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Authors: Arthur Hailey

Tags: #Intriga

Traficantes de dinero (33 page)

BOOK: Traficantes de dinero
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Stonebridge contestó:

—Si pudiera elegir me concentraría en la economía… en restablecer el saneamiento fiscal, en una contabilidad nacional equilibrada.

G. G. Quartermain, que había escuchado, señaló:

—Algunos valientes lo han intentado, By. Pero fracasaron. Y tú llegas demasiado tarde.

—Es tarde, George, pero no
tan
tarde.

—Ya discutiremos eso —el Gran George abrió las piernas, calculando la línea de su golpe—. Después de las nueve. Por el momento la prioridad es acertar este golpe.

Desde que se había iniciado el partido Quartermain había estado más tranquilo que los otros, y más concentrado. Tenía un handicap de tres, y siempre jugaba para ganar. Ganar o mejorar un tanteo le gustaba tanto (según decía) como adquirir una nueva compañía para la Supranational.

Heyward jugaba con competencia; su actuación no era espectacular, pero tampoco como para tener que avergonzarse.

Cuando todos marcharon hacia el sexto hoyo el Gran George previno:

—No pierdas de vista, con tus ojos de banquero, el tanteo de estos dos. En un político y un publicista, la precisión no suele ser una costumbre.

—Mi exaltado
status
requiere que yo gane —dijo el vicepresidente—. Por cualquier medio.

—Oh, tengo los tanteos —Roscoe Heyward se golpeó la frente—. Todos están aquí. En el uno, George y By tuvieron cuatro, Harold seis, y yo uno sobre el par. Todos tuvimos par en el dos, excepto By, con un increíble uno bajo el par. Lógicamente Harold y yo también tuvimos allí lo mismo. Todos fuimos par en el tres, con excepción de Harold; él tuvo otro seis. El cuarto hoyo fue bueno para nosotros, cuatro para George y para mí (y yo di allí un solo golpe), cinco para By, siete para Harold. Y, naturalmente, este último hoyo ha sido un desastre para Harold, aunque su compañero se apuntó otro uno bajo el par. Por lo tanto, en lo que al partido se refiere, hasta el momento estamos empatados.

Byron Stonebridge le clavó la mirada.

—Parece magia. Lo juro.

—Te equivocaste conmigo en el primer hoyo —dijo el Honorable Harold—, lo hice en cinco, no en seis.

Heyward dijo con firmeza:

—No es así, Harold. Recuerda que te metiste en ese bosquecillo de palmeras, saliste, llegaste al sendero lejos del «green», te demoraste e hiciste dos golpes.

—Tienes razón —confirmó Stonebridge—, lo recuerdo.

—Maldición, Roscoe —gruñó Harold Austin—, ¿de quién eres amigo?

—¡De mí, caramba! —exclamó el Gran George. Echó el brazo amistosamente sobre los hombros de Heyward—. Empiezas a gustarme, Roscoe, especialmente por tu handicap —Heyward se puso radiante, y el Gran George bajó la voz hasta un tono confidencial—. ¿Todo fue de tu gusto anoche?

—Perfectamente, gracias. Me gustó mucho el viaje, la velada, y dormí maravillosamente bien.

Al principio no había dormido bien. En el curso de la velada anterior en la mansión de G. G. Quartermain en las Bahamas, había quedado en claro que Avril, la esbelta y preciosa pelirroja, estaba a la disposición de Roscoe Heyward para cualquier cosa que él quisiera. Aquello había sido deducido por los otros, y la creciente cercanía de Avril durante el día, convertido ya en noche, había progresado. No perdía ocasión de recostarse contra Heyward, de manera que, a veces, su suave pelo le rozaba la cara, y buscaba los menores pretextos para estar en contacto físico con él. Y él, aunque no la alentaba, tampoco protestaba.

También quedó en claro que la suntuosa Krista estaba a la disposición de Byron Stonebridge, y la deslumbrante rubia, Rhetta, a la de Harold Austin.

La exquisitamente bella japonesa, Rayo de Luna, rara vez se alejaba unos metros de G. G. Quartermain.

La propiedad de Quartermain, una entre la media docena que poseía el presidente de la Supranational en varios países, quedaba en Próspero Ridge, por encima de la ciudad de Nassau, con una vista panorámica sobre la tierra y el mar. La casa quedaba en un terreno que formaba un hermoso paisaje, detrás de altas paredes de piedra. El cuarto de Heyward, en el segundo piso, donde Avril lo acompañó cuando llegaron, enfrentaba todo el panorama. También permitía echar un vistazo, entre los árboles, a la casa de un vecino cercano: el primer ministro, cuya intimidad estaba protegida por la Policía Real de las Bahamas, que patrullaba.

Al terminar la tarde estuvieron bebiendo junto a una piscina con columnas. Siguió la cena, servida en una terraza al aire libre, a la luz de las velas. Esta vez las muchachas, que se habían quitado el uniforme y estaban magníficamente vestidas, se unieron a ellos en la mesa. Atentos camareros de guantes blancos servían, en tanto que dos orquestas, sobre un atril portátil, tocaban música. La amistad y la conversación fluían.

Después de la comida el vicepresidente Stonebridge y Krista decidieron quedarse en casa, pero los otros ocuparon un trío de Rolls Royces —los mismos coches que los habían esperado antes en el aeropuerto de Nassau— y se dirigieron hacia el casino Paradise Island. Allí el Gran George jugó fuerte y aparentemente ganó. Austin participó con cautela, y Roscoe no jugó. A Heyward no le gustaba el juego, pero estaba interesado en la descripción que hacía Avril de los mejores puntos en el
chemin de fer
, en la ruleta y en el punto y banca que eran nuevos para él. Debido al murmullo de las otras conversaciones Avril mantenía su cara cerca de la de Heyward mientras hablaba y, como antes en el avión, él descubrió que la sensación no era desagradable.

Después, con desconcertante brusquedad, su cuerpo empezó a tomar conocimiento de Avril, de manera que ideas e inclinaciones que él sabía reprensibles eran cada vez más difíciles de desvanecer. Sintió que Avril estaba divertidamente consciente de su lucha, en la que no le ayudó. Finalmente, ante la puerta de su cuarto, hasta donde ella le acompañó a las 2 de la mañana, hizo un gran esfuerzo de voluntad —particularmente cuando ella demostró deseo de quedarse— para no invitarla a pasar.

Antes de dirigirse a su cuarto, dondequiera que estuviera, Avril sacudió su pelo rojo y le dijo, sonriendo:

—Hay un intercomunicador junto a la cama. Si desea usted
cualquier cosa
apriete el botón número siete y yo vendré —esta vez ya no había duda de lo que significaba «cualquier cosa». Y parecía que el número siete era un número clave para llamar a Avril, dondequiera que ella estuviera.

Inexplicablemente la voz de él se había puesto pastosa y su lengua parecía agrandada cuando le dijo:

—No, muchas gracias. Buenas noches.

Pero ni siquiera entonces terminó su conflicto interno. Mientras se desvestía sus pensamientos volvieron a Avril y comprobó, apenado, que su cuerpo estaba minando la resolución de su voluntad. Hacía mucho tiempo que, sin que lo quisiera, no le sucedía una cosa así.

Fue entonces cuando cayó de rodillas y rogó a Dios que le protegiera del pecado y le librara de la tentación. Y después de un rato, según pareció, la plegaria fue escuchada. Su cuerpo cayó, agotado. Un poco más tarde, dormía.

Ahora, cuando hacían el sexto hoyo, el Gran George insinuó:

—Oye, si quieres, esta noche te mandaré a Rayo de Luna. Nadie puede imaginar las tretas que conoce ese pimpollo de loto.

La cara de Heyward se puso colorada. Decidió mostrarse firme:

—George, disfruto mucho de tu compañía y quiero ser tu amigo. Pero debo comunicarte que, en ciertos terrenos, nuestras ideas son diferentes.

Las facciones del enorme individuo se endurecieron:

—¿En qué terrenos?

—Supongo que en los morales.

El Gran George meditó, pero su cara era una máscara. Después de pronto, gruñó:

—¿Moral? ¿Qué es la moral? —detuvo el juego mientras el Honorable Harold se preparaba a golpear desde un montículo a la izquierda—. Bueno, Roscoe, como quieras. Pero avísame si cambias de idea.

Pese a la firmeza de su resolución, durante las próximas dos horas, Heyward descubrió que su imaginación volaba hacia la frágil y seductora muchacha japonesa.

Al final de los nueve hoyos, cuando tomaban un refresco, el Gran George continuó su discusión iniciada en el quinto hoyo con Byron Stonebridge.

—El gobierno de los Estados Unidos y otros gobiernos —declaró el Gran George— están en manos de gente que no entiende o no quiere entender los principios económicos. Es uno de los motivos; el único motivo por el que padecemos una continua inflación. Por eso el sistema monetario mundial se está desmoronando. Por eso todo lo que tenga que ver con el dinero sólo puede empeorar.

—Estoy contigo en parte —le dijo Stonebridge—. La manera en que el Congreso gasta dinero haría creer que los fondos son inagotables. Tenemos gente aparentemente sensata entre los diputados y en el Senado, que cree que, por cada dólar que entra, fácilmente pueden sacarse cuatro o cinco.

El Gran George dijo con impaciencia:

—Todos los hombres de negocios lo saben. Lo saben desde hace una generación. La cuestión no es si se vendrá abajo la economía norteamericana, sino cuándo.

—No estoy convencido de que sea así. Todavía podremos evitarlo.

—Podrían, pero no lo harán. El socialismo, que está gastando dinero que ustedes no tienen y nunca tendrán, está demasiado arraigado. Vendrá un momento en el que el gobierno se quedará sin crédito. Los tontos creen que no puede pasar. Pero pasará.

El vicepresidente suspiró:

—En público niego esa verdad. Aquí, entre nosotros, en privado, no puedo hacerlo.

—La secuencia que llega —dijo el Gran George— es fácil de predecir. Será semejante a como sucedieron las cosas en Chile. Muchos creen que lo de Chile es diferente y remoto. No lo es. Es un modelo en pequeña escala de lo que pasará en Estados Unidos, Canadá y Gran Bretaña.

El Honorable Harold se aventuró a decir, pensativo:

—Estoy de acuerdo contigo en eso de la secuencia. Primero una democracia… sólida, reconocida por el mundo, y efectiva. Después un socialismo, suave al principio, pero que pronto aumentará. Y el dinero se gastará a tontas y a locas, hasta que no quede nada. Después de eso, la ruina financiera, la anarquía, la dictadura.

—Por mucho que nos metamos en el agujero —dijo Byron Stonebridge—, no creo que lleguemos tan lejos.

—No será necesario —contestó el Gran George—. No si algunos de nosotros, con inteligencia y poder, pensamos de antemano, y planeamos. Cuando llegue el colapso financiero, en los Estados Unidos tenemos dos brazos fuertes que nos salvarán de la anarquía. Uno, son los grandes negocios. Me refiero a un plantel de compañías multinacionales, como la mía, y grandes bancos como el suyo y otros, Roscoe… que podrían dirigir el país financieramente, ejerciendo disciplina fiscal.
Seremos
solventes, porque operamos en el mundo entero; hemos puesto nuestros recursos donde la inflación no nos tragará. El otro brazo poderoso son los militares y la policía. En unión con los grandes negocios, mantendrán el orden.

El vicepresidente dijo con sequedad:

—En otras palabras, un estado policial. Pero se puede encontrar oposición.

El Gran George se encogió de hombros.

—Alguna, es posible; pero no mucha. La gente aceptará lo inevitable. Especialmente cuando la llamada democracia se haya dividido, cuando el sistema monetario esté quebrado, cuando el poder individual de compra sea nulo. Además de esto, los norteamericanos ya no creen en las instituciones democráticas. Sus políticos las han minado.

Roscoe Heyward había guardado silencio, y escuchaba. Ahora dijo:

—Lo que tú prevés, George, es una ampliación del complejo actual militar-industrial en un gobierno de
elite
.

—Exactamente. Y lo industrial-militar… prefiero en ese orden… se está volviendo más fuerte a medida que se debilita la economía norteamericana. Y tenemos organización. Está floja, pero se aprieta con rapidez.

—Eisenhower fue el primero en reconocer la estructura militar-industrial —dijo Heyward.

—Y nos previno contra ella —añadió Byron Stonebridge.

—Caramba, sí —asintió el Gran George—. Y le engañaron más. Ike, entre todos, debían haber visto las posibilidades de fuerza. ¿No te parece?

El vicepresidente sorbió su
Planters's Punch
.

—Eso no está en la orden del día. Pero sí, estoy de acuerdo.

—Y yo digo una cosa —aseguró el Gran George—, tú eres de los que deberían unirse a
nosotros
.

El Honorable Harold preguntó:

—George: ¿cuánto tiempo crees que nos queda?

—Mis expertos predicen ocho o nueve años. Para entonces el colapso del sistema monetario es inevitable.

—Lo que me atrae como banquero —dijo Roscoe Heyward— es la idea final de la disciplina, para el dinero y para el gobierno.

G. G. Quartermain firmó la nota del bar y se puso de pie con la prestancia que le era habitual.

—Y lo verás. Te lo prometo.

Se dirigieron al décimo hoyo.

El Gran George exclamó, dirigiéndose al vicepresidente.

—By, has estado jugando sin cabeza, dicho sea en tu honor. Ahora hagamos un poco de golf
disciplinado
y
económico
. Sólo hay un punto de ventaja y todavía faltan nueve hoyos difíciles por hacer.

El Gran George y Roscoe Heyward esperaban en el sendero, mientras Harold Austin buscaba alrededor del hoyo catorce; tras una búsqueda general, un hombre del Servicio Secreto había encontrado la pelota bajo un matorral de hibiscos.

El Gran George había aflojado, ya que él y Heyward llevaban dos hoyos de ventaja y tenían ahora un punto a su favor. Mientras esperaban, el tema que Heyward había esperado surgió. Se produjo con sorprendente y sutil ligereza.

—¿Así que a su banco le gustaría hacer algún negocio con la Supranational?

—Es una idea que hemos tenido —Heyward procuró parecer igualmente casual.

—Estoy ampliando las comunicaciones extranjeras de la Supranational, comprando el control de pequeñas compañías claves telefónicas y de transmisiones. Algunas son de propiedad gubernamental, otras son privadas. Lo hacemos en silencio, pagando a los políticos locales cuando es necesario; de esa manera evitamos las algaradas nacionalistas. La Supranational proporciona tecnología adelantada, servicio eficiente, que los pequeños países no pueden pagar, y una standarización para conexiones globales. Para nosotros hay buenos beneficios. En tres años más controlaremos, por medio de sucursales, el cuarenta y cinco por ciento de las comunicaciones ligadas en el mundo entero. Nadie está ni siquiera cerca de esto. Es importante para Norteamérica; y será vital en la clase de vinculación industrial-militar de la que hablábamos.

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