Margot echó la cabeza más hacia atrás, y le miró desde su postura.
Preguntó con inocencia:
—¿Por qué voy a comerte, querido? La idea de cortar la ayuda del banco no ha sido tuya… —su pequeña frente se enfurruñó—. ¿O lo ha sido?
—Sabes de sobra que no es así.
—Claro que lo sé. Y también estoy segura de que te opusiste.
—Sí, me opuse —y añadió con tristeza—: ¡Para lo que ha servido!
—Hiciste lo posible. Es todo lo que se te puede pedir.
Alex la miró desconfiado.
—Eso no parece muy tuyo…
—¿No te gusta que yo sea así?
—Eres una luchadora. Es una de las cosas que me atraen en ti. Tú no cedes. No aceptas con calma la derrota.
—Tal vez algunas derrotas sean totales. En ese caso nada puede hacerse.
Alex se incorporó, tieso.
—Estás planeando algo, Bracken. Lo sé. Dime de qué se trata.
Margot meditó, después dijo con lentitud:
—No reconozco riada. Pero, incluso en el caso de que fuera verdad lo que has dicho, es posible que haya ciertas cosas que es mejor que tú ignores. Algo que nunca he querido hacer, Alex, es crearte inconvenientes.
Él sonrió cariñosamente.
—De todos modos
me has
dicho algo. Bueno, si no quieres que profundice, no lo haré. Pero quiero una seguridad: la de saber que lo que estás planeando es legal.
Por un momento Margot perdió el control.
—Yo soy aquí el abogado. Yo decido lo que es legal y lo que no lo es.
—Incluso las abogadas más inteligentes pueden cometer errores.
—No esta vez —pareció a punto de discutir más, pero se contuvo. Su voz se suavizó—. Sabes que siempre actúo dentro de la ley. Y también sabes por qué.
—Sí, lo sé —dijo Alex. Nuevamente relajado, siguió acariciándole el pelo.
Ella le había confesado una vez, cuando ya se conocían bien, sus ideas, logradas años antes, y que eran resultado de la pérdida y la tragedia.
En la facultad de derecho, donde Margot era una destacada estudiante, se había unido, como muchos otros en esa época, al activismo y la protesta. Era el tiempo de la creciente intervención norteamericana en el Vietnam y se habían producido amargas divisiones en la nación. Era también el comienzo de inquietudes y cambios dentro de la profesión legal, una rebeldía de la juventud contra las leyes de los viejos y contra lo establecido, la época de una nueva camada de abogados beligerantes de los cuales Ralph Nader era el publicitado y laureado símbolo.
Antes, en el colegio secundario y luego en la facultad, Margot había compartido sus puntos de vista de
avant-garde
, sus actividades y su persona con un muchacho estudiante —el único nombre por el cual Alex le conocía era Gregory— y Gregory y Margot vivían juntos, según era también la costumbre.
Durante varios meses había habido enfrentamientos sobre la administración estudiantil, y uno de los peores se inició cuando aparecieron oficialmente en la universidad reclutas del ejército y la marina de los Estados Unidos. Una mayoría estudiantil, entre la que se encontraban Gregory y Margot, habían querido que los reclutas fueran expulsados. Las autoridades de la facultad adoptaron un punto de vista opuesto, muy fuerte.
En protesta, los estudiantes ocuparon el edificio de la administración, se formaron dentro barricadas y otros quedaron fuera. Gregory y Margot, atrapados en el fervor general, estaban entre ellos.
Se iniciaron negociaciones pero fracasaron, en parte porque los estudiantes presentaban «demandas no negociables». Después de dos días la administración llamó a la policía estatal, ayudada, no muy sabiamente, por la Guardia Nacional. Se lanzó un asalto contra el sitiado edificio.
Durante la lucha se dispararon algunos tiros y algunas cabezas recibieron golpes. Por milagro, los tiros no hirieron a nadie. Pero por una trágica desdicha una de las cabezas castigadas —la de Gregory— sufrió una hemorragia cerebral, que dio como resultado su muerte horas más tarde.
Finalmente, porque la indignación popular fue grande, un policía joven, asustado y sin experiencia, que había dado el golpe mortal, fue llevado ante los tribunales. Los cargos contra él fueron rechazados.
Margot, aunque sumida en un profundo dolor y atontamiento, era una estudiante de leyes bastante objetiva como para entender el rechazo. Su entrenamiento legal le sirvió también más adelante, con calma, para valorar y codificar sus propias convicciones. Era un proceso demorado que las presiones de la excitación y la emoción habían impedido por largo tiempo.
Ninguno de los puntos de vista sociales o políticos de Margot habían cambiado, ni entonces ni luego. Pero su percepción era tan honrada como para reconocer que la facción estudiantil había retirado a otros las libertades de las que se proclamaba defensora. También, en su celo, habían transgredido la ley, sistema al que estaban dedicados sus estudios, y presumiblemente sus vidas.
Faltaba sólo otro paso en el razonamiento, paso que Margot dio, para comprender que no se hubiera logrado menos, probablemente se habría conseguido mucho más, actuando dentro de los límites legales.
Y había confesado a Alex, la única vez que habían hablado de aquella parte del pasado de ella, que seguir dentro de lo legal era su principio guía, y el de toda su actividad, desde entonces.
Todavía acurrucada cómodamente junto a él, ella preguntó:
—¿Cómo andan las cosas en el banco?
—Algunos días me siento como Sísifo. ¿Lo recuerdas?
—¿No era el griego que empujaba una roca subiendo una montaña? Cada vez que llegaba a la cima la piedra se deslizaba para abajo.
—El mismo. Debería haber sido un ejecutivo bancario procurando hacer cambios. ¿Sabes algo de nosotros, los banqueros, Bracken?
—Háblame de vosotros.
—Tenemos éxito pese a nuestra falta de intuición e imaginación.
—¿Permites que utilice tus palabras?
—Si lo haces juraré que nunca lo he dicho —murmuró él—. Pero, entre nosotros, los banqueros siempre reaccionan ante el cambio social, nunca lo anticipan. Todos los problemas que nos afectan ahora: ambientales, de ecología, energía, las minorías, hace tiempo que están entre nosotros. Lo que en esas áreas podía afectarnos hubiera podido ser previsto. Nosotros, los banqueros, podríamos ser dirigentes. En lugar de esto estamos siguiendo, sólo avanzamos cuando tenemos que hacerlo, cuando nos empujan.
—¿Por qué sigues siendo banquero entonces?
—Porque es importante. Lo que hacemos vale la pena y, que avancemos de buena voluntad o no, somos profesionales necesarios. El sistema monetario se ha vuelto tan enorme, tan complicado y sofisticado, que sólo los bancos pueden manejarlo.
—Entonces lo que más necesitáis es un empujón de vez en cuando, ¿verdad?
Él la miró intensamente, con la curiosidad reanimada.
—Estás planeando
algo
en esa revuelta cabeza tuya.
—No he reconocido nada.
—Sea lo que sea, espero que no tenga que ver con los cuartos de aseo públicos…
—¡Por Dios, no!
Ante el recuerdo de hacía un año, ambos rieron a carcajadas. Había sido una de las victorias combativas de Margot y había llamado mucho la atención.
Su batalla había sido contra la comisión del aeropuerto que, en aquella época, pagaba a los centenares de porteros y limpiadores salarios sustancialmente más bajos de los que eran normales en la zona. El sindicato estaba corrompido, tenía un «contrato de novio» con la comisión, y no había hecho nada para ayudar. Desesperado, un grupo de trabajadores del aeropuerto había buscado la ayuda de Margot, que empezaba a ganar reputación en estos asuntos.
El acercamiento directo de Margot con la comisión, fue meramente rechazado. Ella decidió entonces que había que alertar a la opinión pública y que, una manera de lograrlo, era ridiculizar al aeropuerto y sus dirigentes. Como preparación, y trabajando con varios simpatizantes que antes la habían ayudado, Margot hizo un estudio inteligente del grande y ocupado aeropuerto en una noche de pesado tráfico.
Un factor señalado en el estudio era que, cuando los aviones de vuelos nocturnos, en los que se servían comidas y bebidas, descargaban a sus pasajeros, la mayoría de los recién llegados se dirigía inmediatamente a los cuartos de aseo del aeropuerto, creando así demandas máximas de esos lugares en un período de varias horas.
Al siguiente viernes por la noche, cuando el tráfico aéreo que llegaba y partía era más intenso, varios centenares de voluntarios, principalmente porteros y limpiadores que estaban libres ese momento, llegaron al aeropuerto bajo la dirección de Margot. Desde entonces hasta que se fueron, mucho más tarde, todos permanecieron tranquilos, en orden y cumpliendo con la ley.
El propósito era ocupar continuamente, a lo largo de la noche, todos los cuartos de aseo del aeropuerto. Y lo hicieron. Margot y sus ayudantes habían preparado un plan detallado y los voluntarios fueron a sitios designados, donde pagaron una moneda y se instalaron, entretenidos con material de lectura, radios portátiles e incluso comida que habían llevado. Algunas mujeres llevaron trabajos de costura o tejidos. Era lo último en cuanto a huelgas legales de brazos cruzados.
En los aseos de caballeros, nuevos voluntarios formaron largas filas junto a los urinarios, y cada fila se movía con abrumadora lentitud. Si un varón que no estaba en el complot se unía a la fila, tardaba una hora en llegar. Pocos, o ninguno, esperaron tanto tiempo.
Un contingente flotante explicaba tranquilamente a todo el mundo que quería escuchar, lo que estaba pasando, y por qué.
El aeropuerto se convirtió en un hervidero, con centenares de pasajeros enojados y angustiados, que se quejaban dura y calurosamente a las líneas aéreas que, a su vez, atacaron a la dirección del aeropuerto. La administración se vio frustrada e incapaz para hacer nada. Otros observadores, no involucrados ni necesitados, encontraron que la situación era cómica. Nadie permaneció indiferente.
Representantes de los medios informativos, avisados de antemano por Margot, estaban presentes en cantidad. Los periodistas rivalizaban entre sí para escribir historias que fueron propagadas a toda la nación por los servicios telegráficos, y luego repetidas internacionalmente y usadas en periódicos tan distintos como «Izvestia», el «Star» de Johannesburg y «The Times» de Londres. Al día siguiente, como resultado, el mundo entero reía.
En la mayoría de los comentarios el nombre de Margot Bracken figuró muy destacado. Había intimación de que nuevas huelgas «sentadas» proseguirían.
Tal como Margot había calculado, el ridículo es una de las armas más fuertes en cualquier arsenal. Después del fin de semana la comisión del aeropuerto accedió a discutir los salarios de los porteros y los limpiadores, lo que dio como resultado que los aumentaran más tarde. Un resultado consecuente fue que la dirección del sindicato corrompido perdió la votación y fue reemplazada por una más honrada.
Margot se agitó ahora, acercándose a Alex, y dijo suavemente:
—¿Qué clase de mente has dicho que tengo?
—Revuelta como un trompo.
—¿Y eso es bueno o malo?
—Es bueno para mí. Refrescante. Y casi siempre me gustan las causas por las que trabajas.
—Pero no siempre…
—No, no siempre.
—A veces las cosas que hago crean antagonismos. Muchas de ellas. Supongamos que el antagonismo es sobre algo en lo que no crees, o que te desagrada. Imagina que nuestros nombres aparecen vinculados en una ocasión en la que, digamos, no te gustaría estar asociado a mí.
—Aprendería a soportarlo. Además, tengo derecho a tener una vida privada, y también lo tienes tú.
—Y también tiene ese derecho cualquier mujer —dijo Margot—. Pero, a veces, me pregunto si realmente podrías soportarlo. Quiero decir, si estuviéramos juntos todo el tiempo. Yo no cambiaría ¿sabes? Tienes que entender eso, Alex, querido. No podría renunciar a mi independencia, ni dejar de ser yo misma y de tomar iniciativas.
Él recordó a Celia, que nunca había tomado iniciativas, ni siquiera cuando había deseado que lo hiciera. Y pensó, como siempre con remordimiento, en lo que se había convertido Celia. Sin embargo había aprendido algo de ella: que ningún hombre es íntegro a menos que la mujer que ama sea libre, y sepa hacer uso de la libertad, explotándola para realizarse a sí misma.
Alex dejó caer las manos sobre los hombros de Margot. A través del delgado camisón de seda pudo sentir su cálida fragancia, percibió la suavidad de su piel. Dijo con dulzura:
—Tal como eres te quiero y te deseo. Si cambiaras contrataría a alguna otra abogada y te demandaría por haber traicionado al amor.
Sus manos dejaron los hombros de ella, se movieron lentas, acariciantes, hacia abajo. Él sintió que la respiración de ella se apresuraba; un momento después se volvió hacia él, urgente, casi sin aliento:
—¿Qué diablos estamos esperando?
—Sólo Dios lo sabe —dijo él—. Vamos a la cama.
La visión era tan desusada que uno de los funcionarios de préstamos de la sucursal, Cliff Castleman, se dirigió hacia la plataforma.
—Mistress D'Orsey, ¿por casualidad ha echado usted un vistazo desde la ventana?
—No —dijo Edwina. Estaba atareada con el correo matutino—. ¿Por qué?
Eran las 8,55, un miércoles, en la principal sucursal de la ciudad del First Mercantile American.
—Bueno —dijo Castleman—, se me ocurre que podría interesarle. Hay afuera una fila como nunca he visto antes de la hora de apertura.
Edwina miró. Varios empleados se apiñaban para mirar por las ventanas. Había murmullos de conversación entre los empleados, cosa generalmente desusada por la mañana tan temprano. Edwina sintió una corriente secreta de preocupación.
Dejó su escritorio y dio unos pasos hacia uno de los grandes ventanales, que formaban parte del frente del edificio que daba a la calle. Lo que vio la sorprendió. Una larga cola de gente, en hileras de cuatro o cinco, se extendía desde la puerta principal a todo lo largo del edificio y se perdía de vista más allá. Parecía que todos estaban esperando que se abriera el banco.
Ella abrió los ojos, incrédula.
—¿Qué diablos…?
—Alguien ha salido hace un momento —informó Castleman—. Dice que la fila se extiende hasta la mitad de la Plaza Rosselli y que se añade más gente continuamente.