A veces, cuando pensaba ahora en la cosa, era como si hubiera sido presa de una fiebre. Las apuestas, la mundanidad, los acontecimientos deportivos, el vivir por encima de sus medios, la locura de pedir prestado a un tiburón prestamista y el robar, aparecían trastocados, como locas y desplazadas partes de una pesadilla. Había perdido el contacto con la realidad y, como en el caso de una fiebre en estado avanzado, su mente se había distorsionado, hasta que desaparecieron la decencia y los valores morales.
De otro modo, se lo había repetido miles de veces, nunca hubiera hecho algo tan despreciable, nunca se habría hecho culpable de tanta vileza como para querer culpar de su robo a Juanita Núñez.
Durante el proceso, había tenido tanta vergüenza, que no se había atrevido a mirar a Juanita.
Ahora, seis meses después, la preocupación de Miles por el banco había disminuido. Había dañado al FMA, pero la estadía en la cárcel le había hecho pagar el total de la deuda. ¡
Por Dios, vaya si había pagado
!
Pero ni siquiera la penitenciaría de Drummonburg, con todo su horror, podía compensar lo que debía a Juanita. Nunca lo compensaría nada. Por eso tenía que buscarla y pedirle perdón.
Por eso, como necesitaba la vida para hacerlo, la soportó.
—Banco First Mercantile American —dijo cortante en el teléfono él operador en monedas del FMA; lo había acomodado hábilmente entre el hombro y la oreja izquierda, de manera que tenía las manos libres—. Necesito seis millones de dólares esta noche. ¿Cuál es su tasa?
Desde la costa occidental de California, la voz de un operador del gigantesco Bank of America, arrastró las palabras:
—Trece y cinco octavos.
—Es elevado —dijo el hombre del FMA.
—El juego es duro.
El operador del FMA vaciló, procurando adivinar al otro, preguntándose de qué lado iría la cotización. Por costumbre registró el persistente zumbido de voces a su alrededor en el Centro de Tráfico Monetario del First Mercantile American —una médula sensible y nerviosa en el centro mismo de la Torre Central del FMA, que pocos de los clientes del banco conocían y sólo un grupo privilegiado había visto alguna vez. Pero era en centros como éste donde se efectuaban muchas de las ganancias del gran banco… o donde se registraban las pérdidas.
Los requerimientos de la reserva hacían necesario que un banco tuviera específicas cantidades al contado contra cualquier posible demanda, pero ningún banco quería tener demasiado dinero quieto, ni demasiado poco. Los operadores de dinero del banco mantenían las cantidades en equilibrio.
—Espere, por favor —dijo el operador del FMA a la voz de San Francisco. Apretó el botón de «Fijo» en la consola telefónica y después oprimió otro botón.
Una nueva voz anunció:
—Manufacturer Hanover Trust, Nueva York.
—Necesito seis millones esta noche. ¿Cuál es su cotización?
—Trece y tres cuartos.
En la costa Este la cotización aumentaba.
—Gracias, no, gracias —el operador del FMA cortó la comunicación con Nueva York y soltó el botón de «Fijo» donde esperaba el de San Francisco. Dijo:
—Me parece que lo tomo.
—Seis millones vendidos a ustedes a trece y cinco octavos —dijo el del Bank of America.
—Bien.
El acuerdo había tardado veinte segundos. Era uno de los miles que se hacían diariamente entre bancos rivales, en un concurso de nervios e ingenio, con apuestas de siete cifras. Los operadores de moneda de los bancos eran invariablemente hombres jóvenes, en la treintena, inteligentes, ambiciosos, rápidos de pensamiento, que no se alteraban bajo la presión. De todos modos, como un informe de éxito en el tráfico de dinero podía adelantar la carrera de un hombre y un error estropearla, la tensión era constante, de manera que tres años en un escritorio de tráfico de dinero era considerado el máximo. Después de ese tiempo la tensión empezaba a notarse.
En ese momento, en San Francisco y en el First Mercantile American se anotaba la última transacción, que era pasada a una computadora y después transmitida al Sistema del
Federal Reserve
. En el «Fed», por las próximas veinticuatro horas, las reservas del Bank of America tendrían un débito de seis millones de dólares, las reservas del FMA acreditarían la misma cantidad. El FMA pagaría al Bank of America por el uso de su dinero durante ese tiempo.
En todo el país se estaban efectuando transacciones similares entre otros bancos.
Era miércoles, a mediados de abril.
Alex Vandervoort, que visitaba el Centro de Operaciones Monetarias, parte de su dominio dentro del banco, saludó con la cabeza al operador, sentado en una plataforma elevada y rodeado de ayudantes, que le proporcionaban informaciones y completaban el papeleo. El hombre joven, ya sumergido en otra transacción, devolvió el saludo con un movimiento de mano y una alegre sonrisa.
En otras partes del recinto —del tamaño de un auditorio y con semejanzas que recordaban el centro de control de un atareado aeropuerto— estaban otros operadores en seguridades y bonos, flanqueados por ayudantes, contadores, secretarias. Todos estaban muy atareados en usar el dinero del banco prestando, pidiendo prestado, invirtiendo, vendiendo, o reinvirtiendo.
Detrás de los operadores, media docena de supervisores financieros trabajaban en unos escritorios más amplios y más cómodos.
Tanto los operadores como los supervisores tenían delante una enorme pizarra que ocupaba todo lo largo del centro de tráfico y daba las cotizaciones, los promedios de interés y otras informaciones. Las cifras a control remoto del cuadro cambiaban constantemente.
Un operador en bonos, en un escritorio no lejos de donde estaba Alex de pie, se levantó y anunció en voz alta:
—La Ford y el Sindicato de Trabajadores del Auto acaban de anunciar un contrato por dos años —varios operadores buscaron los teléfonos. Las noticias importantes en el terreno industrial y político, a causa de su efecto instantáneo en el precio de los valores, eran siempre compartidas de esta manera por el primero que las escuchaba en el recinto.
Unos segundos después una luz verde sobre la pizarra de informaciones parpadeó y fue reemplazada por una deslumbrante, de color ámbar. Era la señal para que los operadores no se comprometieran, porque nuevas cotizaciones, presumiblemente resultado del acuerdo de la industria automotor, iban a llegar. Una llameante luz roja, que raras veces se usaba, prevenía de algún cambio cataclísmico.
De todos modos la oficina de tráfico de dinero, cuyas operaciones había estado contemplando Alex, seguía siendo un punto clave.
Las leyes federales exigían que los bancos dispusieran del diecisiete y medio por ciento de los depósitos líquidamente y al contado. Las penalizaciones por no cumplir con esto eran severas. Pero también era perjudicial para los bancos dejar grandes sumas sin invertir, aunque sólo fuera por un día.
Por lo tanto los bancos mantenían una cuenta continua de todo el dinero que entraba y salía. Un cajero central en el departamento mantenía el dedo en el fluir del dinero, como un médico que toma el pulso. Si los depósitos dentro de un sistema bancario como el del First Mercantile American eran más fuertes de lo que se había anticipado, el banco —por intermedio de su operador de dinero— prestaba en seguida fondos excedentes a otros bancos que podían necesitarlos para el requerimiento de reservas. Contrariamente, si los retiros de los clientes eran desusadamente fuertes, el FMA pedía prestado.
La posición de un banco cambiaba de hora en hora, de manera que un banco que era prestamista por la mañana podía pedir prestado a mediodía y ser nuevamente prestamista antes del cierre de los negocios. De esta manera, un gran banco podía traficar con más de mil millones de dólares diarios.
Otras dos cosas podían decirse —y con frecuencia se decían— sobre el sistema. Primero, que los bancos eran generalmente más rápidos en buscar ganancias para sí mismos que para sus clientes. Segundo, que los bancos obtenían beneficios mucho, muchísimo mayores para sí mismos que los que conseguían para la gente de afuera, que les confiaba su dinero.
La presencia de Alex Vandervoort en el Centro de Operaciones Monetarias se debía, en parte, al deseo de mantenerse en contacto con el fluir del dinero, cosa que hacía con frecuencia, y para discutir los procedimientos bancarios de las últimas semanas, que le habían inquietado.
Estaba con Tom Straughan, vicepresidente y miembro del Comité de Política Monetaria del FMA. El despacho de Straughan quedaba inmediatamente al lado. Había entrado con Alex en el Centro de Operaciones Bancarias. Era el joven Straughan quien, en enero, se había opuesto a que se cortaran los fondos del Forum East, aunque ahora parecía entusiasmado con el préstamo propuesto a la Supranational Corporation.
En estos momentos discutían sobre la Supranational.
—Se preocupa usted demasiado, Alex —insistía Tom Straughan—. Además de tratarse de un riesgo nulo, la SuNatCo nos hará bien. Estoy convencido.
Alex dijo con impaciencia:
—No existen los riesgos nulos. De todos modos, estoy menos preocupado con la Supranational que con los grifos que tendremos que cerrar.
Ambos hombres sabían a qué «grifos» dentro del First Mercantile American se refería Alex. Un memorándum de propuestas, trazado por Roscoe Heyward y aprobado por el presidente del banco, Jerome Patterton, había circulado entre los miembros del Comité de Política Monetaria unos días antes. Para que la línea de crédito de cincuenta millones de dólares a la Supranational fuera posible, se proponía cortar drásticamente los préstamos pequeños, las hipotecas de casas y la financiación de bonos municipales.
—Si el préstamo pasa y hacemos esos cortes —argumentó Tom Straughan— serán sólo temporales. En tres meses, quizá menos, nuestros fondos volverán a ser lo que eran antes.
—Es posible que usted lo crea, Tom. Yo no.
Alex había estado desalentado antes de venir aquí. La conversación con el joven Straughan le había deprimido aún más.
Las propuestas Heyward-Patterton estaban en contra, no sólo de las creencias de Alex, sino también en contra de su instinto financiero. Creía que era un error canalizar los fondos del banco tan sustancialmente en un préstamo industrial a costa del servicio público, aunque la financiación industrial fuera muchísimo más ventajosa. Pero, incluso desde el exclusivo punto de vista de los negocios, la amplitud del compromiso del banco con la Supranational —por intermedio de las subsidiarias de la SuNatCo— le inquietaba.
En este último punto, comprendió que estaba en total minoría. Todos los demás en la alta dirección del banco estaban encantados con la nueva relación con la Supranational, y Roscoe Heyward había recibido efusivas felicitaciones por haberla logrado. Y la inquietud de Alex persistía, aunque no habría sabido decir por qué. Es verdad que la Supranational parecía muy sólida financieramente; sus páginas de balance mostraban que el gigantesco conglomerado irradiaba salud fiscal. Y, en prestigio, la SuNatCo se equiparaba a compañías como la General Motors, IBM, Exxon, Dupont y U.S.Steel.
Tal vez, pensó Alex, sus dudas y su depresión provenían de su influencia declinante dentro del banco. Porque
declinaba
. Esto se había hecho evidente en las últimas semanas.
Por el contrario, la estrella de Roscoe Heyward estaba ascendiendo muy alto. Patterton le escuchaba y confiaba en él, y esta confianza se expandía tras el deslumbrante éxito del viaje de dos días que Heyward había hecho a las Bahamas, con George Quartermain. Alex comprendía que su reserva personal acerca de ese éxito era considerada como las uvas verdes de la fábula.
Alex sentía también que había perdido influencia personal con Straughan y otros, que antes se consideraban dentro de la carreta de Vandervoort.
—Tiene que reconocer —dijo Straughan— que el acuerdo con la Supranational es estupendo. ¿Sabía que Roscoe les hizo aceptar un balance compensatorio del diez por ciento?
El balance compensatorio había sido un acuerdo al que habían llegado tras rudas discusiones entre el banco y los solicitantes. Un banco insiste en que quede en depósito en cuenta corriente una determinada porción de cualquier crédito, la cual no gana interés para el solicitante, y, sin embargo, está a disposición del banco para su propio uso e inversión. Así un solicitante no hace uso total de todo el préstamo, y vuelve la tasa de interés real sustancialmente más elevada que la tasa aparente. En el caso de la Supranational, como había señalado Tom Straughan, cinco millones de dólares quedarían en las nuevas cuentas de cheques de la SuNatCo… con gran ventaja para el FMA.
—Presumo —dijo Alex con mofa— que está usted enterado del otro lado de ese delicioso acuerdo.
Tom Straughan pareció incómodo.
—Bueno, me han dicho que hay un entendimiento. No me parece que podamos referirnos a eso como al «otro lado».
—¡Vaya si lo es! Los dos sabemos que la SuNatCo insistió y que Roscoe consintió en que nuestro departamento de depósitos invierta ampliamente en los valores de la Supranational.
—Si es así, no hay nada escrito.
—Claro que no. Nadie sería tan tonto —Alex miró al joven—. Usted tiene acceso a las cifras. ¿Cuánto
hemos
comprado hasta ahora?
Straughan vaciló, y se dirigió al escritorio de uno de los supervisores del Centro de Tráfico. Volvió con unas anotaciones escritas a lápiz en un papel.
—Hasta hoy noventa y siete mil acciones —y Straughan añadió—: La última cotización fue a cincuenta y dos.
Alex dijo, agriamente:
—En la Supranational deben estar frotándose las manos.
Nuestras compras ya han hecho subir cinco dólares el precio de una acción… —calculó mentalmente—. De manera que, en la semana pasada, hemos metido casi cinco millones de dólares del dinero que nos han confiado nuestros clientes en la Supranational. ¿Por qué?
—Es una inversión excelente —Straughan procuró hablar con ligereza—. Haremos ganar en grande a todas las viudas, huérfanos y fundaciones educacionales cuyo dinero cuidamos.
—O evaporamos… abusando de la confianza puesta en nosotros. ¿Qué sabemos acerca de la SuNatCo, Tom, que no hayamos sabido hace dos semanas? Y, hasta esta semana, ¿acaso el departamento de depósitos había comprado jamás una sola acción de la Supranational?