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Authors: Mario Vargas Llosa

Travesuras de la niña mala (31 page)

BOOK: Travesuras de la niña mala
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—¿Me vas a hacer el amor? —me provocó, hablando como si cantara—. Pero si todavía no se han cumplido los dos meses que ordenó el médico.

—Esta noche no me importa —le respondí—. Estás demasiado linda, y si no te hiciera el amor me moriría. Porque yo te quiero con toda mi alma.

—Ya me parecía raro que no me hubieras dicho todavía ninguna huachafería —se rió ella.

Mientras le besaba todo el cuerpo, despacio, empezando por los cabellos y terminando en la planta de los pies, con infinita delicadeza e inmenso amor, la sentí ronronear, encogerse y estirarse, excitada. Cuando besé su sexo lo sentí muy húmedo, latiendo, hinchado. Sus piernas se apretaron en torno a mí, con fuerza. Pero, apenas la penetré, dio un aullido y rompió en llanto, haciendo muecas de dolor.

—Me duele, me duele —lloriqueó, retirándome con las dos manos—. Quería darte gusto esta noche, pero no puedo, me desgarra, me duele.

Lloraba besándome en la boca con angustia y sus cabellos y sus lágrimas se me metían por los ojos y por la nariz. Se había echado a temblar como cuando le sobrevenían los ataques de terror. Yo le pedí perdón a mi vez, por haber sido un bruto, un irresponsable, un egoísta. La amaba, nunca la haría sufrir, ella era para mí lo más precioso, lo más dulce y tierno de la vida. Como el dolor no cedía, me levanté, desnudo, y traje del baño una toallita empapada en agua tibia y con ella le repasé el sexo con suavidad, hasta que, poco a poco, el dolor fue cediendo. Nos abrigamos con la frazada y ella quiso que terminara en su boca pero me resistí. Estaba arrepentido de haberla hecho sufrir. Hasta que estuviera completamente bien no se volvería a repetir lo de esta noche: haríamos una vida casta, su salud era más importante que mi placer. Me escuchaba sin decir nada, pegada a mí y totalmente inmóvil. Pero, mucho rato después, antes de quedarse dormida, con sus brazos alrededor de mi cuello y sus labios pegados a los míos, me susurró: «Tu cartita de Alejandría la leí diez veces, por lo menos. Dormía con ella todas las noches, apretadita entre mis piernas».

A la mañana siguiente llamé desde la calle a la clínica de Petit Clamart y la secretaria del doctor Zilacxy me dio una cita para dos días después. También ella me precisó que el director quería verme a solas. En la tarde fui a la Unesco a explorar qué posibilidades había de un contrato, pero el jefe de intérpretes me dijo que por el resto del mes no había nada y me propuso más bien recomendarme para una conferencia de tres días, en Burdeos. No acepté. Tampoco la agencia del señor Charnés tenía nada para mí de inmediato en París o alrededores, pero, como mi antiguo
patrón
vio que andaba necesitado de trabajo, me confió un alto de documentos para traducir, del ruso y del inglés, bastante bien pagados. Así que me instalé a trabajar en la salita comedor de mi casa, con mi máquina de escribir y mis diccionarios. Me impuse un horario de oficina. La niña mala me preparaba tacitas de café y se ocupaba de las comidas. De tanto en tanto, como lo haría una recién casada llena de atenciones por su marido, se venía a colgar de mis hombros y a darme un beso por la espalda, en el cuello o la oreja. Pero cuando llegaba Yilal se olvidaba por completo de mí y se dedicaba a jugar con el niño como si fueran de la misma edad. En las noches, después de la cena, oíamos discos antes de dormir, y a veces ella se quedaba dormida en mis brazos.

No le dije que tenía cita en la clínica de Petit Clamart y salí de casa con el pretexto de una entrevista para un posible trabajo en una empresa de las afueras de París. Llegué a la clínica media hora antes de lo convenido, muerto de frío, y esperé en la sala de visitas, viendo caer una nieve floja sobre el césped. El mal tiempo había desaparecido a la fuente de piedra y a los árboles.

El doctor Zilacxy, vestido de idéntica manera a como lo vi por primera vez, un mes antes, estaba acompañado por la doctora Roullin. Me cayó simpática de entrada. Era una mujer gruesa, todavía joven, con unos ojos inteligentes y una sonrisa amable que casi no se apartaba de sus labios. Tenía en el brazo un cartapacio, que pasaba de una mano a otra, rítmicamente. Me habían recibido de pie y, aunque había en el despacho unos asientos, no me invitaron a sentarme.

—¿Cómo la ha encontrado? —me preguntó el director a manera de saludo, dándome la misma impresión que la primera vez: alguien que no estaba para perder tiempo en circunloquios.

—Magníficamente bien, doctor —le respondí—. Es otra persona. Se ha repuesto, le han vuelto las formas y los colores. La noto muy tranquila. Y han desaparecido esos ataques de terror que la atormentaban tanto. Ella les está muy agradecida. Y yo también, por supuesto.

—Bien, bien —dijo el doctor Zilacxy, barajando las manos como un ilusionista y moviéndose en el sitio—. Sin embargo, le prevengo que, en estas cosas, uno no puede fiarse nunca de las apariencias.

—¿En qué cosas, doctor? —lo interrumpí intrigado.

—En las cosas de la mente, mi amigo —sonrió él—. Si usted prefiere llamarlo el espíritu, no tengo objeción. La señora está físicamente bien. Su organismo se ha recuperado, en efecto, gracias a la vida disciplinada, el buen régimen alimenticio y los ejercicios. Ahora, hay que procurar que siga las instrucciones que le hemos dado sobre comidas. No debe abandonar la gimnasia y la natación, que le han hecho mucho bien. Pero, en el aspecto psíquico, tendrá usted que mostrar mucha paciencia. Está bien orientada, me parece, aunque el camino que le queda por recorrer será largo.

Miró a la doctora Roullin, que hasta entonces no había abierto la boca. Ella asintió. Sus ojos penetrantes tenían algo que me sobresaltó. Vi que abría el cartapacio y lo hojeaba, de prisa. ¿Me iban a dar una mala noticia? Sólo ahora, el director me señaló las sillas. Ellos se sentaron también.

—Su amiga ha sufrido mucho —dijo la doctora Roullin, con tanta amabilidad que parecía querer decir algo muy distinto—. Ella tiene una verdadera olla de grillos en la cabeza. A consecuencia de lo lastimada que está. De lo que sufre todavía, más bien.

—Pero, también psicológicamente la encuentro mucho mejor —dije yo, por decir algo. Los preámbulos de los dos médicos habían terminado por asustarme—. Bueno, supongo que, después de una experiencia como lo de Lagos, ninguna mujer se recupera nunca del todo.

Hubo un pequeño silencio y otro rápido cambio de miradas entre el director y la doctora. Por el gran ventanal que daba al parque, los copos que caían eran ahora más densos y más blancos. El jardín, los árboles, la fuente habían desaparecido.

—Esa violación probablemente nunca ocurrió, señor —sonrió la doctora Roullin, con afabilidad. E hizo un gesto como disculpándose.

—Es una fantasía construida para proteger a alguien, para borrar las pistas —añadió el doctor Zilacxy, sin darme tiempo a reaccionar—. La doctora Roullin lo sospechó en la primera entrevista que tuvieron. Y luego lo confirmamos cuando la dormí. Lo curioso es que
inventó
eso para proteger a alguien que, durante mucho tiempo, años, usó y abusó de ella de manera sistemática. Usted estaba al tanto, ¿no es verdad?

—¿Quién era el señor Fukuda? —preguntó la doctora Roullin, con suavidad—. Ella habla de él con odio y, a la vez, reverencia. ¿Su marido? ¿Una aventura?

—Su amante —balbuceé yo—. Un personaje sórdido, de negocios turbios, con el que vivió en Tokio varios años. Ella me explicó que la había abandonado cuando supo que, en Lagos, los policías que la detuvieron la violaron. Porque creyó que le habían contagiado el sida.

—Otra fantasía, ésta para protegerse a sí misma —volatineó las manos el director de la clínica—. Ese señor no la echó, tampoco. Ella escapó de él. Sus terrores vienen de ahí. Una mezcla de miedo y de remordimiento, por haber huido de una persona que ejercía un dominio absoluto sobre ella, que la había privado de soberanía, de orgullo, de autoestima y, casi, de razón.

Yo había abierto la boca, pasmado. No sabía qué decir.

—Miedo de que él pudiera perseguirla para vengarse y castigarla —encadenó la doctora Roullin, con el mismo tono amable y discreto—. Pero, que osara escapar de él, fue una gran cosa, señor. Un indicio de que el déspota no había destruido por completo su personalidad. Ella conservaba, en el fondo, su dignidad. Su libre albedrío.

—Pero, esas heridas, esas llagas —pregunté, y me arrepentí al instante, adivinando lo que me iban a responder.

—Él la sometía a toda clase de vejaciones, para su diversión —explicó el director, sin demasiados rodeos—. Era un exquisito y un técnico a la vez, en la administración de sus placeres. Usted debe hacerse una idea clara de lo que ella soportó, para poder ayudarla. No tengo más remedio que ponerlo al tanto de detalles desagradables. Sólo así estará en condiciones de darle todo el apoyo que necesita. La azotaba con unos cordones que no dejan marcas. La prestaba a sus amigos y guardaespaldas, en medio de orgías, para verlos, porque era también un
voyeur
. Lo peor, quizás, lo que ha dejado una marca más fuerte en su memoria, eran los vientos. Lo excitaban mucho, por lo visto. La hacía beber unos polvos que la llenaban de gases. Era una de las fantasías con que se gratificaba ese excéntrico señor: tenerla desnuda, a cuatro patas, como un perro, soltando vientos.

—No sólo le destrozó el recto y la vagina, señor —dijo la doctora Roullin, con la misma suavidad y sin renunciar a la sonrisa—. Le destrozó la personalidad. Todo lo que había en ella de digno y de decente. Por eso, se lo repito: ella ha sufrido y sufrirá aún muchísimo, aunque las apariencias digan lo contrario. Y actuará a veces de una manera irracional.

Se me había secado la garganta y, como si me hubiera leído el pensamiento, el doctor Zilacxy me alcanzó un vaso de agua con burbujas.

—Ahora bien, hay que decirlo todo. No se equivoque usted. Ella no fue engañada. Fue una víctima voluntaria. Aguantó todo eso sabiendo muy bien lo que hacía —los ojitos del director, de pronto, se pusieron a escrutarme con insistencia, midiendo mi reacción—. Llámelo usted amor retorcido, pasión barroca, perversión, pulsión masoquista o, simplemente, sumisión ante una personalidad aplastante, a la que no conseguía oponer ninguna resistencia. Ella fue una víctima complaciente y aceptó de buena gana todos los caprichos de ese caballero. Eso, ahora, cuando toma conciencia de ello, la enfurece, la desespera.

—Será la convalecencia más lenta, la más difícil —dijo la doctora Roullin—. Recuperar su autoestima. Ella aceptó, quiso ser una esclava, o poco menos, y fue tratada como tal, ¿comprende? Hasta que, un buen día, no sé cómo, no sé por qué, ella no lo sabe tampoco, se dio cuenta del peligro. Sintió, adivinó que, si seguía así, iba a acabar muy mal, lisiada, loca o muerta. Y, entonces, se fugó. No sé de dónde sacó fuerzas para hacerlo. Hay que admirarla por ello, le aseguro. Quienes llegan a ese extremo de dependencia, no suelen liberarse casi nunca.

—El pánico fue tan grande que se inventó toda esa historia de Lagos, la violación de los policías, que su verdugo la echó por temor al sida. Y llegó a creérsela, incluso. Vivir en esa ficción le daba razones para sentirse más segura, menos amenazada, que vivir en la verdad. Para todo el mundo es más difícil vivir en la verdad que en la mentira. Pero, más para alguien en su situación. Le va a costar mucho acostumbrarse de nuevo a la verdad.

Se calló y la doctora Roullin también permaneció con la boca cerrada. Ambos me miraban con una curiosidad indulgente. Yo bebía el agua a sorbitos, incapaz de decir nada. Me sentía congestionado y transpirando.

—Usted puede ayudarla —dijo la doctora Roullin, después de un momento—. Más todavía, señor. Usted, le sorprenderá oír esto, probablemente sea la única persona en el mundo que puede ayudarla. Mucho más que nosotros, le aseguro. El peligro es que ella se repliegue en su yo profundo, en una suerte de autismo. Usted puede ser su puente de comunicación con el mundo.

—Ella confía en usted, y creo que en nadie más —asintió el director—. Ella, ante usted, se siente, cómo le diré…

—Sucia —dijo, bajando los ojos un instante, educadamente, la doctora Roullin—. Porque, para ella, aunque no se lo crea, usted es una especie de santo.

La risita que solté sonó muy falsa. Me sentí tonto, estúpido, tuve ganas de mandar al diablo a ese par y decirles que ambos justificaban la desconfianza que había tenido toda la vida por psicólogos, psiquiatras, psicoanalistas, curas, brujos y chamanes. Ellos me miraban como si leyeran mis pensamientos y me perdonaran. La imperturbable sonrisa de la doctora Roullin seguía allí.

—Si tiene usted paciencia y, sobre todo, mucho cariño, ella puede reponer también su espíritu, así como se ha repuesto físicamente —dijo el director.

Les pregunté, porque no sabía ya que más preguntarles, si la niña mala necesitaba volver a la clínica.

—Más bien, lo contrario —dijo la sonriente doctora Roullin—. Ella debe olvidarse de nosotros, que estuvo aquí, que esta clínica existe. Empezar su vida de nuevo y desde cero.

Una vida muy distinta de la que ha tenido, con alguien que la quiera y la respete. Como usted.

—Una cosa más, señor —dijo el director, poniéndose de pie e indicándome así que la entrevista se acababa—. A usted le parecerá raro. Pero, ella, y todos quienes viven buena parte de su vida encerrados en fantasías que se construyen para abolir la verdadera vida, saben y no saben lo que están haciendo. La frontera se les eclipsa por períodos y, luego, reaparece. Quiero decir: a veces saben y otras no saben lo que hacen. Este es mi consejo: no trate usted de forzarla a aceptar la realidad. Ayúdela, pero no la obligue, no la apresure. Ese aprendizaje es largo y difícil.

—Podría ser contraproducente y provocar una recaída —dijo, con una sonrisa críptica, la doctora Roullin—. Ella, poco a poco, por su propio esfuerzo, tiene que ir reacomodándose, aceptando de nuevo la vida verdadera.

No entendí muy bien lo que querían decirme, pero tampoco traté de averiguarlo. Quería irme, salir de allí y no volver a acordarme de lo que había oído. Sabiendo muy bien que sería imposible. En el tren de cercanías, de regreso a París, me vino una desmoralización profunda. La angustia me cerraba la garganta. No era sorprendente que hubiera inventado lo de Lagos. ¿No se había pasado la vida inventando cosas? Pero me dolía saber que las heridas en la vagina y en el recto se las había causado Fukuda, al que me puse a odiar con todas mis fuerzas. ¿Sometiéndola a qué prácticas? ¿La sodomizaba con fierros, con esos vibradores dentados que ponían a disposición de los dientes en
Château Meguru
? Sabía que la imagen de la niña mala, desnuda, a cuatro patas, con el estómago hinchado por aquellos polvillos, soltando sartas de pedos, porque esa visión y esos ruidos y olores le producían erecciones al gángster japonés —¿a él sólo, o eran espectáculos que ofrecía también a sus compinches?—, me perseguiría meses, años, acaso el resto de la vida. ¿Eso era lo que la niña mala llamaba, y con qué excitación febril me lo había dicho en Tokio, vivir intensamente? Ella se había prestado a todo eso. Al mismo tiempo que víctima, había sido una cómplice de Fukuda. En ella anidaba pues algo tan sinuoso y avieso como en el horrendo japonés. ¡Cómo no iba a parecerle un santo un imbécil que se acababa de endeudar para que ella sanara y pudiera, pasado algún tiempo, mandarse mudar con alguien más rico o más interesante que el pobre pichiruchi! Y pese a todos esos rencores y furias sólo quería llegar pronto a la casa para verla, tocarla, y hacerle saber que la amaba más que nunca. Pobrecita. Cuánto había sufrido. Era un milagro que estuviera viva. Yo dedicaría todo el resto de mi vida a sacarla de ese pozo. ¡Imbécil!

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