Travesuras de la niña mala (16 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

BOOK: Travesuras de la niña mala
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¿Llegó a quererme un poco en aquellos dos años? Nunca me lo dijo, desde luego, eso habría sido una demostración de debilidad que no se hubiera, ni me hubiera, perdonado. Pero creo que llegó a acostumbrarse a mi devoción, a sentirse halagada por el amor que yo vertía sobre ella a manos llenas más de lo que se atrevía a confesarse a sí misma. Le gustaba que la hiciera gozar con mi boca, y que luego, apenas había alcanzado el orgasmo, la penetrara y «la irrigara». Y, también, que le dijera de todas las formas posibles y de mil maneras que la amaba. «¿Qué cursilerías me vas a decir hoy día?» era a veces su saludo.

—Que lo más excitante que hay en ti, después de este clítoris enanito, es tu manzana de Adán. Cuando sube, pero, principalmente, cuando baja bailando por tu garganta.

Si conseguía hacerla reír, me sentía colmado, como, de niño, tras aquella acción buena que los hermanos del Colegio Champagnat de Miraflores nos recomendaban hacer a diario, para santificar el día. Una tarde tuvimos un curioso incidente, de larga cola. Yo estaba trabajando en un congreso organizado por British Petroleum, en una sala de conferencias de Uxbridge, en las afueras de Londres, y me fue imposible salir a reunirme con ella —había pedido permiso para ausentarme en la tarde— porque el compañero que debía reemplazarme se enfermó. La llamé por teléfono al Russell Hotel, dándole toda clase de disculpas. Sin responderme una palabra, me cortó. Volví a llamar y ya no estaba en la habitación.

El viernes siguiente —nos veíamos los miércoles y los viernes, por lo general, los días de sus supuestas clases de arte en Christie's— me hizo esperar más de dos horas, sin llamar para explicarme su tardanza. Apareció, por fin, con la cara fruncida, cuando yo ya no creía que vendría.

—¿No podías llamarme? —protesté—.

Me has tenido con los nervios..

No pude terminar porque una cachetada, lanzada con todas sus fuerzas, me cerró la boca.

—Tú a mí no me dejas plantada, pichiruchi —vibraba de indignación y tenía la voz descompuesta—. Tú, si tienes una cita conmigo..

No la dejé acabar la frase porque me abalancé sobre ella y con todo el peso de mi cuerpo la hice rodar sobre la cama. Se defendió un poco al principio, pero, no mucho después, dejó de resistir. Y, casi de inmediato, sentí que me besaba y abrazaba también, y me ayudaba a desnudarla. Nunca antes había hecho algo así. Por primera vez sentí su cuerpecito enredándose en el mío, trenzándome las piernas, sus labios apretándose contra los míos y su lengua pugnando con la mía. Sus manos se hundían en mi espalda, en mi cuello. Le rogué que me perdonara, jamás volvería a ocurrir, le agradecí que me hiciera tan feliz, que por primera vez me demostrara que también me quería. Entonces, la sentí sollozar y vi sus ojos mojados.

—Amor mío, corazón, no llores, y por esa tontería —la acaricié, sorbiéndole las lágrimas—. No volverá a ocurrir, te lo prometo. Te amo, te amo.

Después, cuando nos vestíamos, ella permanecía muda, con una expresión rencorosa, arrepentida de su debilidad. Traté de mejorarle el humor, bromeando:

—¿Ya dejaste de quererme, tan rápido?

Me miró con cólera, un buen rato, y cuando habló su voz sonó muy dura:

—No te equivoques, Ricardito. No creas que te he hecho esa escena porque me muero por ti. Ningún hombre me importa mucho y tú no eres la excepción. Pero tengo mi amor propio y a mí nadie me deja plantada en un cuarto de hotel.

Le dije que estaba dolida de que yo hubiera descubierto que, a pesar de todas sus paradas, desplantes e insultos, algo sentía por mí. Fue el segundo error grave que cometí con la niña mala desde aquel día que, en vez de retenerla en París, la animé a partir a Cuba a seguir su entrenamiento de guerrillera. Me miró muy seria, sin decir nada un buen rato y, por fin, murmuró, llena de altivez y desprecio:

—¿Eso crees? Ya verás que no es así, pichiruchi.

Salió de la habitación, sin despedirse. Pensé que sería un malhumor pasajero, pero no supe de ella toda la semana siguiente. Pasé el miércoles y el viernes esperándola en vano, acompañado en mi soledad por los beligerantes mogoles. El siguiente miércoles, al llegar al Russell Hotel, el conserje hindú me entregó una cartita. Muy escueta, me informaba que estaba partiendo a Japón con «David». Ni siquiera me decía por cuánto tiempo ni que me llamaría apenas regresara a Inglaterra. Me llené de malos presagios y maldije mi metida de pata. Conociéndola, esta notita de dos frases podía ser una larga y, acaso, definitiva despedida.

En aquellos dos años mi amistad con Juan Barreto se había estrechado. Pasé muchos días en su
pied-á-terre
de Earl's Court, ocultándole siempre, por supuesto, mis encuentros con la niña mala. Por esa época, 1972 o 1973, el movimiento hippy entró en una rápida desintegración y pasó a convertirse en una moda burguesa. La revolución psicodélica resultó menos profunda y seria de lo que creían sus cultores. Lo más creativo que produjo, la música, fue rápidamente integrada por el
establishment
y entró a formar parte de la cultura oficial y a hacer millonarios y multimillonarios a los antiguos rebeldes y marginales, a sus representantes y a las empresas discográficas, empezando por los propios Beatles y terminando por los Rolling Stones. En vez de la liberación de los espíritus, «la expansión indefinida de la mente humana», según aseguraba el gurú del ácido lisérgico, el antiguo profesor de Harvard, doctor Timothy Leary, las drogas, la vida promiscua y sin frenos, trajeron buen número de problemas y algunas desgracias personales y familiares. Nadie vivió tan visceralmente este cambio de circunstancias como mi amigo Juan Barreto.

Había sido siempre muy sano y, de repente, empezó a quejarse de gripes y resfríos que se abatían sobre él con mucha frecuencia, acompañados de fortísimas neuralgias. Su médico, en Cambridge, le aconsejó unas vacaciones en un clima más cálido que el inglés. Estuvo diez días en Ibiza y volvió a Londres tostado y risueño, lleno de anécdotas picantes sobre las
hot nights
de Ibiza, «algo que nunca hubiera podido imaginar en un país con la fama de cucufato que tiene España».

Fue en esta época que Mrs. Richardson partió a Tokio, acompañando a su marido. Dejé de ver a Juan cerca de un mes. Estuve trabajando en Ginebra y Bruselas y ninguna de las veces que lo llamé, a Londres y a Newmarket, contestó el teléfono. Esas cuatro semanas tampoco recibí noticia alguna de la niña mala. Cuando regresé a Londres, mi vecina de Earl's Court, la colombiana Marina, me dijo que Juan llevaba varios días internado en el Westminster Hospital. Lo tenían en el pabellón de enfermedades infecciosas, sometido a toda clase de exámenes. Se había adelgazado mucho. Lo encontré con la barba crecida, abrigadísimo bajo un alto de mantas y angustiado porque «estos médicos chambones no consiguen diagnosticar mi enfermedad». Le habían dicho primero que tenía un herpes genital, que se le había complicado, y, luego, que se trataba más bien de una especie de sarcoma. Ahora sólo le decían vaguedades. Se le encendieron los ojos cuando me vio asomar junto a su cama:

—Me siento más solo que un perro, mi hermano —me confesó—. No sabes cuánto me alegra verte. He descubierto que, aunque conozco a un millón de gringos, tú eres el único amigo que tengo. Amigo de amistad a la peruana, la que llega hasta el tuétano, quiero decir. Las amistades aquí son muy superficiales, la verdad. Los ingleses no tienen tiempo para la amistad.

Mrs. Stubard había dejado hacía algunos meses la casita de St. John's Wood. Estaba delicada de salud y se había retirado a un asilo de ancianos en Suffolk. Vino a visitar a Juan una vez, pero era demasiado trajín para ella y no había vuelto. «La pobre sufre de la espalda y fue un verdadero acto de heroísmo llegar hasta aquí.» Juan era otra persona; la enfermedad le había hecho perder el optimismo, la seguridad, y lo había llenado de miedos:

—Me estoy muriendo y no saben de qué —me dijo, con voz cavernosa, la segunda o tercera vez que fui a verlo—. No creo que me lo oculten para no asustarme, los médicos ingleses te dicen siempre la verdad, aunque sea espantosa. Lo que pasa es que no saben qué me pasa.

Los exámenes no daban nada preciso, los médicos empezaron de pronto a hablar de un virus escurridizo, no bien identificado, que atacaba el sistema inmunológico, lo que había vuelto a Juan propenso a toda clase de infecciones. Se hallaba en un estado de extrema debilidad, con los ojos hundidos, la piel cerúlea, los huesos saltados. Todo el tiempo se pasaba las manos por la cara, como para comprobar que todavía estaba allí. Yo lo acompañaba todas las horas en que estaban autorizadas las visitas. Lo veía consumirse cada día más, al tiempo que se hundía en la desesperación. Un día me pidió que le consiguiera un cura católico, porque quería confesarse. No me fue fácil. El párroco del Brompton Oratory con el que hablé me dijo que le era imposible desplazarse a los hospitales. Pero me dio el teléfono de un convento de dominicos, que prestaban este servicio. Tuve que ir en persona a gestionar el asunto. Vino a ver a Juan un curita irlandés, colorado y simpático, con el que mi amigo sostuvo una larga conversación. El dominico volvió a verlo dos o tres veces. Esos diálogos lo serenaban, por unos días. Y de ellos resultó la decisión trascendental que tomó: escribir a su familia, con la que no había vuelto a tener relación hacía más de diez años.

Estaba muy débil para escribir, de modo que me dictó una carta larga, sentida, en la que resumía a sus padres su carrera de pintor en Newmarket, con detalles de humor. Les decía que, aunque había tenido muchas veces deseo de escribirles y de hacer las paces con ellos, lo había atajado siempre un estúpido prurito de amor propio, del que estaba arrepentido. Porque los quería y extrañaba mucho. En una posdata añadía algo que, estaba seguro, los alegraría: después de haber estado alejado muchos años de la Iglesia, Dios le había permitido volver a la fe en que había sido criado, lo que ahora daba paz a su vida. No les decía palabra sobre su enfermedad.

Sin comunicárselo a Juan, pedí una cita al jefe del departamento de enfermedades infecciosas del Westminster Hospital. El doctor Rotkof, hombre bastante mayor y un poco seco, de barbita entrecana y nariz tuberosa, antes de contestar mis preguntas quiso saber qué grado de parentesco tenía con el enfermo.

—Somos amigos, doctor. Él no tiene familiares aquí en Inglaterra. Me gustaría poder escribir a sus padres, allá en el Perú, diciéndoles cuál es el verdadero estado de Juan.

—No le puedo decir gran cosa, salvo que es muy grave —me espetó, sin rodeos—. Puede morir en cualquier momento. Su organismo carece de defensas y un resfrío podría acabar con él.

Se trataba de una enfermedad nueva, de la que se habían detectado ya bastantes casos, en Estados Unidos y en el Reino Unido. Atacaba con especial dureza a las comunidades de homosexuales, a los adictos a la heroína y a todas las drogas intravenosas, así como a los hemofílicos. Salvo que la esperma y la sangre eran las vías principales para la transmisión del «síndrome» —nadie hablaba del sida todavía—, se sabía poca cosa de su origen y naturaleza. Devastaba el sistema inmunológico y exponía al paciente a todas las enfermedades. Una constante eran esas llagas en las piernas y el abdomen que atormentaban tanto a mi amigo. Aturdido con lo que acababa de oír, pregunté al doctor Rotkof qué me aconsejaba que hiciera. ¿Decírselo a Juan? Se encogió de hombros e hizo una especie de puchero. Eso dependía enteramente de mí. Tal vez sí, tal vez no. Aunque, acaso sí, si mi amigo debía tomar algunas disposiciones en relación con su deceso.

Quedé tan afectado por la conversación con el doctor Rotkof que no me atreví a volver a la habitación de Juan, seguro de que por mi cara adivinaría todo. Tenía mucha pena por él. Qué hubiera dado por ver aquella tarde a Mrs. Richardson y sentirla, aunque fuera por un par de horas, a mi lado. Juan Barreto me había dicho una gran verdad: aunque yo también conocía a cientos de personas aquí en Europa, el único amigo que tenía «a la peruana» se me iba a morir en cualquier momento. Y la mujer que quería estaba en el otro extremo del mundo, con su marido, y, fiel a su costumbre, hacía más de un mes que no daba señales de vida. Cumplía su amenaza, demostrando al pichiruchi insolente que no estaba enamorada en absoluto, que podía prescindir de él como de una baratija inservible. Desde hacía días me angustiaba la sospecha de que, una vez más, iba a desaparecer sin dejar rastro. ¿Para esto habías soñado tanto desde niño con escapar del Perú y vivir en Europa, Ricardo Somocurcio? En esos días londinenses me sentí solo y triste como un perro vagabundo.

Sin decir nada a Juan, escribí una carta a sus padres, explicándoles que se encontraba muy delicado, víctima de una enfermedad desconocida, y lo que me había advertido el doctor Rotkof: que un desenlace fatal podía sobrevenir en cualquier momento. Les decía que, aunque yo habitaba en París, permanecería en Londres todo el tiempo que hiciera falta para acompañar a Juan. Les di el teléfono y la dirección del
pied-á-terre
de Earl's Court y les pedí instrucciones.

Me llamaron apenas recibieron mi carta, que les llegó al mismo tiempo que la que Juan me dictó para ellos. Su padre estaba destrozado con la noticia, pero, al mismo tiempo, feliz de recuperar al hijo pródigo. Hacían arreglos para venir a Londres. Me pidió que les reservara un hotelito modesto, pues no disponían de mucho dinero. Lo tranquilicé; se quedarían en el
pied-á-terre
de Juan, donde podrían cocinar, de modo que la estancia londinense les resultara menos cara. Quedamos en que yo prepararía a Juan sobre su próxima llegada.

Dos semanas después, el ingeniero Clímaco Barreto y su esposa Eufrasia estaban instalados en Earl's Court y yo me había mudado a un
bed and breakfast
de Bayswater. La llegada de sus padres tuvo un efecto enormemente positivo sobre Juan. Recuperó la esperanza, el humor y pareció reponerse. Hasta lograba retener algunos de los alimentos que le traía mañana y tarde la enfermera, en tanto que, antes, todo lo que se llevaba a la boca le producía arcadas. Los señores Barreto eran bastante jóvenes —él había trabajado toda su vida en la hacienda Paramonga, hasta que el gobierno del general Velasco la expropió a sus dueños, y entonces renunció y consiguió un puestecito de profesor de matemáticas en una de las nuevas universidades que brotaban en Lima como hongos—, o estaban muy bien conservados, pues apenas parecían en la cincuentena. Él era alto y con el aspecto deportivo de quien se ha pasado la vida en el campo y, ella, una mujercita menuda y enérgica, cuya manera de hablar, el tono suave, la abundancia de diminutivos y la música de mi viejo barrio miraflorino, me puso nostálgico. Oyéndola, sentía larguísimo el tiempo transcurrido desde que salí del Perú a vivir la aventura europea. Pero, alternando con ellos, confirmé también que me sería imposible volver allá, para hablar y pensar como hablaban y pensaban los padres de Juan. Sus comentarios sobre lo que vetan en Earl's Court, por ejemplo, me revelaban de manera muy gráfica cuánto había cambiado yo en todos estos años. No era una revelación entusiasmante. Había dejado de ser un peruano en muchos sentidos, sin duda. ¿Qué era, entonces? Tampoco había llegado a ser un europeo, ni en Francia, ni mucho menos en Inglaterra. ¿Qué eras, pues, Ricardito? Tal vez, lo que en sus rabietas me decía Mrs. Richardson: un pichiruchi, nada más que un intérprete, alguien que, como le gustaba definirnos a mi colega Salomón Toledano, sólo es cuando no es, un homínido que existe cuando deja de ser lo que es para que por él pasen mejor las cosas que piensan y dicen los otros.

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