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Authors: Arthur Hailey

Tags: #Intriga

Traficantes de dinero (35 page)

BOOK: Traficantes de dinero
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El Gran George bostezó.

Mientras hablaban, los otros, que habían salido del agua, se secaban con una toalla y sacaban sus ropas de un montón que había junto a la piscina.

Unas dos horas después, como había hecho la noche anterior, Avril acompañó a Roscoe Heyward hasta la puerta de su dormitorio. Al principio, abajo, él había decidido insistir en que ella no le acompañara, pero después cambió de idea, confiado en su reafirmada fuerza de voluntad y seguro de que no sucumbiría a salvajes impulsos eróticos. Incluso se sintió tan absolutamente seguro como para decir alegremente:

—Buenas noches, hijita. Sí, antes de que me lo digas, ya sé que tu número de teléfono interno es el siete, pero te aseguro que no necesitaré nada.

Avril le había mirado con una semisonrisa enigmática, después se había vuelto. Inmediatamente él cerró la puerta de su dormitorio y pasó el cerrojo y empezó a canturrear suavecito mientras se preparaba para ir a la cama.

Pero, en la cama, el sueño le eludió.

Permaneció despierto casi una hora, con las ropas de cama tiradas hacia los pies, el lecho suave bajo su peso. Por la ventana abierta podía escuchar el adormecedor zumbido de los insectos y, a lo lejos, el ruido de las olas al romperse en la costa.

Pese a sus buenas intenciones el foco de sus pensamientos era Avril.

Avril
… tal como la había visto y la había tocado… hermosa hasta cortar el aliento, desnuda y deseable. Instintivamente movió los dedos, reviviendo la sensación de aquellos pechos llenos y firmes, con los pezones erguidos, cuando los había apretado entre las manos.

Y entretanto su cuerpo… luchaba, surgía… se burlaba de la virtud pretendida.

Procuró pensar en otra cosa… en los negocios del banco, en el préstamo de la Supranational, en formar parte de la Dirección de la compañía, como G. G. Quartermain había prometido. Pero el pensamiento de Avril volvía, con más fuerza que nunca, imposible de borrar. Recordaba sus piernas, sus muslos, sus labios, su suave sonrisa, su calor y su perfume… y que estaba a su disposición.

Se levantó y empezó a pasearse, procurando dirigir su energía hacia otra parte. Pero la energía no quería ser dirigida.

De pie junto a la ventana vio que una brillante luna de tres cuartos se había levantado. Bañaba el jardín, las playas y el mar con una blanca luz etérea. Mientras miraba, una frase por largo tiempo olvidada volvió a él.
La noche está hecha para amar… a la luz de la luna
.

Volvió de nuevo a pasearse, después regresó a la ventana y permaneció allí, de pie.

Por dos veces hizo un movimiento hacia la mesa de noche, con su intercomunicador. Dos veces la decisión y la firmeza lo detuvieron.

Pero la tercera vez no retrocedió. Agarrando el instrumento con una mano, gruñó… era una mezcla de angustia, de culpabilidad, de terca excitación, de anticipación celestial.

Con decisión y firmeza apretó el botón número siete.

Capítulo
9

Nada en su experiencia o en lo que había imaginado antes de ingresar a la penitenciaría de Drummonburg, había preparado a Miles Eastin al despiadado y degradante infierno de la cárcel.

Habían pasado seis meses desde que había sido descubierto como estafador, y cuatro meses desde que había sido juzgado y sentenciado.

En los raros momentos en los que la objetividad prevalecía sobre la miseria física y la angustia mental, Miles Eastin pensaba que, si la sociedad buscaba imponer una venganza bárbara y salvaje en una persona como él, lo había logrado más allá del conocimiento de cualquiera de los que no han soportado el brutal purgatorio de la cárcel. Y si el objeto de tal castigo, pensaba después, era sacar a un hombre de su humanidad, y convertirlo en un animal de bajos instintos, el sistema de las cárceles era la mejor manera de lograrlo.

Lo que la prisión no hacía y no haría nunca —se decía a sí mismo Miles Eastin— era convertir a un hombre en un miembro de la sociedad más sano que cuando había ingresado en ella. Si se le daba tiempo, la cárcel sólo servía para degradar y empeorar a un individuo; sólo servía para aumentar su odio al «sistema» que lo había enviado allí; sólo reducía la posibilidad de convertirse en un ciudadano útil y sometido a la ley. Y cuanto más larga fuera la sentencia, menos probabilidades había de salvación moral.

Así, por encima de todas las cosas, el tiempo producía la erosión y eventualmente destruía cualquier potencial de regeneración que pudiera tener un preso al llegar a la cárcel.

Incluso cuando un individuo se aferraba a fragmentos de valores morales, como un nadador que se ahoga para salvar la vida, se debía a fuerzas que había dentro de él, y no era a causa de la cárcel sino a pesar de ella.

Miles luchaba para no hundirse, se esforzaba en mantener algún parecido con lo mejor de lo que antes había sido, procuraba no embrutecerse del todo, quedar sin sentimientos, totalmente desesperado, salvajemente amargado. ¡Era tan fácil meterse en la vestimenta tosca, la camisa de arpillera que uno iba a usar para siempre! La mayoría de los presos lo hacía. Estaban aquellos bestias antes de llegar aquí y que habían empeorado desde entonces, y otros, a los que el tiempo en la cárcel había agotado; el tiempo y la fría inhumanidad de corazón de la ciudadanía de afuera, indiferente a los horrores que se perpetraban o las decencias que se olvidaban —todo en nombre de la sociedad— detrás de aquellas paredes.

A favor de Miles, y en su mente mientras se aferraba a ella, había una posibilidad dominante. Había sido condenado a dos años. Esto lo autorizaba para una libertad condicional en cuatro meses más.

La contingencia de que no le concedieran la libertad condicional era algo en lo que no pensaba. Las implicaciones eran demasiado horribles. No creía poder soportar dos años de cárcel sin salir total e irreparablemente disminuido mental y corporalmente.

Mantente
, se repetía todos los días y durante las noches.
Mantente
para la esperanza, la liberación, la libertad condicional. Al principio, cuando le detuvieron y le encarcelaron antes del juicio, había creído que estar encerrado en una celda iba a volverlo loco. Recordaba haber leído que la libertad, hasta que se pierde, no es apreciada. Y es verdad que nadie se da cuenta de cuánto significa la libertad física de movimiento —incluso el ir libremente de un cuarto a otro o el salir brevemente afuera— hasta que estas cosas le son negadas totalmente.

De todos modos, comparado con las condiciones de esta penitenciaría, el período previo al juicio había sido un lujo.

La jaula de Drummonburg en la que estaba confinado era una celda de dos metros por tres, parte de un bloque en forma de X de celdas para cuatro personas. Cuando la cárcel había sido construida, hacía más de medio siglo, cada celda estaba destinada a una sola persona. Hoy en día, debido a que la cárcel estaba superpoblada, la mayoría de las celdas incluso la que incluía a Miles, albergaba a cuatro. La mayoría de los días los presos permanecían encerrados en los reducidos espacios dieciséis horas de las veinticuatro del día.

Poco después de la llegada de Miles, y debido a revueltas en otra parte de la cárcel, habían permanecido encerrados —«encerrados y comiendo dentro», según decían las autoridades— durante diecisiete días y noches. Después de la primera semana, los gritos desesperados de mil doscientos hombres casi enloquecidos, añadieron una agonía más a las otras.

La celda en la que estaba Miles Eastin tenía cuatro camastros adosados a las paredes, un lavabo y un único retrete, en el suelo, que los cuatro presos compartían. Debido a que la presión del agua por las antiguas y corroídas cañerías era escasa, el suministro —de agua fría únicamente— en el lavabo era sólo un chorrito; a veces se detenía enteramente. Por el mismo motivo el retrete no funcionaba con frecuencia. Ya era bastante malo estar confinado en el mismo lugar donde cuatro hombres defecaban unos delante de los otros, pero que el hedor siguiera después, mientras esperaban que hubiera bastante agua, era un horror asqueante que revolvía el estómago.

El papel higiénico y el jabón, aunque se usaban con economía, nunca bastaban.

Se permitía una breve ducha una vez por semana; entre las duchas los cuerpos se volvían rancios, y añadían miseria a aquella intimidad forzada.

Fue en las duchas, durante la segunda semana en la cárcel, cuando Miles fue violado por un grupo. Por malas que hubieran sido las otras experiencias, aquella fue la peor.

Se había dado cuenta, poco después de su llegada, que otros presos se sentían sexualmente atraídos por él. Pronto descubrió que el tener buen tipo y la juventud iban a ser otra dificultad. Cuando se dirigían a las comidas o cuando hacían ejercicios en el patio, los homosexuales más agresivos se las arreglaban para rodearlo y frotarse contra él. Algunos intentaban acariciarle; otros, a lo lejos, hacían muecas con la boca y le tiraban besos. Él se apartaba de los primeros e ignoraba a los segundos, pero, a medida que ambos grupos se volvían más difíciles, su nerviosismo y después su miedo aumentaron. Era evidente que los presos no involucrados en la cosa nunca iban a ayudarle. Sintió que los guardianes que vigilaban sus pasos sabían lo que estaba pasando. Pero simplemente parecían divertidos.

Aunque la población de la cárcel era predominantemente negra, los ataques provenían por igual de blancos y negros.

Miles estaba en la casa de las duchas, una estructura de un solo piso, desconchada, donde llevaban a los presos en grupos de cincuenta individuos, escoltados por los guardias. Los presos se desvestían, dejaban las ropas en canastos de alambre, después penetraban desnudos y temblando en el edificio sin calefacción. Permanecían de pie bajo las duchas, esperando que un guardia hiciera correr el agua.

El guardia del salón de duchas estaba muy por encima de ellos, en una plataforma, y el control de las duchas y de la temperatura del agua dependía del capricho del guardia. Si los prisioneros eran lentos en sus movimientos o hacían ruido, el guardia les mandaba un chorro de agua fría que levantaba gritos de rabia y protestas, mientras los presos saltaban como salvajes, procurando escapar. Debido al plano de la casa de duchas no podían hacerlo. Otras veces, malignamente, el guardia ponía el agua casi hirviendo, con el mismo efecto.

Una mañana, cuando un grupo de cincuenta entre los que se encontraba Miles, salía de las duchas, y otros cincuenta, ya desvestidos, esperaban para entrar, Miles sintió que le rodeaban de cerca varios cuerpos. De pronto sus brazos fueron fuertemente sujetados por media docena de manos y lo llevaron arrastrándolo hacia adelante. Una voz detrás de él apremiaba:

—Mueve el culo, precioso. No tenemos mucho tiempo —y varios otros reían.

Miles miró hacia la plataforma elevada. Procurando llamar la atención del guardia, gritó:

—¡Señor, señor!

El guardia, que se rascaba la nariz y miraba hacia otra parte, pareció no oír.

Un puño golpeó con fuerza las costillas de Miles. Una voz detrás rechinó:

—¡Cállate!

Él volvió a gritar de dolor y miedo y el mismo hombre, u otro, volvió a golpearle en las costillas. Perdió el aliento. Sintió una herida feroz en el costado. Le retorcieron los brazos salvajemente. Gimiendo, con los pies que apenas tocaban el suelo, fue arrastrado.

El guardia seguía sin percibir nada. Más tarde Miles adivinó que el hombre había estado prevenido y comprado de antemano. Como los guardias eran abismalmente mal pagados, el soborno en la cárcel era una manera de vivir.

Cerca de la salida de las duchas, donde otros empezaban a vestirse, había una estrecha puerta abierta. Siempre rodeado, Miles fue empujado dentro. Fue consciente de cuerpos negros y blancos. Detrás de ellos la puerta se cerró de golpe.

El cuarto en que estaba era pequeño y se usaba para almacenaje. Escobas, trapos, materiales de limpieza, estaban en unos armarios con alambre y cerrados con candados. En el centro del cuarto había una mesa-caballete. Miles fue echado de bruces encima; su boca y su nariz golpearon con fuerza la superficie. Sintió que se le aflojaban algunos dientes. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Empezó a sangrarle la nariz.

Mientras sus pies seguían apoyados en el suelo, le abrieron brutalmente las piernas. Él luchó desesperada, desoladamente, procurando moverse. Pero muchas manos lo sujetaron.

—Quieto, precioso —oyó murmurar Miles, y sintió un empellón. Un segundo después chillaba de dolor, asco y horror. El individuo que le sujetaba la cabeza lo agarró del pelo, la levantó y lo golpeó contra el caballete.

—¡Silencio!

Ahora el dolor, en oleadas, estaba en todas partes.

—¿No es preciosa? —la voz resonaba a la distancia, como un eco en un sueño.

La penetración terminó. Antes de que su cuerpo pudiera experimentar alivio empezó otra. Pese a sí mismo, sabiendo las consecuencias, chilló de nuevo. Y una vez más volvieron a golpearle la cabeza.

En los próximos minutos y en la monstruosa repetición, la mente de Miles empezó a vagar, su conciencia se desvanecía. A medida que las fuerzas le abandonaban, la lucha disminuía. Pero la agonía física se intensificó —el partirse de una membrana, la feroz abrasión de miles de nervios sensoriales.

La conciencia probablemente le dejó del todo, volvió luego. Oyó cómo un guardia tocaba un silbato, afuera. Era la señal para que se dieran prisa en vestirse y se reunieran en el patio. Sintió que las manos que lo sujetaban se retiraban. Detrás de él se abrió una puerta. Los otros salieron corriendo.

Sangrando, amoratado y apenas consciente, Miles se tambaleó. El más leve movimiento del cuerpo lo hacía sufrir.

—¡Eh, tú! —ladró el guardia desde la plataforma—. ¡Mueve el culo, maricón de mierda!

Tanteando y consciente sólo a medias de lo que estaba haciendo, Miles tomó la canasta de alambre con su ropa y empezó a sacarla. La mayoría de los otros en el grupo de cincuenta estaban ya en el patio. Otros cincuenta hombres que habían estado bajo las duchas estaban listos para pasar a la zona en la que se vestían.

El guardia gritó ferozmente por segunda vez:

—¡Pedazo de mierda, te he dicho que te muevas!

Al meterse en sus toscos pantalones de lona de presidiario, Miles se tambaleó y hubiera caído de no ser por un brazo que se tendió y lo sujetó.

—Tranquilo, muchacho —dijo una voz profunda—. Vamos, yo te ayudo— la primera mano seguía sosteniéndolo firme y la segunda le ayudó a ponerse los pantalones.

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