Authors: Laura Gallego García
Ahora descargaba su mal humor sobre Brajdu. Sondeando su mente había averiguado que el muy canalla había mantenido prisionera a la chica unicornio en lugar de entregarla a los sheks; que se había entrevistado con el dragón, aquel condenado dragón, a pesar de que había tenido la oportunidad de capturarlo a él también.
—Te pido perdón, mi señor —balbuceó el humano—. Sólo soy un hombre débil, dominado por la codicia... pero aún puedo serte útil...
«Has tenido una oportunidad de serme muy útil, Brajdu —repuso el shek—. Y la has dejado escapar.»
—¡Puedo buscar a la chica por ti! —exclamó Brajdu, desesperado—. La semiyan que estaba con el dragón, ella...
Sussh no lo estaba escuchando. Acababa de recibir una llamada en su mente, una llamada de Zeshak, su rey. Entornó los ojos, ignorando al humano, y se concentró en el mensaje telepático que le enviaba el señor de las serpientes.
Eran instrucciones. El dragón y el unicornio se dirigían al norte, hacia Vaisel, y el traidor los acompañaba. Bien, pensó Sussh, entonces será fácil alcanzarlos y acabar con ellos. Pero, ante su sorpresa, Zeshak se lo prohibió. No podréis acercaros a ellos, dijo. La profecía los protege... a los tres, y ésta es la razón por la cual nadie ha podido matarlos hasta ahora. Pero existe una manera...
Sussh prestó atención. Lo que Zeshak proponía resultaba interesante y era muy posible que diera resultado. Pero eso significaba que él no tendría el placer de matar al último dragón personalmente.
Cuando Zeshak se retiró de su mente, el gobernador de Kash-Tar volvió a la realidad. Aquellas noticias lo habían puesto de muy mal humor.
Oyó aún la voz de Brajdu:
—... todos mis hombres rastreando el desierto en busca de la semiyan....
Estas fueron las últimas palabras que Brajdu pronunció. El shek, irritado por el nuevo curso de los acontecimientos, descargó sobre él su poderosa cola, aplastando al humano como si fuera un molesto insecto.
Shail y Zaisei habían conseguido una pareja de torkas en los límites del desierto, y ahora bordeaban Kash-Tar en dirección a Kosh.
Al segundo día de viaje llegaron a un oasis, y allí se encontraron con una caravana que descansaba bajo los árboles antes de proseguir el viaje. Los dos, recorrieron los puestos del rudimentario mercadillo instalado junto a la laguna, con intención de comprar algunos víveres. Mientras Zaisei examinaba el género que exhibía un vendedor de frutas, Shail inspeccionó el lugar, para asegurarse de que no había cerca ningún szish que pudiera reconocerlos.
Junto a ellos, una mujer yan explicaba algo en rápidos susurros a un grupo de personas que se habían congregado en torno a ella. Shail no estaba prestando atención a la conversación, pero en un momento dado ella pronunció la palabra «unicornio», y el joven se volvió hacia el grupo como movido por un resorte.
—¿Cómo habéis dicho?
Ellos lo miraron con desconfianza. Shail se acercó hacia ellos, apoyado en su bastón, y habló con suavidad:
—Los unicornios se extinguieron hace tiempo, ¿no es cierto? Pero se cuentan muchas leyendas sobre ellos. ¿Estabais acaso contando un cuento? Me gustan las historias. ¿Os importaría que la escuchara?
—Eresunmago —dijo la yan.
Shail asintió.
—Vi un unicornio cuando era niño —respondió en voz baja—. ¿Tu cuento habla de unicornios?
—Habladeunadoncellaunicornio —dijo la mujer yan, clavando en él sus ojos de friego—. Perotambiénhabladeunamujerdel desiertoaquienellaentregósudon.
El corazón de Shail dio un vuelco.
—¿Qué cuenta la historia acerca de esa mujer del desierto?
—Quefuelaprimeraenllegaralaluzdespuésdemuchosañosdeoscuridad. Queem prendióunviajeportodoKash-Tarhablandoalosyandelaluzdelunicornio. Queanuncia baquelamagiavolveríaalmundo. Yquenosotroslosyanllamados«losúltimos»fuimoslos primerosestavezporqueladoncellaunicornioentrególamagiaaunamujerporcuyas venascorríasangredenuestraestirpe.
Shail tuvo que esforzarse mucho para entender todo lo que le estaba diciendo, pero captó lo esencial: que Victoria había empezado a consagrar magos, y que la primera había sido una mujer yan.
—¿Y qué fue de aquella que vio la luz en la oscuridad?
Ella le dirigió una mirada desconfiada y replicó:
—Noconozcoelfinaldelahistoria.
Shail abrió la boca para insistir, pero comprendió enseguida que no le respondería, así que se despidió con una inclinación de cabeza y se reunió de nuevo con Zaisei, que conversaba con el vendedor de frutas.
—Shail —dijo ella cuando el mago se situó a su lado—, dice este hombre que, si no se retrasa, al anochecer llegará al oasis la caravana que cubre la ruta de Lumbak a Kosh. Si nos unimos a ella podremos atravesar el desierto de forma segura y... —Se interrumpió al ver el gesto de su amigo—. ¿Ocurre algo?
Shail se la llevó aparte para contarle lo que había averiguado. Estaba terminando de relatárselo cuando sintió que le tira han de la manga, y se volvió.
Era la mujer yan.
—EstáenKosh —susurró en voz baja.
—¿Qué?
—EstáenKosh —repitió ella—. Laquehavistolaluzenlaoscuridad. Lasserpienteslabuscanporquepredicalallegadadeldragonyelunicornioquesalvarán Idhún. Talvezlahaganprisionerapero suspalabrasyacorrenporeldesiertoysumen sajeprontoseráconocidoentodoKash-Tar.
—¿Cómo se llama? —susurró el mago con urgencia. —LallamanKimaralasemiyan.
No dijo más. Se alejó de la pareja con la rapidez propia de los yan, evitando mirarlos, como si tuviera miedo de lo que había dicho.
Shail no dijo nada al principio. Luego alzó la cabeza para mirar a Zaisei.
—¿Una caravana hacia Kosh, has dicho?
Los rebeldes no perdieron tiempo. Mientras los feéricos expandían el bosque hacia los alrededores de la Fortaleza, y tejían sobre ella su escudo protector, Allegra y Qaydar se encargaron de reforzar con su magia la vieja muralla.
Rown y Tanawe ya se habían puesto a trabajar en más dragones artificiales. Habían traído tres contando a Fagnor, que se apresuraron a reparar en cuanto llegaron a Nurgon. Pero sabían que no sería bastante si los sheks contraatacaban. Los sótanos de la Fortaleza, relativamente intactos, resultaron ser un lugar perfecto para instalar el taller.
Alexander y Denyal, entretanto, organizaban las defensas del castillo. Entre todos levantaron una nueva muralla, un tanto improvisada y rudimentaria, pero que serviría por el momento. Repartieron las armas, apostaron vigías y discutieron diferentes estrategias de defensa.
Para cuando las primeras tropas llegaron, los rebeldes estaban listos para recibirlas.
Eran parte del ejército del rey Kevanion de Dingra, pero todos sabían que en realidad era Ziessel quien las había enviado.
No obstante, ella no las dirigía. Había enviado a otro shek en su lugar, un shek que estaba al mando de cerca de un centenar de humanos y de szish. Tal vez pensaron que aquello bastaba para reconquistar las ruinas de Nurgon y aplastar a los rebeldes, pero no contaron con los feéricos y su escudo. Los árboles de Awa, bendecidos por las sacerdotisas de Wina y regados con el poder feérico, crecían deprisa. Y las tropas de Ziessel se encontraron con una barrera vegetal que se alzaba entre ellas y lo que quedaba de la Fortaleza.
No pudieron pasar.
Alexander y los suyos contraatacaron. Los tres dragones artificiales atacaron al shek desde los cielos, los arqueros y ballesteros dispararon desde las murallas y desde las ramas de los árboles, y Allegra y el Archimago contribuyeron con su magia más mortífera.
Los caballeros, por su parte, atacaron todos juntos.
De la poderosa Orden de Nurgon ya sólo quedaban cinco representantes: Covan, Alexander y otros tres caballeros, dos hombres y una mujer. Y ni siquiera tenían caballos.
Pero pelearon a pie, cubriéndose unos a otros, y pocos de los guerreros de Dingra los igualaban en el manejo de la espada. Capitaneaban un grupo de dos docenas de voluntarios, que no sabían luchar ni mucho menos tan bien como ellos, pero que estaban dispuestos a hacer lo que fuera por defender el bastión rebelde.
Al frente de todos ellos estaba Alexander. La lucha había desatado su furia animal, que había alterado sus rasgos, lo cual fue una sorpresa desagradable para muchos de sus aliados. Pero peleaba con ferocidad, abriendo una brecha entre las líneas enemigas, y la mayoría lo siguieron al corazón de la batalla.
De todas formas, sabían que ellos solos no iban a vencer a sus enemigos. Su mayor esperanza eran los dragones.
En el cielo, los tres dragones artificiales se concentraron en atacar al único shek del ejército contrario. Los soldados de uno y otro bando trataban de no prestar atención a la batalla que se desarrollaba sobre sus cabezas, pero resultaba difícil, puesto que la mayoría de ellos no había visto jamás nada semejante. Los dragones rodeaban al shek, volviéndolo loco de odio, vomitaban sus llamaradas sobre él, nublando sus sentidos, desgarraban sus alas con uñas, cuernos y dientes...
Cuando, finalmente, el shek se precipitó contra el suelo muerto, dejando así a los soldados de Dingra sin su líder, todo fue mucho más sencillo. Los rebeldes habían perdido a uno de los dragones, pero los otros dos comenzaron entonces a hostigar a las tropas de tierra enemigas, planeando sobre ellas, exhalando su fuego y sumiéndolas en el más absoluto terror.
Amparándose en la muralla, en el escudo y en los árboles, y protegidos por los dos dragones que patrullaban el cielo, los rebeldes lucharon por defender Nurgon, su última esperanza de establecer una base que plantara cara a Ashran y los suyos.
Al anochecer, lo que quedaba de las tropas enviadas por Ziessel se retiró de nuevo hacia Aren, la capital del reino.
Los rebeldes habían vencido la primera batalla. Pero sabían muy bien que no sería la última.
Durante los días siguientes, Jack, Christian y Victoria avanzaron hacia el norte, siguiendo el curso del río Yul, que separaba Drackwen, el país del oeste, del territorio central del continente. Jack había supuesto que Christian los guiaba de vuelta a Vanissar, donde se reunirían con el resto de la Resistencia, y por eso no había comentado nada al respecto; al fin y al cabo, ésos eran también sus planes, y de todos modos no le apetecía nada cruzar una sola palabra con Christian. La simple presencia de1 shek lo sacaba de sus casillas.
La primera noche se preguntó qué había sido de la camaradería que habían llegado a compartir ambos en el bosque de Awa, de aquella conversación que habían mantenido antes de separarse. El chico había llegado a pensar que eran amigos... todo lo amigos que podían ser, dadas las circunstancias. Y, sin embargo, desde que él estaba de vuelta, Jack tenía que reprimir constantemente el impulso de desenvainar a Domivat y lanzarse contra él, o de transformarse en dragón y destrozarlo con sus garras (estaba muy orgulloso de sus garras; eran algo de lo que los sheks carecían, a pesar de ser parecidos a los dragones en otros sentidos). ¿Qué había cambiado en aquel tiempo?
Las cosas no mejoraron en los días siguientes. Jack y Christian no se hablaban y, si lo hacían, era sólo lo imprescindible, siempre con palabras secas y cortantes; habían dejado de llamarse por sus nombres. Para Christian, Jack era «el dragón», y Jack no podía olvidar que su compañero de viaje no era más que «la serpiente».
Victoria había acabado por hartarse de aquella situación. Tras comprender que no lograría hacerlos entrar en razón, se comportaba ahora con ellos de forma más fría que de costumbre. De nuevo, se acabaron los besos, los mimos y las caricias, para ambos. Se acabó el dormir abrazada a Jack, se acabaron los momentos a solas con Christian. A éste no parecía importarle; seguía siendo atento con ella, seguía preocupándose por su seguridad, pero no hizo mención, en ningún momento, al sentimiento que los unía, ni al alejamiento de la muchacha. A Jack le costaba más trabajo aceptar aquella nueva situación, aunque sabía de sobra que, con su actitud, Victoria estaba castigándolos a los dos por ser tan poco razonables.
El viaje se prolongó por espacio de varios días más. A ambas riberas del río crecía un ligero bosque que los ocultaba de la mirada de los sheks que pudieran sobrevolar la zona. Por si acaso, Victoria insistió en seguir llevando la capa de banalidad. Ella había perdido su capa al caer al mar días atrás, pero Jack aún la conservaba, puesto que, durante el vuelo, todas sus cosas habían permanecido guardadas en la bolsa que llevaba Kimara. Hubo una breve discusión acerca de quién debía protegerse bajo la capa. Jack insistía en ponérsela a Victoria.
—No, dragón, eres tú quien debe llevarla —intervino Christian—. Eres más fácil de detectar que un unicornio. Además, cuando la llevas puesta me resultas menos desagradable.
Jack se había llevado la mano al pomo de su espada, y Christian había hecho también un gesto parecido.
—¡Basta ya, los dos! —cortó Victoria, exasperada—. Jack, estoy de acuerdo con Christian, creo que eres tú quien debe utilizarla.
Jack había terminado por ceder, de mala gana.
No se trataba de una tierra deshabitada. A veces encontraban pequeños poblados a la orilla del río, y, aunque normalmente los evitaban, por si acaso había vigilancia szish, Victoria advirtió desde lejos que las gentes que vivían en ellos eran humanos y celestes en su mayoría, y también, a veces, algún semifeérico.
Una tarde sucedió algo que hizo aún más profunda la antipatía que Jack y Christian se profesaban.
Ocurrió cuando atravesaban un terreno algo más accidentado. El río producía saltos, rápidos y pequeñas cascadas junto a ellos, y los tres jóvenes trepaban por las rocas, remontando el curso, En un momento dado, Christian se volvió para tender la mano a Victoria con el fin de ayudarla a subir, y ella la aceptó de manera mecánica.
Los dos se estremecieron y cruzaron una mirada.
Hacía días que no se tocaban. El contacto despertó intensas sensaciones en su interior. Se quedaron un momento quietos perdidos en los ojos del otro.
—¿Subís ya, o qué? —los llamó Jack desde arriba, gritando para hacerse oír por encima del estruendo del agua.
Christian y Victoria volvieron a la realidad. Se apresuraron a llegar hasta Jack. Victoria miró al shek de reojo, pero él seguía tan impasible como siempre.
Jack se había detenido en lo alto de una roca y miraba a su alrededor, sombrío.
—¿Qué pasa? —preguntó Christian.
—Apesta a serpiente por aquí.