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Authors: Laura Gallego García

Tríada (40 page)

BOOK: Tríada
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Aprovechando esa breve vacilación, Alexander atacó de nuevo, con un rugido de rabia. Percibió, tras él, que Denyal y los otros rebeldes acudían en su ayuda. Pero Ziessel los ignoró. Para ella, sólo Alexander, y tal vez Allegra, eran rivales a tener en cuenta. Sin perder de vista al joven, y mientras esquivaba su estocada con un ágil sesgo, se deshizo del primer atacante de un contundente coletazo, lanzándolo por encima de la borda.

Alexander sopesó sus posibilidades. Había cogido al shek del puente por sorpresa, pero aquella hembra estaba alerta, demasiado alerta. Mientras sostenía a Sumlaris con firmeza, se preguntó cómo iba a salir vivo de aquel enfrentamiento.

Súbitamente una brusca sacudida le hizo perder el equilibrio. Y eso podría haber sido su perdición, de no ser porque también sorprendió a Ziessel, que dejó escapar un agudo siseo y clavó sus ojos irisados en la compuerta que conducía a la bodega de la barcaza.

Allegra entendió enseguida lo que estaba pasando.

—Kestra, no... —murmuró.

Hubo un nuevo golpe, y la compuerta saltó en mil pedazos.

Y un soberbio dragón rojo se alzó hacia el crepúsculo trisolar, con un rugido de libertad. Alexander se quedó sin aliento. Sabía que Fagnor no era de verdad, sabía que no era más que un armatoste de madera de olenko recubierto de magia y un ungüento hecho a base de escamas de dragón, y pilotado por tina muchacha temeraria, pero parecía tan real...

Ziessel también lo sabía. Estrechó los ojos y siseó de nuevo al ver a Fagnor. Alexander detectó, sin embargo, el odio que palpitaba en su mirada, y casi sintió la lucha interior de la shek en su propia piel.

La razón le decía a Ziessel que aquel dragón no era real.

Pero su instinto le empujaba a abalanzarse sobre él para matarlo.

Kestra, en el interior de Fagnor, aprovechó muy bien aquel instante de vacilación. Dirigió su dragón hacia la shek y activó el mecanismo, mezcla de magia e ingeniería, que lo hacía vomitar fuego por la boca. Con un chillido de terror, Ziessel se apartó con brusquedad de la trayectoria de la llama. Y el instinto ganó la batalla: la shek se precipitó sobre el dragón, loca de odio, con sus mortíferas fauces abiertas de par en par.

Kestra hizo virar a Fagnor para esquivar la embestida de Ziessel. El dragón rugió de nuevo y lanzó otra bocanada. Con un elegante movimiento, Ziessel evitó el fuego y rodeó a su rival con su largo cuerpo ondulante, esperando un descuido para cerrar sus anillos en torno a él.

Desde el interior de Fagnor, Kestra vio el movimiento de la shek y adivinó sus intenciones. Movió las palancas adecuadas e hizo que el dragón batiera las alas con más fuerza para elevarse aún más alto, mientras lanzaba una feroz dentellada hacia Ziessel.

Los rebeldes contemplaban la pelea desde la cubierta de la barcaza, sobrecogidos. Fue Denyal el primero en reaccionar.

—¡Rápido, arpones, arcos y ballestas! —ordenó.

En apenas unos minutos, un nutrido grupo de personas se había reunido en la cubierta. Cada uno de ellos portaba un arma de proyectiles, y fue el propio Denyal el encargado de ir prendiendo las puntas con una antorcha encendida.

—¡Tensad cuerdas! —gritó, y los arqueros, ballesteros y arponeros obedecieron todos a una, formando una temible hilera de llamas a lo largo de la cubierta del barco—. ¡Disparad!

Una lluvia de proyectiles ígneos surco el cielo buscando los dos enormes cuerpos que luchaban sobre ellos, enzarzados en una pelea encarnizada. La propia Allegra colaboró lanzando un hechizo de fuego, que se elevó con los demás como una bola envuelta en llamas. Alexander temió por un momento por Kestra, encerrada en la panza de Fagnor, pero luego recordó que aquel dragón era un Escupefuego, fabricado con madera de olenko, que era inmune al fuego.

El joven se sintió de pronto fuera de lugar. Los Nuevos Dragones llevaban años luchando contra los sheks, habían desarrollado estrategias para pelear contra ellos. Sin embargo, él mismo no se sentía preparado para enfrentarse a aquellas criaturas. La lucha cuerpo a cuerpo que le habían enseñado en la Academia no servía en el caso de los sheks. Ni siquiera armado con una espada legendaria tenía posibilidades de derrotar a un shek, a no ser que lo cogiera por sorpresa y a traición.

Un poco aturdido, vio cómo Ziessel trataba de apartarse de la trayectoria del fuego lanzado contra ella... descuidando por un breve instante a Fagnor.

Kestra aprovechó la oportunidad. Hizo exhalar al dragón una última bocanada de fuego, aún más violenta que las anteriores.

Hasta Alexander sabía a aquellas alturas que el fuego de los dragones artificiales no era inagotable. Después de aquella llamarada, Fagnor no podría arrojar ninguna otra, no hasta que los hechiceros rebeldes no hubieran renovado su magia. Kestra se lo estaba jugando todo a una sola carta.

Por un momento, pareció que funcionaba. Con un chillido de pánico, Ziessel dio media vuelta y huyó del fuego que tanto odiaban y temían los sheks. Y la llama la habría alcanzado si no se hubiera detenido en seco para lanzarse en picado sobre el río.

La barcaza se bamboleó peligrosamente cuando el enorme cuerpo de Ziessel rompió las aguas para sumergirse bajo su superficie, a salvo del fuego. Denyal soltó una maldición por lo bajo.

—¡Arpones, arcos y ballestas! —gritó de nuevo.

Los rebeldes se prepararon para disparar. Su líder encendió otra vez las puntas de los proyectiles. Los arqueros tensaron las cuerdas, los arponeros y ballesteros cargaron sus armas. Todos aguardaron, intranquilos, a que el cuerpo plateado de Ziessel emergiera del río. Fagnor seguía suspendido sobre ellos, y Kestra lo hizo lanzar un rugido de ira. «Con un poco de suerte —se dijo Alexander—, el shek no se dará cuenta de que ha perdido su fuego.»

No se hacía muchas ilusiones al respecto, sin embargo.

Ziessel emergió del agua un poco más allá, y por un momento pareció un inmenso surtidor cristalino que se alzara hacia las primeras estrellas. Desplegó las alas y, aún chorreando pero mucho más segura de sí misma, se precipitó de nuevo contra' el dragón artificial, con un siseo que les heló a todos la sangre en las venas.

—¡Disparad! —ordenó Denyal.

Nuevamente la lluvia de proyectiles se abatió sobre Ziessel. En esta ocasión, la shek estaba preparada y los esquivó con cierta facilidad. Después se volvió hacia Fagnor, con las fauces abiertas y la muerte brillando en sus pupilas irisadas.

Kestra no tuvo tiempo de maniobrar. De pronto se encontró con los anillos de Ziessel oprimiendo el cuerpo de Fagnor; movió con desesperación las palancas que manejaban alas, pero éstas estaban firmemente enredadas en el cuerpo de la shek. Y Kestra supo que estalla atrapada, y que sólo las alas de Ziessel los sostenían en el aire, a ella y a su dragón artificial.

Abajo, en la barcaza, los rebeldes lo comprendieron también.

—No puede ser —murmuró Alexander, anonadado.

Si Fagnor caía, ellos caerían también; y si aquella barcaza no llegaba hasta la Fortaleza, ninguna otra lo haría. Su lucha habría terminado en el mismo momento de empezar.

De pronto, un potente grito se elevó sobre los árboles la orilla:

—¡Suml-ar-Nurgon!

Y algo parecido a una enorme lanza brillante hendió el cielo en dirección a Ziessel. La shek se volvió con brusquedad, sus ojos reflejaron la luz de aquella cosa que parecía buscarla a ella. Quiso alejarse de su trayectoria, pero cargaba con Fagnor, que entorpecía sus movimientos. Batió las alas con furia...

El proyectil le atravesó limpiamente un ala. Ziessel chilló, dolorida, y dejó caer a Fagnor.

Kestra logró tomar el control del dragón artificial justo antes de que cayera al agua. Una de sus alas se había quebrado en el asfixiante abrazo de Ziessel, de modo que cuando remontó el vuelo lo hizo de forma torpe e irregular; pero había remontado, y trató de alejarse de Ziessel... y de la barcaza.

La shek siseó y se dispuso a seguir al dragón, pero de nuevo se oyó aquel grito, que evocaba a Alexander tantas cosas, y desde la maleza alguien disparó media docena de aquellos proyectiles. Uno de ellos perforó el ala izquierda de Ziessel; otro desgarró su piel escamosa.

La shek vaciló un momento. Daba la sensación de que no sabía si investigar de dónde salían aquellas cosas o salir huyendo ahora que podía. Kestra aprovechó La oportunidad; volvió hacia Ziessel las fauces abiertas de Fagnor, lo hizo moverse de manera que pareciera prepararse para lanzar una nueva bocanada de fuego sobre ella. En otras circunstancias, tal vez la shek no se habría dejado engañar, pero estaba herida y confusa, y se sentía acorralada. Con un chillido de ira, batió las alas para elevarse aún más alto, lejos del alcance de las lanzas de luz... y se alejó en la noche, hacia la más grande de las tres lunas, que ya pendía del cielo violáceo.

Hubo un breve momento de tensión.

Y entonces, Fagnor pareció dar un suspiro de alivio, y Kestra lo dirigió hacia la orilla y trató de hacerlo aterrizar en lo que había sido el patio de la Fortaleza. No fue lo que se dice un aterrizaje suave.

Cuando asimilaron que estaban a salvo, por el momento, algunos de los pasajeros de la embarcación lanzaron vítores en honor de Kestra y su Escupefuego. Pero Denyal los hizo callar rápidamente. Ordenó a los tripulantes dirigir la barca a la orilla y se reunió con Allegra y Alexander en la borda. Los dos parecían haber olvidado a Kestra y a la shek que los había atacado; tenían la vista fija en las sombras de los árboles de la otra orilla y conversaban en voz baja.

—¿Bien? —preguntó Denyal, inquieto de repente—. ¿Qué hay ahí?

—Aliados, suponemos —respondió Allegra—. Lo que hemos visto eran lanzas de madera de árbol de luz. Sólo los feéricos saben dónde y cómo encontrar estos árboles. Y al otro lado del río se extiende el bosque de Awa.

—No, eso no es correcto —replico Denyal, consultando un plano—. Al otro lado del río, más allá de esos árboles, hay una llanura que tardaríamos tres días en cruzar a caballo. Y después empieza el bosque de Awa.

Allegra rió suavemente.

—Las fronteras feéricas no son como las fronteras humanas. El bosque crece. Se expande hacia donde las hadas desean, y ni siquiera los sheks son capaces de frenar el avance del reino de Wina. Es nuestra manera de conquistar territorio en una guerra. Awa lleva quince anos expandiéndose, y créeme, un bosque como éste puede crecer muy, muy deprisa.

Por alguna razón, Denyal sintió un escalofrío.

—¿El bosque de Awa está llegando hasta el mismo Nurgon? Los caballeros jamás habrían permitido esto.

—Los caballeros se aprovechan de ello —respondió Alexander, con una feroz sonrisa—. Son miembros de la Orden quienes han disparado esas lanzas. Sólo un caballero de Nurgon iniciaría un ataque con el grito de guerra de la Orden: ¡Suml-ar— Nurgon!

Su sonrisa se hizo aún más amarga al repetir aquellas palabras que, de alguna manera, sentía que no tenía ya derecho a pronunciar.

Suml-ar-Nurgon. Por la gloria de Nurgon. Alexander se volvió un momento para contemplar lo que quedaba de la Fortaleza, y sintió que aquellas ruinas silenciosas lo llamaban con ecos de lejana grandeza. Y decidió que, pasara lo que pasase, lucharía por ellas, por lo que había sido la Orden, aunque aquello fuera todo lo que quedara de ella.

Suml-ar-Nurgon.

Las palabras de Denyal lo hicieron volver a la realidad.

—Fueran quienes fuesen, no parecen dar más señales de vida. Lo importante ahora es instalarnos en el castillo y levantar todas las defensas que sean posibles, físicas y mágicas. Con un poco de suerte, Tanawe y los demás llegarán antes de que regrese el shek con más refuerzos. Pero, por si acaso no fuera así, quiero estar preparado.

No había terminado de hablar cuando la barcaza tocó la orilla con una breve sacudida. Allegra y Alexander dirigieron una última mirada a la otra ribera del río, pero la espesura seguía en silencio. Sus misteriosos aliados no querían dejarse ver, por el momento.

Jack se despertó cuando las tres lunas ya iluminaban el firmamento, porque su instinto le dijo que estaban en peligro. Abrió los ojos, a duras penas, y miró a su alrededor.

Reconoció el desierto, el cadáver del insecto, a Victoria, que yacía aún sobre la arena, junto a él.

Y vio a las serpientes.

Una patrulla de szish. Unos veinte. Los tenían rodeados, y Jack sabía que, si ellos los habían encontrado, los sheks no tardarían en aparecer. Con un soberano esfuerzo, se levantó y echó mano a su espada para enfrentarse a ellos.

Se dio cuenta enseguida de que ni siquiera tenía fuerzas para transformarse en dragón, de que su fuego no se había restaurado por completo, de que apenas podía tenerse en pie. Se tambaleó y cayó al suelo, y eso le salvó la vida, porque una flecha que iba directa a su corazón se clavó en su hombro, un poco más arriba de su objetivo. Jack sintió el veneno szish penetrando en su sangre. Vio la sinuosa sombra de un shek aproximándose desde el cielo. Y supo que estaban perdidos. Se dejó caer junto a Victoria y lo último que pudo hacer, antes de perder el sentido, fue pasar un brazo en torno a su cintura, en un inútil esfuerzo por protegerla.

Victoria oyó un tumulto lejano, pero aquello no consiguió sacarla de su estado de inconsciencia. Percibió una fresca presencia junto a ella, y la recibió con alivio, porque calmaba el ardor que todavía sentía en la piel, abrasada por los tres soles y el calor del desierto. Era tan agradable que Victoria suspiró en sueños. Notó entonces que algo la levantaba, separándola de Jack; eso ya no era tan agradable. Gimió y trató de debatirse débilmente; pero la alejaban de Jack, y eso era tan doloroso que se despejó del todo.

Se encontró con la mirada de unos ojos azules que conocía muy bien.

—¿Chris... tian? —murmuró.

Lo miró, inquieta. Los ojos de él volvían a ser tan fríos como la escarcha.

—Me alegro de volver a verte, Victoria —dijo él, y la chica suspiró al descubrir un destello cálido detrás de aquella pared de hielo.

—Yo también —susurró ella, parpadeando para contener las lágrimas de alegría que acudían a sus ojos, se dejó caer en sus brazos, feliz, dejó que él la alzara y se la llevara consigo; pero mientras Christian caminaba, cargando con ella, Victoria vio, por encima de su hombro, el cadáver del swanit, y el cuerpo que yacía junto a él, y que estaban dejando atrás.

—¡Espera! —le dijo a Christian—. ¡No podemos dejar a Jack!

BOOK: Tríada
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