. ¿Mi magia?
Yaren vaciló. Tragó saliva. La mirada de Victoria le daba escalofríos.
Pero pensó en su sueño. Y miró a la joven, y se obligó a sí mismo a recordar que ella era el último unicornio.
—Sí —dijo por fin—. Prefiero tener tu magia a no tener ninguna. Y si no obtengo tu magia, no obtendré ninguna. Victoria alzó la mirada hacia lo alto de la torre, con un grácil movimiento de cabeza propio del unicornio que habitaba en ella.
—Espérame —susurró.
Se alejó de la puerta y volvió de nuevo al camino que bordeaba el acantilado. Yaren la siguió, inquieto, mientras descendía por él. Ninguno de los dos pronunció palabra hasta que alcanzaron el bosquecillo más cercano. Cuando la vegetación los ocultó de miradas indiscretas, Victoria se volvió hacia él. Como cada vez que lo miraba, el semimago retrocedió un paso instintivamente. —Todavía estás a tiempo de volver atrás —dijo ella, con una amarga sonrisa.
Yaren tragó saliva, pero alzó la mirada con decisión. —Adelante.
—No sabes lo que haces... —susurró Victoria—. No lo sabes.
Le dio la espalda. Yaren la vio echar la cabeza hacia atrás, vio cómo su cuerpo se estremecía y comenzaba a transformarse...
Se le llenaron los ojos de lágrimas cuando Lunnaris, el último unicornio, se mostró ante él, tan bella e indómita como la había imaginado, como él recordaba que eran aquellas criaturas: ligera como una pluma, de crines suaves y plateadas, tan tenues como los rayos de la luna mayor, de piel perlina, pequeños cascos hendidos y larga cola de león. Su cuerno, portador de magia, canalizador de parte de aquella energía que movía al mundo, se alzaba sobre sus ojos, tan puro que parecía hecho de diamante, tan brillante como la cola de un cometa.
Sin embargo, cuando ella se volvió para mirarlo, Yaren, sintió de nuevo aquel terror irracional.
Los bellos ojos de Victoria seguían irradiando tinieblas, y aquellas tinieblas enturbiaban de alguna manera la luz que emanaba del cuerno, y Yaren supo, en su fuero interno, que no debía aceptar aquella magia que rutilaba de forma tan siniestra.
Pero era su sueño. Y debía cumplirlo, costara lo que costase
Cayó de rodillas sobre la hierba. Victoria se acercó a él, inclinando la cabeza con suavidad. Yaren cerró los ojos cuando,, sintió el morro de ella acariciándole la mejilla. Y después... frío, y a la vez caliente, y un torrente de energía que lo inundaba por dentro. Dejó escapar una breve exclamación de sorpresa y alegría. Era tan, tan hermoso... nunca había sentido nada igual.
Pero entonces, de pronto, algo comenzó a cambiar. La magia ya no era pura, ya no era agradable. Yaren sintió una inexplicable angustia, después vino el dolor, y luego, el horror. Porque, aunque el cuerno del unicornio ya no lo tocaba, la energía que le había transmitido seguía en su interior, recorriendo todas sus venas, y era una energía turbia, oscura y llena de un minuto tan intenso que el joven lanzó un aullido de dolor.
El unicornio contempló, impasible, cómo aquel nuevo mago rodaba por la hierba, gritando de dolor, mientras la magia retorcía sus entrañas y ensuciaba su alma. Estuvo allí, mirándolo, hasta que Yaren quedó tendido a sus pies, jadeante, sin fuerzas. El dolor había remitido; pero cuando él alzó la cabeza para mirarla, Lunnaris vio en sus ojos un reflejo de la oscuridad se había adueñado de ella.
—Qui... quítamelo... —susurró Yaren, aunque sabía que era culpa suya, aunque sabía que ya no había nada que pudiera hacerse
El unicornio sacudió la cabeza.
—Esto es todo lo que puedo entregar al mundo —dijo para sí misma.
Y dio media vuelta y se alejó del claro. Y mientras caminaba, se transformó de nuevo en la muchacha humana a la que llamaban Victoria. Yaren la vio marchar, todavía encogido sobre sí mismo, todavía sintiendo el dolor y las tinieblas en el fondo de su corazón. La vio marchar, con la espada prendida en un costado y el báculo a la espalda, en dirección a la Torre de Kazlunn, y recordó de golpe quién la esperaba allí. Consiguió levantarse, a duras penas, para seguirla. No se le ocurrió tratar de detenerla. Sabía que era inevitable que muriera en aquella torre, aquel mismo día. Porque la oscuridad se había adueñado de sus pensamientos, y no era ya capaz de albergar la más mínima esperanza.
Pero la siguió. Y la alcanzó en las puertas de la torre, donde se había detenido, porque un grupo de soldados la aguardaba.
—He venido a ver al Señor de la Torre de Kazlunn —dijo ella.
Eran cuatro: tres szish y un humano. Los szish la miraron y comprendieron al instante, pero el humano no fue tan inteligente
—Tenemos órdenes de escoltar a la dama Lunnaris ante nuestro señor Kirtash —dijo—. ¿Sois vos la dama Lunnaris?
—Yo soy —respondió ella—. Pero nadie va a acompañarme. Yo misma encontraré el camino.
Los szish asintieron, inclinaron la cabeza, retrocedieron para dejarla pasar. El humano, por el contrario, dio un paso hacia ella.
—No podéis pasar sin llevarnos de escolta. Nuestras órdenes dicen...
No llegó a repetir qué decían sus órdenes. Como un relámpago, el Báculo de Ayshel descendió en picado hacia él, ti, se detuvo a escasos centímetros de su rostro. Su luz, preñada de nieblas, palpitó un instante ante sus ojos, amenazadora.
—Nadie va a acompañarme —repitió Victoria con suavidad y una calma inhumana—. Yo misma encontraré el camino.
—Como desseess, ssssseñora —siseó uno de los szish.
El soldado escrupuloso tragó saliva y asintió, temblando miedo, sin poder apartar la vista del báculo. Retrocedió para dejarla pasar.
Y las grandes puertas de la Torre de Kazlunn se abrieron ante ella.
Yaren la vio cruzar el umbral. Cuando las puertas se cerraron, el mago cayó de rodillas, enterró el rostro entre las manos y se echó a llorar corno un niño, aun a sabiendas de que, por muchas lágrimas que derramara, ya nada podría calmar el dolor y la angustia que se habían instalado en su corazón.
—He venido a matarte —dijo ella.
Su voz no destilaba odio, ni amenaza, ni enfado. Simplemente constataba un hecho. Y aquella frialdad, aquella indiferencia aparente, hirieron a Christian más que si ella hubiera volcado sobre él toda su ira, su rencor, su dolor.
—Aún no es tarde para pensarlo, Victoria —dijo el joven.
—Ya lo he pensado... demasiado tiempo.
Pero no avanzó. Ambos se quedaron un momento en pie, cada uno en un extremo de la sala, estudiándose mutuamente. Victoria desenvainó a Domivat, y aunque la espada de fuego se había apagado tiempo atrás, aún parecía un arma temible.
—No quiero luchar contra ti, Victoria.
—Entonces no luches, te mataré igualmente.
Una parte de Christian comprendía a la perfección la actitud de ella. Pero, aun así, se sentía conmocionado. Aquélla era la mujer a la que amaba, por la que lo había dado todo. Había besado sus labios, la había estrechado entre sus brazos.
Y, de alguna manera, la había matado al hundir a Haiass en e1 pecho de Jack, y ahora su espectro acudía a él en busca de venganza.
—Sabes que moriría por ti. Pero eso no va a hacerte sentir mejor—, no va a calmar tu dolor. Si muero ahora, ¿qué va a ser de ti después? ¿Crees que no sé lo que pretendes?