Travesuras de la niña mala (18 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

BOOK: Travesuras de la niña mala
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También me fui desinteresando de la actualidad política francesa, que antes seguía con pasión. En los setenta, durante los gobiernos de Pompidou y de Giscard d'Estaing, apenas leía las informaciones de actualidad. Buscaba en los diarios y los semanarios casi exclusivamente las páginas culturales. Iba siempre a exposiciones y conciertos pero ya no tanto al teatro, que decayó mucho en relación con la década pasada, y, en cambio, sí, hasta dos veces por semana, al cine. Felizmente, París seguía siendo un paraíso para los cinéfilos. En lo que concierne a la literatura, dejé de estar al día porque, al igual que el teatro, la novela y el ensayo cayeron en picado en Francia. Nunca pude leer con entusiasmo a los ídolos intelectuales de esas décadas, Barthes, Lacan, Derrida, Deleuze y otros, cuyos libros verbosos se me caían de las manos; sólo a Michel Foucault. Su historia de la locura me impresionó mucho y también su ensayo sobre el régimen carcelario (Surveiller et punir), aunque no me convenció su teoría según la cual la historia del occidente europeo era la de las múltiples represiones institucionalizadas —la cárcel, los hospitales, el sexo, la justicia, las leyes— de un poder que colonizaba todos los espacios de libertad para aniquilar la disensión y la inconformidad. En verdad, todos esos años leí sobre todo a los muertos, y, en especial, a escritores rusos.

Aunque andaba siempre muy ocupado trabajando y haciendo cosas, por primera vez, en los setenta, cuando la examinaba tratando de ser objetivo, mi vida empezó a parecerme bastante estéril, y mi futuro el de un irremediable solterón y un fuereño que nunca se integraría de veras a la Francia de sus amores. Y recordaba siempre un apocalíptico desplante de Salomón Toledano, que, un día, en la sala de intérpretes de la Unesco, nos interpeló así: «Si, de repente, nos sentimos morir y nos preguntamos: ¿Qué huella dejaremos de nuestro paso por esta perrera?, la respuesta honrada sería: Ninguna, no hemos hecho nada, salvo hablar por otros. ¿Qué significa, si no, haber traducido millones de palabras de las que no recordamos una sola, porque ninguna merecía ser recordada?». No era extraño que el Trujimán fuera impopular entre la gente de la profesión.

Un día le dije que lo odiaba, porque aquella frase, que me volvía de tanto en tanto a la memoria, me había convencido de la total inutilidad de mi existencia.

—Los trujimanes sólo somos inútiles, querido —me consoló—. Pero, no hacemos perjuicio a nadie con nuestro trabajo. En todas las otras profesiones se puede causar grandes estragos a la especie. Piensa en los abogados y los médicos, por ejemplo, y no se diga los arquitectos o los políticos.

Estábamos tomando una cerveza en un
bistrot
de l'avenue Suffren, luego de una jornada de trabajo en la Unesco, que celebraba su conferencia anual. Yo, en un arranque confidencial, le acababa de contar, sin detalles ni nombres, que hacía muchos años estaba enamorado de una mujer que aparecía y desaparecía en mi vida como un fuego fatuo, incendiándola de felicidad por cortos períodos, y, después, dejándola seca, estéril, vacunada contra cualquier otro entusiasmo o amor.

—Enamorarse es un error —sentenció Salomón Toledano, haciéndole eco a mi desaparecido amigo Juan Barreto, que compartía esa filosofía, aunque sin los amaneramientos verbales de mi colega—. A la mujer, atrápala por los cabellos, arróllala y a la colcha. Hazla vislumbrar todas las estrellas del firmamento en un dos por tres. Esa es la teoría correcta. Yo no puedo practicarla, por mi físico endeble,
hélas
. Alguna vez intenté una machada con una hembra brava y me desbarató la cara de un bofetón. Por eso, pese a mi tesis, trato a las damas, sobre todo a las rameras, como a reinas.

—No te creo que no te hayas enamorado nunca, Trujimán.

Reconoció que se había enamorado una vez en la vida, cuando era estudiante universitario en Berlín. De una chica polaca, tan católica que cada vez que hacían el amor tenía remordimientos con llanto. El Trujimán le propuso matrimonio. La muchacha aceptó. Les costó un triunfo obtener el beneplácito de las familias. Lo consiguieron luego de una complicada negociación en la que se decidió una doble boda, por el rito judío y por el católico. En plenos preparativos matrimoniales, la novia, súbitamente, se fugó con un oficial norteamericano que concluía su servicio en Berlín. El Trujimán, enloquecido de despecho, hizo una extraña inquisición: quemó su magnífica colección de estampillas. Y decidió que nunca volvería a enamorarse. En el futuro el amor para él sería sólo mercenario. Había cumplido. Desde aquel episodio, sólo frecuentaba prostitutas. Y, en vez de estampillas, coleccionaba ahora soldaditos de plomo.

Pocos días después, creyendo hacerme un favor, me embarcó en una salida de fin de semana con dos cortesanas rusas que, según él, además de permitirme practicar mi ruso, me harían conocer los «efluvios y moretones del amor eslavo». Fuimos a cenar a un restaurante de Batignolles, Le Grand Samovar, y, después, a una
boîte de nuit
, estrecha, oscura y humosa hasta la asfixia, cerca de la place de Clichy, donde encontramos a las ninfas. Bebimos mucho vodka, de manera que mis recuerdos perdían nitidez casi desde que entramos al antro llamado Les Cosaques y sólo me quedó claro que de las dos rusas, la suerte, o mejor dicho el Trujimán, me deparó a mí a Natacha, la más gorda y la más maquillada de las dos rubensianas cuarentonas. Mi pareja andaba embutida en un vestido rosado brillante, con filos de gasa, y cuando reía y accionaba, sus tetas se mecían como dos globos belicosos. Parecía escapada de un cuadro de Botero. Hasta que mis recuerdos se eclipsaban en vapores alcohólicos, mi amigo estuvo hablando como un loro, en un ruso mechado de palabrotas que las dos cortesanas celebraban a carcajadas.

A la mañana siguiente me desperté con dolor de cabeza y los huesos molidos: había dormido en el suelo, al pie de la cama donde roncaba, vestida y calzada, la supuesta Natacha. De día era todavía más gorda que de noche. Durmió plácidamente hasta el mediodía y, cuando despertó, miró asombrada la habitación, la cama que ocupaba, y a mí, que le daba las buenas tardes. Inmediatamente empezó a exigirme tres mil francos, unos seiscientos dólares de la época, lo que ella cobraba por una noche entera. Yo no tenía semejante cantidad y siguió una desagradable discusión en la que, al fin, la convencí de que se quedara con todo lo que yo llevaba en efectivo, la mitad de aquella suma, más unas figuritas de porcelana que adornaban la salita. Se fue vociferando vulgaridades y yo me metí largo rato a la ducha, jurándome no volver a incurrir en semejantes aventuras trujimanescas.

Cuando le conté a Salomón Toledano mi fiasco nocturno me dijo que, en cambio, él y su amiga habían hecho el amor hasta el desmayo, en una demostración de fuerzas que merecía las páginas del Libro Guinness. Nunca más se atrevió a proponerme otra salida nocturna con señoras exóticas. Lo que me distrajo y ocupó muchas horas en esos últimos años de la década de los setenta fueron los cuentos de Chéjov, en particular, y, en general, la literatura rusa. Nunca había pensado hacer traducciones literarias, porque sabía que estaban muy mal pagadas en todas las lenguas y seguramente peor en español que en otras. Pero en 1976 o 1977 conocí en la Unesco, por un amigo común, a un editor español, Mario Muchnik, del que me hice amigo. Al enterarse de que sabía ruso y era muy aficionado a la lectura, me animó a preparar una pequeña antología de cuentos de Chéjov, de los que yo le había hablado maravillas, asegurándole que era tan buen cuentista como dramaturgo, aunque, por las mediocres traducciones que circulaban de sus cuentos, estuviera poco valorado como narrador. Muchnik era un caso interesante. Había nacido en Argentina, estudiado ciencias e iniciado una carrera de investigador y académico que de pronto abandonó para dedicarse a editar, su pasión secreta. Era un editor vocacional, que amaba los libros y sólo editaba literatura de calidad, lo que, decía, le aseguraba todos los fracasos del mundo económicamente hablando, pero las más grandes satisfacciones personales. Hablaba de los libros que editaba con un entusiasmo tan contagioso que, después de pensarlo un poco, terminé por aceptar su oferta de una antología de cuentos de Chéjov, para la que le pedí tiempo ilimitado. «Lo tienes», me dijo, «y, además, aunque ganarás una miseria, gozarás como un marrano».

Me demoré una infinidad de tiempo, pero, en efecto, lo pasé muy bien, leyendo todo Chéjov, escogiendo sus cuentos más bellos, y trasladándolos al español. Era algo más delicado que traducir los discursos y las intervenciones a las que estaba habituado en mi trabajo. Como traductor literario, me sentía menos fantasmal que como intérprete. Tenía que tomar decisiones, explorar el español en busca de matices y cadencias que correspondieran a las sutilezas y veladuras semánticas —el maravilloso arte de la alusión y la elusión de la prosa de Chéjov— y también a las suntuosidades retóricas de la lengua literaria rusa. Un verdadero placer, en el que invertía sábados y domingos enteros. Le envié a Mario Muchnik la antología prometida casi dos años después de habérmela contratado. Me había hecho pasar tan buenos ratos que estuve a punto de no aceptarle el cheque que me hizo llegar como honorarios. «Tal vez te alcance para comprarte una bonita edición de algún buen escritor, por ejemplo Chéjov», me decía.

Cuando, un tiempo después, me llegaron ejemplares de la antología, le regalé uno de ellos, dedicado, a Salomón Toledano. Nos tomábamos un trago de cuando en cuando y a veces lo acompañaba a recorrer tiendas de soldaditos de plomo, filatelistas o anticuarios, que él registraba con minucia, aunque rara vez compraba algo. Me agradeció el libro, pero me desaconsejó vivamente que perseverara en ese «peligrosísimo camino».

—Tu ganapán está en peligro —me advirtió—. Un traductor literario es un aspirante a escritor, es decir, casi siempre, un plumífero frustrado. Alguien que no se resignaría jamás a desaparecer en su oficio, como hacemos los buenos intérpretes. No renuncies a tu condición de caballero inexistente, querido, a menos que quieras terminar de
clochard
.

Contrariamente a lo que yo creía, que las personas políglotas lo eran por su buen oído musical, Salomón Toledano no sentía el menor interés por la música. En su departamento de Neuilly ni siquiera descubrí un tocadiscos. Su finísimo oído lo era, específicamente, para los idiomas. Me contó que en su familia, en Esmirna, se hablaba indistintamente el turco y el español —bueno, el ladino, del que se había desprendido del todo en un verano que pasó en Salamanca— y que la aptitud lingüística se la había heredado a su padre, que llegó a dominar una media docena de idiomas, algo que le sirvió mucho para sus negocios. Desde niño había soñado con viajar, conocer ciudades, y ése había sido el gran incentivo para aprender idiomas, gracias a lo cual se convirtió en lo que era ahora: un ciudadano del mundo. Esa misma vocación trashumante había hecho de él el precoz coleccionista de estampillas que fue, hasta su traumatizado noviazgo de Berlín. Coleccionar sellos era otra manera de recorrer los países, de aprender geografía e historia.

Los soldaditos de plomo no lo hacían viajar, pero lo divertían mucho. Su departamento estaba colmado de ellos, desde el pasillo de la entrada hasta el dormitorio, incluida la cocina y el cuarto de baño. Se había especializado en las batallas de Napoleón. Las tenía muy bien dispuestas y ordenadas, con cañoncitos, caballos, estandartes, de manera que recorriendo su departamento uno seguía la historia militar del primer imperio hasta Waterloo, cuyos protagonistas rodeaban su cama por los cuatro costados. Además de soldaditos de plomo, la casa de Salomón Toledano estaba llena de diccionarios y gramáticas de todas las lenguas posibles. Y, una extravagancia, el pequeño aparato de televisión reposaba en una repisa frente al excusado. «La televisión es para mí un purgante formidable», me explicó.

¿Por qué llegué a tenerle a Salomón Toledano tanta simpatía mientras todos nuestros colegas lo esquivaban como a un pesado insoportable? Tal vez porque su soledad se parecía a la mía, aunque fuéramos distintos en muchas otras cosas. Los dos nos habíamos dicho que nunca podríamos volver a vivir en nuestros países, pues yo en el Perú y él en Turquía nos hallaríamos seguramente más extranjeros que en Francia, donde, sin embargo, nos sentíamos también forasteros. Y ambos éramos muy conscientes de que nunca nos integraríamos al país en el que habíamos elegido vivir y que nos había concedido incluso un pasaporte (los dos habíamos adquirido la nacionalidad francesa).

—No es culpa de Francia si seguimos siendo un par de extranjeros, querido. Es culpa nuestra. Una vocación, un destino. Como nuestra profesión de intérpretes, otra manera de ser siempre un extranjero, de estar sin estar, de ser pero no ser.

Sin duda tenía razón cuando me decía estas lúgubres cosas. Esas conversaciones con el Trujimán me dejaban siempre algo desmoralizado y a veces me producían desvelos. Ser un fantasma no era cosa que me dejara impávido; a él no parecía importarle mucho.

Por eso, en 1979, cuando Salomón Toledano, muy excitado, me anunció que había aceptado una oferta para viajar a Tokio y trabajar durante un año como intérprete exclusivo de la Mitsubishi, me sentí algo aliviado. Era una buena persona, un espécimen interesante, pero algo había en él que me entristecía y alarmaba, porque me revelaba ciertos secretos derroteros de mi propio destino.

Fui a despedirlo a Charles de Gaulle y al estrecharle la mano junto al mostrador de Japan Air Lines sentí que me dejaba entre los dedos un pequeño objeto metálico. Era un húsar de la guardia del Emperador. «Lo tengo repetido», me explicó. «Te traerá suerte, querido.» Lo puse en mi velador, junto a mi amuleto, aquella escobillita primorosa, marca Guerlain.

Pocos meses después, terminó por fin la dictadura militar en el Perú, hubo elecciones, y los peruanos, en 1980, como desagraviándolo, volvieron a elegir Presidente a Fernando Belaunde Terry, el mandatario depuesto por el golpe militar de 1968. El tío Ataúlfo, feliz, decidió celebrar el acontecimiento echando la casa por la ventana: un viaje a Europa, donde nunca había puesto los pies. Trató de que lo acompañara la tía Dolores, pero ella alegó que su invalidez le impediría gozar del viaje y la convertiría en un estorbo. De modo que el tío Ataúlfo vino solo. Llegó a tiempo para que celebráramos juntos mis 45 años.

Lo alojé en mi departamento de la École Militaire, cediéndole el dormitorio y durmiendo yo en el sofá cama de la salita. Había envejecido mucho desde la última vez que lo vi en persona, tres lustros atrás. Los setenta y pico de años le pesaban. Se había quedado casi sin pelo, arrastraba los pies y se fatigaba con facilidad. Tomaba pastillas para la presión y la dentadura postiza debía incomodarle pues todo el tiempo estaba moviendo la boca como si quisiera encajarla mejor en sus encías. Pero se lo veía encantado de conocer por fin París, un viejo anhelo. Miraba las calles, los muelles del Sena y las viejas piedras arrobado, repitiendo entre dientes: «Todo es más bello que en las fotos». Acompañé al tío Ataúlfo a Notre Dame, al Louvre, a les Invalides, al Panteón, al SacreCoeur, a galerías y museos. En efecto, esta ciudad era la más bella del mundo y el haber pasado aquí tantos años había hecho que lo olvidara. Vivía rodeado de tantas cosas hermosas casi sin verlas. Así que por unos días gocé tanto como él haciendo turismo en mi ciudad de adopción. Tuvimos largas conversaciones, sentados en las terrazas de los
bistrots
, tomándonos una copita de vino de aperitivo. Estaba contento con el fin del régimen militar y la restauración de la democracia en el Perú, pero no se hacía muchas ilusiones en lo inmediato. Según él, la sociedad peruana era un hervidero de tensiones, odios, prejuicios y resentimientos, que se habían agravado mucho en los doce años de gobierno militar. «Ya no reconocerías tu país, sobrino. Hay en el aire una amenaza latente, la sensación de que en cualquier momento algo gravísimo puede estallar.» Sus palabras fueron proféticas también esta vez. A poco de regresar al Perú, luego de su viaje a Francia y un pequeño recorrido que hizo en ómnibus por Castilla y Andalucía, el tío Ataúlfo me envió unos recortes de periódicos de Lima con unas fotos truculentas: unos desconocidos maoístas habían ahorcado, en los postes eléctricos del centro de la capital, unos pobres perros a los que les habían pegado unos carteles con el nombre de Teng Hsiao-ping, al que acusaban de traicionar a Mao y de haber puesto fin a la revolución cultural en China Popular. Así comenzaba la rebelión armada de Sendero Luminoso, que duraría toda la década de los ochenta y provocaría un baño de sangre sin precedentes en la historia peruana: más de sesenta mil muertos y desaparecidos.

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