Pese al ejemplo de su marido para evitar los impuestos, Edwina seguía su propio camino en el asunto, llenaba su ficha individual y pagaba mucho más que Lewis, aunque su renta era más modesta. Pero era Lewis quien se encargaba de las cuentas… quien pagaba el
pent-house
, el servicio, los dos coches Mercedes gemelos y otros lujos.
Edwina reconocía sinceramente ante sí misma que el elevado estilo de vida que le gustaba había sido un factor en su decisión de casarse con Lewis, y su adaptación al matrimonio. Y el acuerdo, al igual que la mutua independencia y las dos carreras, marchaba bien.
—Desearía —dijo— que tu intuición pudiera decirme dónde fue a parar el dinero que faltó el miércoles.
Lewis levantó la cabeza de los platos del desayuno, que había atacado ferozmente, como si los huevos fueran enemigos.
—¿Todavía falta ese dinero en el banco? ¿No ha descubierto nada tampoco el matón de puños duros del FBI?
—Eso podría decirse… —le habló del punto muerto al que habían llegado y la decisión que había tomado de despedir hoy mismo a la cajera.
—Y después nadie más le dará empleo, supongo.
—Lógicamente no podrá trabajar en otro banco.
—Creo que me dijiste que tiene una hija.
—Desgraciadamente, sí.
Lewis dijo sombríamente:
—Dos nuevos reclutas para la carga de Desempleo, ya tan hinchada.
—¡Oh, por favor! ¡Guárdate esa propaganda para tus reaccionarios!
La cara del marido se arrugó en una de sus raras sonrisas.
—Perdona. No estoy acostumbrado a que me pidas consejo. No sueles hacerlo con frecuencia.
Era un elogio, comprendió Edwina. Una de las cosas que apreciaba en su matrimonio era que Lewis la trataba, siempre la había tratado, intelectualmente como una igual. Y, aunque él nunca se lo había dicho directamente, ella sabía que él estaba orgulloso de su status de ejecutiva importante en el FMA… cargo desusado incluso hoy en día para una mujer, en el mundo machista de los bancos.
—Naturalmente, no puedo decirte adónde ha ido a parar el dinero —dijo Lewis; pareció meditar—. Pero te daré un consejo que me ha dado resultado en situaciones complicadas.
—Sí, sigue.
—Nada más que esto: desconfía de lo obvio.
Edwina quedó desilusionada. Lógicamente, supuso, había esperado una especie de solución milagrosa. En lugar de esto Lewis había largado vetusto y viejo bromuro.
Miró su reloj. Eran casi las ocho.
—Gracias —dijo—. Tengo que irme.
—A propósito —dijo él—, salgo esta noche para Europa. Volveré el miércoles.
—Que tengas buen viaje —Edwina le besó al salir, el súbito anuncio no la había sorprendido. Lewis tenía oficinas en Zurich y en Londres, y sus idas y venidas eran casuales.
Se dirigió al ascensor privado que comunicaba su
pent-house
con las cocheras internas.
Mientras se dirigía al banco, y pese a haber rechazado el consejo de Lewis, las palabras
desconfía de lo obvio
permanecían en su mente, molestas, persistentes.
La discusión, a media mañana, con los dos agentes del FBI fue breve y no se llegó a nada.
La reunión tuvo lugar en la sala de conferencias detrás del banco, donde durante dos días, los hombres del FBI habían interrogado a los empleados. Edwina estaba presente. Y también Nolan Wainwright.
El principal de los dos agentes, llamado Innes, que hablaba con un acento de New England, dijo a Edwina y al jefe de Seguridad del banco:
—Hemos ido lo más lejos posible con la investigación aquí. El caso quedará abierto y nos mantendremos en contacto por si salen a luz nuevos hechos. Lógicamente, si algo nuevo surge, informarán ustedes en seguida al FBI.
—Naturalmente —dijo Edwina.
—Hay un nuevo punto negativo —el hombre del FBI consultó una libreta—. Se trata de Carlos… el marido de la muchacha Núñez. Uno de los empleados cree haberle visto en el banco el día que faltó el dinero.
Wainwright dijo:
—Miles Eastin. Me lo informó a mí. Yo pasé la información.
—Sí, hemos interrogado a Eastin sobre el asunto; reconoce que puede haber estado equivocado. Hemos buscado a Carlos Núñez. Está en Phoenix, Arizona; trabaja como mecánico de motores. Nuestros agentes de Phoenix lo han interrogado. Pudieron comprobar que Núñez acudió al trabajo el miércoles y todos los días de la semana, lo cual lo borra como posible cómplice.
Nolan Wainwright acompañó a los agentes del FBI cuando se fueron. Edwina volvió a su escritorio de la plataforma. Había informado sobre la pérdida de caja —como debía hacerlo— a su superior inmediato en la Administración Principal y la cosa, según parecía, se había filtrado hasta Alex Vandervoort. Ayer, ya tarde, Alex había telefoneado, comprensivo, y había preguntado si podía ayudar en algo. Ella le había dado las gracias, pero había rehusado, comprendiendo que ella era la responsable y que sólo ella tenía que hacer cualquier cosa que correspondiera hacer.
Por la mañana nada había cambiado.
Poco antes de mediodía Edwina dio instrucciones a Tottenhoe para que comunicara al Departamento de Personal que el empleo de Juanita Núñez cesaba al terminar el día, y para que le mandaran el cheque con el pago de la muchacha a la sucursal. El cheque traído por un mensajero estaba sobre el escritorio de Edwina cuando ella volvió de almorzar.
Inquieta, vacilando, Edwina hizo girar el cheque entre las manos.
En este momento Juanita Núñez trabajaba todavía. La decisión tomada ayer por Edwina había provocado refunfuños y objeciones de Tottenhoe, quien protestó: «Cuanto más pronto nos libremos de ella más seguros estaremos de que la cosa no volverá a repetirse.»
Incluso Miles Eastin, que había vuelto a su escritorio de ayudante de contador, había levantado las cejas, pero decidió no tomarlos en cuenta.
Se preguntó por qué motivo especial estaba tan preocupada, cuando obviamente había llegado el momento de zanjar el incidente y de olvidarlo.
Obviamente
olvidarlo. La solución
obvia
. Nuevamente la frase de Lewis se le presentó:
Desconfía de lo obvio
. ¿Pero cómo? ¿De qué manera?
Edwina se dijo: Piensa una vez más. Vuelve al principio.
¿Cuáles eran las facetas
obvias
del incidente cuando ocurrió? La primera cosa obvia era que faltaba el dinero.
Aquí no había discusión
. La segunda cosa obvia era la cantidad de seis mil dólares. Cuatro personas habían estado en esto de acuerdo: Juanita Núñez, Tottenhoe, Miles Eastin y finalmente, el contador de la cámara del tesoro. No
podía discutirse
. El tercer rasgo obvio concernía a la afirmación de la muchacha Núñez de que había sabido la cantidad exacta que faltaba de su caja a la 1,50 de la tarde, casi después de cinco horas de atareadas transacciones en el mostrador, y
antes
de haber contado el dinero todos lo demás que estaban en la sucursal y conocían la pérdida, incluida Edwina, estuvieron de acuerdo en que aquello era obviamente imposible. Desde el principio, ese conocimiento había sido una piedra de toque en la creencia conjunta de que Juanita Núñez era la ladrona.
Conocimiento… conocimiento
obvio… obviamente
imposible.
Y sin embargo: ¿era imposible? Una idea se le ocurrió a Edwina.
Un reloj de pared marcaba las 2,10. Notó que el contador estaba en su escritorio cercano. Edwina se levantó:
—Míster Tottenhoe, ¿quiere venir conmigo?
Seguida por Tottenhoe que se arrastraba gruñendo, Edwina atravesó el recinto, saludando brevemente a algunos clientes de paso. La sucursal estaba repleta y atareada, como generalmente a la hora de cerrar los negocios antes del fin de semana. Juanita Núñez estaba recibiendo un depósito.
Edwina dijo tranquilamente:
—Mistress Núñez, cuando haya terminado con ese cliente coloque el cartel «Ventanilla Cerrada» y cierre su caja fuerte.
Juanita Núñez no contestó, y tampoco habló cuando terminó la transacción, ni cuando llevó al mostrador una pequeña placa de metal, como le habían ordenado. Cuando se volvió para cerrar la caja fuerte, Edwina comprendió por qué. La muchacha lloraba en silencio, y las lágrimas corrían por sus mejillas.
El motivo no era difícil de adivinar. Había esperado ser despedida hoy y la súbita aparición de Edwina confirmaba la creencia.
Edwina ignoró las lágrimas.
—Míster Tottenhoe —dijo—, creo que mistress Núñez ha estado trabajando en la caja desde esta mañana. ¿Es correcto?
Él reconoció:
—Sí.
El período de tiempo era en términos generales el mismo que el miércoles, pensó Edwina, aunque la sucursal había tenido hoy más tarea.
Señaló la caja fuerte.
—Mistress Núñez, usted ha insistido en que siempre sabe la cantidad de dinero que tiene. ¿Sabe cuánto hay aquí en este momento?
La muchacha vaciló. Después asintió, todavía incapaz de hablar entre lágrimas.
Edwina tomó un pedazo de papel del mostrador y se lo tendió.
—Escriba ahí la cantidad.
Nuevamente hubo una vacilación visible. Después Juanita Núñez cogió un lápiz y escribió 23 765 dólares.
Edwina tendió el papel a Tottenhoe.
—Vaya con mistress Núñez y quédese con ella cuando se haga hoy el balance de caja. Compruebe el resultado. Compárelo con esta cifra.
Tottenhoe miró escéptico el papel.
—Estoy atareado y si tengo que ocuparme de cada cajero…
—Nada más que de éste —dijo Edwina. Atravesó otra vez el salón y volvió a su escritorio.
Tres cuartos de hora después reapareció Tottenhoe.
Parecía nervioso. Edwina vio que la mano le temblaba. Tenía la hoja de papel y la puso sobre el escritorio. La cifra que Juanita Núñez había escrito tenía al lado un solo tilde con lápiz.
—Si no lo hubiera visto personalmente —dijo el contador— no lo hubiese creído… —por una vez su aire sombrío dejaba paso a la sorpresa.
—¿La cifra es correcta?
—
Exactamente
correcta.
Edwina permaneció sentada, muy tensa, controlando sus pensamientos. Repentina y dramáticamente, todo lo referente a la investigación había cambiado. Hasta ese momento todas las presunciones se habían basado en la incapacidad de que Juanita Núñez pudiera hacer lo que acababa de demostrar concluyentemente que podía hacer.
—Mientras venía para aquí recordé algo —dijo Tottenhoe—. Una vez conocí a alguien así: era en una pequeña sucursal del interior… debe hacer veinte o más años… era alguien que tenía la capacidad de retener el total de caja en la memoria. Y recuerdo que he oído decir que hay otras personas capaces de hacerlo. Es como si tuvieran una máquina de calcular dentro de la cabeza.
Edwina interrumpió:
—Me gustaría que su memoria hubiera sido tan buena el miércoles.
Cuando Tottenhoe volvió a su escritorio, Edwina tomó un anotador y escribió un resumen de sus pensamientos.
La Núñez todavía no ha probado su inocencia, pero lo que dice es creíble
.
Si la Núñez no lo hizo, ¿quién lo hizo?
¿Alguien dentro del personal? ¿Algún empleado interno?
Pero, ¿cómo?
«
Cómo» más adelante. Ahora hay que encontrar primero el motivo, después a la persona
.
¿Motivo? ¿Alguien que necesita mucho el dinero?
Repitió en mayúsculas, NECESITA EL DINERO. Y añadió:
Examinar todas las cuentas de ahorro y cuentas corrientes de todo el personal de la sucursal… ¡ESTA NOCHE
!
Edwina empezó a hojear rápidamente una guía telefónica de la Casa Central del FMA, buscando «Jefe del Servicio de Auditores».
Las tardes del viernes todas las sucursales del First Mercantile American trabajan tres horas más.
Así, ese viernes, en la sucursal principal del centro, las partes exteriores a la calle habían sido cerradas con llave por una guardia de seguridad a las 6 de la tarde. Algunos clientes, que todavía estaban en el banco a la hora de cerrar, eran autorizados a salir por la misma guardia, uno a uno, por una única puerta de vidrio.
A las 6,05 exactamente una serie de agudos y perentorios golpes resonaron en la parte exterior de la puerta de vidrio. Cuando el guardia volvió la cabeza para contestar, observó una joven figura masculina, vestida con un sobretodo oscuro y aire de funcionario, llevando una pequeña maleta. Para llamar la atención adentro, la figura había golpeado con una moneda de cincuenta centavos, envuelta en un pañuelo.
Cuando el guardia se acercó el hombre de la maleta puso contra el vidrio un documento de identidad. El guardia lo inspeccionó, abrió la puerta, y el joven entró.
Después, antes de que el guardia pudiera cerrar la puerta, ocurrió una serie de hechos tan inesperada y notable como la treta de un mago. En lugar de un individuo con una maleta y credencial, aparecieron seis, con otra falange detrás. Rápidamente, como una inundación, se precipitaron en el banco.
Un hombre, mayor que los otros y que emanaba autoridad, anunció brevemente:
—Auditores de la Casa Central.
—Sí, señor —dijo el guardia; era un veterano en el banco y había visto esto antes, así que siguió controlando las demás credenciales. Había veinte, casi todos hombres, cuatro mujeres. Todos se dirigieron inmediatamente a diferentes puntos del banco.
El hombre más viejo, que había hecho el anuncio, se dirigió por la plataforma hacia el escritorio de Edwina. Al levantarse para saludarlo, ella contempló la continua afluencia al banco, con sorpresa que no ocultó.
—Míster Burnside, ¿están aquí todos los auditores?
—Así es, mistress D'Orsey —el jefe del departamento de auditores se quitó el sobretodo y lo colgó cerca de la plataforma.
En otras partes del banco los empleados tenían una expresión desconcertada, algunos rezongaban y hacían comentarios malhumorados.
Uno de ellos comentó:
—Caramba… ¡Precisamente ocurrírseles un viernes!… ¡Mierda, yo tenía una cena!… ¡Y hay quien dice que los auditores son humanos!
La mayoría comprendía lo que representaba una visita del grupo de auditores de la Casa Central. Los pagadores comprendieron que iba a haber un balance extra de sus cajas antes de que se fueran esa noche, y las reservas del tesoro también serían controladas. Los contadores deberían quedarse hasta que sus informes estuvieran listos y revisados. Los empleados principales tendrían suerte si podían quedar libres para la medianoche.