Read Tratado de ateología Online
Authors: Michel Onfray
La camaradería entre el cristianismo y el nazismo no es un accidente histórico o un error lamentable y aislado, sino el resultado de una vieja lógica de dos mil años. Desde Pablo de Tarso, que justifica la guerra para imponer la secta privada como una religión expansiva en el Imperio, desde luego, pero también en todo el mundo, hasta la justificación del Vaticano del siglo XX de la disuasión nuclear, la línea continúa. No matarás... excepto de tanto en tanto, cuando te lo indique la Iglesia.
Agustín, santo de oficio, puso todo su talento al servicio de la justificación de lo peor en la Iglesia: la esclavitud, la guerra, la pena de muerte, etc. ¿Bienaventurados los mansos? ¿Felices los pacíficos? Al igual que Hitler, Agustín no apreciaba ese lado del cristianismo, demasiado blando, no lo suficientemente viril, muy poco bélico, carente de sangre vertida... el rostro femenino de la religión. Le dio a la Iglesia los conceptos que le faltaban para justificar las expediciones punitivas y las masacres. Los judíos llevan a cabo esas prácticas para defender sus tierras, en una geografía limitada; los cristianos se expanden por la totalidad del globo, puesto que la conversión del mundo es su objetivo. El pueblo elegido produce catástrofes
ante todo
locales; la cristiandad crea,
de hecho,
violencias universales. Así, la totalidad de los continentes se convierte en su campo de batalla.
Santificado por la Iglesia, el obispo de Hipona justifica en una carta (185)
la persecución justa.
¡Buena opción! La opone a la
persecución injusta.
¿Qué diferencia al buen cadáver del mal cadáver; al desollado permitido del desollado prohibido? Todas las persecuciones de la Iglesia son justas, pues se llevan a cabo por amor; aquel que tome a la Iglesia como objeto de crítica y de burla es indefendible, porque lo inspira la crueldad... Admiremos la retórica y el talento sofista de Agustín, en los que Jesús también debe utilizar el látigo y no sólo recibirlo de la soldadesca romana.
De allí proviene la noción de
guerra justa,
teorizada también por el mismo Padre de la Iglesia, siempre al día, sin duda alguna,
con
respecto a la brutalidad, el vicio o la perversión. Heredero de la antigua fábula pagana, griega, en este caso, el cristianismo restaura el juicio de Dios: en la guerra, Dios elige al vencedor, y por lo tanto, también al vencido. Al intervenir en el conflicto entre ganadores y perdedores, Dios afirma lo verdadero y lo falso, el bien y el mal, lo legítimo y lo ilegítimo. Pensamiento mágico, por lo menos...
Jesús y su látigo, Pablo y su teoría del poder procedente de Dios, Agustín y su guerra justa constituyen un Padre, un Hijo y un Espíritu Santo de choque, capaces de justificar todos los emprendimientos cometidos en nombre de Dios desde hace dos mil años: las Cruzadas contra los sarracenos, la Inquisición contra los supuestos herejes, las guerras llamadas santas contra los infieles —¡ah!, como dice Bernard de Clairvaux en una carta (363): «La mejor solución es matarlos»; o incluso: «La muerte del pagano es la gloria del cristiano»… —, las conquistas etnocidas cristianas de los pueblos llamados primitivos, las guerras coloniales para evangelizar todos los continentes, los fascismos del siglo XX, y el nazismo, desatados con toda la furia contra los judíos.
No nos sorprenderá, pues, que en materia de guerra pos-moderna, el cristianismo oficial elija la disuasión nuclear, la defienda y la justifique. Juan Pablo II expresó su acuerdo el 11 de junio de 1982, por medio de un paralogismo extraordinario: ¡la bomba atómica permitía avanzar hacia la paz! El episcopado francés le pisó los talones: se trataba de luchar contra «el carácter dominante y agresivo de la ideología marxista-leninista». ¡Dios Santo! ¡Qué lucidez en la decisión! ¡Qué claridad en las posiciones! Cómo hubiésemos querido oír una condena tan clara y franca del nazismo durante sus doce años de poder. Incluso, nos hubiéramos contentado con una declaración moral similar
después
de la liberación de los campos...
Cuando cayó el Muro de Berlín y a pesar de que la amenaza bolchevique ya no existía, la Iglesia católica se mantuvo firme en su posición. En el último
Catecismo,
el Vaticano admite «serias reservas morales» (artículo 2315) —nótese la litote...—, pero de ningún modo expresa una condena. En la misma obra, en la sección «no cometerás asesinatos» —¡viva la lógica y la coherencia!—, defiende y justifica la pena de muerte (artículo 2266). No es sorprendente que en el índice no figure Pena de muerte, Pena capital o Castigo. Pero, en cambio, Eutanasia, Aborto y Suicidio, temas tratados en el mismo capítulo, disponen de referencias dignas de ese nombre. Lógicamente, pues, la tripulación del
Enola Gay
partió con una bomba atómica que luego lanzó en Hiroshima, como bien sabemos, el 6 de agosto de 1945. En pocos segundos, la explosión nuclear causó la muerte de más de cien mil personas, mujeres, ancianos, niños, enfermos, inocentes cuya única culpa era ser japoneses. La tripulación retornó a la base: el Dios de los cristianos volvió a proteger a los cruzados modernos. Dejemos sentado que el padre Georges Zabelka se ocupó de bendecir a la tripulación antes de que partiese en su funesta misión. Tres días después, otra bomba atómica cayó en Nagasaki y ocasionó ochenta mil víctimas. Bastante tiempo después, el vicario de Dios se apareció en el Plateau de Larzac, donde se encontró con Théodore Monod, naturalista y pacifista. En esa época, llevaba a cabo un peregrinaje a pie con destino a Belén.
Los textos paulinos, muy útiles para legitimar la sumisión a la autoridad
de facto,
expandieron su influencia bastante más allá de la legitimación de la guerra y la persecución. Por ejemplo, con respecto a la esclavitud, que el cristianismo no prohibió, como tampoco lo hicieron los otros dos monoteísmos. Luego, la esclavitud, limitada a las razias tribales, se extendió al comercio puro y simple, y a la venta y al destierro de poblaciones utilizadas como ganado y bestias de carga.
Rindamos homenaje a los antiguos: como fueron los primeros en el tiempo, les debemos la invención de bastantes perjuicios, además de su ratificación o legitimación, como la esclavitud. El decálogo no menciona ninguna consideración hacia el prójimo que no sea el semejante, marcado en la carne con el cuchillo del rabino. El no judío no cuenta con los mismos derechos del miembro de la Alianza, de manera que, fuera del Libro, puede tomarse al Otro como cosa y tratarlo como objeto: el
goy,
para el judío; el politeísta o el animista, para el cristiano; el judío y el cristiano, para el musulmán; y el ateo, para todos, por supuesto.
El Génesis (9:25-27) defiende la esclavitud. De inmediato, se introdujo el tema en la Tora... Se compran personas, que forman parte de la casa, viven bajo el mismo techo que los judíos, son circuncidadas, pero aun así siguen siendo esclavas. La maldición de Noé, borracho perdido, que ya sobrio se entera de que su hijo lo ha sorprendido desnudo mientras dormía, se extiende a todo un pueblo —otra vez Canaán— destinado a la esclavitud. En otras partes, numerosos pasajes codifican su práctica.
El Levítico, por ejemplo, se ocupa de estipular que un judío no puede usar a uno de los suyos como esclavo (25:39-55). Puede, eso sí, establecer un contrato de arriendo, que caduca a los seis años y permite al criado judío recuperar su libertad. En cambio, un no judío puede permanecer como siervo hasta la muerte. El pueblo de la Alianza fue esclavo de los egipcios, luego liberado de ese estado por Yahvé, que, desde entonces, lo convirtió en un pueblo libre, con la facultad de someter, pero no de ser sometido a otro poder que no fuera el de Dios. Los derechos del pueblo elegido...
No hay muchos cambios al respecto en el cristianismo, que también justifica la esclavitud. No olvidemos que el poder surge de Dios y todo proviene de su voluntad. ¿Alguien se halla en estado de servidumbre? Los caminos del Señor son inescrutables, pero hay una razón que justifica el hecho: el pecado original, en términos absolutos, aunque también es una responsabilidad personal. ¡Agustín, siempre él, pretendía que el esclavo sirviera con mucha dedicación, para alegría de Dios! El esclavo es esclavo por su propio bien, aunque lo ignore; pero el plan de Dios no puede evitar que sea de otro modo: esa minucia ontológica necesita situarse en la posición de servidumbre para vivir dignamente...
Además, sofismo a ultranza, como los hombres son iguales a los ojos de Dios, poco importa que en la Tierra existan diferencias, en último caso, accesorias: ¿hombre o mujer?, ¿esclavo o propietario?, ¿rico o pobre? No importa, dice la Iglesia, y automáticamente toma partido en la historia por los hombres, los ricos y los propietarios... Cada uno es lo que Dios ha querido. Rebelarse contra el estado de hecho se opone al designio divino e insulta a Dios. El buen esclavo que desempeña su papel de esclavo, como el mozo del café sartreano, se gana el Paraíso (ficticio) a través de la sumisión (real) en la Tierra. ¡
La Ciudad de Dios
(19,21) es de veras un gran libro!
En los hechos, el cristianismo no se priva de nada: en el siglo VI, el papa Gregorio I impidió el acceso del sacerdocio a la esclavitud. Antes que él, Constantino les prohibió a los judíos tener esclavos en su casa. En la Edad Media, miles de esclavos trabajaron en las posesiones agrícolas del soberano pontífice. Los grandes monasterios los empleaban sin pudor. En el siglo VIII, el de Saint-Germain des Prés, por ejemplo, albergaba a no menos de ocho mil esclavos.
Herederos de esto así como de todo lo demás, los musulmanes practicaron la esclavitud y el Corán no la prohíbe, puesto que legitima las razias, los trofeos de guerra, los botines en oro, plata, mujeres, animales y hombres. Debemos al islam, por otra parte, la institución del comercio de esclavos. En el año 1000, existió un tráfico regular entre Kenya y la China. El derecho musulmán prohíbe la venta de musulmanes, pero no la de otros creyentes. Nueve siglos antes de la trata transatlántica, la trata transahariana comenzó un comercio abominable. Se calcula que, en mil doscientos años, los fieles de Alá, el Misericordioso, el Grande, el Humano, deportaron a diez millones de hombres.
Una observación: los tres monoteísmos desaprueban en el fondo la esclavitud puesto que judíos y musulmanes la prohíben para los miembros de sus propias comunidades, y los cristianos, que detestan a los judíos, les negaron la tenencia de esclavos domésticos, y luego no permitieron que ninguno de ellos ingresara en las órdenes para servir a la palabra de su Dios. Para sus enemigos, la Tora, el Nuevo Testamento y el Corán justifican la esclavitud como una marca de infamia, una humillación y, por lo tanto, una fatalidad que recae en el subhumano, el réprobo que adora a otro Dios que ellos.
La continuación lógica de la legitimación de la esclavitud es el colonialismo, la exportación de la religión a los confines del mundo y, para lograrlo, el uso de la fuerza y de la violencia física, mental, espiritual, psíquica y, por supuesto, armada. El cristianismo y luego el islam exportaron la servidumbre y la expandieron por todos los continentes. En cuanto al pueblo judío, éste decidió establecer su dominio
sólo
en un territorio, su territorio, sin ninguna otra aspiración. El sionismo no es un tipo de expansionismo ni de internacionalismo, todo lo contrario: el sueño realizado de Theodor Herzl implicaba un nacionalismo y un movimiento centrífugo, además del deseo de una sociedad encerrada en sí misma, pero no el deseo de un imperio que abarcara la totalidad del planeta, como es el deseo del cristianismo y del islam.
La Iglesia católica, apostólica y romana se destaca en la destrucción de civilizaciones. Inventó el etnocidio. El año 1492 no sólo marca el descubrimiento del Nuevo Mundo, sino también la aniquilación de otros mundos. La Europa cristiana devastó un número considerable de culturas indoamericanas. El soldado desembarcó de las naves acompañado de lo más vil y despreciable de la sociedad, que venía en las carabelas: delincuentes, granujas, bribones y mercenarios.
Detrás llegaron, a buena distancia, una vez realizadas las limpiezas étnicas que siguieron a los desembarcos, los curas con procesiones, crucifijos, copones, hostias y altares portátiles, muy útiles para predicar el amor al prójimo, el perdón de los pecados, la bondad de las virtudes evangélicas y otras jocosidades bíblicas: el pecado original, el odio a las mujeres, al cuerpo y a la sexualidad, y la culpa. Entretanto, la cristiandad ofrecía como regalo de bienvenida: la sífilis y otras enfermedades contagiadas a los pueblos considerados salvajes.
La camaradería de la Iglesia y el nazismo apuntaba también al extermino de un pueblo transformado, por las necesidades de la causa, en pueblo deicida. Seis millones de muertos, a lo cual hay que agregar la complicidad en la deportación y el asesinato de gitanos, homosexuales, comunistas, francmasones, izquierdistas, laicos, Testigos de Jehová, miembros de la resistencia antifascista, opositores al nacionalsocialismo, y otras personas culpables de no ser cristianas...
El tropismo de los cristianos hacia los exterminios en masa es antiguo y aún continúa. Así, no hace mucho, el genocidio de tutsis en manos de los hutus de Ruanda, sostenido, defendido y apañado por la institución católica en el lugar, y por el mismo soberano pontífice, mucho más expeditivo en manifestarse a favor de los criminales de guerra genocidas, curas, religiosos o personas involucradas con la comunidad católica para que escaparan de los pelotones de fusilamiento, que en expresar una sola palabra de compasión hacia la comunidad tutsi.
Porque en Ruanda, país mayoritariamente cristiano, la Iglesia ya había practicado
antes
del genocidio, la discriminación racial con respecto al ingreso en el seminario, la formación, la dirección de las escuelas católica y la ordenación o los ascensos en la jerarquía eclesiástica.
Durante
el genocidio, algunos miembros del clero participaron activamente, por medio de la compra y despacho de machetes por miembros de la institución católica, localización de las víctimas y participación activa en actos de barbarie —encierro forzado en una iglesia, a la que incendiaron y luego arrasaron con bulldozers, para borrar las huellas—, denuncias, movilizaciones durante las prédicas, arengas raciales...