Authors: Laura Gallego García
No pudo evitar pensar, con inquietud, que ya había empezado, que Victoria ya estaba consagrando a más magos en Idhún. Kimara era sólo la primera de una nueva generación de hechiceros en un mundo que no había visto nacer a ninguno en quince años, y que en el futuro sólo contaría con aquellos a los que Victoria entregara su don. Se preguntó si no sería demasiada responsabilidad para ella. De momento había elegido bien, pensó. Kimara se merecía el don de la magia. Pero en el fondo sabía que Victoria no la había escogido con la cabeza, sino con el corazón. Y el corazón muchas veces es ciego en sus elecciones.
Como el instinto.
Los ojos de Jack se detuvieron un momento en la sombra del cuerpo del shek al que había matado... y se le ocurrió una idea, una idea descabellada pero que, si tenía éxito, podría sacarlos de allí a los tres.
El puente de Namre, tendido sobre el gran río Adir, que vertebraba la tierra de Nandelt, solía estar siempre vigilado. No sólo porque unía dos reinos importantes, como lo eran Dingra y Raheld, sino también porque era el único puente lo bastante amplio como para dejar pasar los grandes carromatos cargados de las armas que fabricaban los artesanos de Thalis para los estudiantes de la academia de Nurgon.
La fortaleza de Nurgon había sido destruida tiempo atrás por los sheks, pero los carros aún seguían cruzando el puente de cuando en citando, abasteciendo el gran ejército del rey Kevanion.
Aquella noche estaba previsto el paso de un nuevo cargamento. Pese a ello, la vigilancia en el puente era la habitual... al menos en apariencia. Porque, a pesar de que los guardias eran los de siempre, tres szish y dos humanos, en el agua se agazapaba un shek, enviado por Ziessel, la gobernante de Dingra, para controlar que las armas cruzaban la frontera sin contratiempos.
En el pasado habían tenido problemas con bandidos, ladrones y rebeldes. Los sheks no se sentían amenazados por ellos; pero, por si acaso, mantenían en secreto las fechas de entrega de las armas, y enviaban a uno de los suyos a vigilar el puente la noche en que cruzaba el carromato... también en secreto, puesto que su presencia habría puesto sobre aviso a los rebeldes.
De modo que allí estaba Kessh, agazapado bajo el puente, las alas replegadas en torno a su cuerpo de reptil, aguardando la llegada del cargamento. Los guardias humanos no lo habían detectado; los szish sí sabían que él estaba allí, pero no lo habían dejado traslucir.
El cargamento llegó a la hora prevista. Kessh oyó las ruedas en el camino mucho antes de que torcieran el recodo y la luz de los faroles del puente iluminara el carromato. Escuchó cómo la capitana, una hembra szish, pedía los datos del carro. Oyó al conductor, medio dormido, explicar que su destino era el palacio real de Aren.
El registro fue breve y rutinario. Kessh seguía en silencio bajo el puente, estudiando la escena con atención.
—¡Barcaza viene! —anunció entonces el vigía.
Kessh alzó la cabeza y siseó por lo bajo. La capitana también siseó, sorprendida y molesta. Las barcazas que recorrían el río estaban siempre amarradas por la noche.
El shek la vio enseguida. Era ciertamente grande, y parecía pesada, a juzgar por la forma en que se hundía en el agua. Tenía todo el aspecto de ser uno de los barcos que transportaban mercancías desde las ciudades gemelas de Les y Kes hasta Puerto Esmeralda, el centro portuario más importante de Nandelt.
Desconfió inmediatamente.
La capitana corrió al centro del puente.
—¡Essstad atentosss! —ordenó a su guardia.
Todos prepararon las armas y permanecieron alerta, mientras la barcaza se deslizaba río abajo indolentemente. La vieron aproximarse y esperaron que se detuviera. Si ellos no alzaban el puente, la barcaza no podría pasar.
—¿Quién va? —exigió saber el vigía.
Todos aguardaron a que el capitán de la embarcación, o algún otro oficial, saliera a la cubierta para dar explicaciones. Pero nadie dijo nada.
—No se para —avisó uno de los guardias humanos, inquieto.
—Puede ser que se haya soltado de su amarre y vaya a la deriva —dijo otro.
—¡Ssssilencio! —ordenó la capitana.
Kessh percibió en su mente que ella estaba esperando instrucciones. Los szish eran muy capaces de arreglárselas solos, pero estaban acostumbrados a obedecer ciegamente las órdenes del shek que tuvieran más cerca.
Y eso fue lo que perdió aquella noche a la guarnición del puente de Namre.
Porque Kessh no estaba en condiciones de asumir el mando.
Había alzado un poco la cabeza sobre las aguas y seguía con la vista clavada en la barcaza. Sabía que no era un barco a la deriva. Había gente dentro, percibía el calor de sus cuerpos. Pero había algo más, algo grande, que también emitía calor y que despertaba en él un sentimiento difícil de controlar.
Kessh trató de reprimir el odio ancestral que palpitaba en su interior, intentó pensar con claridad, pero no fue capaz. Aquello que se ocultaba en la barcaza lo volvía loco de ira, necesitaba ver qué era, necesitaba matarlo. Y, abandonando toda precaución, salió del agua con un furioso siseo y se lanzó contra la embarcación, dispuesto a triturarla entre sus anillos.
Antes de que se diera cuenta se había abierto una compuerta en la cubierta de la nave, y tina bola de fuego salía disparada de ella. Kessh siseó, aterrado, y quiso retroceder, pero era demasiado tarde. El fuego le dio de lleno, y el shek cayó pesadamente al agua, en una nube de vapor. Aún pudo alzar la cabeza hacia la barcaza antes de que un grupo de humanos salieran a cubierta, armados hasta los dientes, y empezaran a atacarlos. Lo último que pudo hacer, antes de que un hombre que olía como una bestia hundiese en su cráneo tina espada que relucía con el brillo de un arma legendaria, fue enviar un aviso telepático a Ziessel, alertándola de que un dragón viajaba río abajo oculto en una barcaza mercante.
La capitana szish contempló la muerte del shek sin dar crédito a sus ojos, pero reaccionó rápido.
—¡Rebeldesss! —gritó—. ¡Defended el puente!
«Y las armas», pensó. Pero en ningún momento se volvieron sus ojos hacia el carromato que había de cruzar el puente aquella noche. Sabía que los dos soldados humanos sí lo habían hecho, pero estaba acostumbrada a lidiar con su estupidez.
Los rebeldes estaban ya en la cubierta de la barcaza. Eran cinco, como ellos, pero los lideraba un hombre de aspecto extraño, cuyos ojos relucían como los de una bestia. Ilea, la luna mediana, estaba llena aquella noche, y la capitana pudo ver, bajo su pálida luz verdosa, que sus rasgos no parecían del todo humanos. Sus orejas eran más grandes, su rostro parecía más peludo de lo que era habitual entre los varones de su raza, incluso entre aquellos que llevaban barba, y unos colmillos animalescos asomaban de su boca, que gruñía con fiereza. Aquél era el hombre (si es que se trababa de un hombre) que había matado a Kessh, y la szish supo que debía tener cuidado con él.
Pero había otra cosa más urgente: la embarcación no se había detenido, y la corriente la arrastraba hacia ellos.
—¡Subid el puente! —gritó alguien—. ¡Van a chocar contra nosotros!
—¡No! —ordenó ella—. ¡Dejad el puente como essstá!
Si no se detenían, chocarían contra ellos y los daños serían considerables; pero entonces serían suyos. Se cargó la ballesta al hombro y disparó. Los otros dos szish la imitaron. Los humanos fueron un poco más lentos.
Una lluvia de proyectiles cayó sobre la barcaza. Los rebeldes se protegieron bajo sus escudos. Después, algunos de ellos respondieron con flechas.
—¡Preparad losss ganchosss! ¡Vamosss a abordar!
Sintió entonces una vibración en el suelo. Oyó el ruido de la polea. Se volvió con rapidez.
—¡Dejad essso, por la sssombra del Ssséptimo! —gritó, furiosa—. ¡He dicho que no sssubáisss el...!
Se interrumpió al ver que no eran sus hombres los que habían activado el mecanismo. Había alguien allí, una feérica, y junto a ella se encontraba uno de los rebeldes, empujando la enorme manivela que movía la polea. Habían matado al operario encargado de subir y bajar el puente.
«Una maga», comprendió la capitana al instante.
El suelo sufrió una nueva sacudida, y la szish estuvo a punto de perder el equilibrio. Saltó al pretil del puente y desde allí, desenvainando la espada, lanzó un grito para que sus hombres la siguieran.
Se impulsó con fuerza y saltó a la cubierta de la barcaza. Sólo la siguieron un soldado szish y tino humano. Los otros dos estaban muertos, tino abatido por una flecha y el otro por la magia de la hechicera feérica.
Los tres aterrizaron sobre la cubierta y se lanzaron a un ataque desesperado. Quedaban cuatro rebeldes en la barcaza, y uno de ellos era el hombre bestia. La capitana comprendió que, di no lo derrotaban a él, no tendrían ninguna posibilidad. Con un furioso siseo, se lanzó sobre él.
Las estocadas de la szish eran rápidas, pero pronto se dio cuenta de que aquel hombre era mucho más de lo que parecía. Había dado por supuesto que su manejo de la espada se basaría en la fuerza bruta, y, sin embargo, el humano semibestial luchaba con una técnica extraordinaria, una técnica que sólo habría podido aprender en Nurgon. Pero hacía quince años que la Academia había sido destruida, y aquel humano, o lo que fuera, no aparentaba tener más de veinticinco.
No se entretuvo en resolver aquel misterio. Siguió embistiendo, poniendo a juego toda su velocidad y su rapidez de pensamiento. Tuvo que agacharse en una ocasión porque la espada de su contrincante estuvo a punto de cortarle la cabeza.
—No passsaréisss essste puente —siseó la szish, furiosa.
Llegó a ver, por el rabillo del ojo, cómo caía su soldado humano, pero no se rindió. Veloz como un relámpago, extrajo una daga del cinto y la lanzó contra su enemigo. El rebelde aulló cuando el puñal se hundió en su carne, y la capitana giró sobre sí misma para dar una última estocada.
Para su desgracia, en aquel momento la barcaza pasaba bajo el puente, que no se había retirado por completo. El casco rozó la estructura y se bamboleó peligrosamente.
La szish perdió el equilibrio un momento.
Apenas lo había recuperado cuando la espada de su enemigo se hundió en su corazón.
Habían conquistado el puente de Namre.
Alexander estaba herido y agotado, pero eufórico. Extrajo a Sumlaris del cuerpo de la szish y corrió hasta la proa, que ya asomaba por el otro lado del puente.
—¡Daos prisa! —grito a Allegra y a Denval, que, tras izar el puente, se habían apoderado del carromato de las armas. ¡Pronto tendremos aquí a media ciudad!
Ayudados por la magia de Allegra, no tardaron en cargar en la barcaza el contenido del carro. Aún tuvieron que librar otra pequeña escaramuza un poco más abajo, pero momentos después ya dejaban atrás Namre.
—Un shek —masculló Denyal—. ¡Maldita sea, un shek! ¿Quién iba a decirnos que habría uno de esos monstruos guardando el puente? ¡Por poco nos mata!
Alexander no dijo nada. Se había aplicado un paño a la herida sangrante. Denyal lo miró, inquieto. Aunque el joven les había advertido de los cambios que se operarían en él aquella noche, aún le costaba ver al príncipe Alsan bajo aquellos rasgos, bestiales.
Sin embargo, no cabía duda de que su transformación le había ayudado a pelear mejor en el puente; lo había visto matar nada menos que a un shek, y no podía evitar mirarlo ahora con un profundo respeto.
Suspiró. Pese a todo, aquella empresa seguía pareciéndole una locura.
Habían salido de las montañas varios días atrás, descendiendo en aquella barcaza a lo largo del río Raisar, primero y por el Adir, después. Llevaban en la bodega de la embarcación uno de los dragones de madera, un Escupefuego. A la vez que ellos, otras dos barcazas habían partido de la base rebelde, desde puntos diferentes, cada una con un dragón en su interior. Una de ellas descendía por el río Estehin. La otra bajaría por el mismo río Adir, entre Les y Kes, las ciudades gemelas, y acabaría por llegar también a Namre. Tenían que reunirse las tres más o menos a la altura de Even, donde los tres grandes ríos se untaban. Al principio, Denyal había dado por supuesto que Alexander llevaba los dragones al bosque de Awa, la morada de los feéricos, que todavía resistía al imperio de los sheks. Sin embargo, las intenciones de Alexander eran otras.
—¡Nurgon! —había gritado al enterarse el líder de los Nuevos Dragones— ¿Quieres llevar mis dragones a Nurgon?
—Quiero que la fortaleza de Nurgon sea nuestra base, sí —había replicado Alexander con calma.
—¡Nurgon ya no es una fortaleza! Antaño fue un gran castillo, sí, pero hoy día sólo es un montón de ruinas. ¡Y además en tierra enemiga!
Kevanion de Dingra había sido el único rey de Nandelt que se había aliado con los sheks sin reservas. Se decía incluso que había ido a rendir pleitesía al mismo Ashran a la Torre de Drackwen. No era, como Amrin de Vanissar, un vasallo por obligación. Tampoco era un vasallo por miedo, como la reina Erive de Raheld. Era leal a las serpientes hasta el punto de haberse negado a apoyar a los caballeros de Nurgon en los primeros días de la rebelión... con el resultado de que la Fortaleza había sido destruida, y la Orden de Nurgon podía darse por desaparecida.
—Nurgon puede ser reconstruida —repuso Alexander—. Y está muy cerca del bosque de Awa. Estableciendo allí nuestra base, toda la Resistencia estará unida en un solo sector. No tiene sentido que estemos divididos.
Denyal había acabado por confiar en él, una vez más. Pero no podía evitar sentirse inquieto. Los Nuevos Dragones nunca habían salido de las montañas, y aquella arriesgada excursión por el río los dejaba mucho más al descubierto de lo que él habría deseado.
Una figura salió a cubierta, pero no se reunió con ellos, sino que se quedó junto a la borda, adusta. Se trataba de una joven de poco más de veinte años, de cabello negro ensortijado, que llevaba siempre recogido. Vestía ropas oscuras, cómodas, que se colocaba de cualquier manera, como si su aspecto físico no le importara en absoluto. Tampoco parecía sentir un especial interés por caer bien a los demás. En aquellos momentos estaba seria y fruncía levemente el ceño, como si se sintiera molesta por algo; pero los que la conocían sabían que aquélla era su expresión habitual. Era muy raro verla sonreír.
Denyal la miró.
—¿Está bien el Escupefuego, Kestra?
—Ningún desperfecto —dijo ella con voz neutra—. Pero ese maldito shek estuvo a punto de alcanzarlo.