Travesuras de la niña mala (14 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

BOOK: Travesuras de la niña mala
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La casa de Juan Barreto en el campo, a un par de millas de Newmarket, de madera, de un solo piso, rodeada de sauces y hortensias, más parecía taller de artista que vivienda. Atestada de botes de pintura, caballetes, telas montadas sobre bastidores, cuadernos de bocetos y libros de arte, también había muchos discos regados por el suelo, alrededor de un estupendo aparato para oírlos. Juan tenía un Mini Minor, que nunca llevaba a Londres, y aquella tarde me dio una vuelta en su pequeño vehículo por todo Newmarket, misteriosa ciudad dispersa, que prácticamente carecía de centro. Me llevó a conocer el encopetado Jockey Club y el Museo de Horse Racing. La verdadera ciudad no era el puñado de casas alrededor de Newmarket High Street donde había una iglesia, algunos comercios y una que otra lavandería con monedas y un par de restaurantes, sino las bellas viviendas diseminadas por la chata campiña, en torno de las cuales se divisaban los establos, las caballerizas y sus pistas de entrenamiento, que Juan me iba señalando, nombrándome a sus dueños y dueñas y contándome anécdotas sobre ellos. Yo apenas lo oía. Toda mi atención estaba concentrada en las gentes que cruzábamos con la esperanza de que apareciera de pronto entre ellas la silueta femenina que buscaba.

No apareció, ni en ese paseo, ni en el pequeño restaurante indio donde Juan me llevó esa noche a comer un
curry tandoori
, ni tampoco al día siguiente, en la larga, interminable subasta de yeguas y potrancas y caballos de carrera y sementales en el Tattersalls, que se celebró bajo una gran carpa de lona. Yo me aburrí soberanamente. Me sorprendió el número de árabes que había allí, algunos en chilabas, pujando en cada remate y pagando a veces sumas astronómicas, que yo nunca sospeché pudieran pagarse por un cuadrúpedo. Ninguna de las muchas personas que Juan me presentó durante la subasta, y en los descansos en que los asistentes tomaban champagne y comían zanahorias, pepinos y arenques en vasos y platos de cartón, pronunció el nombre que esperaba: Mr. David Richardson.

Pero, esa noche, nada más entrar a la suntuosa mansión del
signor
Ariosti, sentí que de golpe se me secaba la garganta y que me dolían las uñas de manos y pies. Ahí estaba, a menos de diez metros, sentada en el brazo de un sofá, con una larga copa en la mano. Me miraba como si no me hubiera visto nunca en la vida. Antes de que yo pudiera dirigirle la palabra o acercarle la cara para besarle la mejilla, me estiró una mano desganada y me saludó en inglés como al perfecto extranjero: «
How do you do?
»
.
Y, sin darme tiempo a responderle, me volvió la espalda y se enfrascó de nuevo en la charla con la gente que la rodeaba. Al poco rato la oí contar, con el más absoluto desparpajo y en un inglés aproximado pero muy expresivo, cómo su padre la llevaba a ella de niña en la Ciudad de México, todas las semanas, a un concierto o a una ópera. Así le había inculcado una pasión precoz por la música clásica.

No había cambiado mucho en estos cuatro años. Tenía siempre la fachita esbelta, bien formada, de cintura es trecha, las piernas delgaditas y torneadas y los tobillos tan finos y quebradizos como las muñecas. Parecía más segura de sí misma y más desenvuelta que antes y movía la cabeza al final de cada frase con estudiada displicencia. Se había aclarado algo el pelo y lo llevaba más largo que en París, con unas ondas que no le recordaba; su maquillaje era más sencillo y natural que el recargado que acostumbraba llevar madame Arnoux. Vestía una falda muy corta, según la moda, que mostraba sus rodillas y una blusita escotada que dejaba al aire sus lindos hombros lisos y sedosos y destacaba su cuello, airoso estambre cercado por una cadenita de plata de la que colgaba una piedra preciosa, un zafiro tal vez, que con sus movimientos se balanceaba con picardía sobre la abertura donde asomaban sus senos paraditos. Divisé su anillo de casada en el anular de su mano izquierda, a la manera protestante. ¿Se habría convertido a la religión anglicana, también? Mr. Richardson, a quien Juan me presentó en la sala contigua, era un sesentón exuberante, con una camisa amarilla eléctrica y un pañuelo del mismo color que rebalsaba sobre su elegantísimo traje azul. Ebrio y eufórico, contaba chistes sobre sus andanzas por Japón que divertían mucho al corro de invitados que lo rodeaba, al mismo tiempo que les llenaba las copas con una botella de Dom Perignon que aparecía y reaparecía en sus manos como por arte de magia. Juan me explicó que era un hombre muy rico, que pasaba parte del año haciendo negocios en Asia, pero que el norte de su vida era la pasión aristócrata por excelencia: los caballos.

El centenar de personas que llenaba las estancias y el porche, frente al que se abría un vasto jardín con una piscina de azulejos iluminada, respondía más o menos a lo que Juan Barreto me había anunciado: un mundo muy inglés, al que se habían integrado algunos caballistas forasteros, como el dueño de casa, el
signor
Ariosti, o mi exótica compatriota disfrazada de mexicana, Mrs. Richardson. Todo el mundo andaba bastante bebido, y todos parecían conocerse mucho y comunicarse en un lenguaje cifrado cuyo tema recurrente era la hípica. En un momento en que conseguí sentarme en el grupo que rodeaba a Mrs. Richardson, entendí que varias de esas personas, entre ellas la niña mala y su marido, habían ido hacía poco a Dubai, invitados en el avión privado de un jeque árabe, a la inauguración de un hipódromo. Los habían tratado a cuerpo de rey. Eso de que los musulmanes no bebían alcohol, decían, sería cierto para los musulmanes pobres, pero los otros, los caballistas de Dubai por ejemplo, bebían y atendían a sus huéspedes con los vinos y el champagne más exquisitos de Francia.

Pese a mis esfuerzos, no conseguí en el curso de la larga noche cambiar palabra con Mrs. Richardson. Cada vez que, guardando ciertas formas, me le acercaba, ella se alejaba, con el pretexto de ir a saludar a alguien, llegarse al buffet o al bar, o poniéndose a secretearse con una amiga. Y tampoco conseguí cruzar con ella una mirada, pues, aunque no me cabía la menor duda de que era perfectamente consciente de que yo estaba siempre persiguiéndola con la vista, no me daba la cara jamás, y, por el contrario, siempre se las arreglaba para ofrecerme la espalda o el perfil. Era verdad lo que me había dicho Juan Barrero: su inglés era primario y a ratos incomprensible, trufado de incorrecciones, pero lo hablaba con tanta frescura y convicción y con una musiquita latinoamericana tan simpática, que resultaba gracioso, además de expresivo. Para llenar los vacíos, acompañaba sus palabras con una gesticulación incesante y unos visajes y expresiones que eran un consumado espectáculo de coquetería.

Charles, el sobrino de Mrs. Stubard, resultó un muchacho encantador. Me contó que, por culpa de Juan, había comenzado a leer libros de viajeros ingleses por el Perú y que estaba planeando ir a pasar unas vacaciones en el Cusco y hacer el
trekking
hasta Machu Picchu. Quería convencer a Juan para que lo acompañara. Si yo quería sumarme a la aventura,
welcome
.

A eso de las dos de la mañana, cuando la gente comenzaba a despedirse del
signor
Ariosti, en un súbito arranque al que debieron incitarme las numerosas copas de champagne que llevaba encima, me aparté de una pareja que me interrogaba sobre mis experiencias como intérprete profesional, y esquivé a mi amigo Juan Barreto, que por cuarta o quinta vez en la noche quería arrastrarme a una salita a admirar el retrato de cuerpo entero que había pintado de
Belicoso
, una de las estrellas del establo del dueño de casa, y crucé el salón hacia el grupo donde estaba Mrs. Richardson. La cogí del brazo con fuerza, y, sonriéndole, la obligué a apartarse de quienes la rodeaban. Me miró con un desagrado que le torció la boca y le oí proferir las primeras palabrotas desde que la conocí:

—Suéltame,
fucking beast
—murmuró, entre dientes—. Suéltame, me vas a meter en un lío.

—Si no me llamas por teléfono, le diré a Mr. Richardson que estás casada en Francia y que te persigue la policía de Suiza por vaciar la cuenta secreta de monsieur Arnoux.

Y le puse en la mano un papelito con el teléfono del
pied-á-terre
de Juan en Earl's Court. Después de un instante de pasmo y mudez —su carita se volvió un rictus— lanzó una carcajada, abriendo mucho los ojos:


Oh, my God. You are learning
, niño bueno —exclamó, reponiéndose de la sorpresa, con un tonito de aprobación profesional.

Dio media vuelta y regresó al grupito del que yo la había arrancado.

Estuve segurísimo de que no me llamaría. Yo era un testigo incómodo de un pasado que ella quería borrar a toda costa; si no, jamás hubiera actuado como lo había hecho toda la noche, esquivándome de esa manera. Sin embargo, me llamó a Earl's Court dos días después, muy temprano. Apenas pudimos hablar porque, como solía hacerlo antaño, se limitó a darme órdenes:

—Te espero mañana, a las tres, en el Russell Hotel. ¿Conoces? En Russell Square, cerca del Museo Británico. Puntualidad inglesa, por favor.

Estuve allí con media hora de anticipación. Me sudaban las manos y respiraba con dificultad. El lugar no podía haber sido mejor elegido. El viejo hotel
belle époque
, con su fachada y sus largos pasillos estilo
pompier
oriental, parecía semivacío, y todavía más el bar de techo altísimo y paredes forradas de madera, con mesitas muy separadas y, algunas, escondidas entre tabiques y gruesas alfombras que apagaban las pisadas y la conversación. Detrás del mostrador, un mozo hojeaba el
Evening Standard
.

Llegó con unos minutos de atraso, vestida con un trajecito sastre de gamuza color malva, unos zapatitos y una cartera de cocodrilo negros, un collar de perlas de una vuelta y, en las manos, un solitario que relampagueaba. Llevaba en el brazo un impermeable gris y un paraguas de la misma tela y color. ¡Cuánto había progresado la camarada Arlette! Sin saludarme, ni sonreír, ni estirarme la mano, se sentó en el asiento frente a mí, cruzó las piernas y comenzó a reñirme:

—La otra noche hiciste una estupidez que no te perdono. No debiste dirigirme la palabra, no debiste cogerme del brazo, no debiste hablarme como si me conocieras. Has podido comprometerme, ¿no te dabas cuenta que tenías que disimular? ¿Dónde tienes la cabeza, Ricardito?

Era ella, tal cual. No nos veíamos hacía cuatro años y no se le ocurría preguntarme cómo estaba, qué había hecho todo este tiempo, echarme siquiera una sonrisa o una palabra simpática por el reencuentro. Iba a lo suyo, sin distraerse en nada más.

—Estás muy linda —le dije, hablando con cierta dificultad, debido a la emoción—. Más todavía que hace cuatro años, cuando te llamabas madame Arnoux. Te perdono tus insultos de la otra noche y tus majaderías de ahora, por lo linda que estás. Y, además, por si quieres saberlo, sí, sigo enamorado de ti. A pesar de todo. Loco por ti. Más que nunca antes. ¿Te acuerdas de la escobillita que me dejaste de recuerdo la última vez que nos vimos? Es ésta. Desde entonces la llevo conmigo a todas partes, en el bolsillo. Me he vuelto un fetichista, por ti. Gracias por estar tan linda, chilenita.

No se reía, pero en sus ojos color miel oscura había brotado la lucecita irónica de épocas pasadas. Cogió la escobillita, la examinó y me la devolvió, murmurando: «No sé de qué me hablas». Dejaba, sin la más mínima incomodidad, que la contemplara, a la vez que me observaba, estudiándome. Mis ojos la recorrían despacio, de abajo arriba, de arriba abajo, deteniéndose en sus rodillas, en su cuello, en sus orejitas semicubiertas por mechones de sus ahora claros cabellos, en sus manos tan cuidadas, de uñas largas pintadas color natural, y en su nariz que parecía haberse afilado. Dejó que le cogiera las manos y se las besara, pero con su proverbial indiferencia, sin hacer el menor gesto de reciprocidad.

—¿Iba en serio tu amenaza de la otra noche? —me preguntó, al fin.

—Muy en serio —le dije, besándole, dedo por dedo, las junturas, el dorso, la palma de cada mano—. Con los años, me he vuelto como tú. Todo vale para conseguir lo que uno quiere. Son tus palabras, niña mala. Y yo, lo sabes de sobra, lo único que de veras quiero en este mundo eres tú.

Zafó una de sus dos manos de las mías y me la pasó por la cabeza, despeinándome, en esa semicaricia un poco compasiva que ya me había hecho otras veces:

—No, tú no eres capaz de esas cosas —dijo, a media voz, como lamentando esa carencia de mi personalidad—. Pero, sí, debe ser cierto que todavía estás enamorado de mí.

Pidió té con
scones
para los dos y me explicó que su marido era un hombre muy celoso, y, lo peor, enfermo de celos retrospectivos. Husmeaba en su pasado como un lobo rapaz. Por eso, estaba obligada a ser muy cuidadosa. Si hubiera sospechado la otra noche que nos conocíamos, le habría hecho una escena. ¿No habría yo cometido la imprudencia de decirle a Juan Barreto quién era ella, no?

—No hubiera podido decírselo aunque hubiera querido —la tranquilicé—. Porque, la verdad, todavía no tengo la menor idea de quién eres tú.

Terminó por reírse. Dejó que le cogiera la cabeza con mis dos manos y le juntara los labios. Bajo los míos, que la besaban con avidez, con ternura, con todo el amor que le tenía, los suyos permanecieron inconmovibles.

—Te deseo —le susurré en el oído, mordisqueándole el borde de la oreja—. Estás más bella que nunca, peruanita.

Te quiero, te deseo con toda mi alma, con todo mi cuerpo. En estos cuatro años no he hecho otra cosa que soñar contigo, que quererte y desearte. Y también maldecirte. Cada día, cada noche, todos los días.

Luego de un momento, me apartó con sus manos.

—Tú debes ser la última persona en el mundo que todavía dice esas cosas a las mujeres —sonreía, divertida, mirándome como a un bicho raro—. ¡Qué huachaferías me dices, Ricardito!

—Lo peor no es que las diga. Lo peor es que las siento. Sí, son verdad. Tú me conviertes en un personaje de telenovela. Nunca se las he dicho a nadie más que a ti.

—No debe vernos así nadie, jamás —dijo de pronto, cambiando de tono, ahora muy seria—. Lo último que quisiera es una pataleta de celos del pesado de mi marido. Y, ahora, tengo que irme, Ricardito.

—¿Tendré que esperar otros cuatro años para verte de nuevo?

—El viernes —precisó de inmediato, con una risita pícara, pasándome otra vez la mano por el pelo. Y, luego de una pausa efectista—: Aquí mismo. Tomaré un cuarto a tu nombre. No te preocupes, pichiruchi, lo pagaré yo. Tráete algún maletín, para disimular.

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