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Authors: Arthur Hailey

Tags: #Intriga

Traficantes de dinero (34 page)

BOOK: Traficantes de dinero
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—Sí —asintió Heyward—, veo la importancia de eso.

—De su banco yo desearía una línea de crédito de cincuenta millones de dólares. Naturalmente, con la tasa de interés preferencial.

—Lógicamente, cualquier cosa que arreglemos será con tasa de interés preferencial.

Heyward sabía que cualquier préstamo que se hiciera a la Supranational iba a ser a la mejor tasa de interés del banco. En los bancos es axiomático que los clientes más ricos pagan menos por el dinero prestado; las altas tasas de interés son para los pobres.

—Lo que tendremos que revisar —señaló— es la limitación legal de nuestro banco bajo la ley federal.

—¡A la mierda con los límites legales! Siempre hay una manera para dar vuelta a la cosa, métodos que se usan todos los días. Usted lo sabe tan bien como yo.

—Sí, sé que hay maneras y medios.

Ambos hombres hablaban, y se referían a una regulación bancaria que prohibía a cada banco un préstamo de más del diez por ciento de su capital y el suplemento de pagos a un solo deudor. El propósito era evitar algún gigantesco fracaso bancario y proteger de las pérdidas a los depositantes. En el caso del First Mercantile American, un préstamo de cincuenta millones de dólares a la Supranational sustancialmente excedería ese límite.

—La manera de esquivar esa ley —dijo el Gran George— es que ustedes dividan el préstamo entre nuestras compañías subsidiarias. Después volveremos a colocarlo, cuando y donde lo necesitemos.

Roscoe Heyward musitó:

—Podría hacerse de esa manera —comprendía que la propuesta violaba el espíritu de la ley, aunque técnicamente siguiera dentro de ella. Pero también sabía que lo que el Gran George había dicho era verdad: tales cometidos eran de uso diario entre los bancos más grandes y más prestigiosos.

Sin embargo, incluso con el problema solucionado, el tamaño del compromiso propuesto le hizo vacilar. Había calculado veinte o veinticinco millones como punto de partida, suma que quizás hubiera ido aumentando a medida que se desarrollaran las relaciones entre el banco y la Supranational.

Como si hubiera leído en su pensamiento, el Gran George dijo:

—Nunca hago tratos por sumas pequeñas. Si cincuenta millones es más de lo que ustedes pueden disponer, olvidemos el asunto. Daré el negocio al banco Chase.

El escurridizo e importante negocio que Heyward había venido a buscar aquí, con la esperanza de capturarlo, pareció escabullirse súbitamente.

—No, no. No es demasiado.

Mentalmente revisó otros compromisos del FMA. Nadie los conocía mejor que él. Sí,
podían
concederse cincuenta millones a la SuNatCo. Iba a ser necesario dar algunas vueltas de tuerca dentro del banco… cortar drásticamente los préstamos menores y las hipotecas, pero esto podía arreglarse. Un único gran préstamo a un solo cliente como la Supranational sería inmensamente más provechoso que un ejército de préstamos pequeños, costosos en el procedimiento y en el cobro.

—Pienso recomendar enfáticamente esa línea de crédito a nuestro Consejo —dijo Heyward con decisión— y estoy seguro de que estaremos de acuerdo.

Su compañero de golf contestó brevemente:

—Bien.

—Naturalmente mi posición sería más fuerte si pudiera informar a los directores de que tendremos alguna representación bancaria en la Dirección de la Supranational.

El Gran George acercó el palo de golf hasta su pelota, y estudió la posición antes de contestar:

—Eso podría arreglarse. Si se hace, espero que el departamento de crédito de ustedes invierta pesadamente en nuestros valores. Ya es hora de que nuevas compras hagan subir los precios.

Con creciente confianza, Heyward dijo:

—Podría explorarse el asunto, junto con otras cosas. Evidentemente la Supranational tendrá ahora una cuenta activa con nosotros, y está el asunto del balance compensatorio…

Heyward comprendió que estaban realizando la danza ritual entre cliente y banco. Lo que simbolizaba era un hecho de la vida corporativa bancaria:
Yo te rasco la espalda, tú me rascas la mía
.

G. G. Quartermain, sacando un palo de hierro de su bolsa de piel de cocodrilo, dijo irritado:

—No me aburra con detalles. Mi agente financiero, Inchbeck, vendrá hoy aquí. Mañana regresará con nosotros. Ustedes dos podrán hablar entonces.

Era evidente que la breve sesión dedicada a los negocios había concluido. Para entonces el juego errático del Honorable Harold parecía haber afectado a su compañero.

—Me estás volviendo loco —se quejó Byron Stonebridge en un punto. Y en otro—: Caramba, Harold, ese golpe fallido tuyo es contagioso como la viruela. Cualquiera que juegue contigo como compañero debería estar vacunado —y fuera cual fuere el motivo, el impulso del vicepresidente, sus golpes y su compostura empezaron, ahora, a marchar torcidos en los buenos golpes.

Como Austin no mejoraba, ni siquiera con las reprimendas, en el hoyo diecisiete del Gran George y el «corto-pero-directo» Roscoe llevaban ventaja. Esto convenía a G. G. Quartermain y dio su primer golpe en el hoyo dieciocho a unos doscientos cincuenta metros, directamente hacia el centro, después empezó a rodear hábilmente el hoyo, llevando la victoria de su lado.

El Gran George se puso contento al ganar y palmeó en el hombro a Byron Stonebridge.

—Supongo que esto hará que mi crédito en Washington sea todavía mejor que antes.

—Depende de lo que quieras —dijo el vicepresidente. Y añadió significativamente—: Y de la discreción que tengas.

Mientras tomaban unos tragos en el guardarropas de hombres, el Honorable Harold y Stonebridge pagaron cada uno cien dólares a G. G. Quartermain… apuesta en la que se habían puesto de acuerdo antes de iniciar el juego. Heyward se había negado a apostar y, por lo tanto, no fue incluido en el pago.

Pero el Gran George dijo magnánimamente:

—Me gusta la manera cómo has jugado, socio… —se dirigió a los otros—. Creo que Roscoe debe recibir algo en reconocimiento. ¿Estáis de acuerdo?

Los otros asintieron y el Gran George se golpeó la rodilla.

—¡Ya sé! Un puesto en la Dirección de la Supranational. ¿Qué te parece como recompensa?

Heyward sonrió.

—Estás bromeando, claro.

Por un momento la sonrisa abandonó el siempre radiante rostro del presidente de la SuNatCo.

—Cuando hablo de la Supranational nunca bromeo.

Fue entonces cuando Heyward comprendió que aquella era la manera del Gran George de instrumentar la conversación previa. Si aceptaba, lógicamente, eso significaba aceptar las otras obligaciones…

Su vacilación duró sólo unos segundos.

—Si lo dices en serio, estoy encantado de aceptar.

—Haremos el anuncio la semana que viene.

La oferta había sido tan rápida y sorprendente que a Heyward todavía le costaba trabajo creerla. Había esperado que otro entre los directores del First Mercantile American fuera invitado a unirse a la Dirección de la Supranational. Ser elegido él mismo, y personalmente por G. G. Quartermain, era la consagración. La Dirección de la SuNatCo, tal como estaba compuesta ahora, era como una cinta azul en el
Quién es Quién
de los negocios y las finanzas.

Como si leyera en su mente, el Gran George tuvo una risita.

—Entre otras cosas podrás cuidar el dinero de tu banco.

Heyward vio que el Honorable Harold le miraba, interrogante. Cuando Heyward hizo una leve señal de asentimiento, su compañero en la dirección del FMA se puso radiante.

Capítulo
8

La segunda velada en la mansión de G. G. Quartermain en las Bahamas fue de una calidad sutilmente diferente a la primera. Era como si los ocho allí presentes —los hombres y las muchachas— compartieran una cómoda intimidad, que había faltado la noche anterior. Roscoe Heyward, consciente del contraste, sospechó cuál era el motivo.

La intuición le decía que Rhetta había pasado la noche anterior con Harold Austin, y Krista con Byron Stonebridge. Esperaba que los otros dos no creyeran lo mismo de él y Avril. Estaba seguro de que su anfitrión no lo creía; las frases dichas aquella mañana lo indicaban, probablemente porque el Gran George estaba informado de lo que pasaba, o no pasaba, dentro de su casa.

Entretanto la reunión del crepúsculo —otra vez alrededor de la piscina— y en la terraza para la cena, había sido deliciosa en sí. Roscoe Heyward se permitió formar parte de ella, de manera alegre y jovial.

Era verdad que disfrutaba de las continuas atenciones de Avril, que no mostraba señales de estar ofendida por el rechazo de la otra noche. Como ya se había probado a sí mismo que podía resistir las seducciones de la muchacha, Heyward no veía ahora motivo para negar a Avril el placer de una agradable compañía.

Uno de los motivos de su estado eufórico era el compromiso de la Supranational de hacer negocios con el First Mercantile American y el inesperado y deslumbrador trofeo de un asiento para él en el consejo director de la SuNatCo. No dudaba que ambas cosas iban a reforzar su prestigio en el FMA. Su nombramiento para la sucesión de la presidencia parecía cercano.

Más temprano había tenido una breve reunión con el contador de la Supranational, Stanley Inchbeck, que había llegado, como lo anunciara el Gran George. Inchbeck era un ruidoso neoyorquino que empezaba a quedarse calvo, y él y Heyward convinieron en arreglar los detalles del préstamo de la SuNatCo al día siguiente, durante el vuelo. Fuera de su encuentro con Heyward, Inchbeck había permanecido encerrado buena parte de la tarde con G. G. Quartermain. Aunque aparentemente estaba en alguna parte de la casa, Inchbeck no apareció para tomar unas copas ni para cenar.

Otra cosa que Roscoe Heyward percibió, desde la ventana de su cuarto en el segundo piso, fue que G. G. Quartermain y Byron Stonebridge, recorrieron el jardín durante una hora a principios del crepúsculo, sumergidos en una profunda conversación. Estaban demasiado lejos de la casa para que pudiera oírse nada de lo que decían, pero el Gran George parecía hablar de manera persuasiva, y el vicepresidente interrumpía ocasionalmente, con lo que probablemente eran preguntas. Heyward recordaba la frase de la mañana en el campo de golf acerca de «crédito en Washington», se preguntó cuál de los muchos intereses de la Supranational estarían discutiendo. Decidió que nunca iba a saberlo.

Ahora, después de la cena, en la oscuridad fresca y perfumada de afuera, el Gran George era nuevamente el anfitrión complaciente. Rodeando con las manos una copa de coñac con el sello «Q», anunció:

—Nada de excursiones esta noche. Todos nos divertiremos aquí.

El mayordomo, los camareros y los músicos habían desaparecido discretamente.

Rhetta y Avril, que bebían champaña, dijeron a coro:

—¡Una fiesta aquí!

By Stonebridge levantó la voz para ponerse a tono con las muchachas.

—¿Qué clase de fiesta?

—Una fiesta de «redada» —declaró Krista, y se corrigió, porque su manera de hablar se había vuelto un tanto confusa a causa del vino y del champaña—. Quiero decir una «nadada». Quiero nadar.

Stonebridge la provocó:

—¿Qué te detiene?

—¡Nada, By, querido! ¡Absolutamente nada! —con una serie de rápidos movimientos Krista dejó su copa de champaña, pateó sus zapatos, desabrochó unos clips del vestido y se balanceó. El largo vestido verde de noche que llevaba cayó como una cascada a sus pies. Debajo llevaba un
slip
. Se lo quitó y lo tiró lejos por encima de su cabeza. No llevaba nada más.

Desnuda, sonriendo, con su cuerpo exquisitamente proporcionado, sus altos pechos firmes y su pelo negro como ébano, que la convertían en una escultura de Maillol en movimiento, Krista avanzó con dignidad por la terraza, descendió los peldaños hacia la piscina iluminada y se zambulló. Nadó a lo largo de la piscina, se volvió y llamó a los otros:

—¡Es glorioso! ¡Venid!

—¡Por Dios —dijo Stonebridge—, claro que iré! —Se quitó la camisa deportiva, los pantalones y los zapatos y luego, desnudo como Krista, aunque menos llamativo, avanzó hasta el agua y se zambulló.

Rayo de Luna, con una risita en tono muy alto, y Rhetta, ya se estaban desvistiendo.

—¡Un momento —gritó Harold Austin—, este tipo también va!

Roscoe Heyward, que había mirado a Krista con una mezcla de sorpresa y fascinación, vio que Avril estaba a su lado.

—Roscoe, tesorito, ábreme la cremallera… —le presentó su espalda.

Vacilando, él procuró agarrar el cierre sin dejar su asiento.

—Ponte de pie, tonto —dijo Avril. Cuando lo hizo, volviendo a medias la cabeza, ella se inclinó contra él, y su calidez y su fragancia le abrumaron.

—¿Todavía no has terminado?

A él le resultaba difícil concentrarse.

—No, parece que…

Hábilmente, Avril buscó en su espalda.

—Aquí, déjame… —terminando lo que él había empezado, bajó la cremallera. Con un movimiento de hombros hizo caer el vestido.

Movió el pelo rojo en un gesto que él había aprendido a conocer.

—Bueno, ¿qué esperas? Desabrocha mi sujetador.

Las manos de él temblaban, tenía los ojos clavados en ella, mientras hacía lo que le decían. El sujetador cayó. Pero no las manos de él.

Con un movimiento levísimo y gracioso, Avril se puso de puntillas. Se inclinó hacia él y le besó en los labios. Las manos de él, que siguieron donde estaban, tocaron los erguidos pezones de sus pechos. Involuntariamente, según le pareció, sus dedos se curvaron y apretaron. Unas eléctricas oleadas sensuales lo atravesaron.

—Hum —ronroneó Avril—. Me gusta. ¿Vamos a nadar? Él sacudió la cabeza.

—Te veo luego, entonces —se volvió, caminó en su desnudez como una diosa griega y se unió a los otros que jugueteaban en la piscina.

G. G. Quartermain había seguido sentado, con la silla retirada de la mesa. Bebía el coñac y lanzaba miradas pícaras a Heyward.

—Yo tampoco tengo ganas de nadar. De vez en cuando, si uno está seguro de encontrarse entre amigos, es bueno para un hombre dejarse ir.

—Supongo que debo reconocer eso. Y ciertamente me siento entre amigos —Heyward volvió a hundirse en su asiento, se quitó los lentes y empezó a limpiarlos. Ahora tenía el control de sí mismo. El instante de loca debilidad había quedado atrás. Prosiguió:

—El problema es que, naturalmente a veces uno va más lejos de lo que piensa. De todos modos, lo importante es mantener el control general.

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