Read Travesuras de la niña mala Online
Authors: Mario Vargas Llosa
Le dije que estaba muy bien, pero que yo mismo me pagaría la habitación. No pensaba cambiar mi honesta profesión de intérprete por la de cafiche.
Echó una carcajada, ahora sí espontánea:
—¡Claro! —exclamó—. Tú eres un caballerito miraflorino y los caballeros no aceptan dinero de las mujeres.
Por tercera vez volvió a pasarme la mano por el pelo y esta vez yo se la cogí y la besé.
—¿Creías que iba a ir a acostarme contigo en ese cuchitril que te ha prestado el mariquita de Juan Barreto en Earl's Court? Todavía no te has dado cuenta que ahora yo estoy
at the top
.
Un minuto después se había ido, luego de indicarme que no saliera del Russell Hotel antes de un cuarto de hora, porque con David Richardson todo era posible, incluso que la hiciera seguir cada vez que venía a Londres por uno de esos detectives especializados en adulterios.
Esperé los quince minutos y, luego, en vez de tomar el metro, di un larguísimo paseo bajo un cielo encapotado y amagos de una lluviecita menuda. Fui hasta Trafalgar Square, crucé St. James Park, Green Park, oliendo la hierba mojada y viendo gotear las ramas de los gruesos robles, bajé casi todo Brompton Road y una hora y media después llegué a la medialuna de Philbeach Gardens, fatigado y feliz. La larga caminata me había serenado y me permitía pensar, sin el tumulto de ideas y sensaciones caóticas en el que había vivido desde mi visita a Newmarket. ¿Cómo era posible que volver a verla después de tanto tiempo te trastornara así, Ricardito? Porque, era cierto todo lo que le había dicho: seguía loco por ella. Me bastó verla para reconocer que, aun a sabiendas de que cualquier relación con la niña mala estaba condenada al fracaso, lo único que realmente deseaba yo en la vida con esa pasión con que otros persiguen la fortuna, la gloria, el éxito, el poder, era tenerla a ella, con todas sus mentiras, sus enredos, su egoísmo y sus desapariciones. Una huachafería, sin duda, pero era verdad que hasta el viernes no haría otra cosa que maldecir la lentitud con que pasaban las horas que faltaban para el nuevo encuentro.
El viernes, cuando llegué al Russell Hotel, con un maletín de mano, el recepcionista, un hindú, me confirmó que la habitación estaba reservada a mi nombre por el día. Ya había sido pagada. Añadió que «mi secretaria» les había advertido que yo vendría de París con cierta frecuencia y que, si era así, el hotel vería la forma de hacerme un precio especial, como a los clientes fijos, «salvo en la estación alta». El cuarto tenía vista sobre Russell Square y, aunque no era pequeño, lo parecía, por lo atestado que estaba de objetos, mesillas, lamparillas, animalitos, grabados, y unas telas con guerreros mogoles de ojos desorbitados, retorcidas barbas y curvas cimitarras que parecían precipitarse sobre el lecho con muy malas intenciones.
La niña mala llegó media hora después que yo, envuelta en un entallado abrigo de cuero, un sombrerito que le hacía juego y unos botines hasta las rodillas. Además del bolso llevaba un cartapacio lleno de cuadernos y libros de unos cursos sobre arte moderno que, me explicó después, seguía tres veces por semana en Christie's. Antes de mirarme, echó una ojeada a la habitación e hizo un pequeño signo de asentimiento, aprobando. Cuando, por fin, se dignó mirarme, ya la tenía yo en mis brazos y había comenzado a desvestirla.
—Ten cuidado —me instruyó—. No me vayas a arrugar la ropa.
La desnudé con todas las precauciones del mundo, estudiando, como objetos preciosos y únicos, las prendas que llevaba encima, besando con unción cada centímetro de piel que aparecía a mi vista, aspirando el aura suave, ligeramente perfumada, que brotaba de su cuerpo. Ahora tenía una pequeña cicatriz casi invisible cerca de la ingle, pues la habían operado del apéndice, y llevaba el pubis más escarmenado que antaño. Sentía deseo, emoción, ternura, mientras besaba sus empeines, sus axilas fragantes, los insinuados huesecillos de la columna en su espalda y sus nalgas paraditas, delicadas al tacto como el terciopelo. Le besé los menudos pechos, largamente, loco de dicha.
—No te habrás olvidado lo que me gusta, niño bueno —me susurró al oído, por fin.
Y, sin esperar mi respuesta, se puso de espaldas, abriendo las piernas para hacer sitio a mi cabeza, a la vez que se cubría los ojos con el brazo derecho. Sentí que comenzaba a apartarse más y mejor de mí, del Russell Hotel, de Londres, a concentrarse totalmente, con esa intensidad que yo no había visto nunca en ninguna mujer, en ese placer suyo, solitario, personal, egoísta, que mis labios habían aprendido a darle. Lamiendo, sorbiendo, besando, mordisqueando su sexo pequeñito, la sentí humedecerse y vibrar. Se demoró mucho en terminar. Pero qué delicioso y exaltante era sentirla ronroneando, meciéndose, sumida en el vértigo del deseo, hasta que, por fin, un largo gemido estremeció su cuerpecito de pies a cabeza. «Ven, ven», susurró, ahogada. Entré en ella con facilidad y la apreté con tanta fuerza que salió de la inercia en que la había dejado el orgasmo. Se quejó, retorciéndose, tratando de zafarse de mi cuerpo, quejándose: «Me aplastas».
Con mi boca pegada a la suya, le rogué:
—Por una vez en tu vida, dime que me quieres, niña mala. Aunque no sea cierto, dímelo. Quiero saber cómo suena, siquiera una vez.
Después, cuando habíamos terminado de hacer el amor, y conversábamos, desnudos sobre la colcha amarilla, amenazados por los fieros guerreros mogoles y yo le acariciaba los pechos, la cintura, besaba la casi invisible cicatriz y jugaba con su liso vientre, pegando el oído a su ombligo y escuchando los rumores profundos de su cuerpo, le pregunté por qué no me había dado gusto, diciéndome esa pequeña mentira al oído. ¿No la había dicho tantas veces, a tantos?
—Por eso —me respondió en el acto, sin piedad—. Yo nunca he dicho «te quiero», «te amo», sintiéndolo de verdad. A nadie. Sólo he dicho esas cosas de a mentiras. Porque yo nunca he querido a nadie, Ricardito. Les he mentido a todos, siempre. Creo que el único hombre al que nunca le he mentido en la cama has sido tú.
—Vaya, viniendo de ti, eso es toda una declaración de amor.
¿Había conseguido por fin eso que había buscado tanto, ahora que estaba casada con un hombre rico y poderoso?
Una sombra veló sus ojos y su voz se empañó:
—Sí y no. Porque, aunque ahora tengo seguridad y puedo comprarme lo que quiero, estoy obligada a vivir en Newmarket y a pasarme la vida hablando de caballos.
Lo dijo con una amargura que parecía salirle del fondo del alma. Y, entonces, de pronto, se sinceró conmigo de una manera inesperada, como si no pudiera ya guardar adentro todo aquello. Odiaba los caballos con todas sus fuerzas y también a todas sus amistades y relaciones de Newmarket, propietarios, preparadores, jockeys, empleados, palafreneros, perros y gatos y todas las personas que directa o indirectamente tenían que ver con los equinos, malditos engendros que, además, eran el único tema de conversación y preocupación de esa horrible gente que la rodeaba. No sólo en los hipódromos, en las pistas de entrenamiento, en los establos, también en las cenas, las recepciones, los matrimonios, los cumpleaños y en los encuentros casuales las gentes de Newmarket hablaban de las enfermedades, accidentes, aprontes, proezas o desgracias de los horribles cuadrúpedos. A ella esta vida había conseguido amargarle los días, y hasta las noches, porque, últimamente, tenía pesadillas con los caballos de Newmarket. Y, aunque no me lo dijo, era fácil adivinar que de su odio inconmensurable hacia los caballos y Newmarket tampoco se libraba su marido. Mr. David Richardson, compadecido de las angustias y depresiones de su mujer, le había dado permiso desde hacía algunos meses para que viniera a Londres —ciudad a la que la fauna de Newmarket detestaba y en la que rara vez ponía los pies— a seguir cursillos de historia del arte en Christie's y Sotheby's, a tomar clases de arreglos florales en Out of the Bloom, en Camden, y hasta sesiones de yoga y de meditación trascendental en un
ashram
de Chelsea que la distrajeran un poco de los estragos psicológicos que le causaba la hípica.
—Vaya, vaya, niña mala —me burlé yo, encantado de oírlo que me contaba—. ¿Descubriste que no siempre el dinero es la felicidad? ¿Tengo esperanzas, pues, de que un día de éstos despidas a Mr. Richardson y te cases conmigo? París es más divertido que el infierno caballuno de Suffolk, como sabes.
Pero ella no tenía ganas de bromear. Su disgusto por Newmarket era todavía más grave de lo que me pareció aquella vez, un verdadero trauma. Creo que ni una sola tarde, de las muchas en que nos vimos e hicimos el amor en el curso de los dos años siguientes en las distintas habitaciones del Russell Hotel —llegué a tener la impresión de que las conocía todas de memoria—, dejó la niña mala de desfogarse conmigo, vociferando contra los caballos y la gente de Newmarket, cuya vida le parecía monótona, estúpida, la más tonta del mundo. ¿Por qué, si era tan infeliz con la existencia que llevaba, no le ponía término? ¿Qué esperaba para separarse de David Richardson, un hombre con el que evidentemente no se había casado por amor?
—No me atrevo a pedirle el divorcio —me reconoció, una de esas tardes—. No sé qué me pasaría.
—No te pasaría nada. ¿Estás casada con todas las de la ley, no? Aquí las parejas se descasan sin ningún problema.
—No lo sé —me dijo ella, yendo en las confidencias un poco más lejos que de costumbre. Nos casamos en Gibraltar y no estoy segura de que mi matrimonio tenga la misma validez aquí. Tampoco sé cómo averiguarlo sin que David se entere. Tú no conoces a los ricos, niño bueno. Y menos a David. Para casarse conmigo, tramó con sus abogados un divorcio en el que dejó a su primera mujer poco menos que en la calle. No quiero que me pase lo mismo. Él tiene los mejores abogados, las mejores relaciones. Y yo, en Inglaterra, soy menos que nadie, una pobre
shit
.
Nunca pude averiguar cómo lo había conocido, cuándo y de qué manera surgió ese romance con David Richardson que la catapultó de París a Newmarket. Era evidente que había hecho un mal cálculo creyendo que, con semejante conquista, conquistaría también esa libertad ilimitada que ella asociaba con la fortuna. No sólo no era feliz; a simple vista, más lo había sido como esposa del funcionario francés al que abandonó. Cuando, otra de esas tardes, ella misma me habló de Robert Arnoux y me exigió que le relatara con pelos y señales la conversación que tuvimos la noche que me invitó a cenar a Chez Eux, lo hice, sin omitirle nada, contándole incluso cómo a su ex marido se le llenaron los ojos de lágrimas al referirme que ella se había fugado con todos los ahorros de la cuenta conjunta que tenían en un banco suizo.
—Como buen francés, lo único que le dolía era la plata —me comentó, sin impresionarse lo más mínimo—. ¡Sus ahorros! Cuatro reales ridículos que no me alcanzaron ni para un año de vida. Me usó para sacar plata de Francia a escondidas. No sólo la suya, también la de sus amigos. Habrían podido meterme presa, si me pescaban. Además, era un tacaño, lo peor que puede ser alguien en la vida.
—Ya que eres tan fría y tan perversa, por qué no matas a David Richardson, niña mala. Te evitarás los riesgos del divorcio y heredarás su fortuna.
—Porque no sabría cómo hacerlo sin que me metan presa —me contestó, sin sonreír—. ¿Te animarías tú? Te ofrezco el diez por ciento de su herencia. Es mucha, mucha plata.
Jugábamos, pero yo no podía evitar, cuando le oía decirme esas barbaridades con tanta soltura, un escalofrío. Ya no era aquella muchachita vulnerable que, pasando mil pellejerías, había salido adelante gracias a una audacia y una determinación poco comunes; ahora era una mujer hecha y derecha, convencida de que la vida era una jungla donde sólo triunfaban los peores, dispuesta a todo para no ser vencida y seguir escalando posiciones. ¿Incluso a despachar al otro mundo a su marido para heredarlo, si podía hacerlo con absoluta garantía de impunidad? «Por supuesto», me decía, con esa miradita burlona y feroz. «¿Te doy miedo, niño bueno?»
Sólo cuando David Richardson la llevaba con él en sus viajes de negocios por Asia, se divertía. Por lo que me contó, algo bastante vago, su marido era
broker
, intermediario de diversas
commodities
, que Indonesia, Corea, Taiwán, Tailandia y Japón exportaban a Europa y por eso hacía viajes frecuentes allá a entrevistarse con los proveedores. No siempre lo acompañaba; cuando lo hacía, sentía una gran liberación. Seúl, Bangkok, Tokio, eran las compensaciones que le permitían soportar Newmarket. Mientras él celebraba sus cenas y reuniones de negocios, ella hacía turismo, visitaba templos y museos y se compraba ropa o adornos para su casa. Por ejemplo, tenía una maravillosa colección de kimonos japoneses y gran variedad de muñecos articulados del teatro balinés. ¿Me permitiría, alguna vez, cuando su marido estuviera de viaje, ir a Newmarket y echar un vistazo a su casa? No, nunca. Yo no debía asomar por allá jamás, aunque Juan Barreto volviera a invitarme. Salvo, claro, que me decidiera a tomar en serio su propuesta homicida.
Esos dos años, en los cuales pasé largas temporadas en el
swinging London
, pernoctando en el
pied-á-terre
de Juan Barreto en Earl's Court, y viendo a la niña mala una o dos veces por semana, fueron los más felices de mi vida hasta entonces. Gané menos dinero como intérprete, porque, por Londres, deseché muchos contratos en París y otras ciudades europeas, incluida Moscú, donde las conferencias y congresos internacionales se hicieron más frecuentes hacia fines de los años sesenta y comienzos de los setenta, y, en cambio, acepté trabajos bastante mal pagados cuyo único atractivo era que me llevaban a Inglaterra. Pero por nada del mundo hubiera cambiado la felicidad de llegar al Russell Hotel, donde a todos los camareros y camareras llegué a conocerlos por sus nombres, y esperar, en estado de trance, la llegada de Mrs. Richardson. Cada vez me sorprendía con un vestido, una ropa interior, un perfume o unos zapatitos nuevos. Una de aquellas tardes, como yo le había pedido, se trajo en una bolsa varios kimonos de su colección y me hizo una exhibición, andando y moviéndose por el cuarto, con los piececitos muy juntos y la sonrisa estereotipada de una geisha. Siempre noté, en su cuerpo menudo y en el viso ligeramente verdoso de su piel, una huella oriental, herencia de algún ancestro del que ella no tenía noticia, y que aquella tarde se me hizo más evidente que nunca.
Hacíamos el amor, conversábamos desnudos, mientras yo jugaba con sus cabellos y su cuerpo, y, algunas veces, si lo permitía el tiempo, antes de que regresara a Newmarket dábamos un paseo por un parque. Si llovía, nos metíamos a algún cine, y veíamos la película de la mano. Otras veces íbamos a tomar té con los
scones
que a ella le gustaban, a Fortnum and Mason, y, una vez, a los célebres y opulentos tes del Hotel Ritz, pero no volvimos porque al salir ella divisó en una mesa a una pareja de Newmarket. La vi ponerse pálida. En esos dos años yo me convencí de que, en mi caso al menos, era falso que el amor se empobreciera o desapareciera con el uso. El mío crecía cada día. Yo estudiaba minuciosamente las galerías, los museos, los cinemas de arte, las exposiciones, los itinerarios recomendados —los pubs más antiguos de la ciudad, las ferias de anticuarios, los escenarios de las novelas de Dickens—, para proponerle paseos que pudieran divertirla, y, cada vez, también, la sorprendía con algún regalito de París, que, si no por su precio, podía impresionarla por su originalidad. A veces, contenta con el regalo, me decía «te mereces un besito» y, por un segundo, me juntaba los labios. Apoyados en los míos, quietos, se dejaban besar por mí, sin responder.