Authors: Laura Gallego García
La mañana sorprendió a Jack todavía junto al cadáver del swanit. Debía de haber perdido el conocimiento, comprendió. Se maldijo a sí mismo por haberlo hecho. Tal vez a Victoria ya no le quedaba mucho tiempo, y por otro lado, ahora tendría que arrastrar el cuerpo de la criatura bajo la luz abrasadora de los tres soles.
No había tiempo que perder. Recogió su espada con una de sus garras delanteras y su zurrón con la otra, y enrolló la cola en una de las patas del swanit. Y tiró.
A1 principio no consiguió nada, no logró moverlo. Pero insistió y, lentamente, fue arrastrando sobre la arena el cuerpo de la enorme criatura. No se planteó ni por un momento que le sería imposible regresar a Kosh con semejante carga; tenía que hacerlo, y punto.
Arrastró al swanit durante varias horas a través del desierto. No logró avanzar mucho, pero era mejor que nada, y, además, sabía que cada paso que daba lo acercaba más a Victoria.
A mediodía, cuando el más grande de los soles estaba en su cenit, Jack distinguió a lo lejos una solitaria figura que se acercaba a él por entre las dunas. Se detuvo un momento, parpadeando, preguntándose si sería un espejismo. Debía de serlo, pensó; porque se trataba de una muchacha que avanzaba a duras penas, apoyándose en un bastón.
O en un báculo.
«Es un espejismo», se dijo Jack.
Pero caminó hacia ella, olvidando el cadáver del swanit tras él, y mientras caminaba volvió a transformarse en un muchacho humano. Y cuando ella, acalorada, sucia y exhausta, se dejó caer en sus brazos, Jack la abrazó, pensando por un momento que habían muerto los dos y estaban en el cielo. Y tenerla entre sus brazos le sentó tan bien como si le hubieran echado un cubo de agua fresca por la cabeza. Cerró los ojos, bendiciendo aquel momento, sin poder creer que estuvieran juntos de nuevo. Pero la sed y el calor le habían secado la garganta, y ni siquiera fue capaz de pronunciar su nombre, ni de decirle lo muchísimo que la había echado de menos.
Ella se apoyó en él, jadeando, pero con una sonrisa en los labios, resecos y agrietados. Jack se dio cuenta de que no tenía fuerzas para seguir caminando, de modo que la llevó junto al cadáver del swanit y la depositó allí, sobre la arena. Victoria sonrió de nuevo, agradeciendo la sombra que daba el enorme cuerpo de la criatura, Jack la estrechó entre sus brazos, tratando de transmitirle parte de su energía.
Sin embargo, pese a que el fuego interior de los dragones era inagotable, en aquel momento sus reservas estaban muy bajas, y aún necesitaría descansar durante mucho tiempo para recuperarse. Pero él, a diferencia de Victoria, sí podía descansar en un desierto.
«Tengo que sacarla de aquí», pensó. Se dio cuenta, no obstante, de que estaba exhausto. Ahora que la tenía junto a él, gran parte de la tensión que lo había mantenido en pie había desaparecido. «Más tarde —se dijo—. Ahora debemos descansar.» Y casi sin darse cuenta, se sumió en un profundo sueño, junto a Victoria, tendidos los dos sobre la arena, a la sombra del cuerpo del swanit.
Cuando las tres barcazas alcanzaron Nurgon, días después del ataque a Namre, Alexander dio gracias a los dioses de todo corazón.
No había sido un viaje sencillo. Tras lo sucedido en Namre, Ziessel, la shek que gobernaba Dingra, estaba ya al tanto de sus movimientos. Camuflada entre las demás barcazas que se dirigían a Puerto Esmeralda, la de los Nuevos Dragones resultaba difícil de detectar... para todos excepto para los sheks.
La cobertura especial de Fagnor, que lo hacía parecer un dragón de verdad ante los sentidos de los sheks, era en este caso una desventaja. Porque cualquier shek que sobrevolara el río reconocería la embarcación que contenía al dragón de madera entre todos los otros barcos. Y la atacaría, impulsado por el ciego odio instintivo que enfrentaba a dragones y serpientes aladas.
Desde el ataque al puente de Namre, eran varios los shek., que sobrevolaban el río en busca de la barcaza de los rebeldes. Allegra la había cubierto con un poderoso hechizo de banalidad permanente, y en principio había funcionado bien; pero las hadas eran especialmente sensibles a la banalidad y, oculta bajo el mismo hechizo que camuflaba a la embarcación, Allegra comenzó a languidecer.
Tampoco a Alexander le sentaba demasiado bien.
El trayecto hasta Even fue un auténtico infierno para ambos. No obstante, ninguno de los dos insinuó siquiera la posibilidad de retirar el hechizo.
Sabían que los sheks tratarían de interceptarlos en Even. Por suerte, el río Iveron, que debían remontar para llegar hasta Nurgon, desembocaba en el Adir poco antes de llegar a la ciudad.
—Estad atentos —dijo Denval, mientras observaba cómo la barcaza desplegaba seis imponentes pares de reinos para navegar contra corriente—. Hay muchas barcazas que remontan el río hasta la capital, pero no se trata de un río muy transitado en comparación con el Adir. Si nos encontramos con un control, será fácil que nos detecten.
Con todo, el viaje transcurrió sin incidentes. Y así, por fin, una tarde, cuando se ponía el primero de los soles, los rebeldes divisaron a lo lejos la silueta de la Fortaleza de Nurgon.
Alexander sintió que lo invadía un mar de emociones contradictorias.
Si Vanissar lo había visto nacer y crecer, los altos muros de la Fortaleza habían contemplado su transformación en guerrero y en hombre. Hasta aquel momento no se había percatado de lo mucho que había añorado Nurgon. Y, sin embargo, habría preferido no volver a verlo a tener que contemplarlo en aquel estado.
La imponente Fortaleza, el orgullo de todo Nandelt, había sido reducida a un montón de ruinas y escombros. Los muros seguían allí, en parte; pero el techo se había derrumbado tiempo atrás, las torres habían sido derribadas y en las almenas ya no ondeaba la bandera de Nurgon: un dragón blanco coronado que se alzaba bajo dos espadas cruzadas sobre fondo rojo. Aquél no era el emblema de ninguna de las casas nobles de Nandelt. Era, simplemente, el símbolo de Nurgon. Y en Nurgon se daban cita jóvenes de todos los reinos, de todas las casas reales, de todas las familias nobles; la Academia incluso aceptaba a plebeyos si éstos conseguían superar las difíciles pruebas de acceso. Tampoco hacía distinciones entre chicos y chicas. Sí, había mujeres entre los caballeros de Nurgon, y algunas de ellas ocupaban puestos importantes en la jerarquía de la Orden.
Alexander reprimió un suspiro. Entre aquellos muros no sólo había aprendido a luchar. La educación que la Academia proporcionaba a sus pupilos era muy amplia, como correspondía a jóvenes que estaban destinados a ocupar puestos de importancia en sus respectivos reinos. Antaño, la Fortaleza bullía de actividad. Siempre dentro de la más estricta disciplina, los estudiantes de la Academia trabajaban de sol a sol; y, en torno a los muros del castillo, el pueblo de Nurgon había crecido y prosperado, atendiendo a las necesidades de aquellos aspirantes a guerreros y sus nobles maestros.
Ahora, nada quedaba ya del pueblo; y los silenciosos restos de la Fortaleza apenas evocaban ecos de días pasados, días de gloria y grandeza.
Alexander desvió la mirada, mientras la barcaza seguía deslizándose lentamente río arriba.
—¿Qué pasó con los caballeros? —pregunto con voz ronca.
Denyal se encogió de hombros.
—Al principio, lucharon todos juntos contra la invasión de los sheks —dijo—. Pero perdieron las primeras batallas, y fueron dispersándose para defender sus respectivos reinos. Los sheks no tuvieron piedad con ellos. Incluso en reinos que se les rindieron sin condiciones, como Dingra y Nanetten, los caballeros fueron perseguidos y exterminados, uno a uno. Algunos reyes, aquellos que renegaron de la Orden de Nurgon, fueron perdonados. En especial Kevanion, el rey de Dingra —pronunció su nombre como si escupiera—. Se dice que los últimos caballeros se reagruparon para lanzar una última ofensiva desesperada. Se dice que Kevanion los traicionó entregándolos a Ziessel.
—He oído los rumores —gruñó Alexander—. Me niego a creer que un caballero de Nurgon traicionase a sus hermanos de la Orden.
—Los caballeros fueron exterminados —replicó Denyal con aspereza—. A mí me parece más que un simple rumor.
Alexander no respondió. Se había quedado mirando la Fortaleza, alerta de pronto y con el ceño fruncido.
—Kevanion no sólo era un caballero de la Orden —prosiguió el líder de los rebeldes—. También era, y sigue siendo, el soberano de Dingra. Y, por lo que se cuenta, nunca le sentó bien que Nurgon tuviera más prestigio e importancia que la capital del reino. Ni que, en la práctica, el Gran Maestre de la Fortaleza superara en autoridad a su propio rey. Por otra parte...
—Silencio —cortó Alexander con voz ronca—. ¿No notas eso?,
—¿El qué?
—El frío.
—Es una trampa —susurró de pronto Allegra, apareciendo tras ellos en la cubierta—. Los sheks nos han tendido una emboscada en la Fortaleza.
—No es posible —murmuró Denyal, pálido—. No podían saber...
—No les hace falta saber —replicó ella—. Les basta con pensar... deducir... y sacar conclusiones.
—A las armas —ordenó Alexander—. Preparaos para luchar.
El movimiento de la cubierta no pasó desapercibido a la criatura que se ocultaba en las ruinas de la Fortaleza. Antes de que los rebeldes pudieran reorganizarse, Zíessel se elevó sobre lo que quedaba del castillo, cubriendo el río y la barcaza con la inmensa sombra de sus alas, y lanzando un chillido que les heló la sangre en las venas.
Se decía de Ziessel que era la más bella y letal de las hembras shek. Extraordinariamente inteligente, incluso entre los de su raza, Ziessel se había ganado por derecho propio un puesto entre las jerarquías más altas de las serpientes aladas, a pesar de su juventud. Aunque nadie hablaba de ello, tampoco era un secreto entre los sheks que había sido cortejada nada menos que por Zeshak, el señor de las serpientes aladas; pero ella se había permitido el lujo de rechazarlo, y por el momento no parecía que necesitase un compañero. El propio Zeshak le había encomendado la tarea de acabar con la amenaza de los caballeros de Nurgon, y ella la había cumplido con creces. Era lo bastante hábil, además, para gobernar Dingra sin necesidad de someter al legítimo rey bajo amenazas o incómodas cadenas mentales. Pocos sabían, de hecho, que ella era la causa de la traición del rey Kevanion. Sí, ciertamente el monarca estaba resentido con la orden de Nurgon; pero había sido Ziessel quien, a través de promesas de eterna gloria, lo había llevado a dar el paso de vender a los caballeros y rendir pleitesía a Ashran. Había sido tan sencillo engañar a Kevanion que Ziessel hasta se había sentido decepcionada. Ahora, el rey vivía confiado en su triunfo, creyendo ser una figura imprescindible del imperio del Nigromante, sin saber que, cuando dejara de ser útil a Ziessel, ella se libraría de él sin ningún remordimiento. Por el momento lo mantenía con vida porque para gobernar un país de humanos resultaba muy práctico que hubiese un rey humano, aunque fuera sólo de nombre. Pero todos en Nandelt sabían que era 7iessel, la hermosa y mortífera Ziessel, quien regía los destinos de Dingra.
Todos lo sabían... salvo el propio rey Kevanion.
Ziessel estaba al tanto del regreso a Idhún de la Resistencia. Sabía que en el grupo estaba Alexander, antes Alsan, príncipe heredero de Vanissar, un caballero de Nurgon que no se doblegaría ante la voluntad de los sheks. Un caballero que acudía a presentar batalla.
Tuvo noticias de la llegada de Alexander al reino de su hermano. Pero Vanissar dependía de Eissesh, y Ziessel sabía que no debía inmiscuirse en el territorio de otro shek. No obstante, tras la batalla del puente de Narnre y la muerte de Kessh, el shek que lo guardaba, Ziessel supo que había llegado su momento.
Alexander, el renegado, uno de los últimos caballeros de Nurgon, había entrado en sus dominios.
Algunos sheks habían creído que se dirigía al bosque de Awa. No en vano aquél había sido uno de los primeros destinos de la Resistencia, por no mencionar el hecho de que la maga Aile, la feérica, todavía los acompañaba. Pero Ziessel llevaba demasiado tiempo luchando contra caballeros de Nurgon como para no saber que cualquiera de ellos sentiría el impulso de regresar a la Fortaleza donde habían aprendido a ser lo que eran.
Aunque la Fortaleza ya no existiera.
De modo que, mientras otros sheks vigilaban Even, Ziessel aguardaba pacientemente en Nurgon. Y por fui su paciencia había sido recompensada.
Otras barcazas habían remontado el río rumbo a Aren, la capital del reino. Pero sólo aquélla había demostrado un especial interés en las ruinas de la Fortaleza. La mayoría de los barcos se alejaban de la orilla donde se había alzado el imponente castillo, como si sus tripulantes creyeran que su sola proximidad podía acarrearles el mismo destino que habían corrido los caballeros de la Orden. Pero aquella embarcación se había aproximado a la orilla, para divisar mejor las ruinas parcialmente ocultas por los árboles. Y Ziessel sospechaba que tenían intención de desembarcar.
El movimiento sobre la cubierta le indicó que los rebeldes, habían detectado su presencia, y eso confirmó sus sospechas. No, aquéllos no eran marineros corrientes.
Su aguda vista descubrió enseguida a Alexander sobre la cubierta del barco. Lo reconoció de inmediato. Se erguía con el porte y el orgullo de un caballero de Nurgon, pero sus ojos tenían un brillo extraño, un brillo salvaje que delataba en él la presencia del espíritu de la bestia. Veloz como un rayo de luna Ziessel se lanzó sobre él, sin preocuparse por el resto de renegados. Sabía que contaba con la ventaja de la sorpresa, que Alexander era un rival a tener en cuenta y que, si caía él, caerían los demás.
Y por un momento estuvo a punto de alcanzarlo, porque el joven se había quedado paralizado por la súbita aparición de la shek, que se alzaba en toda su grandeza.
Pero en aquel instante se ovó una voz potente y melodiosa gritando las palabras de un hechizo, y Ziessel chocó en el aire contra un escudo invisible. Rizó su largo cuerpo de reptil en un rapidísimo quiebro y buscó los límites del escudo. Aunque sabía que la maga Aile estaba detrás de aquello, y que era una hechicera poderosa, sospechaba que no habría tenido tiempo de cerrar el conjuro en torno a toda la barcaza.
No se equivocó. Allegra apenas había podido proteger con su magia el cuerpo de Alexander, que vio los letales colmillos de Ziessel peligrosamente cerca y sólo fue capaz de reaccionar cuando ella viró con brusquedad y buscó su cuerpo desde otro ángulo. Alzó a Sumlaris justo cuando la shek encontraba de nuevo el camino para llegar hasta él, evitando la protección mágica. La serpiente atacó. Alexander lanzó una estocada, pero Ziessel fue más rápida. Alexander detectó, no obstante, el brillo calculador de la mirada de ella al centrarse en Sumlaris, y adivinó lo que estaba pensando. Aquélla era un arma legendaria, una espada que había matado a un shek no hacía mucho. Ziessel era lo bastante inteligente como para saber que debía tener cuidado con ella.