Travesuras de la niña mala (9 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

BOOK: Travesuras de la niña mala
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La estreché por la cintura, la atraje hacia mí y le dije que si se decidía a dejar a monsieur Arnoux y casarse conmigo me comprometía a que tuviera una vida normal y criara todos los perros que se le antojara. En vez de contestarme, me preguntó, burlándose:

—¿La idea de pasar la noche conmigo te hace el hombre más feliz del mundo, miraflorino? Te lo pregunto, para que me digas una de esas huachaferías que tanto te gusta decirme.

—Nada podría hacerme más feliz —le dije, apretando mis labios contra los suyos—. Hace años que sueño con eso, guerrillera.

—¿Cuántas veces me vas a hacer el amor? —siguió ella, con el mismo tonito burlón.

—Todas las que pueda, niña mala. Diez, si me da el cuerpo.

—Te permito sólo dos —me advirtió, mordiéndome la oreja—. Una al acostarnos y otra al despertarnos. Eso sí, nada de levantarse tempranito. Para no tener nunca arrugas, necesito ocho horas de sueño como mínimo.

Nunca había estado tan juguetona como esa mañana. Y creo que nunca lo estaría después, tampoco. No la recordaba tan natural, abandonándose al instante, sin posar, sin inventarse un rol, mientras aspiraba la tibieza del día y se dejaba invadir por la luz que tamizaban las copas de los sauces llorones y adorar. Parecía más muchachita de lo que era, casi una adolescente, y no una mujer de cerca de treinta años. Comimos un sándwich de jamón con pepinillos y un vaso de vino en un
bistrot
de Asniéres, a orillas del río, y luego fuimos a la Cinémathéque de la rue d'Ulm a ver
Les enfants du Paradis
, de Marcel Carné, que yo había visto pero ella no. A la salida, habló de lo jovencitos que aparecían Jean-Louis Barrault y María Casares, ya no se hacían películas así, y me confesó que el final la había hecho lagrimear. Le propuse que fuéramos a mi departamento a descansar hasta la hora de la cena, pero no quiso, meternos en la casa ahora me daría malas ideas. Más bien, aprovechando la tarde tan bonita, que camináramos un poco. Estuvimos entrando y saliendo de las galerías de la rue de Seine y luego nos sentamos a tomar un refresco en una terraza de la rue de Buci. Le conté que una mañana había visto por allí, comprando pescado fresco, a André Breton. Las calles y los cafés estaban repletos y los parisinos tenían esas expresiones distendidas y simpáticas que ponen los días de buen tiempo, esa rareza. Hacía mucho que no me sentía tan contento, optimista y esperanzado. Entonces, el diablo sacó la cola y divisé el titular de
Le Monde
que leía mi vecino: «El Ejército destruye el cuartel general de la guerrilla peruana». El subtítulo decía: «Mueren Luis de la Puente y varios líderes del MIR». Corrí a comprar el periódico al quiosco de la esquina. Firmaba la noticia el corresponsal del diario en América del Sur, Marcel Niedergang, y había un recuadro de Claude Julien explicando qué era el MIR peruano y dando información sobre Luis de la Puente y la situación política del Perú. En agosto de 1965, fuerzas especiales del Ejército peruano habían cercado Mesa Pelada, una montaña al este de la ciudad de Quillabamba, en el valle cusqueño de La Convención, y capturado el campamento
Illarec ch'aska
(lucero del alba), dando muerte a muchos guerrilleros. Luis de la Puente, Paúl Escobar y un puñado de seguidores habían conseguido huir pero los comandos, luego de una larga cacería, los cercaron y les dieron muerte. La información precisaba que aviones militares habían bombardeado Mesa Pelada, usando napalm. Los cadáveres no habían sido entregados a los familiares ni exhibidos a la prensa. Según el comunicado oficial, fueron enterrados en un lugar desconocido, para evitar que sus tumbas se convirtieran en sitios de peregrinación revolucionaria. El Ejército mostró a los periodistas las armas, los uniformes y muchos documentos, así como mapas y equipos de radio que los guerrilleros tenían en Mesa Pelada. De este modo, la columna Pachacútec, uno de los focos rebeldes de la revolución peruana, quedaba aniquilada. El Ejército esperaba que la columna Túpac Amaru, dirigida por Guillermo Lobatón, también cercada, cayera pronto.

—No sé por qué pones esa cara, tú sabías que esto ocurriría tarde o temprano —se sorprendió madame Arnoux—. Tú mismo me dijiste muchas veces que eso sólo podía terminar así.

—Lo decía como un conjuro, para que no ocurriera.

Se lo había dicho y lo había pensado y temido, por supuesto, pero otra cosa era saber que había ocurrido y que Paúl, el buen amigo y compañero de mis primeros tiempos en París, era ahora un cadáver pudriéndose en algún despoblado de los Andes orientales, tal vez después de haber sido ejecutado, y sin duda torturado si los soldados lo cogieron vivo. Haciendo de tripas corazón, le propuse a la chilenita que nos olvidáramos del tema y que no dejáramos que esa noticia estropeara el regalo de los dioses que era tenerla para mí todo un fin de semana. Ella lo consiguió sin dificultad; el Perú, me parecía, era para ella algo que con toda deliberación había expulsado de su memoria como una masa de malos recuerdos (¿pobreza, racismo, discriminación, postergación, frustraciones múltiples?), y, tal vez, hacía tiempo que había tomado la decisión de cortar para siempre con su tierra natal. Yo, en cambio, pese a mis esfuerzos por olvidarme de la maldita noticia de
Le Monde
y concentrarme en la niña mala, no pude. A lo largo de toda la cena en Chez Allard el fantasma de mi amigo estuvo quitándome el apetito y el humor.

—Me parece que no estás para faire
la
fête
—me dijo, compasiva, a la hora del postre—. ¿Quieres que lo dejemos para otra vez, Ricardito?

Protesté que no y le besé las manos y le juré que, pese a la horrible noticia, pasar una noche con ella era lo más maravilloso que me había ocurrido nunca. Pero, cuando llegamos a mi departamento de Joseph Granier y ella sacó de su maletín de mano un coqueto
baby doll
, su escobilla de dientes y una muda de ropa para el día siguiente, y nos tendimos sobre la cama —yo había comprado flores para la salita y el dormitorio— y comencé a acariciarla, me di cuenta, avergonzado y humillado, que no estaba en condiciones de hacerle el amor.

—A esto, los franceses le llaman un
fiasco
—dijo, riéndose—. ¿Sabes que es la primera vez que me pasa con un hombre?

—¿Cuántos has tenido? Deja que adivine. ¿Diez? ¿Veinte?

—Soy pésima en matemáticas —se enojó. Y se vengó con una orden-: Más bien, hazme terminar con tu boca. Yo no tengo por qué guardar luto. Apenas conocí a tu amigo Paúl, y, además, acuérdate, por su culpa tuve que ir a Cuba.

Y, sin más, con la misma naturalidad con que hubiera encendido un cigarrillo, abrió las piernas y se tendió de espaldas, con un brazo sobre los ojos, en esa inmovilidad total, de concentración profunda en que, olvidándose de mí y del mundo circundante, acostumbraba sumirse a esperar su placer. Tardaba siempre mucho en excitarse y terminar, pero esa noche tardó todavía más que de costumbre, y, dos o tres veces, con la lengua acalambrada, debí parar unos instantes de besarla y sorberla. Cada vez, su mano me amonestaba, tirándome de los cabellos o pellizcándome la espalda. Al fin, la sentí moverse y oí ese ronroneo suavecito que parecía subirle a la boca desde el vientre, y sentí el encogimiento de sus miembros y su largo suspiro complacido. «Gracias, Ricardito», murmuró. Casi de inmediato, se quedó dormida. Yo estuve desvelado mucho rato, con una angustia que me estrujaba la garganta. Tuve un sueño difícil, con pesadillas que al día siguiente apenas recordaba.

Desperté cerca de las nueve de la mañana. Ya no había sol. Por la claraboya se divisaba el cielo encapotado, color panza de burro, el eterno cielo parisino. Ella dormía, dándome la espalda. Parecía muy joven y frágil, con ese cuerpecito de niña, ahora sosegado, apenas conmovido por una respiración ligera y espaciada. Nadie, viéndola así, se hubiera imaginado la vida difícil que debió haber llevado desde que nació. Traté de imaginarme la infancia que tuvo, por ser pobre en ese infierno que es el Perú para los pobres, y su adolescencia, acaso todavía peor, las mil pellejerías, entregas, sacrificios, concesiones, que habría debido de hacer, en el Perú, en Cuba, para salir adelante y llegar donde había llegado. Y lo dura y fría que la había vuelto el tener que defenderse con uñas y dientes contra el infortunio, todas las camas por las que debió pasar para no ser aplastada en ese campo de batalla que sus experiencias la habían convencido era la vida. Sentía una inmensa ternura por ella. Estaba seguro que la querría siempre, para mi dicha y también mi desdicha. Verla y sentirla respirar me inflamaron. Comencé a besarle la espalda, muy despacio, el culito respingado, el cuello y los hombros, y, haciéndola ladearse, los pechos y la boca. Ella simulaba dormir, pero estaba ya despierta, pues se acomodó de espaldas de manera que pudiera recibirme. La sentí húmeda, y, por primera vez, pude entrar en ella sin dificultad, sin sentirme haciendo el amor a una virgen. La quería, la quería, no podía vivir sin ella. Le rogué que dejara a monsieur Arnoux y se viniera conmigo, ganaría mucho dinero, la engreiría, le costearía todos los caprichos, le…

—Vaya, te has redimido —se echó a reír—, y hasta te aguantaste más que otras veces. Creí que te habías vuelto impotente, después del
fiasco
de anoche.

Le propuse prepararle el desayuno, pero ella prefirió que saliésemos a tomarlo a la calle, estaba antojada de
un croissant croustillant
. Nos duchamos juntos, me dejó jabonarla y secarla y, sentado en la cama, verla vestirse, peinarse y arreglarse. Yo mismo le calcé los mocasines, besándole antes, uno por uno, los dedos de los pies. Fuimos de la mano a un
bistrot
de l'avenue de la Bourdonnais, donde, en efecto, las mediaslunas crujían como si acabaran de salir del horno.

—Si esa vez, en lugar de despacharme a Cuba, me hubieras hecho quedar contigo aquí en París, ¿cuánto habríamos durado, Ricardito?

—Toda la vida. Te habría hecho tan feliz que no me hubieras dejado nunca.

Dejó de hablar en broma y me miró, muy seria y algo despectiva:

—Qué ingenuo y qué iluso eres —silabeó, desafiándome con sus ojos—. No me conoces. Yo sólo me quedaría para siempre con un hombre que fuera muy, muy rico y poderoso. Tú nunca lo serás, por desgracia.

—¿Y si el dinero no fuera la felicidad, niña mala?

—Felicidad, no sé ni me importa lo que es, Ricardito. De lo que sí estoy segura es que no es esa cosa romántica y huachafa que es para ti. El dinero da seguridad, te defiende, te permite gozar a fondo de la vida sin preocuparte por el mañana. La única felicidad que se puede tocar.

Se me quedó mirando, con esa expresión fría que se agudizaba a veces de manera extraña y parecía congelar la vida a su alrededor.

—Tú eres buena gente, pero tienes un terrible defecto: tu falta de ambición. Estás contento con lo que has conseguido, ¿no? Pero eso es nada, niño bueno. Por eso no podría ser tu mujer. Yo nunca estaré contenta con lo que tenga. Siempre querré más.

No supe qué contestarle, porque, aunque me doliese, había dicho algo cierto. Para mí la felicidad era tenerla a ella y vivir en París. ¿Significaba eso que eras un irredimible mediocre, Ricardito? Sí, probablemente. Antes de regresar al departamento, madame Robert Arnoux se levantó a telefonear. Volvió con la cara preocupada.

—Lo siento, pero tengo que irme, niño bueno. Se me han complicado las cosas.

No me dio más explicaciones ni aceptó que la llevara a su casa o donde tenía que ir. Subimos a que recogiera su maletín de mano y la acompañé a tomar un taxi a la estación, junto al metro de la École Militaire.

—Pese a todo, fue un bonito fin de semana —se despidió, rozándome los labios—. Chau,
mon amour
.

Al volver a mi casa, sorprendido por su brusca partida, descubrí que había dejado olvidada su escobilla de dientes en el cuarto de baño. Una preciosa escobillita que llevaba impresa en el estuche la firma del fabricante: Guerlain. ¿Olvidada? A lo mejor, no. A lo mejor era un olvido deliberado para dejarme un recuerdo de esa noche triste y ese despertar feliz.

Esa semana no pude verla ni hablar con ella y, la siguiente, sin conseguir tampoco despedirme —su teléfono no contestaba a ninguna hora—, partí a Viena, a trabajar una quincena de días en la Junta de Energía Atómica. Me encantaba esa ciudad barroca, elegante y próspera, pero el trabajo de un «temporero» en esos períodos en que las organizaciones internacionales tienen congresos, juntas generales o la conferencia anual —que es cuando necesitan traductores e intérpretes extras— es tan intenso que no me dejaba tiempo para museos, conciertos y funciones de ópera, salvo, algún mediodía, una visita a la carrera al Albertina. En las noches, muerto de cansancio, apenas alcanzaba a meterme en uno de esos antiguos cafés, el Central, el Landtmann, el Hawelka, el Frauenhuber, que parecían decorados
belle époque
, a tomar un
wiener schnitzel
, la versión austriaca del bistec apanado que preparaba mi tía Alberta, y un vaso de espumosa cerveza. Llegaba a mi cama medio grogui. Varias veces llamé a la niña mala, pero nadie contestaba el teléfono o sonaba siempre ocupado. No me atrevía a telefonear a Robert Arnoux a la Unesco para no despertar sus sospechas. Terminados los quince días, el señor Charnés me telegrafió proponiéndome diez días de contrato en Roma, en un seminario seguido de una conferencia de la FAO, de modo que viajé a Italia sin pasar por París. Tampoco desde Roma pude hablar con ella. Apenas volví a Francia, la llamé. Sin éxito, por supuesto. ¿Qué pasaba? Empecé a pensar, angustiado, en un accidente, una enfermedad, una tragedia doméstica.

Estaba tan nervioso por la imposibilidad de comunicarme con madame Arnoux, que tuve que leer dos veces la última carta del tío Ataúlfo, que encontré esperándome en París. No podía concentrarme, sacar de la cabeza a la chilenita. El tío Ataúlfo me daba largas explicaciones sobre la situación política peruana. La columna Túpac Amaru del MIR, encabezada por Lobatón, no había sido capturada aún, aunque los comunicados del Ejército daban parte de choques constantes en los que siempre tenían bajas los guerrilleros. Según la prensa, Lobatón y su gente se habían internado en la selva y conseguido aliados entre las tribus amazónicas, principalmente los ashaninka, diseminados en la región encuadrada por los ríos Ene, Perené, Satipo y Anapati. Había rumores de que comunidades ashaninka, seducidas por la personalidad de Lobatón, lo identificaban con un héroe mítico, el justiciero atávico Itomi Pavá, que, según la leyenda, volvería alguna vez para restaurar el poderío de esa nación. La aviación militar había bombardeado aldeas selváticas, sospechando que ocultaban a los miristas.

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