Read Travesuras de la niña mala Online
Authors: Mario Vargas Llosa
Mi existencia dio un salto mortal a partir de ese día. Empecé a cortarme el pelo dos veces al mes y a ponerme saco y corbata todas las mañanas. Tomaba el metro en Saint Germain o el Odeón para ir hasta la estación de Ségur, la más cercana a la Unesco, y permanecía allí de nueve y media a una y de dos y media a seis de la tarde, en un pequeño cubículo, traduciendo al español documentos generalmente plúmbeos sobre el traslado de los templos de Abu Simbel en el Nilo o la preservación de los restos de escritura cuneiforme descubiertos en unas cavernas del desierto de Sahara, a la altura de Mali.
Curiosamente, al mismo tiempo que la mía, también cambió la vida de Paúl. Seguía siendo mi mejor amigo, pero empezamos a vernos de manera cada vez más espaciada, por mis obligaciones recién contraídas de burócrata y porque él comenzó a recorrer el mundo, representando al MIR en congresos o encuentros para la paz, por la liberación del Tercer Mundo, por la lucha contra el armamentismo nuclear, contra el colonialismo y el imperialismo y mil causas progresistas más. Paúl se sentía a veces aturdido, viviendo un sueño, cuando me contaba —vez que volvía a París me llamaba y comíamos o tomábamos un café dos o tres veces por semana mientras se quedaba en la ciudad— que acababa de regresar de Pekín, de El Cairo, de La Habana, de Pyongyang o de Hanoi, donde había tenido que hablar sobre las perspectivas de la revolución en América latina ante 1.500 delegados de organizaciones revolucionarias de una treintena de países en nombre de una revolución peruana que ni siquiera había comenzado.
Si no hubiera conocido tan bien esa integridad que rezumaba por todos sus poros, muchas veces habría creído que exageraba, para impresionarme. ¿Cómo iba a ser posible que este sudamericano de París que hacía unos meses se ganaba la vida como pinche de cocina del México Lindo fuera ahora un personaje de la jet-set revolucionaria, que hacía vuelos trasatlánticos y se codeaba con los líderes de China, Cuba, Vietnam, Egipto, Corea del Norte, Libia, Indonesia? Pero, era verdad. Paúl, por los imponderables y la extraña madeja de relaciones, intereses y confusiones de que estaba hecha la revolución, se había convertido en un personaje internacional. Lo confirmé en aquellos días de 1962 en que hubo un pequeño alboroto periodístico con motivo de un intento de asesinato al líder revolucionario marroquí Ben Barka, apodado el Dínamo, al que tres años después, en octubre de 1965, secuestrarían y desaparecería para siempre al salir de Chez Lipp, un restaurante de Saint Germain-des-Prés. Paúl vino a buscarme al mediodía a la Unesco y fuimos a la cafetería a comer un sándwich. Estaba pálido, ojeroso y con la voz alterada, un nerviosismo insólito en él. Ben Barka presidía un congreso internacional de fuerzas revolucionarias en cuya directiva estaba también Paúl. Ambos habían estado viéndose mucho y viajando juntos en las últimas semanas. El intento de asesinato de Ben Barka sólo podía ser obra de la CIA y el MIR se sentía ahora en peligro, en París. ¿Podía yo, por unos días, mientras tomaban las providencias debidas, guardar un par de maletas en mi buhardilla?
—No te pediría una cosa así, si tuviera alguna alternativa. Si me dices que no, ningún problema, Ricardo.
Lo haría, si me decía qué contenían las maletas.
—Una, papeles. Dinamita pura: planes, direcciones, preparativos de las acciones en el Perú. La otra, dólares.
—¿Cuántos?
—Cincuenta mil.
Estuve pensando, un momento.
—¿Si entrego esas maletas a la CIA me dejarán quedarme con los cincuenta mil?
—Piensa que, cuando la revolución triunfe, te podríamos nombrar embajador ante la Unesco —me siguió la cuerda Paúl.
Bromeamos un rato y al anochecer me llevó las dos maletas, que metimos debajo de mi cama. Pasé una semana con los pelos de punta, pensando que si a cualquier ladrón se le ocurría robarse ese dinero, el MIR nunca se creería lo del robo y yo me convertiría en un blanco de la revolución. Al sexto día, Paúl vino con tres desconocidos a llevarse esos incómodos huéspedes.
Cada vez que nos veíamos yo le preguntaba por la camarada Arlette y él nunca trató de engañarme dándome noticias falsas. Lo sentía mucho pero no había podido averiguar nada. Los cubanos eran muy estrictos en cuestiones de seguridad y guardaban la más absoluta reserva sobre su paradero. Lo único seguro era que todavía no había pasado por París, pues él tenía todo el registro de los becados que retornaban al Perú.
—Cuando pase, serás el primero en saberlo. La muchacha te agarró fuerte, ¿no? Pero, por qué, viejito, ni que fuera tan bonita.
—No sé por qué, Paúl. Pero, la verdad, me agarró fuerte, sí.
Con el nuevo tipo de vida que Paúl llevaba, el medio peruano de París comenzó a hablar mal de él. Eran escritores que no escribían, pintores que no pintaban, músicos que no tocaban ni componían y revolucionarios de café que desahogaban su frustración, envidia y aburrimiento diciendo que Paúl se había «sensualizado», vuelto un «burócrata de la revolución». ¿Qué hacía en París? ¿Por qué no estaba allá, con esos muchachos a los que mandaba a recibir entrenamiento militar y metía luego a escondidas al Perú para que comenzaran las acciones guerrilleras en los Andes? Yo lo defendía, en acaloradas discusiones. Me constaba que, a pesar de su nuevo estatuto, Paúl seguía viviendo con absoluta modestia. Hasta hacía muy poco, su mujer había trabajado limpiando casas para sostener la economía familiar. Ahora, el MIR, aprovechando su pasaporte de española, la tenía de correo y la enviaba con frecuencia al Perú, acompañando a los becados que volvían o llevando dinero e instrucciones, en unos viajes que a Paúl lo llenaban de zozobra. De otro lado, por sus confidencias, sabía que esta vida que le habían impuesto las circunstancias y que su jefe le exigía siguiera llevando, cada día lo irritaba más. Estaba impaciente por regresar al Perú, donde las acciones empezarían muy pronto. Él quería ayudar a prepararlas, sobre el terreno. La dirección del MIR no se lo autorizaba y esto lo enfurecía. «Son las consecuencias de saber idiomas, maldita sea», protestaba, riendo en medio de su malhumor.
Gracias a Paúl, en esos meses y años de París, conocí a los principales dirigentes del MIR, empezando por su líder y fundador, Luis de la Puente Uceda, y terminando por Guillermo Lobatón. El líder del MIR era un abogado trujillano, nacido en 1926, disidente del Partido Aprista, delgado y con anteojos, de tez y cabellos claros, que llevaba siempre alisados hacia atrás como un actor argentino. Las dos o tres veces que lo vi iba vestido muy formal, con corbata y una casaca de cuero marrón. Hablaba con suavidad, como un abogado en funciones, dando precisiones legalísticas y usando un vocabulario elaborado, de alegato jurídico. Siempre lo vi rodeado de dos o tres tipos fortachones, que debían ser sus guardaespaldas, unos hombres que lo contemplaban con veneración y que jamás opinaban. Había en todo lo que decía algo tan cerebral, tan abstracto, que me costaba trabajo imaginármelo de guerrillero, con una metralleta al hombro, trepando y bajando los riscos de los Andes. Y, sin embargo, había estado varias veces preso, exiliado en México, y viviendo en la clandestinidad. Daba la impresión, más bien, de haber nacido para brillar en el foro, en el parlamento, en las tribunas y en las negociaciones políticas, es decir, en todo aquello que él y sus camaradas despreciaban como las triquiñuelas de la democracia burguesa.
Guillermo Lobatón era otra cosa. De la muchedumbre de revolucionarios que gracias a Paúl me tocó conocer en París, ninguno me pareció tan inteligente, culto y resuelto como él. Era aún muy joven, apenas vencida la treintena, pero tenía ya un rico pasado de hombre de acción. Había sido el líder de la gran huelga de la Universidad de San Marcos de 1952 contra la dictadura de Odría (desde entonces era amigo de Paúl), a raíz de la cual fue apresado, enviado al Frontón y torturado. De esta manera se truncaron sus estudios de filosofía, en los que, se decía en San Marcos, competía con Li Carrillo, futuro discípulo de Heidegger, en ser el más brillante estudiante de la Facultad de Letras. En 1954 fue expulsado del país por el gobierno militar y, luego de mil pellejerías, llegó a París, donde, a la vez que se ganaba la vida con las manos, retomó sus estudios de filosofía en la Sorbona. El Partido Comunista le consiguió luego una beca en Alemania Oriental, en Leipzig, donde continuó sus estudios de filosofía y estuvo en una escuela de cuadros del Partido. Allí lo sorprendió la Revolución Cubana. Lo sucedido en Cuba lo llevó a reflexionar de manera muy crítica sobre la estrategia de los partidos comunistas latinoamericanos y el espíritu dogmático del estalinismo. Antes de conocerlo en persona yo había leído un trabajo suyo, que circuló en París impreso a mimeógrafo, en que acusaba a aquellos partidos de haberse cortado de las masas por su sumisión a los dictados de Moscú, olvidando que, como había escrito el Che Guevara, «el primer deber de un revolucionario era hacer la revolución». En ese trabajo, en el que exaltaba el ejemplo de Fidel Castro y sus compañeros como modelos revolucionarios, había una cita de Trotski. Por esta cita fue sometido a un tribunal de disciplina en Leipzig y expulsado de manera infamante de Alemania Oriental y del Partido Comunista peruano. Así llegó a París, donde se había casado con una muchacha francesa, Jacqueline, también militante revolucionaria. En París encontró a Pati, su viejo amigo de San Marcos, y se afilió al MIR. Había recibido formación guerrillera en Cuba y contaba las horas para regresar al Perú y pasar a la acción. Durante los días de la invasión a Cuba en Bahía de Cochinos, lo vi multiplicarse, asistiendo a todas las manifestaciones de solidaridad con Cuba y hablando en un par de ellas, en un buen francés, con una arrolladora retórica.
Era un muchacho delgado y alto, de piel ébano claro, con una sonrisa que mostraba su magnífica dentadura. A la vez que podía discutir horas, con gran solvencia intelectual, sobre temas políticos, era capaz de enfrascarse en apasionantes diálogos sobre literatura, arte o deportes, en especial el fútbol y las proezas de su cuadro, el Alianza Lima. Había en su manera de ser algo que contagiaba su entusiasmo, su idealismo, el desprendimiento y sentido acerado de la justicia que guiaban su vida, algo que no creo haber advertido —sobre todo, de manera tan genuina— en ninguno de los revolucionarios que pasaban por París en los sesenta. Que hubiera aceptado ser apenas un militante del MIR, donde no había nadie que tuviera su talento y su carisma, decía muy a las claras la pureza de su vocación revolucionaria. Las tres o cuatro veces que conversé con él quedé convencido, pese a mi escepticismo, de que, si alguien con la lucidez y la energía de Lobatón estaba al frente de los revolucionarios, el Perú podía ser la segunda Cuba de América Latina.
Fue por lo menos seis meses después de su partida cuando volví a tener noticias de la camarada Arlette, a través de Paúl. Como mi contrato de «temporero» me dejaba muchos períodos libres, me había puesto a estudiar ruso, pensando que si llegaba a traducir también de esta lengua —una de las cuatro oficiales de la ONU y sus filiales en esa época— mi trabajo de traductor sería más seguro, y a seguir un curso de interpretación simultánea. Los intérpretes tenían un trabajo más intenso y difícil que el de los traductores, pero, por eso mismo, eran más buscados. Uno de esos días, al salir de mi clase de ruso en la Escuela Berlitz, en el boulevard des Capucines, encontré al gordo Paúl esperándome en la puerta del edificio de la Escuela.
—Noticias de la muchacha, por fin —me dijo, a modo de saludo, con la cara larga—. Lo siento, pero no son buenas, mi viejo.
Lo invité a uno de los
bistrots
de los alrededores de l'Opéra, a tomarnos un trago, para digerir mejor la mala noticia. Nos sentamos en la terraza, al aire libre. Era un anochecer primaveral, cálido, con estrellas tempraneras, y todo París parecía haberse volcado a la calle para gozar del buen tiempo. Pedimos dos cervezas.
—Supongo que después de tanto tiempo ya no sigues enamorado de ella —me preparó Paúl.
—Supongo que no —le respondí—. Cuéntamelo de una vez y no jodas, Paúl.
Acababa de pasar unos días en La Habana y la camarada Arlette estaba en la boca de todos los muchachos peruanos del MIR porque, según rumores efervescentes, protagonizaba unos amores afiebrados con el comandante Chacón, el segundo de Osmani Cienfuegos, el hermano menor de Camilo, el gran héroe desaparecido de la Revolución. El comandante Osmani Cienfuegos era el jefe de la organización que prestaba la ayuda a todos los movimientos revolucionarios y partidos hermanos y el que coordinaba las acciones rebeldes en todos los rincones del mundo. El comandante Chacón, sobreviviente de la Sierra Maestra, era su brazo derecho.
—¿Te das cuenta del notición con que me recibieron? —se rascaba la cabeza Paúl—. Esa flaquita sin pena ni gloria ¡en amores con uno de los comandantes históricos! ¡Nada menos que el comandante Chacón!
—¿No será un simple chisme, Paúl? Movió la cabeza, compungido, y me palmeó el brazo, dándome ánimos.
—Estuve con ellos yo mismo, en una reunión en la Casa de las Américas.
Viven juntos. La camarada Arlette, aunque no te lo creas, se ha convertido en una persona influyente, de cama y mesa con los comandantes.
—Para el MIR es cojonudo —dije yo.
—Pero, para ti, una mierda —me dio otra palmada Paúl—. Maldita sea el tener que darte esta noticia, mi viejo. Pero, era mejor que lo supieras, ¿no? Bueno, el mundo no se va a acabar. Además, París está lleno de hembras del carajo. Mira, nomás.
Después de intentar algunas bromas, sin el menor éxito, le pregunté a Paúl por la camarada Arlette.
—Como compañera de un comandante de la revolución no le falta nada, supongo —se escabulló—. ¿Es eso lo que quieres saber? ¿O si está más rica o más fea que cuando pasó por aquí? Igual, creo. Un poco más quemadita por el sol del Caribe. Tú ya sabes, a mí ella nunca me pareció cosa del otro mundo. En fin, no pongas esa cara que no es para tanto, mi viejo.
Muchas veces, en los días, semanas y meses que siguieron a aquel encuentro con Paúl, traté de imaginarme a la chilenita convertida en la pareja del comandante Chacón, vestida de guerrillera y con una pistola en la cintura, boina azul y botas, alternando con Fidel y Raúl Castro en los grandes desfiles y manifestaciones de la revolución, haciendo trabajo voluntario los fines de semana y sudando la gota gorda en los cañaverales mientras sus pequeñas manos de dedos delicados hacían esfuerzos para sostener el machete, y, acaso, con esa facilidad para la metamorfosis fonética que yo le conocía, hablando ya con la musiquita demorada y sensual de los caribeños. La verdad, no conseguía adivinarla en su nuevo papel: su figurita se me escurría como si fuera líquida. ¿Se habría enamorado del tal comandante? ¿O había sido éste un instrumento para librarse del entrenamiento guerrillero y, sobre todo, del compromiso con el MIR para ir luego a hacer la guerra revolucionaria en el Perú? No me hacía nada bien pensar en la camarada Arlette, cada vez sentía como si se me abriera una úlcera en la boca del estómago. Para evitarlo, algo que conseguí sólo a medias, me entregué a mis clases de ruso y de interpretación simultánea con verdadero ahínco, todos los períodos en que el señor Charnés, con quien hice excelentes migas, no me ofrecía un contrato. Y a la tía Alberta, a quien en una carta había cometido la debilidad de confesarle que estaba enamorado de una chica llamada Arlette y que siempre me pedía una foto de ella, le conté que habíamos roto, que se olvidara del asunto para siempre.