Authors: Laura Gallego García
Victoria avanzó hacia él, serena y fría como una diosa de alabastro. Christian leyó la muerte en su mirada y, por primera vez su vida, tuvo miedo.
Pero no de morir, sino de la propia Victoria.
Sin embargo, se quedó quieto, esperándola. Desenvainó a Haiass.
—Si me obligas a pelear, lo haré —le advirtió—. Pero no para salvar mi vida, sino la tuya.
Cuando apenas los separaban ya unos pasos, Victoria volvió mirarlo a los ojos. Su semblante seguía frío, inexpresivo. Pero sus ojos contenían tanto dolor, odio y sufrimiento que Christian se estremeció.
—Ya no queda nada que salvar —dijo ella con suavidad.
Alzó a Domivat.. Debería resultarle pesada, pero la levantó facilidad. La determinación de hierro que guiaba sus acciones y su sed de venganza no conocía obstáculos.
Y descargó la espada sobre Christian. El muchacho la esquivó e interpuso a Haiass entre ambos. Los dos aceros chocaron.
Haiass debía ser, en aquellas circunstancias, mucho más poderosa que Domivat. Había probado la sangre del dragón y había recuperado su antigua fuerza, mientras que la llama de Domivat se había apagado. Pero la espada de fuego no se quebró y de hecho Christian sintió que Haiass se estremecía al contacto con su rival.
Retrocedieron, pero Victoria apenas descansó. Volvió a embestir a Christian. Una y otra vez.
El joven se limitó a defenderse y a retroceder, pero pronto dio cuenta, con asombro, de que las estocadas de ella tenían cada vez más fuerza, que una misteriosa intuición guiaba sus movimientos hasta el punto de llegar a anticiparse a los rapidísimos pasos de Christian. «No puede ser —pensó—. ;Tanto me odia? ¿Tantas ganas tiene de matarme?» Decidió poner fin a aquello. Blandió a Haiass y ejecutó una finta y un golpe destinados a desarmarla. Sin embargo, y ante su sorpresa la espada hendió el aire. Victoria ya no estaba allí.
Christian se volvió justo a tiempo para interponer a Haiass entre él y la espada de su rival. Empujó para hacerla retroceder mientras trataba de ordenar sus pensamientos.
No era posible. No podía ser verdad.
Pero lo era. La estrella de la frente de Victoria brillaba todavía, y Christian supo entonces que era cierto lo que se contaba de los unicornios: podían aparecer y desaparecer a voluntad moverse con la luz, recorrer espacios cortos a la velocidad del relámpago, o simplemente teletransportarse unos metros más allá. Al menos eso se decía, pero ni los magos más poderosos habían podido confirmarlo. Christian acababa de comprobarlo con sus propios ojos.
Pero Victoria nunca antes había manifestado aquel poder ni siquiera había dado muestras de saber que lo poseía. Con, todos los movimientos que ejecutaba en aquella lucha, daba la sensación de haberlo hecho de manera instintiva.
Christian se estremeció.
—¡Basta! —exclamó—. Victoria, esto es una locura. No hacerte daño.
—Ya es un poco tarde para eso —observó ella con voz neutra.
Christian retrocedió un poco más.
—Recapacita, por favor. No puedo cambiar el pasado, pero puedo intentar ofrecerte un futuro. No te pido que me perdones. Tan sólo lucha por seguir viviendo.
Ella apenas lo escuchaba. Seguía peleando, como una autómata. Su técnica dejaba mucho que desear en comparación con la de Christian, pero su fría cólera volvía sus golpes tan certeros como mortíferos. Y seguía desapareciendo y reapareciendo como un relámpago, y sólo los excelentes reflejos de Christian lo salvaron en más de una ocasión de una muerte segura. El joven se arriesgó a volver a mirarla a los ojos cuando una embestida de ella los dejó peligrosamente cerca.
—Te quiero, Victoria —dijo.
Ella le devolvió tina mirada profunda corno una sima sin fondo.
—También es tarde para eso, Christian —respondió—. Demasiado tarde.
Christian esquivó por los pelos una nueva estocada de ella, retrocedió, turbado, tratando de asimilar sus palabras. Lo había llamado «Christian».
«Te llamo Kirtash cuando te odio, te llamo Christian cuando te quiero», había dicho Victoria, mucho tiempo atrás.
«No es posible —se dijo—. ¿Todavía...?»
Apenas unas semanas antes, Christian había conocido y comprendido a Victoria hasta el más íntimo rincón de su ser. Sabía qué pensaba, qué sentía, sabía interpretar correctamente sus más mínimos gestos.
Desde la muerte de Jack, sin embargo, la joven se había convertido en una completa desconocida para él. Podía llegar a intuirla, tal vez entenderla. Pero su mirada ya no era clara y transparente como antaño. El turbulento caos que leía en sus ojos le impedía llegar hasta su alma.
Había dado por sentado que todo el amor que ella pudiera haber sentido hacia él se había perdido en la cima, con Jack. Tuvo que dar un salto atrás, porque Victoria volvía a la carga.
—¡Espera! Aún sientes algo por mí, ¿verdad? —Eso no es importante.
Con un ágil movimiento, Christian la esquivó de nuevo y se colocó tras ella, muy cerca, sin importarle el peligro.
—Lo es —replicó, hablándole casi al oído—. Todavía puedes quedarte conmigo.
Ella se volvió con violencia y descargó a Domivat contra él.
Christian detuvo el golpe.
—Eres el asesino de Jack —le recordó Victoria, con calma—. Cómo te atreves a proponerme algo así?
Sus ojos relampagueaban con una ira fría y letal. Christian comprendió entonces que era ella, su férrea fuerza de voluntad, su helado odio, lo que alentaba una espada que debería estar muerta, una espada que debería haberse quebrado bajo el poder de Haiass.
—Sabías que era un asesino —dijo él—. Lo sabes desde hace mucho tiempo. Sabías también que mi odio hacia Jack me llevaría a enfrentarme a él. Y tuviste ocasión de acabar con mi vida mucho antes, en Seattle. ¿Por qué no lo hiciste?
Esperaba que ella reconociera aquel sentimiento que los había unido, que lo acusara de haberla engañado... pero no las palabras que pronunció a continuación.
—Porque entonces no estaba preparada para matarte. Ahora si lo estoy.
Y Christian supo que decía la verdad.
La miró y la vio, de pronto, como era realmente. Una criatura desamparada, perdida en un mundo que ya no era el suyo, sumida en un dolor demasiado profundo para expresar1e y que sólo la muerte podría curar, un ser que había perdido una parte de sí mismo y se había quedado incompleto y espantosamente solo.
Christian sabía que, si él moría, a nada ataría a Victoria a la vida. Si él moría, morirían los dos.
Pero la joven lo estaba deseando con todas sus fuerzas. Y el shek pensó, de pronto; que tal vez lo mejor que podía hacer por ella fuera dejarla morir en paz. Y se dio cuenta de que, su propia vida ya no tendría ningún sentido.
Que irónico, pensó. Tras la muerte de Jack todo se había venido abajo. Ni Christian ni Victoria iban a sobrevivirle, y cuando comprendió esto, el joven fue totalmente consciente de hasta qué punto estaba unido el destino de los tres.
Tal vez fuera un segundo de desconcentración, tal vez una milésima. Christian bajó la guardia apenas un instante. Victoria apareció ante él, como surgida de la nada; Domivat golpeo con fuerza a Haiass y se la arrebató de las manos, y Christian vio impotente, como su poderosa espada de hielo volaba hasta el otro extremo de la sala y aterrizaba en el suelo con un sonido parecido al de una daga cayendo sobre una capa de escarcha.
La punta de Domivat rozó su cuello.
—Espera —la detuvo él con rapidez—. Si vas a matarme quiero pedirte una última cosa. Quiero besarte por última vez.
No apreció ningún cambio en la expresión ni en la mirada de ella. No obstante, el filo de Domivat permaneció donde estaba y el shek pudo percibir una leve palpitación en la espada, que deseaba probar su sangre. No estaba tan muerta como parecía. Eso lo sorprendió.
Victoria se acercó más a él, deslizando, casi con dulzura la parte plana de la espada por la piel de Christian. Lo miró a los ojos, pero no dijo nada.
—Tienes idea de lo que sería capaz de dar por un beso tuyo? —murmuró él, buscando, tal vez, reavivar recuerdos de momentos pasados, momentos compartidos, momentos íntimos, de los dos.
Victoria seguía sin hablar. Aquellos dos agujeros negros en que se habían convertido sus ojos continuaban fijos en los ojos azules de Christian.
—Moriría por un beso tuyo —prosiguió él—. Moriré por un beso tuyo.
Hubo un breve momento de tensión. Entonces, Victoria bajó la espada, se puso de puntillas y lo besó en los labios.
Intensamente. Apasionadamente.
Christian cerró los ojos y se entregó a aquel beso.
Nunca antes lo había hecho. Siempre era él quien besaba, quien controlaba la situación, mientras ella se dejaba llevar. Siempre se había sentido más interesado en las reacciones de la otra persona que en las suyas propias, porque hacer sentir cosas a otra persona implicaba tener un cierto poder sobre ella, y el shek se encontraba cómodo en esa posición de poder y control. Pero aquel momento no quiso pensar, no quiso controlar; se limitó a disfrutar de las sensaciones que aquel beso despertaba en su interior, a dejarse arrastrar por ellas; sabía que estaba bajando la guardia y que ahora era vulnerable, pero no le importó.
Porque también Victoria estaba poniendo toda su alma en aquel beso, y Christian descubrió que el amor que ella había sentido seguía allí, herido y sangrante, pero real, muy real, y más intenso de lo que jamás había soñado.
Lo sorprendió. Definitivamente, comprendió, aún estaba muy lejos de conocer a Victoria.
La rodeó con los brazos, feliz de tenerla cerca de nuevo. Por un breve momento de gloria, llegó a pensar que había vencido, que el amor había superado al dolor, al rencor. Pero entonces algo se hundió en sus entrañas, algo frío y cortante que, súbitamente, se inflamó al contacto con su carne.
Christian jadeó, sorprendido, y abrió los ojos de par en par. Miró hacia abajo cuando Victoria se separó de él. Le había clavado a Domivat en el vientre, y la espada de fuego había ardido en contacto con la sangre del shek, recuperando su antiguo poder.
Christian gritó de dolor y se la arrancó. Se quemó las palmas las manos, pero no le importó. Con un esfuerzo sobrehumano arrojó la espada lejos de sí.
Sin dar crédito a lo que estaba sucediendo, se llevó las manos a la herida del vientre, una herida mortal. Y miro a Victoria, desolado.
Ella había desenfundado el báculo, que palpitaba en sus, manos, dispuesta a rematar la ejecución de su venganza.
Pero Christian leyó la verdad en sus ojos.
Amor, dolor... y la certeza de que, de alguna manera, al matar a Christian se estaba matando a sí misma.
Y lo sabía.
Victoria no sobreviviría a aquella noche.
—Criatura... —musitó el shek, cayendo de rodillas ante ella. Alzó la mirada hacia Victoria, que avanzaba, implacable, con el extremo del báculo iluminado con una luz mortífera. Christian cerró los ojos, aguardando la muerte, y lamentando, por encima de todo, que su amor no hubiera bastado para salvar a Victoria, que su amor, como todo lo que había en él, estuviera envenenado y los hubiera destruido a los tres. Entonces, una sombra se interpuso entre ambos. Y Domivat, la espada de fuego, chocó contra el Báculo de Ayshel, deteniéndolo antes de que llegara a alcanzar a Christian. Victoria alzó la cabeza para ver quién osaba cruzarse en su camino, y se topó con unos ojos verdes que la miraban con seriedad.
—Déjalo, Victoria —dijo él.
Ella no lo escuchó.
Había soñado tantas veces que Jack regresaba, que estaba convencida de que aquello no era más que una sombra, un fantasma que acudía a atormentarla una vez más. Con un grito de ira, descargó el báculo contra aquella quimera para hacerla desaparecer, pero la espada contra la que chocó, de nuevo, era de verdad. No era una ilusión.
Volvió a mirarlo, aturdida.
—Victoria... —dijo él.
El báculo resbaló de sus manos hasta caer al suelo. Su luz su apagó de golpe.
Christian vio cómo los dos se abrazaban y parecían fundirse en un solo ser. La vida se le escapaba rápidamente, y por un instante pensó, antes de perder el sentido, que estaban los tres muertos y que acababan de reunirse en otro lugar, tal vez, mis allá de la vida.
Victoria sintió que el fuego de Jack volvía a recorrer todo su ser, desterrando las tinieblas de su corazón, buscando la luz que se agazapaba en su alma, equilibrando de nuevo la balanza y calmando, con su presencia, el dolor que la atenazaba.
Apoyó la cabeza en su hombro y, por primera vez en mucho tiempo, lloró.
Y las lágrimas limpiaron la oscuridad de sus ojos.
Jack la estrechó entre sus brazos, con fuerza. La cubrió de besos, hundió el rostro en su cabello castaño y cerró los ojos, porque sintió que se le llenaban de lágrimas. Tragó saliva. Abrazarla de nuevo después de tanto tiempo era como zambullirse era un remanso de aguas cristalinas después de estar largo tiempo perdido en un desolado desierto.
—Victoria, Victoria, Victoria... —le susurró al oído—. Estoy aquí, he vuelto. Y no volveré a marcharme nunca más, pequeña. Te lo prometo.
Tuvo que sostenerla, porque se caía. Al principio pensó que se había desmayado, pero luego se dio cuenta de que a la muchacha le temblaban las piernas y necesitaba sentarse. Pero no quería soltarla por nada del mundo, por lo que se dejó caer al suelo, junto a ella. La abrazó por detrás y apoyó su mejilla en la de ella. Se sentía tan feliz que no encontraba palabras para expresarlo.
Se quedaron un momento así, abrazados. Victoria aún era incapaz de pronunciar palabra. Entonces, Jack notó que ella trataba de moverse. Aflojó un poco su abrazo, pero no la soltó.
A ella le bastó con eso, de todas formas, para alargar los brazos hasta el cuerpo inerte de Christian, que yacía junto a ellos, y tirar de él para acercarlo a ella. Jack la vio sostener la cabeza de Christian y apoyarla en su regazo, acariciándole el pelo con ternura.
Había dejado de llorar. Pero todavía se sentía atónita y confusa. Cerró los ojos un momento para sentir junto a ella a Jack, a Christian, a los dos. Estaban vivos los tres. Le parecía un sueño, demasiado hermoso para ser real. Se volvió para mirar a Jack a los ojos.
—Has vuelto —murmuró—. De verdad.
Él sonrió, la acunó entre sus brazos, con dulzura.
—Sí, Victoria.
Ella bajó entonces la vista para contemplar el pálido rostro tic Christian.