Traficantes de dinero (28 page)

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Authors: Arthur Hailey

Tags: #Intriga

BOOK: Traficantes de dinero
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—Mientras no haya ningún disturbio evidente lo único que podemos hacer es regular el tráfico.

El jefe de seguridad del banco se volvió hacia Orinda y dijo con firmeza:

—Esperamos que todos ustedes nos ayuden a mantener este lugar en orden, dentro y afuera. Nuestros guardias darán instrucciones sobre la cantidad de personas que podrán entrar por vez, y dónde debe situarse la fila de los que esperan.

El otro asintió:

—Lógicamente, señor, mis amigos y yo haremos todo lo posible para ayudar. Tampoco queremos ningún disturbio. Y esperamos que se nos trate con justicia.

—¿Y eso qué significa?

—Los que estamos aquí —afirmo Orinda— y los de afuera, son clientes como cualquier otro que venga a este banco. Y, si bien estamos dispuestos a esperar nuestro turno con paciencia, no queremos que otros reciban un tratamiento especial o que se les permita pasar antes que nosotros, que estamos esperando. Lo que quiero decir es que, cualquiera que llegue, no importa quien sea, tendrá que formar cola.

—Nos ocuparemos de eso.

—Nosotros también, señor. Porque, si lo hacen ustedes de otro modo, será un caso evidente de discriminación. Entonces tendrán que ver cómo nos movemos.

Los periodistas, según vio Edwina, seguían tomando notas.

Se abrió paso entre la muchedumbre hacia los nuevos escritorios habilitados, a los que ya se habían unido dos más, mientras se establecían otros dos.

Uno de los escritorios auxiliares, notó Edwina, estaba ocupado por Juanita Núñez. Ella vio la mirada de Edwina y cambiaron una sonrisa. Edwina recordó de pronto que la muchacha Núñez vivía en el Forum East. ¿Había estado enterada de antemano de aquella invasión? Después pensó: de todos modos, no importaba.

Dos de los funcionarios menores del banco supervisaban la nueva actividad de abrir cuentas, y era evidente que cualquier otro trabajo iba a quedar seriamente retrasado.

El hombre de aspecto robusto, que había sido uno de los primeros en llegar, se levantaba en el momento en que Edwina se acercó.

La muchacha que había hecho el trámite y que ya no estaba nerviosa, dijo:

—Éste es míster Euphrates. Acaba de abrir una cuenta.

—Deacon Euphrates es como todos me llaman —y el hombre tendió a Edwina una mano enorme, que ella tomó.

—Bien venido al First Mercantile American, míster Euphrates.

—Gracias, muy amable de su parte. De verdad, tan amable que creo que, después de todo, voy a poner un poco más de alpiste en esta cuenta —examinó un puñado de cambio menor, seleccionó un cuarto de dólar y dos monedas más y después se dirigió a un cajero.

Edwina preguntó a uno de los nuevos empleados que atendían el servicio de cuentas:

—¿Cuánto fue el depósito inicial?

—Cinco dólares.

—Bien. Procuren trabajar lo más rápidamente posible.

—Es lo que hago, mistress D'Orsey, pero perdí mucho tiempo con ese hombre, porque hizo cantidad de preguntas sobre retiros e intereses. Tenía todo escrito en un papel.

—¿Tiene usted el papel?

—No.

—Probablemente otros también lo tengan. Procure conseguir uno y tráigamelo.

Tal vez sirva para darnos alguna clave, pensó Edwina, acerca de quién ha planeado y ejecutado esta experta invasión. No creía que ninguna de las personas con las que había hablado hasta ese momento fuera la figura organizadora clave.

Otra cosa emergía: la tentativa de inundar el banco no iba a limitarse meramente a abrir nuevas cuentas. Los que ya las habían abierto formaban ahora cola ante los mostradores de los cajeros, pagando o retirando diminutas sumas a paso glacial, haciendo preguntas o forzando a los cajeros a conversar.

De manera que los clientes regulares no sólo iban a tener dificultades para entrar al edificio, sino que, una vez dentro, sufrirían nuevos impedimentos.

Informó a Nolan Wainwright acerca de las listas de preguntas y de las instrucciones que había dado a la muchacha empleada.

El jefe de seguridad aprobó:

—A mí también me gustaría verlas.

—Míster Wainwright —llamó una secretaria—, le llaman por teléfono. Él cogió el teléfono y Edwina le oyó decir:

—Es una manifestación, aunque no en el sentido legal. Es pacífica y podría provocar molestias para nosotros mismos si tomamos decisiones apresuradas. Lo que menos deseamos aquí es un enfrenamiento violento.

Era tranquilizador, pensó Edwina, poder contar con la sana solidez de Wainwright. Cuando él dejó el teléfono ella tuvo una idea.

—Alguien sugirió que llamáramos a la policía —dijo.

—Llegó cuando yo llegaba y la despaché. Ya vendrá si la necesitamos. Pero espero que no sea así —señaló hacia el teléfono, después hacia la Torre de la Casa Central—. La noticia ha llegado a los grandes. Están allí apretando los botones del pánico.

—Deberían procurar devolver los fondos que han retirado del Forum East.

Por primera vez desde su llegada una breve sonrisa atravesó la cara de Wainwright.

—A mí también me gustaría. Pero ésta no es la manera y, cuando el dinero del banco está en juego, la presión exterior no alterará nada.

Edwina estaba a punto de decir: «¿Quién sabe?» cuando cambió de idea y se quedó en silencio.

Mientras miraban, la multitud que monopolizaba la zona central del banco seguía sin disminuir; el rumor era un poco más fuerte que antes.

Afuera la fila que aumentaba seguía firme en su puesto.

Eran las 9,45.

Capítulo
4

También a las 9,45, a tres manzanas de la Torre de la Casa Central del FMA, Margot Bracken operaba en un puesto de mando desde un Volkswagen descuidadamente estacionado.

Margot había tenido la intención de mantenerse apartada de la ejecución de su plan de presión, pero, finalmente, no había podido hacerlo. Como un caballo de batalla que patea el suelo ante el olor del combate, su resolución se había debilitado primero y se había disuelto después.

Pero la preocupación de Margot de no turbar a Alex o a Edwina continuaba, y éste era el motivo de que estuviera ausente de la primera fila de acción, en la Plaza Rosselli.

Si aparecía, iba a ser rápidamente identificada por miembros de la prensa, cuya presencia Margot conocía, ya que ella misma lo había arreglado de antemano, con notas confidenciales a los periódicos, a la TV y a la radio.

En consecuencia unos discretos mensajeros traían hasta el coche noticias acerca del desarrollo de las operaciones y llevaban instrucciones de vuelta.

Desde el jueves se había llevado a cabo una gran actividad organizadora.

El viernes, cuando Margot trabajaba en el plan principal, Seth, Deacon y varios miembros del comité habían reclutado capitanes de grupo dentro y fuera del Forum East. Estos jefes describieron lo que iba a hacerse en términos generales, pero la respuesta fue abrumadora. Casi todos querían actuar en algo y conocían a otros con quienes también se podía contar.

Al final del domingo, cuando las listas estaban completas, figuraban mil quinientos nombres. Rápidamente se añadieron otros. De acuerdo con el plan de Margot era imposible mantener la acción por lo menos una semana, o más, si se mantenía el entusiasmo.

Entre los hombres con trabajos regulares que se habían ofrecido voluntariamente para cooperar, algunos, como Deacon Euphrates, estaban de vacaciones, tiempo que dijeron iban a aprovechar. Otros simplemente dijeron que se ausentarían cuando fuera necesario. Lamentablemente muchos de los voluntarios eran desocupados, y su número había crecido recientemente debido a una temporada de escasez de trabajo.

Pero predominaban las mujeres, en parte por estar más disponibles durante el día, y también porque —más que en el caso de los hombres— el Forum East se había convertido en el esperanzado faro de sus vidas.

Margot sabía esto, tanto por lo que le decía su personal adelantado como por los informes de la mañana.

Los informes que hasta ahora había recibido eran altamente satisfactorios.

Margot había insistido que en cualquier momento, y particularmente durante los contactos directos con representantes del banco, todos los del contingente del Forum East debían ser amables, corteses y parecer ostensiblemente dispuestos a cooperar. Éste era el motivo de la frase «Acto de Esperanza», que Margot había acuñado, y la idea de que un grupo de individuos interesados en el asunto —aunque de medios limitados— venían en «ayuda» del banco que estaba en «dificultades».

Sospechaba, con aguda penetración, que cualquier sugestión de que el First Mercantile American estaba en dificultades iba a tocar un nervio sensible.

Y aunque no se debía ocultar la conexión con el Forum East, en ningún momento debía haber amenazas abiertas, como por ejemplo, que la paralización del gran banco continuaría a menos que se devolvieran los fondos para la construcción. Margot había dicho a Seth Orinda y los otros: «Dejemos que sea el mismo banco el que llegue a esa conclusión».

Al dar instrucciones había señalado la necesidad de evitar cualquier apariencia de amenaza o intimidación. Los que habían asistido a las reuniones tomaron nota, y después trasmitieron las instrucciones.

Otro detalle era la lista de preguntas que podían hacer los individuos al abrir una cuenta. Margot también había preparado estas preguntas. Hay centenares de preguntas legítimas que cualquiera que esté tratando con un banco puede hacer razonablemente, aunque, en general, la gente no las hace. Como resultado implícito las operaciones del banco iban a demorarse casi hasta la paralización.

Orinda debía actuar como portavoz si llegaba la oportunidad. El proyecto de Margot no necesitaba mucho ensayo. Y era fácil de aprender.

Deacon Euphrates fue designado para iniciar temprano la fila y ser el primero en abrir una cuenta.

Fue Deacon
[1]
—nadie sabía si Deacon era un nombre dado a un título otorgado por alguna de las religiones de la zona— quien encabezó el trabajo aconsejando a los voluntarios y diciéndoles cuándo y cómo tenían que actuar. Deacon trabajaba con un ejército de lugartenientes, que se extendían ampliándose, como la tela de una araña.

El miércoles por la mañana, había sido esencial una gran concurrencia al banco para crear una fuerte impresión. Pero algunos de los asistentes debían ser relevados periódicamente. Los otros, que aún no habían aparecido, eran la reserva para acudir más tarde, u otro día.

Para realizar todo esto se había establecido una red de comunicaciones que hacía continuo uso de los teléfonos públicos locales, por medio de otros cooperadores estacionados en las calles. Pese a algunos fallos en un esquema improvisado y que debía funcionar rápido, las comunicaciones andaban bien.

Todas estas cosas y otros informes eran proporcionados a Margot, que seguía esperando en el asiento trasero de su Volkswagen. La información incluía el número de personas que formaban fila, el tiempo que empleaba el banco en abrir cada cuenta y el número de escritorios adicionales para abrir las cuentas. También estaba enterada de la situación en el colmado interior del banco; y conocía las frases cambiadas entre Seth Orinda y los funcionarios del banco.

Margot hizo un cálculo y después dio órdenes al último mensajero, un joven larguirucho que esperaba en el asiento delantero del coche:

—Dígale a Deacon que no busque más voluntarios por el momento; me parece que tenemos bastantes para el resto del día. Que los que están afuera sean relevados un rato, aunque no más de cincuenta por vez, y dígales que vayan a recoger sus almuerzos. En cuanto a los almuerzos, prevenga nuevamente a todos que no deben quedar desperdicios en la Plaza Rosselli, y que no hay que llevar comida ni bebidas al banco.

El hablar de los almuerzos recordó a Margot el problema del dinero, que se había presentado al empezar la semana.

El lunes, los informes traídos por Deacon Euphrates revelaron que muchos de los voluntarios no podían disponer de cinco dólares… y ésa era la cantidad mínima requerida para abrir una cuenta en el FMA. La Asociación de Inquilinos del Forum East virtualmente no tenía dinero. Por un momento pareció que el plan iba a fracasar.

Entonces Margot hizo una llamada telefónica. Llamó al sindicato —la Asociación Norteamericana de Empleados, Cajeros y Trabajadores de Oficina— que representaba ahora a los porteros y limpiadores del aeropuerto a quienes había ayudado el año pasado.

¿Quería el sindicato colaborar prestando el suficiente dinero como para proporcionar cinco dólares a cada voluntario que no dispusiera de ellos? Los dirigentes del sindicato convocaron a una reunión apresurada. El sindicato dijo que sí.

El martes, empleados de las oficinas del sindicato ayudaron a Deacon y Seth Orinda a distribuir el dinero. Todos los interesados sabían que parte de ese dinero nunca iba a ser devuelto, y que algunos de los poseedores de los cinco dólares iban a gastarlos el martes por la noche, y que el propósito original iba a ser ignorado u olvidado. Pero la mayoría del dinero, suponían, iba a ser empleado como se pensaba. A juzgar por el espectáculo de esta mañana, no se habían equivocado.

El sindicato había ofrecido suministrar y pagar los almuerzos. La oferta fue aceptada. Margot sospechaba que debía haber algún interés especial de parte del sindicato, pero decidió que la cosa no iba a afectar el objetivo del Forum East y que, por lo tanto, no tenía importancia.

Siguió dando instrucciones al último mensajero:

—Debemos mantener la fila hasta que se cierre el banco, a las tres.

Era posible, pensó, que los periodistas tomaran fotografías en el último momento, de manera que era importante una muestra de fuerza en lo que quedaba del día.

Los planes para el día siguiente serían coordinados esa noche. En su mayoría eran una repetición del plan del primer día.

Por suerte el tiempo —un despliegue de dulzura con cielos claros— ayudaba y los pronósticos para los próximos días eran buenos.

—No dejen de recalcar —dijo Margot a otro mensajero media hora después— que todos deben ser amables, amables, amables. Incluso si la gente del banco se vuelve grosera o se impacienta lo único que hay que hacer es contestarles con una sonrisa.

A las 11,45 de la mañana Seth Orinda informó personalmente a Margot. Sonreía ampliamente y enarbolaba en la mano una temprana edición del periódico de la tarde.

—¡Caramba! —Margot desdobló y leyó la primera plana.

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