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Authors: Arthur Hailey

Tags: #Intriga

Traficantes de dinero (31 page)

BOOK: Traficantes de dinero
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Su fuerza estaba en su ficha personal. Ocho años atrás —en base a alguna magia financiera previa— G. G. Quartermain había sido llamado para rescatar a la Supranational en el momento enferma y cargada de deudas. A partir de entonces había recuperado la fortuna de la compañía, la había agrandado en un conglomerado espectacular, tres veces, había dividido las acciones y cuadriplicado los dividendos. Los accionistas, a quienes el Gran George había vuelto más ricos, le adoraban; también le concedían la libertad de acción que deseaba. Es verdad que algunas Casandras afirmaban que había construido un imperio de cartón. Pero los informes financieros de la SuNatCo y sus muchas sucursales —que Roscoe Heyward estudiaba cuando el Honorable Harold había telefoneado— las contradecían ruidosamente.

Heyward había visto dos veces al presidente de la SuNatCo: una vez brevemente, entre mucha gente; la segunda en Washington, en la
suite
de un hotel, con Harold Austin.

El encuentro de Washington tuvo lugar cuando el Honorable Harold informó a Quartermain acerca de una misión que había llevado a cabo para la Supranational. Heyward no tenía idea de cuál había sido la misión —los otros dos casi habían terminado la conversación cuando él se les untó— salvo que, en cierto modo, se relacionaba con el gobierno.

La Agencia Austin estaba encargada de la publicidad de la Hepplewhite Distillers, gran sucursal de la SuNatCo, aunque parecía que la relación personal del Honorable Harold con G. G. Quartermain se extendía más allá de eso.

Fuera cual fuese el informe, aparentemente puso de buen humor al Gran George. Cuando le presentaron a Heyward, observó:

—Harold me dice que es usted director de su pequeño banco y que ustedes dos desearían probar una cucharada de nuestra salsa. Bueno, en algún momento, pronto, hablaremos de eso.

El jefe de la Supranational había palmeado a Heyward en el hombro y había hablado de otras cosas.

Fue aquella conversación en Washington con G. G. Quartermain la que había decidido a Heyward a mediados de enero —hacía dos meses— a informar al comité de política financiera del FMA que había posibilidad de hacer negocios con la SuNatCo. Más adelante comprendió que se había apresurado. Ahora parecía que el proyecto renacía.

—Bueno —concedió Heyward en el teléfono—, tal vez pueda partir el jueves por uno o dos días.

—Así me gusta —oyó decir al Honorable Harold—. Nada de lo que hayas planeado puede ser más importante que esto para el banco. Ah, hay algo que no he mencionado: el Gran George mandará su avión particular a buscarnos.

Heyward se entusiasmó.

—¿De veras? ¿Es bastante grande como para un viaje rápido?

—Es un 707. Pensé que iba a gustarte —dijo Harold Austin, con una risita—. Saldremos de aquí el jueves a mediodía, pasaremos todo el viernes en las Bahamas y volveremos el sábado. A propósito ¿cómo son los nuevos informes de la SuNatCo?

—Los he estado estudiando —Heyward miró la mezcolanza de datos financieros tendidos alrededor de su asiento—. El paciente parece en buena salud; de verdad muy sano.

—Si tú lo dices —contestó Austin—, con eso me basta.

Al dejar el teléfono Heyward se permitió una muda y leve sonrisa. El viaje pendiente, su propósito y el hecho de ir a las Bahamas en un avión privado sería un comentario agradable para dejar caer casualmente en la conversación la semana próxima. También, si la cosa daba algún resultado, su propio
status
ante la Dirección iba a acrecentarse… y esto era algo que nunca perdía de vista en la actualidad, al recordar la naturaleza interina del nombramiento de Jerome Patterton como presidente del FMA.

También le gustaba el regreso aéreo planeado para el sábado. Esto significaba que no dejaría de presentarse en su iglesia —la de San Atanasio— donde era uno de los lectores laicos, y daba su lección, clara y solemne, todos los domingos.

La idea le recordó la lectura de mañana, que había decidido preparar por adelantado, como siempre hacía. Sacó una pesada Biblia familiar de un estante y la abrió en una página, ya doblada. La página era de los
Proverbios
, donde la lectura de mañana incluía un versículo que era el favorito de Heyward:
La virtud exalta a una nación; pero el pecado es un reproche para cualquier pueblo
.

Para Roscoe Heyward la excursión a las Bahamas fue una enseñanza.

No desconocía por cierto lo que era vivir en gran tren. Como la mayoría de los banqueros, Heyward había tenido contactos sociales con clientes y otras personas que usaban libremente el dinero, que lo usaban incluso agresivamente para comodidades principescas y diversiones. Casi siempre había envidiado aquella libertad financiera.

Pero G. G. Quartermain los sobrepasaba a todos.

El jet 707, identificado por una gran «Q» en el fuselaje y en la cola, aterrizó en el aeropuerto internacional de la ciudad como había sido previsto, ni un minuto más ni un minuto menos. Se estacionó en una terminal privada, donde el Honorable Harold y Heyward dejaron la
limousine
que les había traído desde el centro y fueron conducidos a bordo, penetrando por la parte trasera.

En un saloncito como un vestíbulo de hotel en miniatura, un cuarteto les saludó: un hombre de edad mediana, con pelo gris y una mezcla de autoridad y deferencia que le señalaba como mayordomo, y tres mujeres jóvenes.

—Bien venidos a bordo, señores —dijo el mayordomo. Heyward asintió, pero apenas notó al hombre, ya que su atención se había concentrado en las mujeres, unas muchachas bonitas como para cortar el aliento, de unos veintitantos años, y todas sonreían amablemente. A Roscoe Heyward se le ocurrió que la organización de Quartermain debía haber reunido a las camareras más bonitas de las compañías TWA, United y American, y que, luego, debía haber seleccionado a estas tres, como la crema de la leche más rica. Una de las muchachas tenía el pelo color miel, otra era una llamativa morena, la tercera una pelirroja de pelo largo. Eran de piernas largas, sinuosas, sanamente tostadas por el sol. El tostado contrastaba con sus elegantes y estrictos uniformes beige pálido.

El uniforme del mayordomo era del mismo material elegante que los de las muchachas. Los cuatro llevaban una «Q» bordada sobre el bolsillo delantero izquierdo.

—Buenas tardes, míster Heyward —dijo la pelirroja. Su voz, gratamente modulada, tenía una calidad suave, casi seductora. Prosiguió—: Me llamo Avril. Si me acompaña le mostraré su cuarto.

Heyward la siguió, sorprendido ante la referencia a un «cuarto», y el Honorable Harold fue recibido por la rubia.

La elegante Avril precedió a Heyward por un corredor que le extendía por uno de los lados del avión. Varias puertas se abrían sobre el corredor.

Por encima del hombro, ella anunció:

—Míster Quartermain está tomando una sauna y un masaje. Se reunirá más tarde con usted en la sala.

—¿Una sauna? ¿Aquí?

—Oh, sí. Hay una directamente detrás de la cubierta de vuelo. También un cuarto para baños de vapor. A míster Quartermain le gusta tomar una sauna o un baño turco donde quiera que esté, y su masajista siempre le acompaña —Avril lanzó una deslumbrante sonrisa—. Si desea usted tomar un baño y masaje tendrá tiempo para hacerlo durante el vuelo. Me gustaría encargarme de eso.

—No, gracias.

La muchacha se detuvo ante una puerta.

—Éste es su cuarto, míster Heyward —mientras hablaba, el avión se puso en marcha, iniciando el recorrido. Ante el movimiento inesperado, Heyward trastabilló.

—¡Uy! —Avril tendió el brazo, le ayudó a mantener el equilibrio y, por un momento, ambos estuvieron muy cerca. Él fue consciente de unos largos dedos finos, de unas uñas lacadas de naranja oscuro, de un contacto firme y leve y de una oleada de perfume.

Ella siguió con la mano apoyada en el brazo de él.

—Es mejor que le ponga el cinturón para cuando despeguemos. El capitán siempre es muy rápido. A míster Quartermain no le gusta demorarse en los aeropuertos.

Él tuvo la rápida impresión de una salita suntuosa, donde la muchacha le hizo pasar, después quedó sentado en un asiento blando y cómodo, mientras los dedos, de los que ya era consciente, sujetaban hábilmente una correa alrededor de su cintura. Incluso a través de la correa podía sentir el movimiento de los dedos. La sensación no era desagradable.

—¡Listo! —el avión corría ahora. Avril dijo—: Si no le molesta me quedaré hasta que despeguemos.

Se sentó junto a él en el asiento y se ajustó otra correa.

—No —dijo Roscoe Heyward. Se sentía absurdamente deslumbrado—. No me molesta en lo más mínimo.

Al mirar alrededor percibió más detalles. La sala o cabina, como nunca había visto en otro avión, había sido diseñada para una utilización eficiente y lujosa del espacio. Tres de las paredes tenían paneles con una «Q» tallada en una hermosa hoja de oro. La cuarta pared estaba ocupada casi totalmente por un espejo, que ingeniosamente volvía el compartimiento más grande de lo que era. En un nicho de la pared de la izquierda había un escritorio de oficina compactamente organizado, con una consola telefónica y teletipos protegidos con un cristal. Cerca había empotrado un pequeño bar, con una fila de botellas en miniatura.

Metida en la pared del espejo, que enfrentaba a Heyward y Avril, había una pantalla de televisión, con un doble juego de controles, al alcance de la mano, a ambos lados del asiento. Una puerta detrás comunicaba, presumiblemente, con un cuarto de baño.

—¿Quiere ver cómo despegamos? —preguntó Avril. Sin esperar respuesta tocó los controles de la televisión que tenía cerca, y una imagen, nítida y en color, surgió a la vida. Evidentemente había una cámara al frente del avión y, en la pantalla, vieron el recorrido hasta llegar a una amplia pista, que pudo verse completamente cuando el 707 se precipitó en ella. Sin perder tiempo el avión avanzó y simultáneamente la pista empezó a correr bajo ellos, después, lo que quedaba de ella se inclinó hacia abajo, cuando el gran jet se puso en ángulo, y estuvieron en el aire. Heyward tuvo una sensación de altura, y no sólo a causa de la imagen de la televisión. Con sólo el cielo y las nubes al frente. Avril apagó la TV.

—Los canales regulares de televisión están allí, si desea verlos. —Informó ella, después señaló el teleprinter—. Allí puede usted comunicarse con la Dow Jones, la Ap, la UP o la Telex. Simplemente telefonee a la cabina de vuelo y atenderán cualquier cosa que usted diga.

Heyward observó, con cautela.

—Todo esto sobrepasa un poco mi experiencia normal.

—Ya lo sé. A veces produce ese efecto en la gente, aunque es sorprendente lo rápido que uno se adapta —nuevamente le lanzó una mirada directa y una sonrisa deslumbrante—. Tenemos cuatro cabinas privadas como esta, que pueden convertirse fácilmente en dormitorios. Basta con apretar unos botones. Se lo mostraré si quiere.

Él movió la cabeza.

—Por el momento me parece innecesario.

—Como usted guste, míster Heyward.

Ella aflojó su cinturón y se puso de pie.

—Si quiere hablar con míster Austin, él está en la cabina de atrás. Más adelante está la sala principal, donde queda invitado cuando esté listo. Además hay un comedor, oficinas y, más allá, el compartimiento privado de míster Quartermain.

—Gracias por los datos geográficos —Heyward se quitó sus lentes sin aro y sacó un pañuelo para limpiarlos.

—Oh, deje que yo lo haga —amablemente pero con firmeza Avril le quitó los lentes de la mano, sacó un pedazo de seda cuadrado y los limpió. Después volvió a colocarle los lentes en la cara, y sus dedos viajaron levemente por detrás de las orejas de Roscoe. Heyward tuvo la sensación de que debía protestar, pero no lo hizo.

—Mi tarea en este viaje, míster Heyward, es ocuparme exclusivamente de usted para que no le falte nada.

¿Era acaso su imaginación, se preguntó, o la muchacha había puesto un sutil énfasis en las palabras «que no le falte nada»? Bruscamente se recordó a sí mismo que esperaba que no fuera así. Sí lo era, la implicación era de lo más sorprendente.

—Dos cosas más —dijo Avril. Suntuosa y esbelta, con el pelo rojo moviéndose, había ido hacia la puerta dispuesta a partir—. Si me necesita para algo no dude y apriete el botón número siete que verá en el intercomunicador.

Heyward contestó gruñendo:

—Gracias, señorita, pero me parece difícil que lo haga.

Ella quedó impertérrita.

—La otra cosa: en el trayecto a las Bahamas haremos un corto aterrizaje en Washington. El vicepresidente se nos unirá allí.

—¿El vicepresidente de la Supranational?

Los ojos de ella fueron burlones.

—No, tonto. El vicepresidente de los Estados Unidos.

Unos quince minutos después el Gran George Quartermain gritó a Roscoe Heyward:

—¡Por todos los diablos! ¿Qué mierda está tomando? ¿Leche de madre?

—Es limonada —Heyward levantó el vaso, inspeccionando el líquido insípido—. Más bien me gusta.

El presidente de la Supranational encogió los macizos hombros.

—Cada adicto con su propio veneno. ¿Las chicas les han atendido bien?

—En ese sector no hay quejas —confesó el Honorable Harold Austin, con una risita. Al igual que los otros estaba cómodamente reclinado en el espléndido salón principal del 707, con la rubia, cuyo nombre era Rhetta, acurrucada en una alfombrilla a sus pies.

Avril dijo con dulzura:

—Hacemos lo que podemos —estaba de pie detrás del sillón de Heyward y dejó que su mano se deslizara ligeramente por la espalda de él. Él sintió los dedos que le tocaban la nuca, se abandonó un instante, después se movió.

Unos momentos antes G. G. Quartermain había llegado al salón resplandeciente en una bata de toalla colorada rayada en blanco y la inevitable «Q» ampliamente bordada. Como un senador romano era asistido por sus acólitos —un hombre de cara dura y silenciosa, con un jersey blanco, probablemente el masajista, y la azafata, en su bien cortado uniforme beige, de facciones delicadamente japonesas. El masajista y la muchacha supervisaron la entrada del Gran George en un amplio sillón semejante a un trono, que le estaba claramente reservado. Después, una tercera figura —el mayordomo del principio— como por magia, sacó un Martini frío y lo tendió a la ávida mano de G. G. Quartermain.

Incluso más que en las ocasiones previas que se habían visto, Heyward decidió que el apodo «Gran George» era adecuado en todo sentido. Físicamente el anfitrión era un hombre como una montaña, de por lo menos un metro ochenta y cinco de estatura, el pecho, los hombros y el torso de un herrero de pueblo. Su cabeza era el doble de las de otros hombres y sus rasgos faciales hacían juego: eran prominentes, los ojos grandes, se movían con rapidez y oscura audacia, y la boca era de labios gruesos y fuertes, acostumbraba a dar órdenes como un sargento de la marina, aunque por asuntos más amplios. También era evidente que la jovialidad superficial podía desvanecerse en un instante, si algo le desagradaba profundamente.

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